domingo, 4 de septiembre de 2011

Las novias de Borges



"Es el amor. Tendré que ocultarme o huir. Crecen los muros de su cárcel, como en un sueño atroz. La hermosa máscara ha cambiado, pero como siempre es la única [...] Estar contigo o no estar contigo es la medida de mi tiempo [...] Es, ya lo sé, el amor: la ansiedad y el alivio de oír tu voz, la esperanza y la memoria, el horror de vivir en lo sucesivo. Es el amor con sus mitologías, con sus pequeñas magias inútiles. [...] El nombre de una mujer me delata. Me duele una mujer en todo el cuerpo".

Jorge Luis Borges: "El amenazado", El oro de los tigres

Más allá de los muchos tigres, espejos y laberintos, el núcleo central de la poesía de Borges está referida al paso del tiempo y a la fugacidad del amor; o más bien, a su propia imposibilidad de ser amado. También, a la memoria como castigo («sólo una cosa no hay: es el olvido») . En su obra, sistemáticamente, Borges redujo a géneros literarios a la religión, la filosofía, las otras artes o la historia. También al amor. Borges convertía en literatura todo lo que tocaba.

Borges se odiaba. Lo avergonzaba lo que le devolvía el espejo (y por eso los espejos son "abominables"). Se llamaba a sí mismo "tapir", describía su rostro como "obeso y epiceno", odiaba su tartamudeo, su timidez, sus ojos débiles. Odiaba su letra ("de enano") y hasta su voz ("entre bebé y Matusalén"). Su coquetería era mínima: un peine en el bolsillo alto de la chaqueta para repasar el pelo y dejarlo en orden (a veces, recurso de tímido, escondía el peine en la palma de la mano). Pero sobre todo odiaba su carne y las necesidades de esa carne. Este adolescente eterno muchas veces se acostaba vestido para evitar el contacto con su propio cuerpo. A mediados de los 20 Borges escribe en su "Boletín de una noche": "Soy un hombre palpable (me digo) pero con piel negra, esqueleto negro, encías negras, sangre negra que fluye a través de la carne negra [...]. Me desvisto y (por un instante) soy esa bestia vergonzosa, furtiva, inhumana y, en cierto modo, alienada de sí misma que es un ser desnudo".


Vivió enamorado de mujeres a las que consideró únicas y creía que cuando uno está enamorado ve a la persona amada "igual que como Dios nos ve". Pero casi ninguna de esas mujeres lo amó. Muchas lo admiraron (que es un sentimiento parecido al amor e igual de noble, pero insuficiente) y algunas hasta jugaron con la idea de una relación completa. Pero siempre había un momento en que se producía el rechazo y la huida, y entonces llegaba la humillación y la desesperación, el deseo de ser otro y el deseo de dejar de ser (vivió pensando en el suicidio, y no atreviéndose). ¿Qué creía él que podía ofrecerles a esas novias fantasmales? Lo dice en uno de sus "Dos poemas ingleses":

Te ofrezco pobres calles, desesperados crepúsculos, la luna de los desarrapados suburbios.
Te ofrezco la amargura de un hombre que ha mirado largamente la luna solitaria.
Te ofrezco lo que pueda haber en mis libros, lo que pueda haber de hombría y de humor en mi vida.
Te ofrezco la entraña de mi ser, que de algún modo he preservado.
Te ofrezco explicaciones de ti misma.
Te puedo dar mi soledad, mis tinieblas, el hambre de mi corazón.

Borges odiaba el tango-canción que popularizó Gardel a partir de 1916. El primero de esos tangos, “Mi noche triste”, que es el molde de muchísimos otros, comienza: “Percanta que me amuraste /en lo mejor de mi vida” (o sea “muchacha que me abandonaste / en lo mejor de mi vida”) , que es la más ajustada descripción posible de la historia sentimental de Borges (y la explicación verdadera de su rechazo a este tipo de tangos). Borges solía afirmar que llorar por el amor de una mujer no es de hombres, porque una vez se lo oyó decir a un cuchillero de esos a los que luego él exaltó en sus relatos, pero la verdad es que se pasó la vida llorando por el amor de una u otra mujer. Además, desde un infausto atardecer ginebrino adquirió cierto horror por la cópula, que en sus cuentos siempre aparece bajo una forma atroz, excepto en “Ulrico”. Y por eso en sus relatos preferirá hijos soñados antes que paridos.

Las mujeres de todos sus poemas son ideales inalcanzables o amores no correspondidos. Las mujeres de todos sus cuentos son desagradables, vengativas y/o frívolas, que viven sólo para satisfacer la lujuria de los hombres. Donde ellas aparecen las historias son siempre de odio, de violencia, de rivalidad, de sangre. Hacia el final de su vida elaborará una teoría para calmar en parte tanta desesperación. Coincidiendo con la célebre frase de Proust, se consolará opinando que los únicos verdaderos paraísos son los paraísos que hemos perdido. Y se dirá, en consecuencia, que ya ha perdido tantas cosas que “esas perdiciones, ahora, son lo que es mío”. Para concluir: “Nuestras son las mujeres que nos dejaron, ya no sujetos a la víspera, que es zozobra, y a las alarmas y terrores de la esperanza. No hay otros paraísos que los paraísos perdidos”.

“Ulrico” es su único cuento de amor cuasi físico. Hay una escena erótica en una habitación empapelada en color rojo y los personajes son un sudamericano y una noruega. El personaje, obvio alter ego de Borges, es “un hombre célibe entrado en años” para quien esta oportunidad de ser amado “es un don que ya no se espera”. “Ulrico” finaliza con esta frase: “En la sombra fluyó el amor y poseí por primera y última vez la imagen de Ulrico”. Poseer una imagen es más propio de Onán, pero así estaban las cosas. María Kodama ha dicho muchas veces que esta Ulrica es ella. Los principales biógrafos de Borges creen, en cambio, que se trata de Ulrike von Külmann, una alemana que Borges trató brevemente y a quien, según parece, escribió algunas cartas de amor. Probablemente las dos cosas sean ciertas: el cuento fue escrito pensando en aquella Ulrike, pero lo que se escribió en el cuento acabó ocurriendo en la realidad, alguna noche en alguno de tantos viajes, entre Borges y María Kodama. En medio de un abrazo algo habrá fluido, ganándose Kodama el agradecimiento eterno del hombre célibe. Otros, en fin, opinan que “Ulrico” es el relato de un sueño. Lo cierto es que en el cuento hay besos y hay ternura, insólitos en la literatura borgiana. Aunque también hay “el lejano aullido de un lobo”.

Novias, cuasinovias y musas

Novias, lo que se dice novias, Borges tuvo sólo tres: Concepción Guerrero, Cecilia Ingenieros y Estela Canto. A Conchita la conoció a su regreso del primer viaje a Europa, tras siete años de ausencia (entre los 14 y los 21) cuando redescubrió la ciudad en la que había nacido pero que hasta entonces sólo conocía por sus visitas infantiles al zoológico, a la Biblioteca Nacional o a unos parientes que vivían en San Telmo. En carta a Jacobo Sureda, su amigo mallorquín, describe a Conchita como “niña y pobre, muy hermosa, hija de padres andaluces”, de la que está enamorado “totalmente, idiotamente”. También alaba “la blancura gloriosa de su carne”. Conchita tenía dieciséis años (y él veintidós), ojos negros y una gran trenza también negra. “Cuando yo la abrazo, ella se estremece”. Su proyecto, le dice a Sureda, es volver a Ginebra a terminar el bachillerato y regresar a Buenos Aires para casarse. A principios de 1923 los Guerrero autorizan a Borges a visitarla en su casa de Villa Urquiza, casi en el borde de la ciudad, los días sábados por la tarde. Borges hace su nuevo viaje a Europa, que dura casi un año (“trescientos días como trescientas paredes”) y regresa en julio de 1923 a casa de los Guerrero y a las citas con Conchita, pero las relaciones van deteriorándose. Para colmo, ella se ha cortado la trenza. Borges decide romper. Será una de las dos únicas veces que Borges tome esa iniciativa.


Cecilia Ingenieros era hija de José Ingenieros (1877-1925), el filósofo positivista argentino. La conoció en 1939, en una reunión de la que salieron juntos por casualidad. Descubrieron que eran vecinos y que les gustaba caminar. La pretendió entre 1941 y 1943. “Yo estaba perdidamente enamorado de ella y las cosas marchaban bastante bien. Juntos planeamos un viaje a Europa. Nos casaríamos allí; esa era la idea. Pero un día nos encontramos en una confitería del Centro y Cecilia me dijo: “Dentro de dos semanas me voy a Europa". "Nos vamos, querrás decir", la corregí yo. "No, me voy sola. He decidido no casarme con vos“. Y allí se acabó el noviazgo. Cecilia, que era bailarina, se fue a EE.UU. a estudiar con Martha Graham y luego se casó y dejó el baile para dedicarse a la egiptología. Cecilia fue quien propuso a Borges el tema de “Emma Zunz”, historia de una venganza ejecutada a través de una falsa violación. Y él la escribió para complacerla. Pero a ella no le gustó que hiciera judíos a los personajes. Borges le contestó que los hizo judíos porque el argumento era raro y ocurre en Buenos Aires, y que la gente iba a admitirlo con más facilidad “si se trataba de judíos”. También decidió que la personaje femenina debía ser frígida (un tema del que Borges sabía poco) para subrayar su sacrificio. En el momento en que Emma Zunz se va a entregar al marinero que será el instrumento de su venganza, Borges escribe: “Pensó (no pudo no pensar) que su padre le había hecho a su madre la cosa horrible que ahora a ella le hacían”.


Estela Canto fue la novia más duradera. Borges se enamora de ella a fines de 1945, en pleno ascenso del peronismo. Era morena, esbelta, de grandes ojos pardos. Vivía en el Barrio Sur, donde Borges solía situar sus poemas y el escenario de sus cuentos. Venía de la clase media baja y era de izquierdas. Fue la única mujer de esas características que entró en la vida de Borges. Hablaba inglés y podía recitar de memoria páginas enteras de George Bernard Shaw, uno de los santos laicos del altar borgeano. Según las memorias escritas por Estela, Borges le propuso casamiento y ella, shawiana militante, le exigió previas relaciones íntimas para probar su mutua compatibilidad sexual. Borges, entonces, se pone enteramente en manos de ella: “Venceré mis inhibiciones, si me ayudas”. Pero no hubo caso, a pesar de los dos años y medio de terapia psicológica (de la que ella también participó) y no obstante su expreso reconocimiento de que, en sus abrazos, “la virilidad de Borges era perceptible”. Poco después Estela se casa, para separarse tres años más tarde. Hacia 1955 intenta reconquistar a Borges, sin éxito, al tiempo que comienza a beber. En los 80, poco antes del viaje final de Borges a Ginebra, se verán bastantes veces. En una de esas citas ocurre un hecho desgraciado: Estela, necesitada de dinero, le pide su autorización para vender el manuscrito de “El Aleph”, que Borges le había regalado y que le estaba dedicado. Le comenta, además, que su esposo era partidario de no venderlo hasta que Borges muriera “porque entonces esos papeles valdrán diez veces más”. Borges escucha la confesión en silencio y luego replica: “Si yo fuese un caballero, en este mismo momento iría al toilette y se oiría un disparo”. Finalmente, Estela vendió el manuscrito a Sotheby's por 25.760 dólares.


La cuasinovia fue Haydée Lange. Las hermanas Lange (Haydée y Norah) eran parientes lejanas de Borges. Vivían en la metafórica esquina de las calles Pampa y Tronador, en una casa muy literaria, que figura en Adán Buenosayres, la novela de Lepoldo Marechal. (A la hora del crepúsculo, saliendo de casa de las Lange, situada en el borde de la ciudad, se podía ver cómo el sol se ponía limpiamente en el horizonte.) Haydée era muy alta, lo que para Borges era sinónimo de belleza. Borges le había prologado un libro de poesías a su hermana Norah, La calle de la tarde, escrito a los quince años. Fue el primero de sus aproximadamente 250 prólogos, casi todos hechos de encargo para mujeres en las que Borges estaba interesado. Norman di Giovanni (su primer traductor al inglés) ha llamado a estos prólogos “el beso de la muerte”, porque los libros que los llevaron acababan irremediablemente en el olvido. No fue el caso, sin embargo, del libro de Norah, muy bien escrito. Norah, que tocaba un poco el bandoneón, acabará casándose con el poeta Oliverio Girondo Uriburu (que por entonces solía comprar sus cigarrillos egipcios en un kiosco del Bajo atendido por un inmigrante griego de nombre Aristóteles Onassis). Borges visitaba a las Lange los viernes. Allí conoció a Concepción Guerrero. En una posterior etapa, en los primeros meses del año 1939, Haydée trabajaba en un banco “y yo la iba a esperar casi todos los días. Le propuse matrimonio pero no aceptó”. Se estableció entonces un juego: Borges iba a la salida del banco y le hacía por señas, a la distancia, la pregunta de si quería casarse. “Y ella, con el dedo, me contestaba que no”. En un poema de “Los conjurados” Borges habla de Haydée, de la que enumera: “tus ojos que miraban otras cosas / un dejo de Inglaterra en tu palabra / las verjas de un jardín junto al ocaso / los viernes compartidos”. Borges la retrata también en “El Congreso” diciendo de ella que “era devota de la fe predicada por Ibsen y no quería atarse a nadie”. Por fin, en su libro Atlas, muchos años después de la muerte de Haydée, la evoca compartiendo un almuerzo en un restaurante del Centro. “No sentí miedo; sentí que era imposible y quizás descortés revelarle que era un fantasma, un hermoso fantasma”.


Borges tuvo, además, dos esposas y una musa de cabecera. Su primera esposa fue Elsa Astete, una de las siete hijas (“eran siete / las Astete”, escribió burlonamente Manuel Mújica Láinez cuando se enteró del casamiento) de la dueña de la pensión de La Plata donde vivía un gran amigo de juventud de Borges, el dominicano Pedro Henríquez Ureña. La conoció en 1927, el año de la primera de sus ocho operaciones de cataratas. Ella tenía diecisiete años y él veintiséis. Le propuso matrimonio y no aceptó. Elsa se casó dos años después y tuvo un hijo. Volvió a requerirla de amores en 1943 y 1944, poco antes de su relación con Estela Canto, mediante sendas cartas, sin ningún éxito. Veinticinco años después, ya viuda, al fin aceptó. Se casaron en 1969, por la iglesia, y se fueron a vivir a un apartamento de la calle Belgrano (aunque no la noche de bodas; Borges prefirió quedarse en el apartamento de su madre, pretextando lo avanzado de la hora). Ahora ella tenía cincuenta y nueve años y Borges, que era director de la Biblioteca Nacional, sesenta y ocho. Elsa no hablaba inglés ni francés. Cantaba tangos, sin demasiado gusto. Veía la televisión todas las noches. Jamás recordó un sueño. Estas cuatro quejas pertenecen a Borges, que puso fin al matrimonio, casi tres años más tarde, abandonando sin avisar el domicilio conyugal. Simplemente envió a unos peones de mudanza a retirar sus libros. Elsa se quejó amargamente, durante años, de que aquel día, al despedirse, le había dicho a Borges que habría puchero (cocido) para almorzar, y que él no le advirtió nada.


Su segunda esposa, hoy su viuda, fue María Kodama, hija del químico Yosaburo Kodama, japonés, y de María Antonia Schweitzer, hija de un judío alemán y una uruguaya descendiente de españoles. Se casaron cuando ella tenía diecisiete años y él cuarenta y siete. “Mi mundo siempre ha sido adulto y sublimado –ha dicho María-. Nunca pude utilizar mis armas de seducción para conseguir cosas. Mi padre me trataba como un hombre y yo respondía como un hombre”. Nació en 1937. Nunca jugó con muñecas. María y Borges venían de sendos “edipos no superados” y eso debió ser un lazo de unión entre los dos. Cuando se casó con Borges, poco antes de su muerte, llevaba diez años y siete meses acompañándolo. Borges le dedicó dos libros y varios poemas. María ha dicho que empezaron a salir juntos poco antes de que Borges se casase con Elsa. Reanudaron la relación cuando María se reunió con Borges en Islandia, en 1971. Sus padres estaban divorciados y ella sentía rechazo por el matrimonio, que Borges le habría pedido reiteradamente “porque, María, yo soy un caballero victoriano”. María fue quien lo convenció de pasar sus últimos días en Ginebra, lejos de esos amigos suyos que la odiaban. En 1978 Borges había sido operado de próstata (con anestesia local; la pérdida de la conciencia le resultaba insoportable) y era diabético desde 1980. Con María, el escritor pudo, al fin, realizar una frase de Nietzche que solía recordar a menudo: “el matrimonio es una larga conversación”. Borges nunca vio el rostro de María. Cuando la conoció, ya era ciego.


La más constante musa de Borges fue Elvira de Alvear. Es la Beatriz Viterbo de “El Aleph” y la Teodelina Villar de “El zahir” (y también Delia Elena San Marco y la Beatriz Frost de “El congreso”). Elvira tenía ocho años menos que Borges. Murió en 1959, a los cincuenta y dos años, precisamente para la época en que Borges estaba escribiendo “El Aleph” (donde Borges dice que “todos los Viterbo eran medio locos”). Era hija de Diego de Alvear, jefe de una de las familias más ricas del patriciado argentino (dueño de Botafogo, caballo mítico del turf argentino), y de Cotita Cambaceres. Borges la visitaba los sábados, cuando ella no le daba plantón, cosa que ocurría a menudo. Caminaban por el barrio de Belgrano, silenciosamente. En 1930 se radicó en París, donde sacó una revista, Imán. El secretario de redacción era Alejo Carpentier. Vivía en un palacio, con una mangosta. Se relacionó con Joyce y Valéry. A Neruda le prometió 5.000 pesos por la publicación de Residencia en la Tierra... y le perdió el manuscrito (Neruda la llamó irresponsable, loca y gusano). Volvió a Buenos Aires en 1937. Borges, cómo no, le prologó un libro de poesías, Reposo. Poco a poco se fue volviendo loca en su mínimo apartamento de San Telmo, donde Borges la iba a ver los 31 de diciembre por la tarde. Hablaban de la larga novela que ella estaba supuestamente escribiendo (“que al principio estaba hecha de palabras y al fin de vagos rasgos indescifrables”). Obesa, pálida y ausente lo invitaba a sentarse en el comedor y llamaba con su campanilla de plata a una servidumbre inexistente. En “El Aleph” es retratada como alta y frágil, de andar torpe y gracioso, aniñada, de desdenes crueles «que tal vez reclamaban una explicación patológica», de grandes y afiladas manos hermosas. Le dedicó, monográficamente, uno de sus más bellos poemas:

Todas las cosas tuvo y lentamente
todas la abandonaron. La hemos visto
armada de belleza. La mañana
y el claro día le mostraron,
desde su cumbre, los hermosos reinos
de la tierra. La tarde fue borrándolos.
[...................................]
Todas las cosas la dejaron, menos
una. La generosa cortesía
la acompañó hasta el fin de su jornada,
más allá del delirio y del eclipse,
de un modo casi angélico. De Elvira
lo primero que vi, hace tantos años,
fue la sonrisa y es también lo último.

El eterno enamorado

Borges se enamoró muchísimas veces, pero sólo algunas de esas mujeres dejaron una huella perceptible, al menos literaria.


Emma Risso Platero era uruguaya, cinco años menor que él, la única de las relaciones de Borges cuya belleza no se discute, con quien compartía el amor por la poesía de Dante Gabriel Rossetti. Fueron amigos hasta la vejez.


Susana Bombal,* chilena y pelirroja, causó gran impresión entre el grupo de amigos de Borges, en los 30. Borges le dedicó varios poemas, uno de ellos bajo su propio nombre (“Alta en la tarde, altiva y alabada...”). Era once años más joven que él. De una de sus novelas, La amortajada(1938), Borges escribió que es un libro de "triste magia". Era una novela casi policial en la que un cadáver habla en primera persona. Se la comparó en su tiempo con Virginia Woolf. Borges le dedicó el relato "El encuentro", en el que dos cuchillos utilizan a dos amigos para reanudar una antigua pelea. Wally Zener lo conquistó con su voz, el sentido que Borges más apreciaba en las mujeres. En 1927, en uno de sus primeros poemas, escribió: "tu voz, a la que deberíamos creerle todo" . Le dedicó su cuento "El zahir". Sara Diehl de Moreno Hueyo fue pretendida por Borges de casada, aunque sin consecuencias. Tras enviudar, vivió un romance platónico de un año con Borges, a fines de los cuarenta (pero según Elsa Rivero Haedo, Pipina Diehl estaba enamorada de Sábato, con quien, dice, mantuvo un apasionado idilio, cosa que Borges no supo hasta mucho más tarde). Sus famosos "Dos poemas ingleses" le están dedicados (aunque en ediciones posteriores Borges decidió trasladar la dedicatoria a Beatriz Bibiloni, que tenía un marido menos celoso).


Silvina Bullrich era la única mujer del círculo de la revista Sur que se ganaba la vida con su trabajo (de traductora, y luego con sus propias novelas). A finales de los 40 tuvieron una breve relación que naufragó cuando el sexo reclamó su espacio. Quedaron como amigos, aunque Silvina lo fue sobre todo de la madre de Borges. Le dedicó el poema "La noche cíclica" ("lo supieron los arduos alumnos de Pitágoras...") que es de 1940. Ulrike von Külmann, que Borges conoció en 1950, era una verdadera valquiria, rubia, aventurera y rica. Tenía doce años menos que él. Fue Sábato quien se la presentó.


María Esther Vázquez –a quien Borges llevaba cuarenta años- entró a trabajar en la Biblioteca Nacional en 1957 y poco después empezó a ser secretaria y lectora de Borges, la primera de tiempo completo. "Cuando lo conocí –ha escrito-me pareció tan viejo como las pirámides". Viajó por primera vez con él en 1962. Borges ya no veía y doña Leonor había empezado a buscarle pareja, para no dejarlo solo después de su muerte (ella ya había cumplido los ochenta y cinco). Borges le propone casamiento en 1964 y, como casi siempre, es rechazado. (Coincidió con un día que tenía que ir al dentista, que le estaba arreglando tres muelas. Le pidió que se las extrajera sin anestesia, con la esperanza de que el dolor físico tapase ese otro dolor del alma. Pero no funcionó.) Poco después ella se casa con el poeta Horacio Armani. Borges escribe entonces sus textos más explícitos (en prosa y en verso) sobre el amor perdido:

Ya no es mágico el mundo. Te han dejado.
Ya no compartirás la clara luna
ni los lentos jardines. [...].
Adiós las mutuas manos y las sienes
que acercaban el amor. Hoy sólo tienes
la fiel memoria y los desiertos días.
Nadie pierde (repites vanamente)
sino lo que no tiene y no ha tenido
nunca, pero no basta ser valiente
para aprender el arte del olvido.
Un símbolo, una rosa, te desgarra
y te puede matar una guitarra.

A la misma tribulación se le debe otro de sus mejores poemas: “...La dicha que me diste / y me quitaste debe ser borrada; / lo que era todo tiene que ser nada. / Sólo me queda el goce de estar triste”. También estuvieron próximas al corazón del poeta Margarita Guerrero (a quien también pudo haberle ofrecido casamiento), Raquel Bengolea, Delfina Mitre, Martha Mosquera Eastman, Esther Zemboraín de Torres y Viviana Aguilar.


Todas, de uno u otro modo, alumbraron en el corazón de Borges ilusiones que terminaron por apagarse. En cualquiera de ellas pudo estar pensando Borges cuando escribió en La moneda de hierro, uno de sus últimos libros: “Qué no daría yo por la memoria/ de que me hubieras dicho que me querías / y de no haber dormido hasta la aurora / desgarrado y feliz”. Según propia confesión, el amor fue siempre para Borges “una gloriosa incomodidad”. También lo era, al parecer, para las mujeres de las que se prendaba, y sin gloria. María Esther Vázquez ha escrito que “cuando Borges se enamoraba era compulsivo, llamaba por teléfono varias veces al día y desarrollaba un asedio que no daba tregua”. Y para colmo, se pasaba todo el tiempo pidiendo disculpas por molestar.

Borges y las mujeres

En el poema “Buenos Aires”, aparecido en su libro Elogio de la sombra, Borges recuerda cierta calle de la esquina Perú, en el barrio sur de Buenos Aires, en la que César Dabove “nos dijo que el peor pecado que puede cometer un hombre es engendrar un hijo y sentenciarlo a esta vida espantosa”. Borges escribe este recuerdo a los setenta años. Para entonces es posible que coincidiera ya con ambos términos del drama que proponía Dabove (engendrar al hijo y sentenciarlo a una vida espantosa), pero la verdad es que durante casi toda su existencia lo que abominará Borges, al punto de aproximarlo al suicidio, será especialmente el acto de engendrar.

El primer origen de este trauma ocurrirá en una escuela del barrio de Palermo, donde Borges sólo estudió fugazmente, a los nueve años, porque su padre temía a las enfermedades contagiosas y prefería que los niños aprendieran en casa. Ese único año en que Borges salió de su secuestro, alcanzó sin embargo para que oyese a sus compañeritos (“chicos pobres que me intimidaban”) hablar de un extraño rito que luego expondría en uno de sus relatos más sugerentes, “La secta del Fénix”, que aparece en 1944. Allí se lee que el rito que constituye el secreto de la secta “se transmite de generación en generación, pero el uso no quiere que las madres lo enseñen a sus hijos, ni tampoco los sacerdotes; la iniciación en el misterio es tarea de los individuos más bajos. Un esclavo, un leproso o un pordiosero hacen de mistagogos. También un niño puede adoctrinar a otro niño. El acto en sí es trivial, momentáneo, y no requiere descripción”. Explica también que todas las palabras pueden, indirectamente, aludir al secreto: “así en el diálogo yo he dicho una cosa cualquiera y los adeptos han sonreído y se han puesto incómodos...”. Luego, incluye en el cuento su propio drama: “una suerte de horror sagrado impide a algunos fieles la ejecución del simplísimo rito; los otros le desprecian, pero ellos se desprecian aún más”. Dice, por fin, que “al principio a los adeptos el secreto les pareció baladí, penoso, vulgar y, lo que es aún más extraño, increíble. No se avenían a admitir que sus padres se hubieran rebajado a tales manejos”. Estos manejos de los padres le producirán angustia a Borges toda su vida y condicionarán dramáticamente su relación con las mujeres. “Todo lo amó y lo poseyó, pero desde lejos, como del otro lado de un cristal”, dice Borges en “La otra muerte”, un texto claramente autobiográfico.

Ya en 1934 Borges había hablado de la “paternidad abominable” que, igual que los espejos, reproducían (multiplicaban) lo real. Años después reaparecerá esa fobia en el relato “Tlön, Uqbar, Orbis tertius”, aunque ahora adjudicará su mención a Adolfo Bioy Casares, de quien acaba de hacerse amigo (y para quien, curiosamente, el coito no tiene nada de abominable puesto que es su ocupación principal): “...entonces Bioy Casares recordó que uno de los heresiarcas de Uqbar había declarado que los espejos y la cópula son abominables porque multiplican el número de los hombres”. Y añade, hablando de cosas que sólo puede imaginar, que “todos los hombres, en el vertiginoso instante del coito, son el mismo hombre”, confundiendo quizás el coito con el orgasmo.

El otro origen de su rechazo al acto sexual ocurrió en Ginebra, cuando tenía diecinueve años. Los Borges habían llegado a Suiza en 1914, con el propósito de que Jorge Borges, el padre, atendiera sus problemas de vista con un oftalmólogo prestigioso. Dos generaciones de Borges varones habían muerto ciegos (y a Jorge Luis le ocurriría lo mismo). En Una biografía literaria (1987) Emir Rodríguez Monegal dice que “según las confidencias de Borges a diversos amigos, Padre lo llevó una vez a una de esas complacientes chicas de Ginebra cuyos clientes suelen ser extranjeros, hombres solitarios o jóvenes urgidos. Georgie realizó su parte con tanta rapidez que quedó abrumado por la fuerza del orgasmo. La "pequeña muerte", como la llaman los franceses, se acercó demasiado, para él, a la muerte real. A partir de allí Georgie sintió miedo ante la perspectiva del acto sexual”. Además, lo torturaba la sospecha de que esa mujer también brindaba sus favores a su progenitor: “compartir una mujer con Padre era algo que perturbaba arraigados tabúes”. Otros testimonios (por ejemplo, el del único psicólogo que Borges consultó en su vida, el doctor Kohan Miller) dan otra versión de lo sucedido: la prostituta de Ginebra habría sido grosera y cruel con Georgie, al que luego debieron suministrarle inyecciones y tónicos para fortalecerlo, dos veces por semana durante dos o tres años. Aquella revelación del patio de escuela acerca de los “manejos” entre padres y madres, y esta experiencia ginebrina, instalaron el pánico en la sexualidad de Borges, que hasta el fin de sus días será incapaz de traspasar esas barreras. En su caracterización de la sexualidad infantil, Freud subraya el coito parental como generador de angustia. Según él, el coito de los padres es vivido por el niño como “una agresión del padre, dentro de una relación sado-masoquista”. Luego la vida nos va enseñando cosas y aquella angustia se diluye y deja de presionar sobre nuestra conducta erótica. Pero no en Borges, que hasta su muerte siguió mortificándose con el tema.

En esa tradición freudiana el coito de los padres es “lo innombrable”, pero Borges preferirá llamarlo “el secreto”. En “La secta del Fénix” también escribe: “No hay templos dedicados especialmente a la celebración de este culto, pero una ruina, un sótano o un zaguán se juzgan propicios. El secreto es sagrado pero no deja de ser un poco ridículo; su ejercicio es furtivo y aun clandestino; y los adeptos no hablan de él. No hay palabras decentes para nombrarlo”. En 1968, en Nueva York, Borges confiesa su turbación sobre el tema a Ronald Crist, cuando éste le pregunta cuál era el famoso secreto de la secta del Fénix. Borges responde con una mención directa: «el acto es aquel que Withman llamaba “el conocimiento que el esposo divino tiene de la paternidad”. Y añade: “Cuando yo escuché por primera vez de ese acto, cuando yo era un muchacho, me sentí shockeado, sacudido, de pensar que mi madre y mi padre hubieran hecho eso”. Freud estudió esta repugnancia por el acto sexual en los escritos de Leonardo da Vinci. En uno de ellos Leonardo decía: “El acto del coito y todo lo que con él se enlaza es tan repugnante que la humanidad se extinguiría en breve plazo si dicho acto no constituyera una antiquísima costumbre”. De esta confesión Freud deduce que es muy dudoso que Leonardo haya practicado tal acto. Esa sentencia es también aplicable a Borges, y por parecidas razones. También Matthew Besdine, en su estudio sobre Miguel Ángel, había subrayado los mismos rasgos: “complejo de Edipo no resuelto, miedo al amor, un sentimiento subyacente de culpa y fuertes tendencias masoquistas, propensión persecutoria”.

Hay que recordar que Borges fue un niño precoz criado entre adultos, practicante de juegos casi autistas, con ciertos problemas disléxicos debidos al aprendizaje simultáneo de dos idiomas. Jorge Woscoboinik, que es quien más extensamente ha estudiado el perfil psicológico de Borges, aventura la hipótesis de que Borges tartamudeaba porque de niño tenía miedo de hablar. Y que se atrevió a exponerse, ya adulto, “cuando la ceguera le permitió la ilusión de no ser visto”, como ocurre en los juegos infantiles. Todos los recuerdos de niñez de Borges nos remiten a una especie de gran jaula (“me crié en un jardín, detrás de una verja con lanzas”), mientras afuera ocurría la vida. Sólo tenía un compañero de juegos, su propia hermana, que también desarrollará una personalidad evanescente. Aquel niño dará luego paso a un adolescente torpe, vergonzoso, hipersensible, callado, huraño, remoto, indócil. Y entonces empezará su calvario amoroso. En una de las múltiples entrevistas que concedió en su vejez, Borges confesaba: “Con toda tristeza descubro que me he pasado la vida entera pensando en una u otra mujer. Creí ver países, ciudades, pero siempre hubo una mujer para hacer de pantalla entre los objetos y yo. Es posible que hubiera preferido que no fuera así, hubiera preferido consagrarme por entero al goce de la metafísica, de la lingüística o de otras disciplinas”. Una de sus más cercanas secretarias, Alicia Jurado, ha dicho de él que tenía un “casi total desdén por los placeres derivados de los sentidos. Olores, sabores, sonidos, no parecen significarle nada. Además, tiene dificultad para comprender la sensualidad ajena”. Ya hemos dicho que Borges tenía el don de convertirlo todo en literatura, pero nada más que en literatura. No había conseguido desarrollar ningún otro sentido.

Muchas veces se ha comparado, con acierto, la vida de Borges con la de aquel Alonso Quijano del “mucho leer y poco dormir” que, igual que él, se pasó gran parte de la vida confinado en una biblioteca (aunque con la diferencia de que Borges nunca se atrevió a ser Don Quijote), pero el retrato quedaría mejor acabado si se agregara que Borges fue también, y quizás por encima de todo, un Gregor Samsa que se despertaba cada mañana sintiéndose un enorme insecto. Y virgen.

*En el original dice Susana Bombal, de inicio pensé que era María Luisa Bombal porque ella es chilena y ella fue la que escribió La amortajada. Susana Bombal fue una escritora argentina amiga de Borges.

Fuente : Revista de Occidente nº 301
Mario Paoletti
Junio 2006


3 comentarios:

  1. te leo desde hace tiempo, y nunca comento!

    pero este artículo me ha parecido sensacional! un abrazo grande y seguí así!

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  2. Una pequeña corrección: en el 59, cuando muere Elvira de Alvear, hace ya diez años que Borges ha publicado "El aleph".

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