miércoles, 31 de diciembre de 2014

Borges y el laberinto Buenos Aires




Guillermo Samperio
                                  
Y la ciudad, ahora, es como un plano
De mis humillaciones y fracasos;
Desde esa puerta he visto los ocasos
Y ante ese mármol he aguardado en vano.
Aquí el incierto ayer y el distinto
Me han deparado los comunes casos
De toda suerte humana; aquí mis pasos
Urden su incalculable laberinto.
Aquí la tarde cenicienta espera
El fruto que le debe la mañana;
Aquí mi sombra en la no menos vana
Sombra final se perderá, ligera.
No nos une el amor sino el espanto;
Será por eso que la quiero tanto.

Milonga de Jorge Luis Borges

Una construcción arquitectónica puede llegar a convertirse en metáfora de sus habitantes. Tal es el caso de “La caída de la casa Usher”, de Edgar Alan Poe, y de “Una rosa para Emily”, de William Faulkner; signo de la decadencia la primera casa y del olvido la segunda. “Cada escritor siente el horror y la belleza del mundo en ciertas facetas del mundo”, dijo Borges, quien sintió estos dos aspectos de la vida en ciertos rincones de Buenos Aires. Así lo confirma en su poema “Las calles”, donde dice: Las calles de Buenos Aires // ya son mi entraña. // No las ávidas calles, // incómodas de turba y de ajetreo,// sino las calles desganadas del barrio, // casi invisibles de habituales, //enternecidas de penumbra y de ocaso // y aquellas más afuera // ajenas de árboles piadosos // donde austeras casitas apenas se aventuran, // abrumadas por inmortales distancias, // a perderse en la onda visión // de cielo y de llanura.
           
Como Shakespeare, Borges creyó que la vida y el hombre son un sueño y que de ese soñar, como un reflejo, se desprende la obra de arte. Dos pesadillas rigen su obra: el laberinto y el espejo; pero no son distintas, ya que bastan dos espejos opuestos para construir un laberinto. En la conferencia que ofreció en el teatro Coliseo de Buenos Aires en 1977 bajo el título “La pesadilla”, confesó que en sueños: “A veces me veo reflejado en un espejo, pero me veo reflejado con una máscara. Tengo miedo de arrancar la máscara porque tengo miedo de ver mi verdadero rostro” (Siete noches, pp. 44).

La trama de “El jardín de los senderos que se bifurcan” trata sobre un laberinto perdido. Si un laberinto es un lugar en el que nos extraviamos, la idea de un laberinto perdido es la de un lugar en el cual nos extraviamos en un lugar que se ha extraviado. Viene a ser una idea doblemente mágica, como el sueño de Borges enmascarado que se refleja en un espejo. Aunque los hechos no ocurren en Buenos Aires, el cuento ejemplifica el cosmos borgesiano. No sólo el individuo sino el universo son trastocados: el hombre se reconoce en el universo y el universo en el hombre, espejos contrapuestos que se multiplican hasta el infinito. Pero esa multiplicidad es unitaria: todos los Borges no son Borges, sino Borges.
      
“Yo diría que tengo dos pesadillas que pueden llegar a confundirse. Tengo la pesadilla del laberinto y esto se debe, en parte, a un grabado en acero que vi en un libro francés cuando era chico. En ese grabado estaban las siete maravillas del mundo y entre ellas el laberinto de Creta. El laberinto era un gran anfiteatro, un anfiteatro muy alto. En ese edificio cerrado, ominosamente cerrado, había grietas. Yo creía (o ahora creo haber creído) cuando era chico, que si tuviera una lupa lo suficientemente fuerte podría ver, mirar por una de las grietas del grabado, al Minotauro en el terrible centro del laberinto” (“La pesadilla”, Siete Noches, pp. 43).
       
“Un rasgo curioso en mis pesadillas, no sé si ustedes lo comparten conmigo, es que tienen una topografía exacta. Yo por ejemplo, siempre sueño con esquinas determinadas de Buenos Aires. Tengo la esquina de Laprida y Arenales o la de Balcarce y Cile. Sé exactamente dónde estoy y sé que debo dirigirme a algún lugar lejano. Esos lugares en el sueño tienen una topografía precisa pero son completamente distintos. Pueden ser desfiladeros, pueden ser ciénegas, pueden ser junglas, eso no importa: yo sé que estoy exactamente en tal esquina de Buenos Aires. Trato de encontrar el camino” (En voz de Borges, pp. 44).
       
“El Aleph” esta basado en un pasaje real de la vida de Jorge Luis Borges. Cierto abril Carlos Argentino lo dejó encerrado en el oscuro sótano de la casa para que observara el maravilloso Aleph. Aterrado, Borges recordó “El barril de amontillado”, cuento de Allan Poe, y pensó que Argentino lo había preparado previamente, adormeciéndolo con una copa de coñac, para dejarlo morir. Pero se tranquilizó cuando vio el Aleph, tal como se lo había descrito el poeta: una pequeña esfera de dos centímetros que contenía todo el espacio cósmico, en el que se podía ver desde todos los puntos del universo.
       
En la entrevista concedida a Waldermar Verdugo–Fuentes, Borges explica que: “Beatriz Viterbo estaba viviendo en el Once, y esto me resulta curioso porque era efectivo, aunque creo que un escritor debe alterar los datos para no estar limitado a escribir simples relatos periodísticos. Pero como creo que Once, Belgrado, Palermo y Almagro son barrios fácilmente identificables, no quise ponerle la calle Jujuy ni tampoco quería utilizar el Once dentro de la historia, de suerte que puse Constitución, que de alguna manera es equivalente al Once, e incluí la calle Garay” (pp. 134). Para “El Aleph”, Borges elige la calle Garay, porque, por ser descendiente de Juan Garay, le resultaba grato usar el nombre de alguno de sus antepasados. Además la consideraba una calle llena de sabor que podía ser tomada como una calle cualquiera de Buenos Aires, sin rasgos evidentes para diferenciarla.
       
No es difícil encontrar en “El Aleph” una réplica de la esfera de Pascal: la naturaleza es una esfera infinita cuyo centro está en todas partes y el centro en ninguna. Valéry acusa a Pascal de que su libro no proyecta la imagen de una doctrina o de un procedimiento dialéctico, sino la de un poeta perdido en el tiempo y el espacio. “En el tiempo, porque si el futuro y el pasado son infinitos, no habrá realmente un cuándo; en el espacio, porque si todo ser equidista de lo infinito y de lo infinitesimal, tampoco habrá un dónde” (“Pascal”, Otras inquisiciones, pp. 149).
       

Borges plantea en su ensayo “La inmortalidad” —donde retoma la imagen de la esfera— que si el tiempo es infinito, en cualquier instante estamos en el centro del tiempo. Este momento tiene tras de sí un pasado infinito, un ayer infinito; sin embargo, este pasado pasa también por este presente. El tiempo y el espacio son dos aspectos de una misma realidad; por eso, es razonable pensar que en cualquier momento estamos en el centro de una línea infinita y en cualquier lugar del centro infinito estamos en el centro del espacio.
       
En las Enéadas, dice Borges, se afirma que si se quiere definir la naturaleza del tiempo, es necesario conocer previamente la eternidad, que es el modelo y arquetipo de aquél. Dice Platón en el Timeo que el tiempo es una imagen móvil de la eternidad. El tiempo debe preceder a la eternidad, que es hija de los hombres. La eternidad es una imagen hecha de tiempo. Creer que el tiempo fluye del pasado al porvenir es tan verosímil e inverificable como la creencia contraria. Los eleatas refutan el movimiento: es imposible que transcurra un plazo de catorce minutos porque antes es necesario que hayan pasado siete, y antes de siete, tres minutos, y así hasta el infinito.
           
Este Buenos Aires soñado por Borges es un laberinto que contiene en sus recovecos otros laberintos. Cinco de los mejores laberintos de la literatura se encuentran en esta ciudad imaginada o reinventada: “Tlön, Uqbar, Orbis, Tertius”, “Funes el memorioso”, “La muerte y la brújula”, “El Congreso” y “There Are More Things”.
       
“Tlön, Uqbar, Orbis, Tertius” plantea la creación de un planeta ficticio, con sus lenguas, su geografía, fauna, mitos y religiones —vasta obra de generaciones de filósofos, poetas y científicos—, que termina por desplazar nuestro mundo, el cual quizá no sea más que una ficción literaria de Uqbar. Para Borges, la obra de arte es como la flor mágica de Coleridge: la transmisión de un sueño que soñamos para que otros, a su vez, se sueñen y nos sueñen. Pero en ese sueño podemos quedar atrapados, como Alicia en el País de las Maravillas: Alicia ve en su sueño al rey Rojo que sueña a Alicia; si el rey despierta, Alicia desaparecerá y con ella el sueño que es el rey.
        
“Funes el memorioso” es una larga metáfora del insomnio. Un laberinto de signos que la memoria no altera. “La muerte y la brújula” ocurre en un Buenos Aires soñado: la Rue de Toulón es el Paseo de Julio; Triste–le–Roy el hotel donde Herbert Ashe, personaje de “Tlön, Uqbar, Orbis, Tertius”, recibió el undécimo tomo de una enciclopedia ilusoria. La trama de “El Congreso” propone una empresa que de tan enorme termina por confundirse con el cosmos y la eternidad. “There Are More Things” es un homenaje a H. P. Lovecraft. En el cuento, la anfisbena se encuentra perdida en un Buenos Aires, para ella no menos laberíntico de lo que a nosotros nos resultan los espacios de dimensiones paralelas.
       
Borges, como Chesterton —quien creía que uno crece para envejecer al amor y a la mentira, pero no envejece para el asombro— guardó, según él mismo, la capacidad de asombro de la infancia, por el hecho de sentirse perdido en un mundo vasto y plagado de espontaneidad y sorpresa, pero a la vez plagado de monotonía y reiteraciones. Sin embrago, las repeticiones de las mismas cosas pueden llegar a ser experiencias sorpresivas y dichosas.
       
Aceptamos esas cosas incompatibles que sólo por razón de coexistir llevan el nombre de universo. Para ver una cosa hay que comprenderla. El sillón presupone el cuerpo humano, sus articulaciones y partes. El rey Tupac Amaru no pudo percibir la Biblia del misionero; el pasajero no ve el mismo cordaje que los marineros. Si en verdad viéramos el universo, tal vez lo entenderíamos.
        
Lo milagroso da miedo, quienes fueron testigos de la resurrección de Lázaro habrán quedado horrorizados. Lo sobrenatural, si ocurre dos veces, deja de ser aterrador. El mundo de todos los días es el mundo de todos los días: qué portento. Los místicos invocan una rosa, un beso, un pájaro que es todos los pájaros, un sol que es todas las estrellas y el sol, un cántaro de vino, un jardín o el acto sexual. “Acá en Buenos Aires, se prueba que una ciudad puede estar toda en una esquina” (En voz de Borges, pp. 106).
       
Las varias eternidades postuladas —la de los nominalistas, la de Irineo y la de Platón— son la simultaneidad del pasado, presente y futuro; no una agregación mecánica de esos tres tiempos. Dice Borges que “Es sabido que la identidad personal reside en la memoria y que la anulación de esa facultad comporta la idiotez. Cabe pensar lo mismo del universo. Sin una eternidad, sin un espejo delicado y secreto de lo que pasó por las almas, la historia universal es tiempo perdido, y en ella nuestra historia personal —lo cual nos afantasma incómodamente—” (Historia de la eternidad, pp. 38). La eternidad es el arquetipo, cuya desplazada copia es el tiempo, que comprende y exalta a los demás arquetipos.
       
El laberinto es un símbolo de estar perplejo, de estar perdido en la carrera de la existencia. Sin embargo, la idea del laberinto como símbolo del hecho de estar perdido no es para Borges una simple evasión mental, puesto que en la idea de los laberintos hay una especie de esperanza; porque si descubriéramos que este mundo es laberíntico, nos sentiríamos seguros, un centro que nos diría que estamos salvados, porque existe una arquitectura dentro de todo. En cambio, no sabemos si el universo tenga un centro y, por lo mismo, quizá no sea un laberinto, sino un simple caos, y en este caos estamos perdidos.
       
Pero puede haber un centro secreto en el mundo, o para el mundo; centro que puede ser divino o demoníaco; pero por eso no es peligroso descubrir que vivimos dentro de un laberinto, porque ello implica una arquitectura coherente. Felizmente hay algunos hechos que nos inducen a creer que existen ciertas coherencias dentro del mundo, como lo dicen las estaciones, las rotaciones astrales, las edades del hombre, la aurora, el mediodía y el ocaso, la puesta de sol, los dos crepúsculos de la vida.
       
Una casa monstruosa requiere de un habitante monstruoso: el laberinto es connatural al minotauro. Un habitante laberíntico requiere una ciudad compleja: el Buenos Aires de Borges es como Las Mil y una noches: Sherezada cuenta al rey un cuento que narra la historia del rey y Sherezada, y monstruosamente se incluye e incluye todas las noches. Buenos Aires, para Borges, es un laberinto hecho de tiempo.
       
“Pocas ciudades son tan feas como Buenos Aires, y con el obelisco y las macetas en la calle Florida terminan de afearla definitivamente, pero con todo, yo prefiero sufrir en Buenos Aires que sufrir de nostalgia en el extranjero” (En voz de Borges, pp. 105 y 106).

Fuente :  Itzel



"Jacques Derrida: Primeras preferencias"


Lisa Block de Behar


Jorge Luis Borges y Jacques Derrida. Buenos Aires, departamento de la calle Maipú. Octubre de 1985.
Foto: Isaac Behar

Paradoxa ortodoxa

Las coincidencias son inevitables ya que leemos a Derrida y a Platón a partir de Borges.
Emir Rodríguez Monegal

Se dice que tanto ama el pelícano a sus pequeños que hasta llega a matarlos con sus garras.
Honorius de Autun . (Speculum de mysteris ecclesiae)

-Adoremos sin comprender, dijo el cura.
-Sea, dijo Bouvard.
Gustave Flaubert

En "Vindicación de Bouvard y Pecuchet" Borges consideraba la obra de Flaubert como una "historia engañosamente simple"; podríamos aplicar una consideración semejante a su cuento "El Evangelio según Marcos"(1). Pero, las coincidencias entre la obra de Flaubert -una aberración, según algunos, "la obra capital de la literatura francesa y casi de la literatura" según otros- y el cuento de Borges se reconocen por algo más que una apariencia de simplicidad compartida. Según Borges, Flaubert hace leer una biblioteca a sus personajes "para que no la entiendan", la (a)copian; también en "El Evangelio según Marcos", Borges se plantea los problemas de una lectura demasiado fiel y por eso, los riesgos de la incomprensión tampoco deberían descartarse.

El cuento comienza describiendo las circunstancias narrativas primarias de toda introducción ("El hecho sucedió en la estancia Los Alamos, en el partido de Junín, hacia el sur, en los últimos días del mes de marzo de 1928") pero esta observación de los "principios" convencionales, constituye una opción realista por partida doble: un comienzo que se ajusta al realismo, el más conservador que, de acuerdo con R. Jakobson, es el de quien modela su percepción sobre los viejos cánones,(2) y una ambientación geográfica minuciosa y cronológicamente puntual. Tratándose de Borges, la exageración de las precisiones realistas sólo puede provocar sospechas. Quizá sea más prudente definir esta narración como realista "à outrance", de un realismo a ultranza, un ultrarrealismo, más bien. (Volveremos sobre esta definición).

El personaje, Baltasar Espinosa, un estudiante procedente de Buenos Aires, se encuentra veraneando en la estancia de su primo cuando la tormenta se desploma y las derivaciones de una imprevisible crecida, lo obligan a permanecer en el casco de la estancia, compartirlo con el capataz y su familia -los Gutres- y recurrir a la lectura del Evangelio a fin de atenuar la hostilidad de una convivencia forzada, soslayando por la palabra (re)-citada tanto la dudosa proximidad del diálogo como las incomodidades de una inevitable circunspección.

Básicamente, la situación narrativa resulta muy similar a la de otro cuento: "La forma de la espada". También en este cuento la historia transcurría en una estancia, La Colorada, así se llamaba (mientras que, tal como se lee en la cita precedente, en la edición de las Obras Completas, la estancia de "El Evangelio según Marcos" se denomina "Los Alamos", en la primera versión figura como "La Colorada"; la coincidencia del nombre propio no puede ignorarse). Pero, se registran además otras semejanzas narrativas menos llamativas: la oposición ciudad/campo, la inundación y el aislamiento, la aproximación involuntaria, el español precario de los personajes que viven en la estancia, la resistencia al diálogo, el cambio y acumulación de funciones narrativas por la participación de un personaje que se hace cargo de otra narración e introduce de esa manera una diégesis segunda, ajena -bíblica o histórica- que penetra el universo "natural", el campo, la primera diégesis. Esa introducción es crucial ya que desencadena un intercambio de las funciones narrativas fundamentales: narrador por narratario, lectores por personajes, deslizamientos que estratifican la narración en quiasmo, tramándola en dos planos cruzados: por superposición y oposición, ya que la estructura de "las ruinas circulares" no es sólo la articulación literaria fundamental de la arqueología imaginativa de Borges sino la puesta en evidencia -por su narrativa, por su poética- de la fractura referencial, la inevitabilidad de la quiebra por el fenómeno de la significación. La representación como el punto donde se abre el abismo: el signo es el origen de otro signo, decía Ch. S. Peirce, reconociendo la ilimitación de la semiosis como el trámite que, por la quiebra, precipita el infinito:

"Uno -cuál- miraba al otro
como el que sueña que sueña". (3)

Más que el lugar común del imaginario borgiano, estos deslizamientos entrecruzados dan cuenta de la dualidad como condición necesaria de todo texto literario que, según Derrida, prefigura su propia desconstrucción: presencia por ausencia, ausencia por presencia, la verdad por la ficción: "cualquier verdad sería una ilusión de la que uno se olvida que es ilusión" decía Nietzsche y no hay por qué sorprenderse, "tales verdades existen".

La palabra instaura una estrategia de iniciación, es el origen, según Juan, donde todo empieza pero sería también esa revelación la que comienza el Apocalipsis; desde el principio, la primera palabra, "apocalipsis" evoca el fin: la revelación/destrucción, origen y catástrofe, origen de la catástrofe, la palabra "apocalipsis" iniciando el Apocalipsis, recupera la ambigüedad que la sola mención convoca. "Je parle, donc je ne suis pas" podría haber dicho Maurice Blanchot. (4)

Si Peirce decía que "al conocer un signo, siempre se conoce algo más", no sería abusivo entender que, al conocer un signo, siempre se conoce algo diferente, algo opuesto. Es lo que reitera Umberto Eco: "a partir del signo, uno atraviesa todo el proceso semiótico y llega al punto donde el signo se vuelve capaz de contradecirse (si no fuera así, esos mecanismos textuales llamados 'literatura' no serían posibles").(5)

Las contradicciones de la escritura

Littré les asestó el golpe de gracia afirmando que jamás hubo una ortografía positiva y que tampoco podría haberla. Por eso, llegaron a la conclusión de que la sintaxis es una fantasía y la gramática una ilusión.
Flaubert

En "La farmacia de Platón", Jacques Derrida cuestiona las contradicciones que, desde la antigüedad, sin interrupción hasta el estructuralismo, han denigrado la función de la escritura. Parte de Sócrates, "el que no escribe", quien en el Fedro remonta hasta un remoto pasado egipcio las dudas respecto a los beneficios de la escritura. Su ambivalencia contradictoria hace desconfiar a Platón de este invento de Theuth -y aunque su desconfianza quede escrita- no duda en sospechar de un remedio que, creado en beneficio de la memoria, tanto la asiste cuanto la daña, un pharmakon, remedio y veneno a la vez, la fija y la destruye: "Porque la escritura no tiene ni esencia ni valor propio, ya sea positivo o negativo. Actúa en el simulacro y mima en su tipo, la memoria, el saber, la verdad", etc. (6) No es la verdad porque la imita, no es saber sino apariencia, no es la memoria sino su fijación, ni la palabra porque la silencia. Derrida desconstruye esa obsesión logocéntrica que pretende ignorar la relevancia de la escritura: su reserva. Sin embargo, es esa discreción y acumulación, disposición y prudencia, la que hace de su virtualidad virtud. Contra el tiempo, la escritura se fija; espacializa el discurso iniciando la controversia, dando lugar a una apertura textual infinita: en ese espacio abismal el tiempo no cuenta. De allí la lectura parte, se aparta: "Reading has to begin in this instable conmixture of literalism and suspicion" (7) y, cuando es válida, la desconstruye: "Reading (…) if strong is always a misreading" (8), se contradice Harold Bloom y en esa contradicción legitima la potencia de la interpretación, su poder: el poder ser: su posibilidad: la multiplicación de una verdad por la "n" versión. Ni literal ni notarial, tratándose de sentido, no hay propiedad, sólo apropiación y el enfrentamiento ("la voluntad del contrario", la necesidad de que hablaba Nietzsche) que esa atribución provoca, es condición y pasión del texto. "Je suis le sinistre miroir où la mégère se regarde", como si dijera de sí la escritura, reivindicando una primera persona que es -"Gracias a la voraz ironía"- sujeto y objeto de contradicciones interminables. "Hablaré de una letra"; Derrida declara así la iniciación de la diferancia (son las primeras palabras con las que empieza "la diferencia"), imponiendo de esa manera la introducción del orden derridiano: la letra como referente primordial, la letra que precede al habla: Derrida habla de la letra.

Desde su origen -fue Theuth quien la inventó, o Theuth o Hermes o Mercurio o Wotan o el gran mago Odin, inventor de runas, dios de la guerra y dios de los poetas; por la escritura el texto se debate, es debate o no es. La escritura se fija en un espacio dual, al bies, entre un adentro y un afuera, entre la imaginación y la reflexión, entre el silencio y el silencio, un espacio a través, de transparencia y tergiversación, donde se (ex)pone en curiosa evidencia impugnando "la metáfora epistemológica fundamental: entender como ver" (9) , la fuga del sentido, la falla por donde se escurre, la falta que no es error ni carencia sino una obstinada voluntad de s(ab)er la verdad.

Oírse o irse: ¿adónde? (10)

-¿ Qué significaban en el Génesis "el abismo que se rompió" y "las cataratas del cielo"? ¡Porque un abismo no se rompe ni el cielo tiene cataratas! […] -Reconozca Ud. -dijo Bouvard- que Moisés exagera endemoniadamente.
Flaubert

El discurso oral transcurre en el tiempo, con el tiempo, como el tiempo, y estas coincidencias disimulan en la fluidez, las quiebras abismales del sentido, reducen las posibilidades interpretativas, las limitan, eliminando por (cierta) certeza, el desconcierto: entiendo porque oigo, una metáfora epistemológica todavía más impugnable aunque más aceptada. La sospechosa plausibilidad francófona de "entendre" confunde la comprensión con la audición, el sentido con lo sentido, la verdad con la presencia, la presencia con la voz: "Y toda la gente vio la Voz", dice Martin Buber que dicen las Escrituras y Juan, por su parte, transcribía la revelación de esa visión extraña: "y me volví para ver la voz que hablaba conmigo" (Apocalipsis I, 12), como si la voz fuera suficiente: ver para oír, oír para creer, valen como evidencia. "La sabiduría de Dios es que el mundo no conozca a Dios por la sabiduría". (I, Cor., V, 21). Pero la ignorancia tampoco avala ese conocimiento, podría haber razonado Pecuchet quien excitado por su reciente erudición, había iniciado el registro de las contradicciones de la Biblia, aunque él no se hubiera propuesto desconstruirlas.

Los Gutres del cuento de Borges eran analfabetos, apenas si sabían hablar; Roberto Paoli habla de su "regresión casi zoológica" (11). Las lecturas de La Chacra, del manual de veterinaria, de La Historia de los Shorthorn en la Argentina o de Don Segundo Sombra, que había intentado hacerles Baltasar Espinosa, no les interesaban. La trivialidad de esas historias no las distinguía de las que ellos vivían a diario: al contrario, tratándose de campo, preferían sus propias andanzas de troperos. En realidad, no había diferencia. Sin embargo, cuando empezó a leer el Evangelio según Marcos "acaso para ver si entendían algo (…), le sorprendió que lo escucharan con atención y luego con callado interés. (…) Recordó las clases de elocución en Ramos Mejía y se ponía de pie para predicar las parábolas". Espinosa procede como Marcos: su versión no se limita a referir los hechos sino predica dramatizándolos: precisamente su discurso convierte el relato en acción.

Era previsible la ingenua atención de sus oyentes: por primera vez atienden a un relato, ese relato refiere la historia de Jesucristo, la iniciación no podría ser mejor. Por otra parte, las circunstancias de esta lectura refuerzan la credulidad: oyen, no leen. Más todavía que los argumentos filosóficos de Platón, de Rousseau o de Saussure objetados por Derrida, mencionados tantas veces por los desconstruccionistas, esa lectura a viva voz de la verdad revelada, concentra en el logos su privilegiada polisemia; la elocuente convicción del personaje de Borges resume las diferencias: en su voz está todo: razón-pensamiento-conocimiento-palabra-palabra sagrada-el verbo de Dios. Para estos oyentes -que tampoco conocen los trabajos de la desconstrucción-, la prioridad logocéntrica se verifica una vez más como coincidencia de voz y presencia: la verdad en persona. El logos como origen y fundación del ser convierte a los Gutres, convierte su credulidad en creencia. En "El Evangelio según Marcos", Borges presenta una parodia sagrada de la conversión por la palabra: el logos revela(do) mediando entre el hombre y las cosas, borrando las diferencias entre naturaleza/cultura, campo/ciudad, barbarie/civilización. Seguramente Borges habría compartido la fantasía que Walter Benjamin crea a partir del Angelus Novus -un cuadro realizado por Paul Klee que le pertenecía- en cuanto a la fuerza determinante de los nombres que, además de representar la secreta identidad personal del individuo, condiciona su autobiografía y su obra. No exagera Barthes cuando entiende que la disposición a escribir (una "puesta en escritura" podría decirse) comienza cuando Proust encuentra o inventa los nombres propios: "Ce système trouvé, l'oeuvre s'est écrite inmédiatement". No sólo para Proust la clase de los nombres propios -el Nombre- presenta "el mayor poder constitutivo". Ya sospechaba Cratilo* una especie de platonismo onomástico que vale en tanto un patronímico, más allá de la singularidad designativa, más que un nombre del Padre que da nombre a una familia, configura un modelo que anticipa y determina naturaleza y esencia con diferente fortuna: "El Nombre propio es de esta manera la forma lingüística de la reminiscencia".

En materia poética, el nombre propio no es un hueco significativo sino el gesto mismo de la vocación**, la voz a partir de la cual se gesta una presencia y una ausencia concomitante ya que toda vocación implica su contrario, una in-vocación, la apelación a una ausencia. Así como Barthes afirma que es posible decir que, poéticamente, toda la obra de Proust ha salido de algunos nombres, podemos aventurar la atribución de "esa catálisis de una infinita riqueza" al nombre propio del autor que motiva*** la obra o bien -y no es diferente- motiva por la obra el nombre: "¿El autor de Perceval sería ?", ¿Láutreamont sería el seudónimo del otro de Montevideo?, ¿Jorge Luis Borges sería el hombre en el borde, un oximoron entre dos espacios?

Si en el lenguaje corriente, a diferencia del nombre común, el nombre propio se atiene regularmente a la designación particular sustrayéndose así a la universalidad del concepto, en el espacio literario la expansión del sentido llega a recusar el estatuto lingüístico del nombre propio y, a dos puntas, se vuelve más propio y más universal que nunca. Como interpretación literaria se dirige a descubrir o inventar sentidos, esta práctica saca partido del vacío semántico a fin de colmarlo de las mayores significaciones. De tal modo que desde un extremo asemántico, autorizados por la textualización -por las operaciones que (se) apropian (d)el texto- los nombres propios se deslizan fácilmente hasta un pleno significativo. La motivación onomástica que el autor atribuye a sus personajes se extiende más allá del texto y contamina de significación también al nombre propio del autor que no pertenece al texto mismo aunque configura su marco constitutivo. Todo pasa a significar, tanto el centro textual como sus confines. Cuando, desde la misma zona marginal y anterior a la obra, Leopoldo Lugones intercala, entre el prólogo y sus poemas, el epígrafe de El lunario sentimental, ilustrando por medio del título la "nobleza" de un procedimiento que, bajo especie literaria, categoriza el nombre propio por encima del común y del propio:

"Antiguamente decía,
A los Lugones, Lunones;
Por venir estos varones
Del Gran Castillo y traían
De Luna los sus blasones."
(Tirso de Avilés: Blasones de Asturias)

Reconocida la condición literaria, el movimiento verbal es interesante y es doble. Por la palabra poética, el autor o el intérprete se arroga dos atribuciones: hace propio el nombre común y común el propio. Inspirado también por "reflexiones francesas", Geoffrey Hartman formula la hipótesis de que la obra literaria constituye la elaboración de un nombre especular, el propio.(12) Borges -Georgie, para sus íntimos- celebra en su obra un nombre que recuerda dualmente los trabajos campesinos de las geórgicas y los burgos y sus ecos, reuniendo los extremos. Cuando se le menciona semejante determinación, él también se regocija con las coincidencias especulares de su nombre y sus consecuencias literarias.

A diferencia de otros "lectores leídos" (sujeto y objeto de lectura, que leen y que son leídos)(13), los personajes de "El Evangelio según Marcos" no son propiamente lectores ya que, asignando todo el privilegio a la voz, no observan la condición silenciosa de la lectura. Doble falta: ni voz de presencia ni silencio de lectura. Un caso que no previó Platón pero que Borges encuentra, registra, inventa. Borges y su inventario propio de "Borges, el boticario"(14).

Este privilegio de la phoné no es fortuito. En De la gramatología(15), Derrida lo atribuye al sistema de un "s'entendre parler" (oírse hablar, entenderse) donde la inmediatez del discurso, la evanescencia de la palabra oral, las propiedades inasibles de la sustancia fónica han inducido a confundir las oposiciones considerando el significante como no exterior, no material, no empírico, no contingente, capaz de habilitar un acceso directo al pensamiento, a la verdad, una inmediatez que neutraliza diferencias entre afuera/adentro, visible/inteligible, universal/no universal, trascendente/empírico.
(1) Jorge Luis Borges, Obras Completas, Emecé, Buenos Aires, 1974.
(2) Roman Jakobson, "Du réalisme en art", Questions de Poétique, Seuil, París, 1973.
(3) J. L. Borges, "Milonga del infiel", Los Conjurados, Buenos Aires, 1985.
(4) Emmanuel Levinas, Sur Maurice Blanchot, Fata Morgana, París, 1975, p. 47.
(5) Umberto Eco, Semiotics and the Philosophy of Language, Indiana University Press, 1984.
(6) Jacques Derrida, "La pharmacie de Platon", La dissémination, Seuil, París, 1972.
(7) Paul de Man, Allegories of Reading, Yale University Press, New Haven, 1979.
(8) Harold Bloom, A Map of Misreading, Oxford Univ. Press, N. Y., 1980.
(9) P. de Man, op. cit., p. 60.
(10) Octavio Paz, "Recapitulaciones", Corriente alterna, Siglo XXI Editores, México, 1967.
(11) Roberto Paoli, Borges: Percosi di significato, Florencia, 1977.
(12) Geoffrey Hartman, Saving the Text, The Johns Hopkins Univ. Press, Baltimore, 1982, p. 111.
(13) Leyendo a Dante, Luce Fabbri de Cressatti observaba que algunos sustantivos italianos comportan dos significados: uno subjetivo y otro objetivo. "La distinción se encuentra en las gramáticas latinas a propósito de los complementos de especificación que desempeñan bien una función subjetiva bien una función objetiva, cuando en el sustantivo respectivo está incluida la idea de una acción o de un sentimiento. Hay sustantivos que aún hoy pueden tener complemento de especificación de las dos clases. Ejemplo típico: "El amor de Dios" (de Dios es ambiguo. Según el contexto, será "el amor de Dios hacia el mundo" o "el amor del mundo hacia Dios"). De "Informe sobre sustantivos italianos susceptibles de dos significados, uno subjetivo y otro objetivo", de Luce Fabbri de Cressatti, que requerí y agradezco.
(14) Emir Rodríguez Monegal, "Borges & Derrida: Boticarios", Maldoror 21. "Jacques Derrida: Primeras (P)Referencias", Montevideo, 1985, pp. 123.
(15) J. Derrida, De la gramatologie, Minuit, París, 1967, p. 33. (Hay traducción en español de Siglo XXI 17. Editores, Buenos Aires, 1971.)

Fuente : Lisa Block de Behar
MALDOROR
Revista de la ciudad de Montevideo, n 21


           

Una diferencia literal


Lisa Block de Behar



                                                            Jacques Derrida

 ¿Cómo trasmitir a los otros el infinito Aleph que mi temerosa memoria apenas abarca?
Jorge Luis Borges

Una letra sola puede contener el libro, el universo.
Edmond Jabès

En un trabajo anterior, (16) a propósito de algún contraste narrativo entre "El Aleph" y "El Zahir", intentaba observar los extremos de un orden alfabético capaz de reducir la totalidad inicial del orbe a los despojos de una fijación final. Citaba a Gershom Scholem quien define el aleph "como la raíz espiritual de todas las letras y de la que derivan todos los elementos del lenguaje humano", una aspiración que anticipa la articulación del sonido, pero implicada por el imaginario borgiano, esa "aspiración" del aleph, supera su radicación literal. Sin negar su naturaleza (fonética o fisiológica), la aspiración se extiende a otra forma de la realización, se entiende como un anhelo, el aliento de un deseo, la aspiración profunda, la "inspiración" que anima: el aleph es, por lo menos, una aspiración doble: un movimiento respiratorio, un movimiento del ánimo. Generador de la energía, anterior e inicial, el aleph identifica dos instancias de un mismo principio que cifran la clave doble del origen: el lugar donde el texto comienza -una llave de apertura y una clave que, como en la partitura- registra la interpretación, porque en la interpretación están la apertura y la clave. Anhelo e inspiración, principio y clave, ánimo y vida; no me pesa leer en el aleph una forma de la totalidad. Edmond Jabès no se refería al aleph sino a la a y aunque no lo exprese, tal vez ya había especulado con estas coincidencias trascendentes del aleph cuando define la diferencia que (a)nota Derrida. Sin nombrarlo, advierte: "Es así que en la palabra diferencia (), una letra, la séptima, fue cambiada por la primera letra del alfabeto, en secreto, silenciosamente. Suficiente para que el texto sea otro",(17) o para que el texto sea.

De la misma manera que Derrida, Edmond Jabès no formula simplemente una reivindicación de la escritura pero, al reconocer su emergencia, desconstruye la ilusión que impide distinguir entre logos-verdad-presencia. En francés, la sustitución no se dice ni se oye, apenas si se la escribe: "différence/différance" y en esa operación -sustitución sin supresión- se verifica su relevancia. La a por la e. Más que sustituir, la preposición multiplica: a X e, una sustitución que multiplica el sentido de la palabra. Produce una diseminación de sentido que, por ella, se estrella y estalla, dispersando la interpretación unívoca, desarticulando cualquier definición por definitiva; no hay un origen, ni un centro, ni un fin, cualquier solución, cualquier salida es ilusoria, o pura teoría.

En la diferencia se concreta la desconstrucción, sin la distinción (una forma de diferir), sin el desplazamiento y la postergación (otra forma de diferir), el texto es letra muerta o letra que mata, como dice el Evangelio.

¿Profecía o provocación?

Who can tell the dancer from the dance?
W. B. Yeates ("Among School Children")

Hace algún tiempo, al proponer una hipótesis relativa al silencio que requiere el texto, observaba la condición paradójica de la lectura literaria, una actividad contradictoria que repite y calla. (18)

En el cuento de Borges, un lector, el lector del Evangelio -y sus lectarios*- transgreden esa condición silenciosa de la lectura, y, al leer en voz alta, suspenden la diferancia provocando la fascinación logocéntrica: la palabra, el logos, el verbo divino, se identifican en la presencia.

Los ejercicios teológicos de Borges traman otra versión atroz de la pasión literaria: la fidelidad arriesga la lectura. Por fe, por identificación, la fidelidad que manifiestan sus personajes es por lo menos doble, el riesgo también.

En cierto modo, la materia borgiana se conforma al ciclo de la narración evangélica: así como Marcos contó lo que Pedro había contado, Espinosa cuenta lo que contó Marcos.

Por medio de la lectura en voz alta del Evangelio, Baltasar Espinosa, "cuya teología era incierta" dice Borges, consuma una consustanciación precaria. A sus ojos, a los de sus lectarios, esa voz ya no se distingue de la de Cristo ni de su presencia. Por esa misma unión problemática, tampoco los Gutres se distinguen de sus verdugos. No puede sorprender, al final de la lectura, otra crucifixión: "Espinosa entendió lo que le esperaba del otro lado de la puerta".

Los personajes no hablan, no se hablan. "El verdadero logos es siempre un dia-logos. (19) Pero el discurso de Espinosa, su presencia, la convicción de su voz, revoca el hiato de la representación, constituye un eficiente "effet de réel": ninguno de los personajes concibe la diferancia. La lectura del Evangelio es un espejo donde los personajes se fijan para identificarse. Se identifican (otra palabra problemática), pierden su identidad para identificarse. La identificación especular, espectacular, es una vez más, una interpretación frustrada.

Borges ya había dicho lo suficiente. En "El Evangelio según Marcos", como en "Del rigor en las ciencias",(20) cuanto más fiel la representación más atenta a/contra la referencia; la fidelidad perpetra otro "crimen perfecto" y, sólo por perfecto, no se conoce; si existiera una lectura perfecta, sería el fin de la literatura. Los Gutres desconocen la dualidad de la palabra; la presencia de Espinosa, su voz, disimula la ausencia, suspende la inevitable dualidad que la representación encubre. La lectura que realizan, la más inocente, la más culpable.

La palabra comporta su contrario: un mensaje de civilización/ barbarie, de vida/muerte, de bondad/crueldad, de verdad/mentira.

¿Qué ley ordena esta "contradicción", esta oposición en sí del dicho contra la escritura, dicho que es dicho contra sí mismo desde el momento que se escribe, que escribe su identidad en sí y retira su propiedad contra este fondo de escritura? Esta "contradicción", que no es sino la relación de la dicción oponiéndose a la inscripción, no es contingente, (21) ni siquiera es nueva su advertencia.

Dada esa contrariedad, la interpretación no puede dejar de ser irónica:

Las más de las cosas no son las que se leen, ya no hay entender pan por pan, sino por tierra: ni vino por vino, sino por agua, que hasta los elementos están cifrados en los elementos. ¿Qué serán los hombres? Dónde pensaréis que hay sustancia, todo es circunstancia, y lo que parece más sólido es más hueco, y toda cosa hueca vacía: solas las mujeres parecen lo que son y son lo que parecen. ¿Cómo puede ser eso, replicó Andrenio, si todas ellas de pie a cabeza no son otro, que una mentirosa lisonja? Yo te diré; porque las más parecen malas, y realmente lo son: de modo que es menester ser uno muy buen lector, para no leerlo todo al revés.
Gracián

"Aixo era y no era" dice R. Jakobson que es el exordio habitual con que introducen sus narraciones los cuentistas mallorquinos.(22) "WALK DON'T WALK". Transcribo las señales del semáforo que, iluminadas ambas, detienen o apresuran la marcha de los personajes en la escultura de George Segal, el grupo de yeso, madera, metal y luz eléctrica, que se encuentra en el Whitney Museum de Nueva York. No tiene sentido. La obra, como el mundo, sólo tiene varios y contradictorios o no tiene ninguno.

"La alegoría de la lectura narra la imposibilidad de la lectura" dice Paul de Man a propósito de los requerimientos alegóricos que exige el narrador de Proust. De ahí que la comprensión, como respuesta estética, se dé por diferancia, o no se dé. "Plus tard j'ai compris", confiesa recurrentemente Marcel; la comprensión implica una postergación que la simultaneidad (o instantaneidad) de la presencia deroga.

El ultrarrealismo de Borges

Observa Coleridge que todos los hombres nacen aristotélicos o platónicos. Los últimos sienten que las clases, los órdenes y los géneros son realidades; los primeros, que son generalizaciones; para éstos el lenguaje no es más que un aproximativo juego de símbolos; para aquéllos es el mapa del universo. Jorge Luis Borges

Borges no niega la propiedad iniciática del logos. Su cuento la desconstruye: nada queda a salvo de contradicciones. Ni salvación ni orden, ya se sabe: la Palabra ordena el caos: lo concluye o lo instituye. La confusión radica en la índole de la palabra misma que es origen de la difícil compatibilidad de presencia/ausencia, de identidad/diferencia, de universal/particular. La narración la exacerba tanto más cuanto la narración tiene a la narración por tema. Confundidos desde el principio -ahí empieza el Apocalipsis- ya es imposible distinguir la iniciación -el comienzo- del fin, la revelación no termina con la catástrofe, en el cuento la convoca.


Desplazando un diálogo que los personajes no podrían establecer, las palabras del Evangelio constituyen una cita extraña, penetran la situación, se superponen a esa realidad pero no descartan otra contradicción: sin dejar de ser acto (configuran un "speech act" muy discutible), serían también su modelo. De ahí que, como comenta Borges a propósito de Bouvard y Pecuchet "la acción no ocurre en el tiempo sino en la eternidad", esta reflexión también correspondería a su cuento.

Dentro del marco literario que instaura el estatuto narrativo de Borges, la lectura del Evangelio concilia a la vez modelo y realización: "El individuo es de algún modo la especie, y el ruiseñor de Keats es también el ruiseñor de Ruth", dice Borges en Otras Inquisiciones, y es esa coincidencia la que justifica la reflexión que transcribo como epígrafe.

Aún sin proponérselo, toda lectura atina una apropiación del texto. Como para el autor, también para el lector -aunque en forma menos inquietante- la página es el blanco de quien apunta "un sentido propio" pero, de la misma manera que les ocurre a los personajes de "El Evangelio según Marcos" en la propiedad de la lectura se confunden el rigor de la literalidad (y no evito las asociaciones de dureza y crueldad) y la búsqueda de una verdad como sentido, una segunda propiedad -que ya anticipábamos- que consiste en hacer propio el sentido, usurparlo.

En el cuento de Borges, la literalidad es una ficción literaria: la abstención interpretativa -como búsqueda del sentido puro o primario. Es el primer abuso interpretativo, un refinamiento imposible que da lugar a dos aspectos de una misma austeridad; sin la interpretación (sólo se trata de una conjetura ingenua): la lealtad y fidelidad, que intentan aparecer como la manifestación de la fe, la observación de la verdad literal, dan lugar a la rigidez autoritaria donde una vez más "La letra mata y …" y una vez más, la propiedad es más arbitrariedad que exactitud.

Esta ambivalencia contradictoria de la palabra y sus propiedades constituye el estatuto mismo de la palabra, la dualidad de una naturaleza nada simple: cada mención refiere, por lo menos, dos veces, ya que mientras refiere a un individuo particular no deja de referir a un arquetipo, un universal. Se podría explicar esta ambivalencia considerando los aciertos neoplatónicos de la distinción que establece Peirce cuando opone type y token, y señala para cada palabra, la posibilidad de recordar un tipo (el legisigno en la frondosa nomenclatura peirciana) y un objeto particular (el sinsigno, en este caso) y, por lo tanto, cada palabra registra dos recuerdos, recuerda dos registros. Pero no sólo eso. La palabra token es particularmente feliz porque, aparte de las dieciséis acepciones que define el Oxford English Dictionary en función sustantiva, a partir de su relación con type, trama una red semántica que recoge los pliegues de su significación. El token es, entre otras cosas, un "password", un "mot de passe", un salvoconducto que traspasa a través de planos y, en ese pasaje, deja entrever en el type el token y a la inversa. A diferencia del signo de Saussure, el token es un signo que, sin descartar el sentido de evidencia, de algo que está ahí, expresa, al mismo tiempo, el signo como huella, el signo de algo que existió y también, el signo en tanto que presagio de un prodigio que vendrá; el signo en todos los tiempos, algo que se presenta como un "recuerdo", un presente -un regalo- ofrecido especialmente a alguien al partir. Por él los tiempos aparecen superpuestos.

El de Borges no es el Evangelio según Marcos sino "El Evangelio según Marcos" y la mención precisa del artículo, desde el título, inicia el proceso de actualización. La lectura actualiza el texto: de ideal a real, de la posibilidad a la acción, del arquetipo a un tipo particular, de un pasado a un presente, a partir de un original, la copia; pero, en este caso, también la copia es un origen.

Referida por el narrador-personaje, la recitación bíblica aparece "en abismo". Modelo de acción, se refleja en el cuento como en espejo, fiel e invertido, y así, empiezan a aparecer las paradojas. Parte del texto, los personajes no imitan una realidad histórica sino otra realidad textual. La ilusión realista del relato no se atiene a una imitación de lo real sino a un sistema de verosimilitud transtextual. Ni el espejo colocado a lo largo del camino y del que hablaba Stendhal, ni la vida que imita al arte, según prefería O. Wilde. Si el cuento resulta verosímil, esta impresión se produce, porque la interpretación ocurre entre textos. Este entre es el hueco por el que se precipita otra forma de lectura: El ansia de influencia -es un título de Harold Bloom- aparece como la necesidad de formalizar una legitimización por lo menos transtextual: La Escritura -consagrada, en este caso- avala un acontecimiento narrativo que, sin los prestigios de tal precedente, resultaría poco creíble.

Una diégesis genera otra diégesis(23): el deslizamiento metaléptico no parece ocurrir fuera de fronteras; por su índole literaria es natural que el personaje-lector encuentre inscrito, en el libro que lee, su arquetipo, "como sombra de las cosas que vendrán", según dice Pablo a propósito de las afirmaciones que, en el Antiguo Testamento, anuncian los acontecimientos del Nuevo. Es ése el fondo de realidad, una realidad que está más allá, una ultrarrealidad -también por esta razón- que se suma a las exageraciones realistas del principio.

También aquí la lectura literal es un riesgo; se produce una fijación de la escritura, una obsesión que entraña una extraña metamorfosis: como en el cuento de Cortázar, en "El Evangelio según Marcos" se convierte al lector en larva, un axolotl que se identifica, problemáticamente, porque ya no distingue entre quien mira y es mirado.

El libro leído en el libro se repite en espejo (en un libro similar) y en abismo (es un espacio distinto). Como Don Quijote, como Ema Bovary, como Bouvard y Pecuchet, es la fidelidad de lectura, literal, sin diferancia (escritura en escritura: una coincidencia), la que determina sus propias desventuras de lectores literarios. Todo ocurre entre pares. Es Virgilio quien conduce a Dante en su Infierno. Si, como dice Derrida, no hay "hors-texte", necesariamente menos hors-texte habrá del texto para adentro. Como Lancelot du Lac, el "Galeotto"** que favoreció el amor entre Paolo y Francesca, el Evangelio es origen y modelo, el arquetipo de una relación fatal entre los personajes.

O la letra o la cifra

Entre libros no hay salida. Si los personajes intentan sustraerse a las calamidades de su situación por medio de la lectura, esa sustracción es trama y trampa. Como si al duplicarse la ficción, la ficción se negara. El texto en el texto establece una transtextualidad curiosa: por un juego de espejos crea una fuga hacia la profundidad, pero también un borde, un reparo en el abismo. La "ilusión de realidad" no se forma imitando la realidad sino reiterando la condición literaria: "Nunca pues se está simplemente en la literatura. El problema se plantea por la estructura del borde: el borde no es seguro, porque no deja de dividirse".(24)

El cuento empieza antes de empezar ya que también aquí, al principio está la Palabra, no el caos. El título, evangélico, anuncia lo acontecido y lo que acontecerá. El recurso no parece excepcional. Otro cuento del mismo libro, "La intrusa", indica desde la misma zona paratextual, desde la apertura de esos textos marginales donde el cuento se inscribe, todas las referencias bíblicas, bibliográficas, necesarias para la cita pero excesivas para el epígrafe: "2 Reyes, I, 26", nada más. Como en "El Evangelio según Marcos", Borges precisa la referencia y se abstiene de citar. Estas anticipaciones retrospectivas que a la vez anuncian y suspenden la referencia, imitan la índole arquetípica del aleph -ya observada- en tanto el modelo presente y pasado, presente y ausente, está en cada realización y está más allá-. Fue así como procedió Dios quien -según el Midrash Rabbah- para crear el mundo primero tuvo que consultar la Biblia, previa y presente, causa y cosa de la creación.

Interior y anterior, ese ingreso transtextual es un regreso: la salida es hacia dentro y hacia atrás. Como dice Derrida, toda escritura es anterior; de ahí que con ella empiece la historia: "Los mundos que propone April March no son regresivos; lo es la manera de historiarlos", dice Borges en "El examen de la obra de Herbert Quain", aclarando que "el débil calembour del título no significa Marcha de Abril sino literalmente Abril Marzo".

En "El Evangelio según Marcos" el Evangelio es interior y anterior. Por eso, la crucifixión de Espinosa está prescrita: escrita, anterior y obligatoria. La mención transtextual no distingue si la anterioridad es sólo anticipación o causa. En la prescripción, la anterioridad de la escritura se confunde con la causalidad. Su prioridad, por importancia, por precedencia, pone al descubierto la oposición entre sucesión temporal y progresiva que define la condición del significante, del signo no escrito según Saussure, y la escritura como inversión -revés y retornos- que es una forma de salvación por la literatura: "El tiempo recuperado", al quedar a salvo en la escritura, insinúa un atisbo de eternidad, su resplandor tanto como su conjetura.

La invención de la escritura por Hermes-Mercurio y la reconciliación de los opuestos por medio de la cruz es una idea recurrente en los textos de la alquimia, siempre dispuesta a la resolución del conflicto entre los opuestos por medios de paradojas. Quizás, como dice C. G. Jung en Mysterium Conjunctionis, el agente unificador es el espíritu de Mercurio y, entonces, su espíritu singular hace que el autor se confiese miembro de la Ecclesia Spiritualis, por el espíritu de Dios. Este antecedente religioso aparece en la elección del término "Pelícano" por el proceso circular, ya que el pájaro es una conocida alegoría de Cristo. (25)

Como ocurre en la novela de Proust, la lectura remite una cosa a su principio y lo que Pablo entendía por espejo -como enigma y al revés-, la tipología como anunciación, no se diferencia demasiado de lo que Orígenes entendía por apocatástasis: restitutio et reintegratio y las operaciones de la lectura alegórica; ni una ni otra niegan el "reversal and reinscription" que parece ser el fundamento de la desconstrucción. El libro es memoria y adivinación y, tratándose de interpretaciones, ya sea en Antioquía o en Alejandría, la repetición no deja de ser una transformación. De la misma manera que ningún libro podrá comunicar el conocimiento último, tampoco su interpretación puede ser definitiva: "querer limitar el conocimiento del texto sería tan prudente como dejar un cuchillo en las manos de un niño". (26)

La interpretación del texto reitera, revisa, en cada lectura el problema (teológico) de la comprensión, de un conocimiento que se explica tanto por tautología como por paradoja. Para Thomas Browne, los acontecimientos ordinarios sólo requieren la credulidad del sentido común, (27) el misterio es la única prueba posible de la divinidad: "Yo soy el que soy", habilita la fundación de ese misterio y las tentativas de una teología negativa que, como Docta Ignorantia, (28) afirma por la negación; la definición sagrada afirma la indefinición; recorre el discurso sin interrupción, girando, sobre sí misma. El final vuelve al principio radicando la paradoja del conocimiento capaz de conciliar tanto el revés como la repetición.

Analizando la complejidad de las paradojas, Rosalie L. Colie entiende, a partir del Sofista, del Teetetos y del Parménides, que los problemas derivados de la ineludibilidad de las contradicciones se plantean a partir de la propia naturaleza del logos y la consecutiva existencia de dos reinos aparentemente antepuestos uno al otro, como que lo que es real en uno no pudiera serlo en el otro: "Las paradojas esperan necesariamente a esos hombres tan osados como para llegar a los límites del discurso". (29)

De la misma manera que las paradojas, las operaciones desconstructivas cuestionan los mecanismos de comprensión y, sobre todo, las certezas que esa comprensión establece: "Certum est quia impossibile est". Pero ni las paradojas ni la desconstrucción tienen fin. La paradoja se niega a sí misma, y al negarse, el fracaso de la definición constituye una especie de definición; esta contradicción vale también para la desconstrucción que, deliberadamente, evita definirse, tienta con desconstruirse. Como dice Oscar Wilde "las paradojas son muy peligrosas", apenas se invocan ya resulta imposible eludir su ocurrencia. Niega la definición, se niega a sí misma, intentando, por esa autodesconstrucción, socavar la clausura de las fórmulas disciplinarias, de las normas académicas, de los sistemas que son los medios más rigurosos de la limitación -o los medios de la limitación más rigurosa-.

"My end is my beginning" -la frase que Borges atribuye a Schiller, queda inscripta en el anillo de la Reina de Escocia para confirmar su fe cristiana y desafiar así la ejecución y la muerte. La necesidad de un recorrido circular, el regreso al principio, la contradicción como visión especular, la disposición en cruz como conciliación de los opuestos, la literalidad imposible, la imposibilidad de parafrasear la paradoja, la inscripción en el anillo podría ser también enigma y consigna de la comprensión textual.

Quizás la mayor fidelidad verifica la mayor paradoja.

(16) L. Block de Behar, "A manera de prólogo", en El texto según Genette. Maldoror, 20, Montevideo, 1985.
(17) Edmond Jabès, Ça suit son cours, Fata Morgana, París, 1975.
(18) L. Block de Behar, Una retórica del silencio, Siglo XXI Editores, México, 1984. "Una hipótesis de lectura: la verdad suspendida entre la repetición y el silencio". Jaque, Montevideo, 10/8/84.
(19) G. Hartman, op. cit., p. 109.
(20) J. L. Borges, op. cit., "Del rigor en la ciencia", p. 847.
(21) J. Derrida, La dissémination, op. cit., p. 182.
(22) R. Jakobson, Essais de linguistique générale, Minuit, París, 1963, pp. 238-239. Hay traducción en español. Siglo XXI.
El desarrollo pormenorizado de este planteo lo lo analicé a partir del film de Woody Allen La rosa púrpura de El Cairo (USA, 1985) donde, de la misma manera que en "El Evangelio según Marcos", la acción narrativa implica más de una acción narrativa y, entre ellas, los protagonistas se desplazan de una diégesis a la otra. Este tránsito irónico se verifica, como en "El Evangelio según Marcos", en una narración cinematográfica que tiene a la narración cinematográfica por tema, un tránsito habilitado a su vez por la convicción que legitima credulidad, seducción, literalidad, convicción que comparten los personajes de estas narraciones donde se oye "I am in heaven…" entonada al principio y al final, en el cielo o en la eternidad. A partir de S. T. Coleridge y más allá de la cita de Borges transcripta en el epígrafe, el tránsito se concibe y consolida muy borgianamente.
(23) Gérard Genette, Figures III, Seuil, París, 1972, pp. 243-251: diégesis (equivalente a historia). En el uso corriente la diégesis constituye el universo espacio-temporal que el relato refiere o donde la historia se desarrolla. G. Genette emplea el término en el sentido que le había dado E. Souriau cuando oponía universo diegético, como lugar del significado, a universo de la pantalla, como lugar del significante fílmico. Metalepsis: Transgresión que consiste en referir la intrusión del narrador o del narratario extradiegéticos en el universo diegético (o de personajes diegéticos en un universo metadiegético). El efecto que produce es de extrañeza, humorística o fantástica, e insinúa la imposibilidad de permanecer fuera de la narración. (Definiciones formuladas a partir de los textos de Genette y reunidas en Maldoror 20, pp. 142-150).
(24) J. Derrida, La carte postale, Flammarion, París, 1980, p. 210. (Hay traducción en español, Siglo XXI Editores, México, 1984).
(25) C. G. Jung, Mysterium Conjunctionis. An inquiry into the Separation and Hypothesis of Psychic Opposites in Alchemy, Pantheon Books, N. Y. 1966.
(26) Hans von Campenhausen, Les Pères Grecs. En ed. l'Orante, París, 1963, p. 51.
(27) Sir Thomas Browne, Religio Medici and Other Writings, Oxford, 1964, p. 9.
(28) Nicolas de Cusa, De la Docta Ignorantia. La Maisnie, París, 1979.
(29) Rosalie L. Colie, Paradoxia Epidemica, Princeton Univ. Press, New Jersey, 1966.

* Denomino así a aquellos personajes que, en el texto, aparecen como oyentes de una lectura en voz alta que realiza otro personaje: ni propiamente oyentes ni propiamente lectores (los Gutres, el pequeño Marcel de la Recherche, el pequeño Jean de Les mots, etc.), se incluyen en una especie literaria cuya complejidad exige una atención que le dispensaré en otro trabajo.

** A partir de la Divina Comedia, en italiano se usa antonomásticamente el nombre de Galehault (Galeotto), personaje del ciclo bretón, para designar a cualquier persona, objeto o situación que da lugar a una relación amorosa: "Galeotto fu il libro e chi lo scrisse!" (Dante, Inf., V. 137).


Fuente : Lisa Block de Behar
MALDOROR
Revista de la ciudad de Montevideo, n 21




jueves, 25 de diciembre de 2014

Ensayo. Espejo (de Borges) hallado en un laberinto



 
Zedryck Raziel

Si, como decía Roland Barthes, la historia de un escritor es a la vez la historia de un tema y sus múltiples posibilidades, no se negará que ese tema, en el argentino Jorge Luis Borges, se bifurca en el laberinto y –con menor énfasis– en su reflejo antagónico: el espejo. De su narración “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius” recordamos las líneas inaugurales: “Debo a la conjunción de un espejo y de una enciclopedia el descubrimiento de Uqbar” (Borges, 2005), líneas que sin duda importan el laberinto en la suposición de que todo conocimiento recogido por cualquier enciclopedia puede atormentar el entendimiento de los hombres como el laberinto su afán de libertad. Por supuesto, la enciclopedia igualmente puede orientarlos en su vida lo mismo que una brújula (la metáfora pertenece al crítico Harold Bloom), pero es innegable, de cualquier modo, la torpeza de la brújula en un laberinto cuando se asume que el Conocimiento (es decir la Enciclopedia, el propio sendero bifurcado) es infatigable y los hombres tan rudimentarios en la duración de sus días y en su capacidad de intelección. El resultado de este sencillo razonamiento propone una lectura subyacente en el comienzo de la ficción “Tlön…”: “Debo a la conjunción de un espejo y de un laberinto el descubrimiento de Uqbar”.

El espejo, aunque posee la (“abominable”) virtud de reproducir innumerables veces lo que existe sólo una vez en el mundo, creando así una ilusión laberíntica (pero no el laberinto) de verosimilitudes que no necesariamente son veracidades, confirma el presupuesto maniqueo de que existe un reflejo y un reflejado, un éste y un aquél, un real y su contrario; y en la medida en que sirve a esta diferenciación, cumple la tarea de descomplejizar lo que en Borges es rigurosa complejidad. Así, el espejo es uno y el laberinto, por su parte, otro. Sin embargo, convergen de manera especial en la literatura borgeana.

Cierto es que para Borges, “después de todo, el mundo es demasiado complejo para ser reducido a un esquema tan simple”; cierto es que con dicha sentencia él rechazó los estudios de Freud y de Marx y a éstos los reputó reduccionistas: en el caso de uno, por disminuir la vasta civilización al principio de las pulsiones sexuales; en el caso del segundo –a propósito del materialismo dialéctico–, por reducir “la historia universal a un sórdido conflicto económico” (“La forma de la espada”).[1] No obstante esta vindicación que hizo el argentino de la complejidad, de lo irreductible, del Todo imposiblemente cognoscible (aunque se sabe que defendió con elocuencia el gnosticismo), “Borges es un escritor admirable empeñado en destruir la realidad y convertir al hombre en una sombra”, como ha afirmado tenazmente Ana María Barrenechea, con la culpable omisión de no arrojar luz alguna sobre la incontestable –tal vez no tanto– cuestión: ¿sombra de quién, sombra de qué?

El abrupto tránsito de Borges entre un Universo inextricable (atribuible tanto a una Divinidad como a la Humanidad) y su posterior refutación cumple, en sus ficciones, el oficio de señalar su cosmovisión ambivalente –mas no ecléctica– que rehúsa categóricamente todo teísmo pero también todo antropocentrismo, y que descansa sobre un “humanismo escéptico”, nombre que asignan ciertos críticos para aludir a la curiosa filosofía del escritor: si el panteísmo (de pan-, el griego Theos, e -ismo) es la noción que tienen algunas comunidades religiosas acerca de la presencia total de Dios, el “panomismo” (de pan-, el griego homô, e ­-ismo) es el concepto que tiene Borges –y otros genios escépticos– acerca de la cuestionable complejidad de la Humanidad, toda ella reunida en una unidad camaleónica con atributos simplemente universales (volveré más adelante sobre este punto).

Parto de la opinión inicial que tiene Borges sobre una imposible originalidad autoral, el sospechoso origen de las fuentes literarias. Hacia el final de su vida, el argentino comenzó a creer que la literatura universal es “un inmenso poema compuesto por muchas manos a través de los siglos” (Bloom, 2005: 480), y reconoció en toda la creación literaria un infatigable plagio, en el sentido de que cada escritor ha sido causa y consecuencia de otros, determinados todos por un conjunto reducido de “imágenes que se despliegan en una serie infinita de distintas versiones” (Oviedo, 2010): el azar, pues, comanda las relaciones que establece un “autor” con la literatura anterior y posterior (aunque “anterior” y “posterior” son términos incorrectos que evocan la linealidad del tiempo). Esta teoría del inacabable plagio inocente, que tampoco es prístina suya, Borges la ensaya en su relato “Pierre Menard, autor del Quijote”, en el que Menard se propone la “admirable” labor de escribir la célebre novela de Cervantes, no a través del ejercicio plebeyo de la transcripción, sino produciendo unas páginas que coincidieran con la obra “palabra por palabra y línea por línea”; Menard afirma heroicamente: “Mi empresa no es difícil, esencialmente. Me bastaría ser inmortal para llevarla a cabo”. Porque, como sostiene Borges en otro relato –“El inmortal”–, “en un plazo infinito le ocurren a un hombre todas las cosas” (Borges, 1982), incluyendo componer, cuando menos una única vez, el Quijote (pero también la Odisea y todos los libros posibles de la Biblioteca), probablemente siendo Cervantes o Menard u Homero, pues “un solo hombre inmortal es todos los hombres”, y no hay Humanidad.

El “panteísmo” de Borges (que aquí he nombrado “panomismo”), esa noción compartida con Schopenhauer –y seguramente con otro filósofo de tiempos inmemoriales– de que uno es los otros y cualquier hombre es al mismo tiempo todos los hombres, está presente en varias de sus ficciones, producto de su complicada concepción de un tiempo circular, en eterno retorno. En “La forma de la espada”, por ejemplo: “Lo que hace un hombre es como si lo hicieran todos los hombres. Por eso no es injusto que una desobediencia en un jardín contamine a todo el género humano; por eso no es injusto que la crucifixión de un solo judío baste para salvarlo”; y en “La lotería de Babilonia”: “Heráclides Póntico refiere con admiración que Pitágoras recordaba haber sido Pirro y antes Euforbo y antes algún otro mortal”.

Cierto lector suspicaz pensará que esta fulminación, esta descomplejización de la Humanidad, no guarda relación alguna con las figuras del riguroso laberinto y del espejo multiplicador en las letras borgeanas (pese a que ya he dicho que la función del espejo es, precisamente, simplificar). Piense tal lector, como premisa fundamental, en que esa descomplejización es, en sí misma, una complejización, máxime en un tiempo –el nuestro– en que la convención de un tiempo lineal, sucesivo, justifica el imponderable valor de lo “irrecuperable y azaroso” que asignamos a los actos de los humanos; y máxime, también, cuando la teoría del “panomismo” implica que un hombre sencillo, además de haber sido –o de ser en el porvenir– Miguel de Cervantes y el poeta Homero[2], está igualmente relacionado con uno de los posibles orígenes de todas las cosas: en la narración “Tres versiones de Judas”, Borges propone que no fue Jesucristo, sino Judas Iscariote –como pudo haberlo sido cualquier otro hombre–, el verdadero Hijo, el “Dios Encarnado”.

El tema de los “dobles antagónicos”, resultado de la figura del espejo, es una suerte de “panomismo” focalizado en la literatura de Borges: un hombre es, específicamente, otro hombre: su enemigo mortal; de modo que existe un compartimiento de culpas que resultan mutuamente semejantes. Ocurre entre el detective Erik Lönnrot y el villano Red Scharlach en “La muerte y la brújula”; ocurre, en “Los teólogos”, entre dos doctores de la primera iglesia, Aureliano de Aquilea y Juan de Panonia –quienes para Dios “formaban una sola persona”–; y ocurre en “El fin”, entre los dos hombres que se entreveran con cuchillo para saldar una vieja culpa pendiente y luego de la cual queda irremediablemente otra.

No es una contradicción que yo sostenga, a la par del “panomismo” unificador, que la función descomplejizadora del espejo sea la de confrontar el yo y, al mismo tiempo, confirmarlo como propio y distinguirlo del de otro. Borges niega el ideal kantiano de identidad monolítica de cada hombre, pero no para admitir la existencia tan alabada –por algunos– de un yo fragmentario y disperso conformado por muchas identidades (noción que abominan tanto los racionalistas positivos, creyentes de un “Espíritu Universal” –entre ellos Leibniz, referente incorruptible de Borges–, como el cristianismo occidental, que condena el demonismo porque encuentra que el demonio tiene innumerables apariencias y es antinatural (Gorriarán, 1998: 5), sino para establecer a cada hombre como un sencillo fragmento que conforma una única personalidad, suprema o no, “que, al principio del tiempo, se destruyó a sí mismo en su deseo de no existencia” (Bloom, 2005: 477). Esta sentencia es, en principio, casi una vindicación de una Humanidad divina; no obstante, es innegable que cada sujeto resulta ser, entonces, una partícula indiferenciada de una Personalidad pesimista que se lleva al suicidio como el lúcido detective Lönnrot se deja conducir a su propia muerte por su lúcido ejecutor –que a su vez es su reflejo antagónico–, el dandi Scharlach.

La defensa de una Humanidad divina no es intención de Borges. Su figura del espejo confirma que hay individualidad, pero no identidad propia. En lugar de hombres dueños de un yo fáustico o de un yo monolítico trascendental, existen hombres camaleónicos, poseedores de un sentimiento oceánico “que diluye el yo en la totalidad de la naturaleza”, y capaces de –“o incapaces de hacer otra cosa”– mimetizar aspectos de los sujetos y cosas que los rodean (Gorriarán, 1998: 6), del mismo modo como todos los escritores han asimilado creaciones ajenas y las han vuelto suyas. Del mismo modo como un hombre es todos los hombres.

La pregunta que, al parecer, ha quedado incontestada es: ¿por qué sacrificar toda la Humanidad, todo el género humano? ¿Por qué descomplejizarla? (Hablo, por supuesto, en términos de temporalidad, pues espacialmente es evidente la existencia de cuantiosos individuos.) Puedo aducir, como posible motivo, el ejercicio de extinguir una cosa para dar espacio a otra por la que se tiene preferencia. Si toda la literatura es plagio en un contingente tiempo circular, no es imposible el plagio (también) de la virtud. Así, por ejemplo, en “Tres versiones de Judas” se dice que el apóstol no evidenció a Jesucristo por el obsceno dinero; por el contrario, “obró con gigantesca humildad –relata Borges–, se creyó indigno  de ser bueno. […] Judas buscó el infierno porque la dicha del Señor le bastaba. Pensó que la felicidad, como el bien, es un atributo divino y que no deben usurparlo los hombres”. No obstante, una suposición que insinúe una predilección fácil del argentino hacia la divinidad resultaría falaz. Según Bloom, “un Dios muerto o desaparecido o, en el gnosticismo, un Dios ajeno, apartado de su falsa creación, es el único vestigio de teísmo que queda en Borges” (Bloom, ibid.: 477).

Presumo una tesis más satisfactoria, partiendo de una idea (hecho) sustancial del escritor que explica en –cuando menos– dos de sus ficciones: “La biblioteca de Babel” y “El jardín de senderos que se bifurcan”. En la primera, que es una gran alegoría del Conocimiento, se afirma que todo lo cognoscible acerca del Universo está compendiado en libros que, a su vez, se encuentran dispuestos en galerías –probablemente infinitas– de la inmensa Biblioteca (que es el Universo mismo); “basta que un libro sea posible para que exista” en algún lugar de la Biblioteca, sentencia Borges; miles de hombres han muerto en la búsqueda infructuosa de un libro determinado.[3] Con el mismo sentido, en el melancólico relato “El jardín…”, se narra que Ts’ui Pên concibió la posibilidad –en su novela intitulada El jardín de senderos que se bifurcan– de que un hombre, enfrentado con diversas alternativas, asuma simultáneamente todas, sin eliminar ninguna, contrario a lo que ocurre en-la-realidad. En resumen, para Borges la realidad es una cadena de infinitas posibilidades, pero quienes la enfrentan son individuos radicalmente limitados a la diacronía, condenados a abarcar sólo una mínima parte de esa riqueza potencial.

La descomplejización que hace el argentino es una apariencia –pues es producto del espejo–; todo es una complejización deliberada a través de un laberinto aparentemente fácil, que “consiste en una sola línea recta”. El “panomismo” de Borges no es reduccionista, aunque lo parezca. Por el contrario, sospecho que tuvo plena consciencia de que sólo en la noción de que un hombre es al mismo tiempo todos, y todos al mismo tiempo él; y que estando todos desperdigados espacialmente en los confines del mundo, individuales pero partícipes de una personalidad incorruptible y capaces de un conocimiento limitado que a fin de cuentas se integra en un conocimiento más noble y profundo e insondable…; sospecho que el triste Borges sabía –como todos los hombres– que sólo de ese modo –dispersos en una aparente Humanidad– nosotros, simples humanos Universales, podemos abarcar todas las posibilidades que la realidad nos depara y que individualmente desperdiciamos, negligentes.

FUENTES REFERIDAS:

Borges, Jorge Luis 982, Narraciones, Salvat (ed.), España.

2005, El canon occidental: La escuela y los libros de todas las épocas, Anagrama, España.

Serna Arango, Julián

2001, “Borges y el tiempo”, Universidad Complutense de Madrid, en http://www.ucm.es/info/especulo/numero23/boserna.html

Aquileana

2007, “Borges y la noción de tiempo circular”, en http://www.aquileana.wordpress.com

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[1] En alguna ocasión, Borges afirmó: “Decir que el hombre no sale de las circunstancias es otra manera de decir que no sale del tiempo, de lo sucesivo, y que no estamos en la eternidad”.

[2] En “El inmortal”, el sencillo comerciante Joseph Cartaphilus, quien es el personaje principal, ve su doble en la figura de Homero, el primero de los poetas inmortales. N. del. E.

[3] Este argumento es prolongado –y ejemplificado– en otra narración, “El milagro secreto”. El protagonista, Jaromir Hladík, busca que Dios le conceda el permiso sagrado de vivir un año más para finalizar un drama más que teatral para “justificarse” a sí mismo y “justificarlo” (a Dios); hallar a Dios para merecer la concesión es una empresa fatigadora. Dice la ficción: “Un bibliotecario de gafas negras le preguntó ‘¿Qué busca?’. Hladík le replicó ‘Busco a Dios’. El bibliotecario le dijo: ‘Dios está en una letra de una de las páginas de uno de los cuatrocientos mil tomos del Clementinum. Mis padres y los padres de mis padres han buscado esa letra; yo me he quedado ciego buscándola”.

Fuente : Revista Universitaria Contratiempo