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domingo, 17 de julio de 2011
Annette Flynn: “Quedé deslumbrada con Borges desde el primer cuento”
Docente de la Universidad de Dublín a su paso por Buenos Aires indaga sobre la preocupación metafísica y religiosa de Jorge Luis Borges, al cumplirse 25 años de su muerte.
La tesis de doctorado de esta especialista en literatura latinoamericana durante sus años de Edimburgo, en Escocia, llevó por título: Time, self and the absolute in Borges (El tiempo, la identidad y lo absoluto en Borges). El director fue el profesor Edwin Williamson, autor de una de las más completas biografías del escritor argentino. Y es Jorge Luis Borges ahora el centro de su libro sobre “la búsqueda de Dios en esa obra” (que comenta Lucas Adur en este mismo número) y una de las figuras de estudio en sus cátedras de grado y posgrado en la University College Dublin, en Irlanda. Gracias al programa Erasmus, en sus cursos tiene numerosos alumnos de Alemania, Francia, Italia, Polonia y España, además de los irlandeses y norteamericanos. Annette Haas de Flynn nació en el sur de Alemania y estudió en Escocia. Coautora en diccionarios temáticos multilingüísticos, trabajó también como lexicógrafa para algunas editoriales. Habla un perfecto castellano, fluido y rico de matices, baila tango y se dice enamorada de la ciudad de Buenos Aires, donde no pierde oportunidad para conocer barrios o lugares citados en la obra borgiana.
–¿Cómo se dio tu encuentro con la lengua castellana?
–De chica, estando con mis padres de vacaciones en España, para poder comunicarme con otros de mi edad en el camping. Comencé por mi cuenta, con un pequeño diccionario y aprendiendo de memoria canciones populares. Después tuve ocasión de estudiarlo en el bachillerato y a los 16 años realicé otro viaje a España con una profesora y varias compañeras. Enseguida se despertó mi interés por algunos autores como Camilo José Cela. Después vinieron versiones simplificadas de El Quijote y El lazarillo de Tormes. Viviendo luego en Escocia, di clases nocturnas de alemán y español al personal de una destilería de whisky que mantenía estrechas relaciones con España porque los barriles de jerez se usan para madurar esa bebida. En la Universidad de Edimburgo estudié lenguas romances y literatura española y latinoamericana. Cada lugar y cada experiencia dejan un rastro: en Escocia decían que mi hablar dejaba entrever que era alemana, en Dublín me llaman la escocesa, en España dicen que hablo como una argentina.
–¿Y cómo fue el encuentro con Jorge Luis Borges?
–Aconteció en el segundo año de la carrera de letras hispánicas. Leímos Ficciones y El aleph. Quedé deslumbrada desde el primer cuento. Y si bien entendía poco de todo ese mundo, nació en mí un gran deseo de querer entrar más y más en la obra. Me dije “Borges es para leer y para permanecer en él”.
–¿Cómo aparece tu desconcertante interés por lo filosófico y lo teológico en un autor netamente literario?
–Sucedió a lo largo del doctorado. Mi primera certeza sobre Borges era que debía leerlo con profundidad filosófica y metafísica. Él ponía de relieve grandes temas, como el tiempo o la identidad. También encontré su literatura muy vinculada a la presencia-ausencia-búsqueda de lo absoluto. En realidad, la faceta de lo espiritual-religioso se me ofreció en una intensa lectura de la obra; no fue una decisión, una tesis o una intuición. Partí de la percepción de cuán significativa era la constante de los temas filosóficos en el gran autor argentino. El tema de Dios está en la obra de Borges, pero jamás se me ocurriría leerlo sólo desde ese aspecto; sería muy reductivo para un autor tan grande. Lo que sí vale la pena observar es que su preocupación religiosa es un aspecto permanente y duradero, a través de los años y los géneros. En los ensayos se permite el rigor intelectual que lo acerca a algunos filósofos, en lo religioso se avecina al panteísmo, recurre a místicos como Angelus Silesius o a filósofos como Arthur Schopenhauer, si bien va más allá de su idealismo para postular lo irreal de las apariencias. Para Borges toda certidumbre se desvanece. Supera a los solipsistas: lo único real es la propia capacidad mental. En cambio, en el caso de Nietzsche, Borges suaviza el concepto del eterno retorno.
–¿Qué tradiciones religiosas eran las que más le interesaban?
–Prácticamente todas: budismo, shinto, kábala, cristianismo, el sufismo del Islam y el panteísmo. Queda afuera el hinduismo. En cada una de estas tradiciones hay elementos que le resultan atractivos y otros que lo dejan insatisfecho. Acaso el panteísmo es el que le resulta más interesante porque no aparece el tema de un Dios personal. El budismo lo atrae, pero el concepto de la nada le resulta muy difícil. A pesar de negar el yo, esa nada le causa inquietud. Encontró tarde la tradición shinto, que lo atrajo por su espiritualidad positiva. Pero lo deja intranquilo la cuestión de la muerte y de la vida después de la muerte. Hacia el final, mientras visitaba los templos de Kyoto, escribe el magnífico poema “Cristo en la cruz”, que se publicará después en Los conjurados. El cristianismo es la tradición más cercana a su sensibilidad y a su cultura, pero la que más combate. La trinidad le resulta monstruosa. La figura de Dios en los cuentos y en las poesías es austera y lejana cuando no cruel, indiferente o castigadora. Se trata de un Dios estático, sin los atributos de la compasión y el amor. Es un Dios que acecha en las grietas. Y sin embargo lo hace desde dentro de nuestro propio ser. Es una presencia amenazante e inherente a la persona.
–¿Y la figura del Cristo?
–Muchas veces contrasta con la figura de Dios, sobre todo el Cristo de la poesía de madurez, que reaparece en su humanidad y su sufrimiento. El que dice: “Yo quise jugar con Mis hijos./ Estuve entre ellos con asombro y ternura”. Es también una voz que castiga: “Que otro, no el que ahora es su amanuense,/ escriba el poema”. La voz de Cristo interpolada por la del poeta habla de frustración por no haber cumplido, no haber escrito el poema. En 1960, en El hacedor, aparece “Lucas, XXIII”, donde el poeta ofrece una visión profundamente cristiana de la fe. El ladrón bueno se dirige a Cristo y se entrega. Y remata Borges con ese “Oh, amigos…” donde se acerca a algo tan central del cristianismo como el pecado y la redención. Ciertamente la culminación de esta relación se da en “Cristo en la cruz”. Ese final, lejos de una afirmación de ateísmo, indiferencia o rechazo es, como diría el teólogo suizo Hans Urs von Balthasar, la pregunta clave. Una promesa frente a la irresolución de la propia búsqueda. Esa búsqueda continua, persistente e insistente a pesar de las frustraciones demuestra que la preocupación en Borges es auténtica. Del Cristo que no encuentra, dice: “No lo veo/ y seguiré buscándolo hasta el día/ último de mis pasos por la tierra”.
–¿Qué otro autor te interesa de la misma manera?
–João Guimarães Rosa. El escritor minero y el narrador argentino son dos autores universales, deslumbrantes, dos intelectos profundamente curiosos, dos artistas que se ocupan de los grandes temas, si bien entre ellos hay marcadas diferencias. En Borges hay algo más abierto e irresuelto. En Guimarães, una búsqueda más cumplida. Pero el
brasileño no tiene ensayos, sólo los estudios sobre poesía y lengua incluidos como prólogos o dentro de sus ficciones. Detalle muy borgeano. Para ambos la cuestión de la lengua es central. Borges tiene una enorme capacidad para mostrar de manera minimalista cuestiones profundas, capaces de abrir mundos. Guimarães agrega a esa precisión un elemento lingüístico creativo: palabras muy poéticas sobre la belleza o la ternura tomadas de distintas raíces.
Fuente : Revista Criterio Nº 2372
Poirier, José María
Julio 2011
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