Horacio Montenegro
La idea del eterno retorno es misteriosa y con ella
Nietzsche dejó perplejos a los demás filósofos:
¡pensar que alguna vez haya de repetirse todo
tal como lo hemos vivido ya, y que incluso esa repetición
haya de repetirse hasta el infinito!
Milan Kundera, La insoportable levedad del ser.
En el tiempo en que yo estudiaba letras en la Universidad de
Los Andes, tuve la fortuna de cursar el Taller de Lectura de Textos Narrativos
con el profesor Juan Molina, quien por entonces nos dijo, a los alumnos del
primer semestre, algo que está arraigado en mi memoria: “Todo aquello que se
repite en una narración tiene significado”. Hace dos años de aquella
revelación, que en todo rigor no lo era pues ha sido tema reiteradamente
tratado por estudiosos de la teoría literaria, pero en todo caso no sólo he
comprobado lo mucho de cierto que había en esa sentencia, sino que me ha sido
de muchísima utilidad en mis humildes tentativas de hermenéutica. Y es
justamente esa idea, que sostiene que las repeticiones —explícitas o
implícitas— en los relatos no son fortuitas, sino que obedecen, al contrario, a
un íntimo propósito de los autores notables, lo que a los efectos de este
ensayo denominaremos el principio de la repetición, toda vez que constituye un
punto crucial en el análisis que nos proponemos de “El milagro secreto” de
Jorge Luis Borges.
Antes de comentar lo propio acerca de este relato, cabe
hacer algunas precisiones sobre la narrativa borgiana en general. Hallamos en
las ficciones del autor argentino un rasgo común, aunque expresado en términos
disímiles y circunstanciales: el tema del infinito, y aun más, el laberinto
como símbolo de éste. Prácticamente todos los cuentos de la etapa madura de su
carrera son equivalentes entre sí por el rasgo semántico de estructura profunda
y la mayor o menor alusión al laberinto y el infinito. Ambos aspectos, si bien
operan de sendas maneras en la estructura de las ficciones, están ceñidamente
enlazadas por una relación de dependencia más o menos evidente: el laberinto
supone el enigma que sirve de piedra angular a la intriga y el infinito se pone
de manifiesto en la recurrente intemporalidad característica de las ficciones.
Así, tiempo y espacio —perpetuidad y cautiverio— impregnan los textos de esa
álgebra inescrutable que parece convertir las obras de Borges en problemas
matemáticos de talla mayor.
En efecto, la matemática no está muy alejada del estilo del
autor, pues no sólo demuestra en la forma una aspiración perfeccionista de
exactitud, evidente en un afán de minimalismo complejo y de concisión extrema,
sino que la superlativa sobriedad del tono del narrador contribuye a un hermetismo
apenas comparable con los crípticos poemas del neobarroco José Lezama Lima. Se
trata de sendos hermetismos, desde luego, pues el hecho de ser enterrado junto
a Martín Lutero, según lo solicitó, dice mucho del desprecio que sentía Borges
por esa especie de la literatura. Pero leer un cuento suyo, volviendo al tema
del hermetismo, parece implicar enfrentarse a un problema: domar un tipo de
escritura en que cada palabra es imprescindible en el propósito de decir lo
máximo posible con un mínimo de términos, y una vez que logramos domar esa
suerte neoconceptista, nos encontramos con otro asunto por resolver: el
problema tratado en el cuento. Porque, en verdad, me parece que no sólo los
personajes de sus historias están encerrados en un laberinto, sino que también
el autor nos somete a un dédalo semejante.
Veamos algunos ejemplos que puedan ilustrar esto. El cuento
“Los dos reyes y los dos laberintos” trata de la disputa entre dos comarcas
hostiles representadas por un par de monarcas enemigos. Bajo el pretexto de
hacer las paces, uno invita al otro a su reino para ponerlo a prueba en un
juego. El asunto consiste en introducir al adversario en un gran laberinto del
que no encontrará salida, haciéndolo así objeto de burla. Luego éste,
siguiéndole la jugarreta a aquél, le hace una invitación semejante para que en
su reino pueda enfrentarlo también a un laberinto, pero entonces lo obliga a
uno mucho más difícil porque lo deja en el medio del desierto, a merced de la
desorientación. Así cumple su venganza con un problema aparentemente opuesto al
de su contrincante, pero en esencia el mismo, pues el último está tan
desorientado en la inconmensurabilidad del espacio abierto como lo estaba el
primero en el confinamiento del laberinto. De aquí se desprende, por otra parte,
algo que más adelante tendrá una importancia singular: el desierto, esa
vastedad interminable, es también un laberinto.
Otro tanto ocurre en “Funes el memorioso”, un hombre cuya
fenomenal retentiva le arrastra al recuerdo perpetuo de las cosas de su vida,
hasta las más lejanas y efímeras, al punto de resultarle un absurdo los
sustantivos (cada uno de los cuales, como sabemos, comprende todo el universo
de sus variantes) y pretenda, pues puede recordarlos en todos sus detalles,
crear una nueva lengua en que cada cosa del mundo, provista de sus accidentes
circunstanciales, tenga nomenclatura propia. Así, está claro que ese personaje
carente de olvido tiene un poder de abarcamiento sin fin, lo mismo que el
Aleph, el lugar donde están, sin confundirse, todos los lugares del orbe,
vistos desde todos sus ángulos,1 ambas dimensiones tales que en ellas existen,
en un mismo plano, el pasado, el presente y el futuro, o acaso el primero y el
último en un presente continuo. Luego, en Las ruinas circulares un hombre
engendra un hijo soñándolo, de modo que es éste una criatura onírica, pero al
cabo el padre comprende que él existe porque también otro lo ha soñado, lo que
deja el camino abierto a toda una ascendencia y descendencia genealógica
marcadas por la misma génesis. Asimismo, Juan Dahlmann, en “El sur”,emprende un
viaje que es a un mismo tiempo a sus orígenes y al pasado, en el cual aceptará
un duelo para tener una muerte digna, honorable, pero como lo ha dicho el mismo
Borges, en realidad nunca fue a la provincia porque todo el relato es el
delirio circular que el protagonista padecía en el sanatorio. Dos tiempos
distintos se confunden nuevamente, pasado y presente, en tanto que la gallardía
del duelo se proyecta a un futuro de honor póstumo, de una especie de inmortalidad.
Dicho esto, es innecesario señalar el paralelismo que esta cuestión tiene con
“El inmortal”.
No es de extrañarse, a este respecto, que tales personajes,
aunque perezcan, resulten inmortales, ya porque sus vidas extraordinarias
impiden que se les eche al olvido, ya porque el orden establecido en las
ficciones exige, según la naturaleza de los eventos, una continuidad. A la luz
de ese orden imperecedero, encontramos que la muerte tiene un carácter más
simbólico que terminativo para el autor, por lo tanto, los finales de los
relatos tienden a quedar abiertos, inconclusos, cual si cada historia fuese un
eslabón de esa gran cadena narrativa sin principio ni fin. Los acontecimientos,
sujetos al entramado laberíntico, se sucederán en ciclos, donde lo fantástico y
mágico juegan un rol fundamental en la creación de esa narrativa circular, de
modo que la única realidad posible es un eterno “durante”.
Pues bien, vistas estas constantes del quehacer literario de
Jorge Luis Borges, “El milagro secreto”no es la excepción. Este relato, como
los demás, está colmado de simbolismo y repeticiones. Dos de los aspectos
primordiales, que tienen mucho peso en la delineación del asunto del cuento,
son, a primera vista: el rompimiento del orden cronológico, como es costumbre
del autor, y la constante reiteración del número nueve y la insistencia en
cosas últimas. Indistintamente de otros trabajos de Borges, éste se vale de
elementos de la cultura oriental y pareciera que se aminorase el protagonismo
de aquel que se nos presenta como el personaje central. Éste se verá rodeado de
otros que son parte de él y a su vez conducen a la confusión sobre cuál de
todos es el protagonista. Porque de la trama central, digamos, penden diversas
subtramas que generan la ilusión de profundidad y desvío, semejante a la
constante preocupación de los pintores, a lo largo de los siglos, por dar con
la tercera dimensión en el plano. Y aunque en la historia se entretejen otras
historias cuyos personajes gozan de una relevancia tan o más significativa que
la del primero, a la postre ninguno opaca al otro porque todos son el mismo
hombre. De cualquier modo, ya analizaremos con más detalle estas razones. Por
lo pronto, conviene hacer un resumen del relato para así conocer mejor los
pormenores que nos atañen. A saber:
El 14 de marzo de 1939, el judío Jaromír Hladík, escritor y
examinador de las fuentes judías de Jakob Boehme, soñó un largo ajedrez. El
juego había durado siglos, lidiándose en el desierto, y se disputaban la
victoria dos familias durante una eternidad. El soñador era hijo primogénito de
una de ellas. Se decía que el premio destinado a los ganadores era enorme y
quizá infinito,2 y las huestes estaban ocultas en una torre secreta. El
estruendo de los relojes exigía una movida y Hladík no recordaba cómo jugar.
Luego despertó. El día 19 la Gestapo arrestó al judío y fue condenado a muerte.
El fusilamiento fue pautado para el 29 de marzo a las 9:00 am. Confinado en el
calabozo, Hladík se atormentaba imaginando cómo moriría y absurdamente
procuraba agotar todas las variaciones.3 La vida anterior de Hladík tampoco le
había dado muchas satisfacciones. Se consideraba un literato mediocre y no se
enorgullecía de las obras que había publicado, a excepción de una, que le
parecía menos mala que las otras: la Vindicación de la eternidad, en la cual
discurre sobre el inmóvil Ser de Parménides y la postura de Hinton, quien cree
que basta una sola “repetición” para demostrar que el tiempo es una falacia...4
El 28 de marzo, su último día de vida, el condenado concibió su drama en verso
Los enemigos, obra que habría de deslastrarlo de sus fracasadas tentativas
literarias. El drama sería compuesto en verso, pues evita que los espectadores
descubran la farsa teatral, y en hexámetros, el mismo tipo de verso que usaran
los aedos griegos y el más fácil de recordar.
El drama tenía lugar en la biblioteca del barón de
Roemerstadt, en una de las últimas tardes del siglo diecinueve.5 El barón, pese
a no conocer a quienes le visitan y fingen ser sus amigos, tiene la sensación
de conocerlos ya. Eventualmente se da cuenta de que sus visitantes son enemigos
secretos. Ocurre un diálogo, alguien menciona a la novia de Roemerstadt, Julia
de Weidenau, y a un sujeto llamado Jaroslav Kubin que otrora procuraba
conquistarla. Se dice que éste ha enloquecido y cree ser aquél. Hay peligro y
Roemerstadt asesina a un conspirador. En el tercer acto del drama, ocurren
incoherencias, regresan personajes que no vienen a cuento, vuelve la persona
asesinada, y, pues los relojes dan la misma hora y se repiten elementos del
principio, se advierte que el tiempo no ha transcurrido. Nadie se asombra por
ello y al cabo se entiende que el barón de Roemerstadt y Jaroslav Kubin son la
misma persona. El drama no ha ocurrido: es el delirio circular que vive y
revive Kubin.6
Luego de idear Hladík estos actos de su drama, a sabiendas
de que lo fusilarían al cabo de unas horas, pidió a Dios que le otorgara un año
de plazo para culminar la pieza. Soñó esa noche que halló al omnipotente en el
atlas de una biblioteca, por azar, y que éste le concedía el tiempo solicitado.
Fue un hallazgo asombroso porque el bibliotecario le dijo que Dios era una sola
palabra en una página de los miles y miles de libros que ahí había, que sus
ancestros habían muerto buscándolo y él había quedado ciego sin dar con él. La
mañana siguiente, al ser dirigido al paredón, cuando el sargento dio la orden
de fuego, el mundo se inmovilizó. Hladík, al comprender que Dios había
congelado el cosmos para que él acabara su drama, lo rehizo en la mente, pues
podía recordar los hexámetros, y exactamente un año después, el 29 de marzo de
1940, a las 9:01 am, la bala que había quedado quieta en el aire lo alcanzó y
murió. Hasta aquí el resumen del relato, que desde luego podría ser más
escueto, pero he querido mencionar algunos elementos de relevancia que nos
servirán para el análisis.
Digamos, no obstante, algunas cosas más de las formalidades
narrativas y léxicas. Redactada en prosa y tercera persona, la narración está
colmada de imágenes que permiten la visualización de los hechos de la trama. La
presencia constante de símbolos exige una dilucidación que habría de señalar el
argumento, de modo que la averiguación del asunto, que está entre líneas,
aunque de ello no dependa que sea disfrutable, es imprescindible a la
comprensión plena del texto. La estructura, insistimos, es circular. Una y otra
vez se repiten los hechos y los nexos entre unos y otros pueden discernirse por
analogía. Una vez comprendido el todo, cobrará especial significado la cita que
aparece al principio del cuento.
Podría decirse, sin que ello implicase a mi juicio un
desacierto, que estamos ante un cuento de cuentos, no en el sentido de
relevancia, sino de abarcamiento. En otras palabras, es este un relato que
tiene varios relatos dentro de sí. Y lo que es más, si bien difieren en sus
accidentes, no así en lo esencial. He resuelto, amén de hacer el conjunto más
inteligible, dividir sus partes y así distinguir mejor cómo participan del
cometido. Así, el relato puede subdividirse en cuatro historias: 1) el sueño
del ajedrez en el desierto, 2) las pretensiones de la obra La vindicación de la
eternidad, 3) el drama Los enemigos y 4) el sueño con Dios. Y auún podríamos
agregar una quinta, en atención a la propuesta hermenéutica de Martín
Heidegger, quien aseguraba que el todo es la suma de sus partes más el todo, a
saber: la propia trama de “El milagro secreto”, es decir, la totalidad. Hemos
dicho que estas historias tocan aspectos afines como el laberinto, la
repetición y el infinito, entendido este último como la nulidad del tiempo en
atención a ciertas premisas y el rompimiento del orden cronológico de los
eventos. Veamos cada caso por separado.
En primer lugar tenemos el sueño de Jaromir Hladík sobre el
juego del ajedrez en el desierto, disputado entre dos familias de índole
patriarcal durante una eternidad. Aquí ya tenemos el primer síntoma de
rompimiento de la temporalidad. La palabra eternidad supone el carácter
sempiterno e inmortal de los jugadores, aspecto ficticio e impensable de la
condición humana. La referencia al desierto, como lo vimos en los comentarios
de las dominantes borgianas, alude a un gran laberinto. El laberinto, además,
guarda semejanza con el ajedrez porque ambos son problemas. Tanto requiere un
pensamiento disciplinado y paciencia férrea la búsqueda de una salida del
laberinto cuanto el logro del jaque mate en el tablero. Y al problema del juego
se añade el hecho de que las piezas están ocultas en una torre secreta. Por
otra parte, el mismo tablero de ajedrez es un perfecto retrato de la
repetición: ahí se repiten los recuadros blancos y negros, en perfecta
geometría y simetría, de modo que descubrimos, en primera instancia, una
insistencia en la fluidez ininterrumpida de los elementos.
En segundo lugar está el contenido de la Vindicación de la
eternidad, la única obra, de todas las de su autoría, a la que Hladík tiene
cierto respeto. El motivo por el cual sea destacada del resto es evidente: esa
obra contiene las premisas por las cuales se regirá el propio relato de Borges
y sólo bajo esas leyes habrá de edificarse la verosimilitud de la ficción.
Dicho de otro modo, en la Vindicación de la eternidad está expuesto un estado
de cosas que sustenta el sentido de continuidad ilimitada que propone “El
milagro secreto”. Sabemos que la obra de Hladík, tras estudiar las posturas de
algunos filósofos, plantea un pasado sujeto a modificaciones y también que las
repeticiones hacen del tiempo una falacia. Asimismo, “El milagro secreto”
propone la negación del tiempo.
En tercer lugar es preciso hablar del drama Los enemigos de
Jaromir Hladík. Hemos dicho que la pieza trasgrede la linealidad del tiempo
porque, de hecho, éste nunca transcurre. La demostración de ello es que los
relojes dan la misma hora que al principio, suena la misma música que al
comienzo, regresa el personaje asesinado. Y no sólo eso, sino que nadie se
asombra de estos absurdos, lo que pone de manifiesto que los personajes del
drama están habituados a ese orden de cosas. Acaso la repetición más
significativa es la que reúne a los dos personajes al parecer antagónicos. El
barón de Roemerstadt es el mismo Jaroslav Kubin y se nos dice, en añadidura,
que nada ha ocurrido salvo el delirio circular de este último. ¿Acaso no es
esto lo mismo que “El sur”, donde Dahlmann nunca viajó físicamente a la
provincia, sino que siempre había estado en el sanatorio y fue desde ahí que
deliró y vivió su travesía? Luego, no sólo tiene Los enemigos repeticiones
intrínsecas y con “El sur”, sino que el drama es la fiel proyección de la vida
de su autor Jaromir Hladík. ¿Quiénes son esos enemigos, pues, si no los nazis
de la Gestapo que lo han aprehendido y condenado a fusilamiento? ¿No está acaso
el barón de Roemerstadt rodeado de libros en su biblioteca, como los que lee y
escribe Hladík y están en los anaqueles de la biblioteca del Clementinum, donde
tiene el encuentro con Dios? ¿Y no era acaso Juan Dahlmann un bibliotecario que
se hundió en el laberinto de alucinaciones que le causara Las mil y una noches,
título que ya de por sí sugiere una historia sin término definido? Y todos
estos entrecruzamientos inacabables, ¿no son un laberinto también? Por último,
si en el drama Los enemigos queda establecido que el barón de Roemerstadt es
Jaroslav Kubin, y admitimos que la trama de la pieza trata de la propia vida
del autor, entonces la conclusión es obvia: Jaromir Hladík, el barón de
Roemerstadt y Jaroslav Kubin son uno solo.
Después aparece el encuentro de Jaromir Hladík con Dios, por
medio de un sueño, que a su vez sigue el cauce de ese río narrativo que
desemboca en sí mismo. He aquí otras repeticiones significativas. No sólo se
repite el sueño, en este caso sería el segundo del personaje, sino que ocurre
éste en la biblioteca del Clementinum. Una biblioteca es un sitio donde los
libros están sistemáticamente dispuestos uno tras otro; un lugar semejante de
inmediato da la sensación de repetición hasta lo indecible. Dice Borges, refiriéndose
a este sueño, que Del otro lado de la puerta, Hladík había previsto un
laberinto de galerías, escaleras y pabellones.7 En fin, así como se repite el
sueño, se repite también el laberinto que estaba en el primero. Revelación:
tanto el desierto como la biblioteca son dédalos. En el sueño referido se nos
dice que el bibliotecario quedó ciego buscando la palabra Dios del mismo modo
que lo hicieran sus antecesores, perdiendo todos la vida en ello, generación
tras generación. Entonces ¿no guarda esto relación con las dos familias jugando
al ajedrez durante siglos y siglos?
Todas las subtramas guardan paralelismos en cuanto al hecho
de que hay un impedimento: en el sueño del ajedrez Hladík no recuerda cómo
mover las piezas y le desesperan los relojes anunciando la hora cero de mover;
en la Vindicación de la eternidad la linealidad del tiempo es un problema
porque impide la perpetuidad; en el drama Los enemigos hay una lidia contra lo
Otro y los personajes batallan entre sí; en el sueño con Dios el impedimento es
encontrar al Creador rápidamente para que haga un milagro y le conceda el
tiempo para dedicarse a su obra porque morirá horas después. Esta necesidad
surge, además, por el impedimento del personaje de hacer una gran obra con la
cual pueda morir en paz. En todos los casos, el impedimento es el tiempo, de
modo que la Vindicación de la eternidad, como premisa,y el completar Los
enemigos suponen vencer el tiempo y ser inmortal. En una palabra, salir del
laberinto.
En un intento por distinguir una cosa de otra, entre tantas
superpuestas, nos preguntamos, de entre todas estas historias, ¿cuál es el
verdadero relato? La pregunta es tan inútil como averiguar quién es el
verdadero Jaromir Hladík. Del mismo modo que él es Roemerstadt y Kubin, tanto
el sueño del ajedrez como la Vindicación de la eternidad, Los enemigos, el
sueño con Dios y “El milagro secreto”son todos la misma cosa. Distintos en
forma, claro está, pero iguales en sustancia. Aunque en diferentes contextos,
los elementos capitales se repiten sin fin. Y de esto, que es el meollo del
asunto, podemos decir: según el principio de la repetición, del que hablamos al
principio, concluimos que lo que se repite en Borges es la propia repetición.
Esto es tan cierto que hasta en lo extra-lingüístico hay repetición: el
escritor argentino se repite a sí mismo al escribir sobre un escritor. Y en
cuanto a la hermenéutica singular de Borges, no sería descabellado decir que,
distintamente de Heidegger, en el caso de “El milagro secreto” el todo puede
ser tanto la suma de sus partes más el todo como cada una de sus partes por sí
sola. Y aun más, se diría que “El milagro secreto” es también “Los dos reyes y
los dos laberintos”, “Funes el memorioso”, “El Aleph”, “Las ruinas circulares”,
“El sur”, “El inmortal”. Y lo que es lo mismo, Jaromir Hladík, además de ser el
barón de Roemerstadt y Jaroslav Kubin, cabe también en el pellejo de Funes,
Juan Dahlmann, y así sucesivamente.
Esta infinitud del laberinto, propia de la narrativa de
Jorge Luis Borges, puede ilustrarse de muchas maneras. Se diría, por ejemplo,
que los textos suyos dan la sensación de contraponer dos espejos frente a
frente; cualquier cosa reflejada entrambas sería representada infinitas veces.
Está también el caso de la cebolla, cuyas incontables capas se van pelando de
modo interminable. Podríamos hablar asimismo de las famosas muñecas rusas o las
cajas chinas, la mayor de las cuales contiene una menor y ésta otra más pequeña
y así en adelante. En lo que nos concierne, la muñeca más grande sería “El
milagro secreto” porque ella contiene las subtramas que no son más que
extensiones de sí. Es un árbol de texto, cuyas ramas a su vez se ramifican.
Leer al autor de Fervor de Buenos Aires es abrir una Caja de Pandora.
Un último punto nos queda por comentar acerca del relato, y
tal vez el más interesante por tratarse de algo que un lector desatento podría
pasar por alto, pero que insiste en la eternidad borgiana: la repetición del
número nueve en el cuento, notable en la mención de fechas, horas y demás
enumeraciones, por demás arraigadas a los hechos principales. Revisemos los
casos.
Una de las primeras cosas que se nos dice en el relato es la
fecha en que Jaromir Hladík soñó el ajedrez: 14 de marzo de 1939. Hay dos
nueves y, si nos damos a la tarea de buscar más sólo aquí, encontraremos que
basta sumar cuatro de los cinco elementos restantes para obtener otro nueve.
Así, de sumar el 1 y el 4 del día con el mes número 3, correspondiente a marzo,
más el 1, primer número del año, el resultado es nueve. Por otra parte, el día
19 fue arrestado Hladík y condenado a muerte. El fusilamiento se pautó para el
día 29 a las 9:00 am. Dicho esto, hallamos que, incluyendo la suma hecha, se
repite 6 veces el 9 en el relato, y no deja de sorprender que aquel dígito no
es más que un 9 a la inversa. Es probable, claro está, que Borges no haya
pensado en todo esto, pero muy improbable que la repetición del nueve en su
relato sea algo involuntario, especialmente tratándose de un autor tan erudito
e intencionado como él.
La significación del nueve recurrente se presta a diversas
interpretaciones, todas las cuales ilustrarán asuntos muy cercanos al propósito
del autor. Aun sin profundizar demasiado, y apelando solamente al sentido
común, podemos ubicar el rol del nueve entre los demás números. Nuestro sistema
de numeración consiste únicamente en diez dígitos, a saber: 0, 1, 2, 3, 4, 5,
6, 7, 8, 9. Son diez expresiones numéricas finitas, cuya combinación gradual,
según ese orden, hace posible la contabilidad infinita. Así vemos que es sólo
después del nueve cuando se produce la primera combinación, la del uno y el
cero para formar el diez, y se procederá del mismo modo, combinando de manera
ascendente hasta que después del nueve sea preciso repetir el ciclo. En ese
sentido, la importancia del nueve es fundamental; se trata del último dígito de
la serie contable antes de la repetición. Es decir, el nueve es la frontera
entre la serie y la repetición, el límite entre una cosa y otra, y por ello
cobra fundamental importancia. Es la puerta al más allá, al estado siguiente,
el puente a otro mundo, la última metamorfosis necesaria para completar la
transformación. Siguiendo este orden de ideas, comprendemos la participación
que el número tiene en el relato: Jaromir Hladík estaba al borde de la muerte,
necesitaba repetirse a sí mismo para sobrevivir, y es precisamente a través de
su obra como pretende hacerlo.
El nueve nos habla también de algo inconcluso, un círculo
que no se ha cerrado aún. Ese círculo será cerrado con la muerte de Hladík,
evento que podría ser ilustrado con el número diez, porque entonces ya se
habría completado el proceso. Sin embargo, puesto que el diez es un número que
depende de dos que le precedieron para existir, es preciso que éstos se repitan
para que el diez pueda ser. De ahí que la muerte, como lo dijimos en algún
momento, no es terminativa en Borges. La muerte de Hladík no supone un final,
sino un principio. El inicio de algo nuevo, el próximo ciclo, que tendrá otras
características pero conservará el laberinto y el infinito en su seno. No sólo
estos factores se corresponden con el orden de intemporalidad del relato, sino
que imponen una naturaleza que no admite la interrupción.
Luego, si reparamos en la apariencia del nueve, encontramos
otro rasgo: es el único número de la serie que, al ser dispuesto de otro modo,
se convierte en otro número: el seis. Así, pues, podemos asociar el nueve a una
dualidad (Roemerstadt-Kubin), a la máscara, a algo que tiene más de una
significación, a lo oculto. El tarot también dice lo suyo del nueve. Se trata
del dígito del ermitaño, ese personaje místico que lleva la luz de la sabiduría
y se complace más transmitiéndola que poseyéndola. Sabemos que Jaromir Hladík,
por tratarse de un escritor, tenía un cometido semejante. El oficio del
personaje también se halla en la numerología, pues esta ciencia asocia el nueve
con personas de índole elevada e intelectual: poetas, escritores, genios y
creadores en general. Sujetos que tienen una vida interior muy fuerte y
secreta.
El otro punto es la mención reiterada de cosas últimas.
Citemos, como ejemplo, algunos fragmentos del relato sobre el encierro de
Hladík y cuanto preveía de su próxima muerte: Anticipaba infinitamente el
proceso, desde el insomne amanecer hasta la misteriosa descarga (...); cada
simulacro duraba unos pocos segundos; cerrado el círculo, Jaromir
interminablemente volvía a las trémulas vísperas de su muerte (...); con lógica
perversa infirió que prever un detalle circunstancial es impedir que éste
suceda. Fiel a esa débil magia, inventaba, para que no sucedieran, rasgos
atroces (...).8 No sólo el autor condensa aquí los rasgos primordiales de ese
orden, sino que destaca, en letras cursivas, la frase para que no sucedieran y
en la página 510 subraya, con comillas, la palabra repetición, al decir que
basta una repetición para descubrir la inexistencia del tiempo. Así, pues, al
cerrarse el círculo con la muerte de Hladík, evento que representa el número
diez, el personaje permanecerá vivo de alguna manera, no sólo porque el diez es
repetición de algo anterior, sino porque en el drama Los enemigos y en los
padecimientos de su calabozo, ya había previsto su muerte y, por lo tanto, la
había evitado. En cuanto al milagro secreto de Dios, pudo Hladík vencer el
tiempo postergando el momento de su defunción en un año, período en el cual se
dedicó a completar la obra. Jaromir Hladík había alcanzado, pues, la
inmortalidad.
Creo que el espíritu de esta ficción de Jorge Luis Borges no
busca la prospección ni la retrospección, sino la concomitancia. Desde luego
que el autor, en cuanto a sintaxis, está obligado a la prospección por el
carácter lineal de los significantes, lo que a un tiempo le lleva a ordenar las
subtramas de “El milagro secreto” de cierta manera, pero la sustancia, pues la
literatura es un palimpsesto, es concomitante. Y el laberinto, pues salimos de
uno para entrar en otro, está por doquier.
Notas
Borges, Jorge
Luis. Obras completas. Buenos Aires: Emecé Editores, 1974. p. 623.
Ídem. p. 508.
Ídem. p. 509.
Ídem. p. 510.
Ídem.
Ídem.
Ídem. p. 511.
Ídem. p. 509.
Fuente : Letralia
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