sábado, 15 de febrero de 2020

¿Borges escribió una novela?: debate en los pasillos del laberinto



  Dalia Ber

Algunos investigadores dudan si participó en una ficción policial publicada por el diario Crítica a fines de 1932. Las hipótesis y la polémica.

Borges el poeta. Borges el cuentista. ¿Borges el novelista? Aunque es sabido que Borges no publicó ninguna novela, hay un misterio que persiste a través del tiempo. El enigma de la calle Arcos es, desde hace unas décadas, un enigma en torno a Jorge Luis Borges.

Hay que ir a los meses finales de 1932, cuando el diario Crítica publicó, en una serie de folletines de la Revista Multicolor de los Sábados, la que presentó como “la más apasionante novela policial”, firmada con el seudónimo Sauli Lostal. Basada en sucesos ocurridos en Buenos Aires, en la tradición del clásico policial de misterio, al año siguiente la editorial Am-Bass la llevó al formato libro con el título El enigma de la calle Arcos. En ese momento se mencionaba al periodista Luis F. Diéguez, prosecretario de redacción de Crítica, como el posible autor. Pero nunca se confirmó.

En 1996 la obra –una de las primeras novelas policiales argentinas– fue reeditada con un prólogo de la investigadora Sylvia Saítta y creció la polémica: ¿pudo haber sido Borges su verdadero autor?

La firma del libro en cuestión “es un nombre que pudo ser tomado de la misma guía telefónica para anagramarlo como Sauli Lostal. No nos olvidemos, por ejemplo, que se trataba de una época en que los escritores solían burlarse creando entimemas y supercherías”, sostuvo el escritor Juan Jacobo Bajarlía en una nota periodística publicada en 1997. Sucedía que algunos especialistas atribuían la autoría de la novela a Luis A. Stallo, de quien estaba probada su existencia, y es anagrama de Sauli Lostal. Bajarlía sostenía que Ulyses Petit de Murat, codirector junto a Borges de la Revista Multicolor, “fue terminante” al asegurarle que “la novela fue escrita por Borges para ensayarse en este género”.

El escritor Mario Tesler, licenciado en Bibliotecología y Documentación, cita a Bajarlía en su texto El presidente y la novela de Borges –que escribió a propósito de un furcio de Alberto Fernández a fines de 2019–, donde también incluye comentarios de autores como Nicolás Helft, que encontraron elementos que permiten sugerir la participación de Borges en la escritura de la novela.

“A mí me interesa el seudónimo y todo lo que el seudónimo trae aparejado”, sostiene Tesler. “Solamente en Argentina, por ejemplo, tengo identificados en mi colección entre 10 y 15 mil seudónimos” de autores. Y agrega: “Si se toman en cuenta las iniciales de Borges, que son consideradas inicialónimos, tiene una variante: en lugar de usar JLB usa LB. O seudónimos como Daniel Aslam, Bernardo Haedo, Francisco Bustos y Benjamín Beltrán. También refiere a Honorio Bustos Domecq y Benito Suárez Lynch, como firmó junto a Adolfo Bioy Casares, y a los conjuntos que usaban algunos autores en la Revista Martín Fierro y según él lo hacían ‘por pura diversión’”.

“Mi objeto de estudio no es el autor sino los seudónimos”, aclara Tesler. “Estudié todos los otros que Borges utilizó, los que se le atribuyen y otros que en su momento dijeron que le pertenecen, pero ahora se sabe que no fue así. Con respecto a la autoría de la novela sostiene: “Lo interesante es mostrar que Borges tiene un montón de seudónimos. En El Enigma… pudo haber participado. No se puede decir es de él, no es de él, o ha participado. Es una polémica que viene de hace tiempo, solo que se van sumando nuevos aportes”.

El director de la Maestría en Literaturas de América Latina de la Universidad Nacional de San Martín (Unsam), Gonzalo Aguilar, sostiene respecto de la obra en debate: “Borges no es su autor y Borges se refiere a ella crípticamente en una de sus ficciones inaugurales: El acercamiento a Almotásin, lo que muestra que la novela no le era indiferente. En el medio hay varios hechos para considerar: las charlas en la redacción o en los bares de quienes colaboraban en el diario Crítica (donde Borges dirigía el suplemento de Cultura), la inexistencia de Sauli Lostal, el experimento de ambientar la novela policial en Buenos Aires (algo que ya se había hecho pero que en este caso impactó a Borges). ¿Participó Borges en conversaciones que tuvieron que ver con la novela? Ulyses Petit de Murat asegura que sí”.

Agrega Aguilar: “Creo que lo más importante es considerar ese período en el que la novela policial es usada por Borges para experimentar con las relaciones entre narración y cultura de masas, género y escritura, orden y caos. De hecho, él mismo escribió con Bioy Casares cuentos policiales con seudónimo. En el camino de Borges hacia la invención de una narrativa propia, El enigma de la calle Arcos cumple un papel, menor pero sin duda enigmático”.

Ulyses Petit de Murat, codirector junto a Borges de la Revista Multicolor, aseguraba que “la novela fue escrita por Borges para ensayarse en este género”.

En el artículo La novela que Borges jamás escribió, incluido en su libro El forajido sentimental. Incursiones por los escritos de Jorge Luis Borges, dice el profesor Fernando Sorrentino: “Creo que nadie puede escribir totalmente en un estilo ajeno: aun quien se proponga la más descarada parodia termina, tarde o temprano, por hacer asomar su estilo entre los párrafos que va elaborando. 

Recordemos que, en los pocos casos en que Borges ensayó textos paródicos (…) siempre, detrás de su escritura burlesca, aparecen la inteligencia deslumbrante, la sutileza, el delicado matiz y las mil y una virtudes que conocemos como estilo borgeano. Dicho esto, afirmo con todas las letras que, en ninguna circunstancia real o imaginada, Borges –ni ebrio, ni dormido, ni víctima de los efectos de atroces alucinógenos– podría escribir párrafos como los que siguen, que en El enigma... se prodigan desde el principio hasta el fin. Empecemos con el retrato de uno de los personajes:

Juan Carlos Galván podía tener unos cuarenta años; acaso no tuviera ni treinta y cinco, pues mientras el rubio opaco de su cabello espeso y naturalmente ondulado matizábanlo infinidades de níveos hilitos que intensificaban blancuras cerca de las sienes, su tez fresca y rosada como la de un mozalbete exaltaba juventud.

Sus ojos grandes, verdemar, eran ojos de niño, aunque –en su plácido mirar– tenían un no sé qué de severo, agreste y cruel. Encarnaba, en todo caso, el prototipo del gran señor. (…) Notábase en sus ademanes un sello de inconfundible distinción que, unido a su innata sencillez y amabilidad, hacíale en seguida atrayente.

Consultado para participar de esta nota, el escritor Guillermo Martínez, autor entre otros exitosos títulos del libro Borges y la matemática, acercó una reseña escrita por Borges del libro Excellent Intentions, del autor Richard Hull, aparecida en la revista El hogar, en la que habla de una hipotética idea de escribir una novela. El artículo fue publicado en 1938, fecha posterior a la aparición de El enigma de la calle Arcos, por lo que podría deducirse que el creador de La biblioteca de Babel no había probado con el género: “Uno de los proyectos que me acompañan, que de algún modo me justificarán ante Dios, y que no pienso ejecutar (porque el placer está en entreverlos, no en llevarlos a término), es el de una novela policial un poco heterodoxa. (…) La concebí una noche, una de las gastadas noches de 1935 o de 1934, al salir de un café en el barrio del Once. Esos pobres datos circunstanciales deberían bastar al lector: he olvidado los otros, los he olvidado hasta ignorar si los inventé alguna vez ”.

Fuente: Clarin.com

miércoles, 5 de febrero de 2020

Alberto Manguel: «Las grandes librerías del mundo son librerías pequeñas»



por Jorge Carrión           


En su despacho de director de la Biblioteca Nacional de Argentina destacan un póster del séptimo centenario de Dante y un busto del poeta italiano, una fotografía de Jorge Luis Borges, una gran bandera albiceleste y un pequeño dinosaurio de plástico verde. «Me lo regaló mi hijo», me cuenta el escritor argentino-canadiense, bibliófilo, nómada cultural, profesor, traductor, editor, ensayista y novelista, antólogo, crítico, polígrafo multilingüe, gestor cultural y, sobre todo, lector Alberto Manguel, setenta años que crean estratos sucesivos a través de las gafas en sus ojos muy claros, «porque se llama Albertosaurus y encontraron su esqueleto en la provincia canadiense de Alberta». Después se sienta en una gran butaca, me ofrece la otra y comenzamos a hablar.

Estamos en una institución que todo el mundo vincula con Borges. ¿Cómo le está ayudando su experiencia como director de la Biblioteca Nacional para entender mejor al maestro?

Son dos hechos que solo se relacionan en esa constelación universal donde todo está relacionado. Borges fue director simbólico de la biblioteca, un director universal, un bibliotecario universal, que representó no a la Biblioteca Nacional de Argentina, sino la Biblioteca en todos sus aspectos. Ahora bien, la Biblioteca Nacional de Argentina, como una institución de piedra y hierro, de papel y de tinta, implica obligaciones, necesidades y funciones extraliterarias. Borges fue el símbolo de lo literario, y la literatura se divide en un antes y un después de Borges y Borges. No se puede escribir en castellano ni tampoco se puede escribir en cualquier otra lengua sin sentir, consciente o inconscientemente, la presencia de Borges. Textos como «Pierre Menard…» cambian para siempre la noción de lo que significa escribir y leer. Mi misión se encuentra en otro campo, completamente distinto, que es el de la pura administración. Yo he abandonado mi carrera de escritor y, hasta cierto punto, de lector, asumiendo este puesto de director de la Biblioteca Nacional a fines de 2015; y me he convertido en la persona encargada de eliminar obstáculos al trabajo de las otras ochocientas y pico personas que trabajan aquí. ¿Conoce usted un ballet de una gran coreógrafa  alemana, Pina Bausch, que se llama Café Müller? ¿Recuerda que se trata de una mujer que baila y otro personaje le quita las sillas del camino para que no se tropiece? Pues yo soy esa persona.

En Con Borges, su libro de recuerdos, vincula el trabajo de Borges como bibliotecario con el suyo como librero, porque él pasaba por la librería donde usted trabajaba después de salir de la sede anterior de esta misma biblioteca. Además de conocer a Borges, ¿qué más le aportó aquella primera experiencia como joven librero?

Yo trabajaba en la librería Pigmalion, donde vendíamos libros en inglés y alemán, a la edad de quince, dieciséis, diecisiete años. Iba al colegio por las tardes. Y Borges venía a comprar sus libros ahí, y un día me pidió que fuera a su casa a leerle, como a tantas otras personas. Yo ya sabía que quería vivir entre libros, sabía que el mundo me era revelado a través de los libros y que luego el mundo confirmaba o daba una versión imperfecta de lo que los libros me habían revelado. Lo que hizo Borges fue darme dos enseñanzas fundamentales. La primera es que no me preocupase por las expectativas del mundo de los adultos, que querían que fuese médico, ingeniero o abogado —vengo de una familia de abogados—, y que aceptase mi destino entre los libros. La segunda se refiere a la escritura. Borges quería que le leyese unos cuentos que le parecían casi perfectos, sobre todo de Kipling, pero también de Chesterton y Stevenson, porque quería revisitarlos antes de ponerse a escribir de nuevo cuentos. Él dejó de escribir cuando se quedó ciego, y diez años después, a mediados de los años sesenta, quiso volver a escribir. Quería ver cómo estaban fabricados. Recordemos que para Borges hay una palabra importante, el vocablo con el cual los anglosajones nombraban al poeta, el hacedor, the maker. Para Borges la escritura era un trabajo manual, de ingeniería, entonces él anatomizaba el texto, paraba mi lectura después de una frase o dos para observar cómo se combinaban las palabras, qué palabras habían sido elegidas, qué tiempo verbal se usaba, cómo se reflejaba una frase en la otra. Esa segunda enseñanza, una enseñanza relacionada con la escritura, fue que para escribir hay que conocer el arte. Los ingleses tienen la palabra craft, la artesanía de un texto. Hasta entonces yo había pensado que la literatura era emocional, filosófica, aventurera. Borges me enseñó a preocuparme por cómo ese texto fue construido antes de comunicar la emoción. Como si mi relación hasta entonces con las personas fuera a través de lo que decían, de su aspecto físico, y de pronto me dijesen: no, no, fíjate en cómo respiran, en cómo caminan, cuál es la estructura de sus huesos.

Pero, al margen de las lecciones de Borges, ¿usted qué aprendió en la librería?

Cuando entré, la dueña me dijo: «Como no sabes nada de librerías, lo primero que tienes que saber es qué contiene una librería y dónde está lo que contiene». Es algo que han olvidado los libreros de hoy: van a la computadora, cuando uno les pregunta «¿Tiene el Quijote?»; preguntan de quién es ese libro y lo buscan en la computadora; y, si la computadora les revela que hay un ejemplar, preguntan a la computadora dónde está el libro en sus estantes. Nosotros, que no teníamos la computadora, teníamos que aprender la cartografía del lugar. Me puso con un plumero a sacar el polvo… Durante un año no hice más que eso. Y me dijo: «Cuando veas un libro que te interesa, lo sacas y lo lees»; ella esperaba que yo lo trajese de vuelta, pero muchas veces me quedaba con el libro… Porque necesitas saber qué estas vendiendo. Entonces me enseñó que un librero tiene que conocer su espacio, tiene que conocer a los habitantes de ese espacio y tiene que saber hablar y recomendar lo que hay en ese espacio.

¿Qué librerías frecuenta usted en Buenos Aires?

Las librerías que yo frecuento, pues yo no compro nunca libros en Amazon, son aquellas donde puedo conversar, donde el librero, con un gusto que puedo o no compartir, habla de libros. Entonces, por ejemplo, aquí en Buenos Aires mi librería favorita se llama Guadalquivir, porque los libreros saben lo que hay ahí y tienen sus pasiones privadas, y a veces los escucho y a veces no, y a veces me llevo los libros que me recomiendan y a veces no; pero de eso se trata, de un lugar de pasión de lector, que es lo que aprendí en Pigmalion.

¿Sobreviven algunas librerías del Buenos Aires de su adolescencia?

Las librerías que frecuentaba no existen más. La Librería Santa Fe, que yo quería mucho, se ha transformado en otra cosa más comercial. Las librerías que yo conocía, como Atlántida, no existen; pero hay muchas nuevas librerías excelentes. Eterna Cadencia es una librería buenísima, y luego quedan todas esas librerías de libros de segunda mano de la avenida Corrientes, y sobre todo la Librería de Ávila, frente de mi colegio, el Colegio Nacional de Buenos Aires, y también está una librería que he descubierto ahora en un lugar subterráneo y espantoso, en Florida con Córdoba, se llama Memorias del Subsuelo, es extraordinaria, de libros usados, ahí siempre encuentro de todo.

Usted ha vivido también en París, en Milán, en Tahití, en Inglaterra, en Canadá, en Nueva York. ¿Cuáles han sido sus librerías en todos esos lugares?

Las grandes librerías del mundo son librerías pequeñas. En cada país, en cada ciudad tengo algunas librerías favoritas a las que siempre vuelvo. En Madrid, la Librería Antonio Machado; pero me gustan también mucho las librerías de libros de segunda mano, hay una en la calle del Prado, otra cerca de la plaza de la Ópera. Me importa siempre esa relación con el librero. Y hay una distinción importante. Las librerías de libros nuevos frente a las de libros usados. Yo prefiero las librerías de libros usados, me gustan los libros con biografía, me gusta descubrir a viejos amigos y encontrar obras relacionadas con los libros que ya conocía. Obviamente, entre los libros nuevos siempre hay cosas que a uno le sorprenden, sobre todo en el área del ensayo, el ensayo literario ha encontrado un auge en este tiempo y me encantan esos ensayos inauditos, sobre la historia del cabello o libros sobre los transportes públicos, cosas así, inesperadas. Es cierto que en muchos lugares las librerías han desaparecido. Nueva York, que era una ciudad de librerías, ha sufrido una auténtica extinción; pero hay unas pocas librerías que sobreviven, como reliquias de un tiempo que ha pasado. Eso afecta a la vida intelectual de una ciudad, afecta a la conversación, cambia la manera en la que uno piensa. En Madrid, en Buenos Aires o en París ves a gente con un libro en la mano. En Nueva York, la gente siempre tiene un iPhone en la mano y eso me perturba. No es que las lecturas virtuales me parezcan nefastas, sino que es otra cosa. El equivalente de este desierto intelectual en el mundo del transporte sería la ciudad de Los Ángeles, donde uno no camina, sino que va a todas partes con el coche: una ciudad donde no se camina es una ciudad de fantasmas.

Ha vivido en varias ciudades y continentes, escribe regularmente, que yo sepa, en español, inglés y francés, y lee en portugués, alemán e italiano. Es, por tanto, un escritor extraterritorial, según la famosa etiqueta de George Steiner… ¿Se siente parte de una tradición de escritores viajeros?

Yo no me considero un escritor viajero, me considero un viajero que escribe, un viajero por obligación, porque en realidad no quiero cambiar de sitio, pero hay algo en mi destino que me obliga a irme del lugar donde soy feliz para encontrar otro. Si tuviese que buscar una genealogía para mis actividades, sería la de los lectores que se han resignado a escribir. Todos mis libros surgen de mis lecturas. Como Borges decía, que otros hagan alarde de los libros que han escrito, que él hacía alarde de los libros que había leído. Es una declaración que me define. Si me dijesen que no puedo escribir más me preocuparía mucho menos que si me dijesen que no puedo leer más. Si no pudiese leer más, me sentiría muerto.

Entonces, ¿por qué asumió esa responsabilidad de gestión de la Bibiblioteca Nacional, que le impide poder seguir escribiendo y leyendo? ¿A qué se debe ese sacrificio?

Yo creo que tenemos ciertas obligaciones y que cada uno sabe cuáles son. Yo debo mi vocación al Colegio Nacional de Buenos Aires. Probé un año en la universidad, después de seis años en el colegio secundario, pero fueron tan excelentes que no seguí. Me dieron toda la base de lo que yo hice después. Yo leo a través de lo que aprendí en el Colegio, escribo a través de lo que aprendí en el Colegio, tengo muy pocas ideas que sean posteriores a mi estancia en el Colegio. De manera que tengo una enorme deuda intelectual con el Colegio Nacional de Buenos Aires, donde fui tan afortunado de tener profesores como Enrique Pezzoni o Corina Corchon y muchos otros, una deuda con la ciudad de Buenos Aires, y luego estaba la coincidencia un poco absurda de que yo conocí a Borges cuando trabajaba como director de la Biblioteca, cuando estaba en la calle México. Que después de un poco más de medio siglo volviese a ocupar, lo digo con gran descaro y vergüenza, el puesto que ocupaba Borges me pareció el inevitable argumento de una mala novela donde el lector no cree que esas coincidencias fuesen posibles.

Además, usted nunca había ejercido como bibliotecario…

En efecto, ese sería un tercer argumento. Toda mi vida he vivido entre libros, he pensado acerca de libros, he reflexionado sobre bibliotecas y librerías y sobre el acto de lectura; pero nunca he sido bibliotecario, y me pareció que me estaban dando una oportunidad de entrar en la cocina después de haber escrito cientos de recetas, que finalmente ponía las manos en la masa. Muy rápidamente me di cuenta de que no, de que no iba a ser bibliotecario, de que no se puede aprender a ser bibliotecario sin seguir una carrera de formación bibliotecaria, pero que podría ayudar a los que ejercen esa tarea. A los treinta años tenía energía de sobras para una tarea así. Ahora acabo de cumplir setenta, y físicamente siento que no tengo la energía para seguir durante mucho tiempo, porque este es un trabajo que exige una presencia física y mental desde temprano por la mañana. Yo estoy en la biblioteca desde las seis y media de la mañana, y con las cenas oficiales y demás no me voy a la cama hasta la medianoche. Siete días por semana, con los viajes y con problemas constantes, es decir, una biblioteca no es un lugar donde se hace una sola cosa. Cada quince minutos tengo que resolver un problema, de instalación eléctrica, de compra de libros, de burocracia de aduana, de política gremial, de problemas personales, son ochocientas cincuenta personas, un hijo enfermo, un divorcio, diseño de exposiciones, materiales administrativos, conferencias, talleres, digitalización, en fin… Cada quince minutos hay un problema distinto y, aunque tengo un equipo maravilloso, es agotador. Si bien yo quisiera acabar mis días en la Biblioteca, que me encuentren alguna tarde tirado en el piso de esta oficina, pienso que voy a seguir en mi puesto mientras tenga la energía para cumplir adecuadamente con mis funciones.

Una parte que me intrigaba de su biografía es la de estos años como director de la Biblioteca, la otra que me intriga mucho es la de sus años en Tahití. ¿Cómo fue su vida allí?

Como usted sabe, nuestras geografías son todas imaginarias. Los lugares existen según lo que nos han contado sobre ellos, la realidad física sirve para disuadirnos de que un lugar era como nos lo habían contado. Yo estaba trabajando en una librería en París, que había abierto un editor, acababa de casarme. Tenía veinticuatro o veinticinco años. Entonces, por un problema no resuelto con ese editor decidí dejar el puesto, sin tener todavía otro trabajo. Casi el último día en la librería vino a verme una persona para comprar libros que vivía y trabajaba en Tahití, en una editorial francesa, y, con ese descaro que uno solo puede tener cuando es joven, le pregunté: «¿Y no necesitaría por casualidad un editor en Tahití?», y me dice: «Por casualidad, sí lo necesito, me gustaría conversar con usted». Entonces fuimos a tomar un café y al cabo del café me había ofrecido un trabajo en la otra punta del mundo. Volví a casa y le dije a mi mujer que teníamos que buscar en el mapa dónde estaba Tahití, porque nos íbamos dentro de dos semanas, e hicimos las maletas. Son muy distintos los lugares que visitamos como turistas y esos mismos lugares si vivimos en ellos. Tahití es bellísimo, sobre todo las islas que rodean la isla principal, Morea, por ejemplo, pero si uno vive en la capital, trabaja en la capital, descubre que las cosas son carísimas, porque todo es importado, y además si trabajas todo el día no tienes tiempo de ir a la playa (y a mí no me interesan los deportes, entonces no iba a bucear y esas cosas). El clima es tropical húmedo, todo se pega a la piel, los insectos te pican, los libros se cubren de moho…

Entonces… ¿Descartamos cualquier posibilidad de aventura?

Yo no tuve ninguna aventura en Tahití, trabajaba en una oficina de Éditions du Pacifique como podría haber trabajado en una oficina de… no sé… cualquier lugar del mundo, con la dificultad de que estábamos antes de la era electrónica, de modo que teníamos que hacer libros escritos en Francia, puestos en página en Francia y luego impresos en Japón, donde era más barato imprimir, en un proceso que duraba mucho tiempo y era trabajoso. Había que escribir muchas cartas, teníamos télex, pero funcionábamos sobre todo por correo normal. Era un trabajo un poco rutinario, lo hice durante cinco años: primero pasamos dos años, después volví a Francia durante un año, y después volvimos a Tahití con dos hijas que se criaron prácticamente en la playa. Cuando terminó ese periodo, en el 82, el editor se mudó a San Francisco y tuve la posibilidad de elegir entre San Francisco, ir a Japón —donde me habían ofrecido un puesto, porque me conocían— o intentar iniciar una nueva carrera, una nueva vida en Canadá. Mi libro Breve guía de lugares imaginarios había tenido mucho éxito en Canadá, también la antología que preparé de literatura fantástica, el sello se llamaba Lester & Orpen Dennys y su editora, Louise Dennys, me preguntó si quería vivir allí. Y me dije, bueno, si quiero tener una carrera como escritor, quizá esta vez sería bueno que nos instalemos en un país que no esté en la otra punta del mundo y rodeado de mar. Y nos fuimos a Canadá. La aventura llegó en ese momento. Con mi mujer embarazada de nuestro tercer hijo, pasamos por Argentina, donde mi hermana se había casado unas semanas antes de la guerra de las Malvinas. Mi exmujer es inglesa, y las niñas habían nacido en Inglaterra. A mí me quitaron el pasaporte argentino, ellas no podían salir, yo no podía salir, tuvimos que fugarnos furtivamente a Uruguay, donde tomamos el avión a Inglaterra. Pero no me dejaban entrar en Inglaterra, donde estaba por nacer mi hijo, porque yo era el enemigo. Finalmente, después de mucho tiempo, me dieron una visa de compasión, como la llamaban, y pude llegar justo para el nacimiento de mi hijo. Y de ahí, sí, nos fuimos a Canadá.

En su último libro, Mientras embalo mi biblioteca, habla del proceso de despedirse de su biblioteca de cuarenta mil ejemplares y de su casa en Francia, una biblioteca que ahora se encuentra en un almacén, en cajas. ¿La documentó fotográficamente? ¿Sueña con ella? ¿Sabe qué pasará con ella en el futuro?

Vamos a ver. Hay fotos que tomaron mis amigos de la biblioteca cuando fue embalada. Sí, sueño con ella, siempre, constantemente. Ha reemplazado todo los otros paisajes de mis sueños y siempre vuelvo a esa biblioteca, a ese jardín, a mi perra. La definición del paraíso se corresponde con el lugar que uno pierde y mis sueños me demuestran que ese lugar, en mi caso, era el paraíso. Nunca había tenido y nunca tendré una casa con tanta paz, con tanto espacio para reflexionar y con todos mis libros reunidos, que están ahora en un depósito en Montreal. No sé si en algún momento, antes de mi muerte, podré volver a ponerlos en estanterías. Hay algunos proyectos de instituciones de Estados Unidos y de Canadá que quizá puedan alojarlos, pero nada se concreta y yo tengo muy pocas esperanzas de que eso se haga antes de que yo muera. La he definido como una biblioteca de la historia de la lectura, porque ese es su corazón.

¿Por qué tuvo que irse de esa casa, con su fabulosa biblioteca?

Por razones burocráticas. No quiero entrar en el tema… Pero durante dos o tres años tuve que luchar con la burocracia francesa y después dije no, no quiero pasarme el resto de mi vida haciendo esto. En algún momento de 2005 o 2006 yo hice unas declaraciones en Francia contra Sarkozy, diciendo simplemente que todo lo que él estaba haciendo iba en una dirección peligrosa, aunque contenida por el Estado democrático francés, pero que en Argentina, antes de la dictadura militar, nosotros también pensábamos que todo ese movimiento de derecha estaba contenido por la estructura democrática del país. Y no fue así. Entonces añadí que nunca podía uno estar seguro de que una institución democrática fuese suficientemente fuerte para soportar el embate de un movimiento derechista. Parece que algún político local del partido de Sarkozy, del pueblo donde yo vivía, se ofendió mucho con eso y me hizo perseguir burocráticamente, que es la peor persecución de todas, buscando el quinto pie del gato, tuve que contratar abogados y me empezó a costar una fortuna, y en cierto punto —esto le parecería divertido a usted, que también es lector, si no fuera terrorífico— me pidieron, de mi biblioteca de treinta y cinco mil volúmenes en ese momento, que les diese una constancia de la compra de cada ejemplar, de cuánto costó y dónde lo compré, con documentos. Al poco tiempo me rendí, dije no, vendimos la casa, se nos destrozó el corazón y embalamos los libros, y aquí estoy.

En Mientras embalo mi biblioteca dice que ahora entiende mejor a Don Quijote: cuando le destruyeron su biblioteca dejó de tener interés en regresar a casa…

Es así, o, mejor dicho, sintió que la biblioteca la llevaba en él, y que así podía actuar en el mundo. Yo «actúo» ahora en el mundo a través de mi biblioteca mental. No es lo mismo, pero me sirve.

En el libro habla de algunas secciones importantes de su biblioteca personal, como la de estudios gais. La homosexualidad y el feminismo son algunos de los ejes de actuación de la nueva época de la Biblioteca Nacional, según he leído. ¿Cómo se relacionan entonces la sección que uno tiene, por ejemplo, en su biblioteca personal sobre libros de homosexualidad y el proyecto posterior, de alcance público?

Es muy distinta la biblioteca personal y la nacional. En la biblioteca personal las secciones principales eran las secciones por idioma, por el idioma en el que el libro estaba escrito originariamente. Entonces, ahí había de todo, ensayo, ficción, poesía, teatro. En la sección literatura en lengua castellana tenía incluso traducciones al ruso del Quijote. Luego había ciertas secciones especiales, como la de los libros de cocina, de los diccionarios y libros de etimología, los libros sobre la tradición de Don Juan… Otra sección era la de literatura gay y lesbiana, algo de literatura erótica y ensayos sobre el cuerpo. Me interesa mucho nuestra obsesión con los rótulos: no podemos pensar fuera del vocabulario de las etiquetas, aunque sabemos que las etiquetas restringen y distorsionan lo que queremos conocer. No es lo mismo poner el cuento «Los asesinos», de Hemingway, bajo el rótulo de literatura policial que de literatura clásica americana o de literatura masculina. En fin. Me interesaba cómo se define lo gay o lesbiano a través de un rótulo y entonces hice con mi compañero [Craig Stephenson] una antología gay que deliberadamente llamamos In Another Part of the Forest: Anthology of Male Gay Fiction, y que incluía cuentos sobre hombres homosexuales escritos por todo tipo de escritores y de escritoras. El tema me interesa personalmente. Pero la Biblioteca Nacional es otra cosa. Yo quiero que la Biblioteca Nacional represente a todos los habitantes de esta sociedad. Entonces, vamos a abrir un centro de documentación de los pueblos aborígenes, de los pueblos originarios, para recatalogar material que tenemos. También estamos ordenando y ampliando la sección gay, lesbiana y transexual, justamente para que haya documentación en la Biblioteca Nacional para quien quiera informarse sobre el tema.

En un librito que le publicó la editorial Sexto Piso, Para cada tiempo hay un libro, usted dice: «Desde la época de Gilgamesh, los escritores se han quejado siempre de la mezquindad de los lectores y de la avaricia de los editores. Y, sin embargo, todo escritor encuentra a lo largo de su carrera algunos notables lectores y algunos generosos editores». ¿Cuáles han sido, en su caso, esos lectores y esos editores?

Muchos, por suerte. Mi primera lectora generosa fue Marta Lynch, la novelista, que era la madre de un compañero mío del Colegio Nacional de Buenos Aires; su hijo le llevó algunos escritos míos, muy malos, los primeros cuentos que escribía, con quince años, y me mandó una carta, ella, que era una novelista reconocida, una carta hermosa que conservo, en papel azul, comentando mis cuentos, alentándome… Acababa con esta frase: «Te felicito y te compadezco». Editores he tenido muchos también generosos. Quiero destacar a Valeria Ciompi, ahora somos amigos, era mi segunda editora, pero se convirtió en mi editora principal en lengua castellana y me ayudó muchísimo. Gracias a ella tengo una presencia en nuestro idioma. Además, los libros de Alianza Editorial son bellísimos. No hay más que ver la maravilla que han hecho con el diseño de Mientras embalo mi biblioteca.

Yo diría que sus dos libros más ambiciosos son Una historia de la lectura y Una historia de la curiosidad, ambos editados justamente por Alianza. En ellos encontramos un estilo que es al mismo tiempo riguroso y ameno, levemente académico y muy seductor. ¿Cómo encontró ese estilo? ¿Cómo llegó a lo que comúnmente se llama «una voz»?

Entre mis lecturas infantiles había una colección de libros que me encantaba, «Clásicos para chicos», con títulos como La Isla del tesoro, Azabache… Y cada volumen tenía una introducción de una mujer que se llamaba May Lamberton Becker, que siempre tenía el mismo título, «Cómo fue escrito este libro». Y me encantaba porque daba los datos biográficos y bibliográficos necesarios, pero contándolos como si hablase con un amigo. Me parece que la conversación con el lector tiene que ser una conversación inteligente, tiene que ser una conversación en la cual uno siempre suponga que el lector es más inteligente que uno, uno tiene que tratar de decir las cosas de la manera más simple posible. Una editora mía de Canadá, Barbara Moon, me dio un consejo formidable: «Cuando estés escribiendo imagina a un pequeño lector sentado sobre tu hombro, que ve lo que estás escribiendo y te pregunta «¿y por qué me estás contando esto a mí, que no soy tu mamá?»». Es muy importante no confundir la primera persona del singular con la primera persona singular. Yo me uso como personaje, como tantos escritores, para hacer que el lector entre en confianza. La Comedia sería una cosa muy distinta sin Dante como personaje principal. Yo no soy el Alberto Manguel que recorre mis libros, yo elijo algunas opiniones, algunas de las ideas de Alberto Manguel, y las pongo en primera persona. A nadie le interesa lo que yo pienso cada minuto del día, lo que yo como, lo que hago.

La Biblioteca Nacional fue la sede del acto final del #Dante2018, la propuesta del profesor argentino Pablo Maurette, afincado en Estados Unidos, que ha llevado a miles de personas a leer la Divina comedia durante los primeros cien días de este año…

Fue realmente maravilloso. No me esperaba semejante repercusión. Fue muy interesante y muy emocionante ver a tanta gente leyendo a Dante gracias a las redes sociales.

Además de a la docencia y a la escritura de libros, se ha dedicado profesionalmente sobre todo al periodismo cultural y a la edición. ¿Qué consejos les daría a los jóvenes que quieren dedicarse a ello?

Borges me dijo que si quería dedicarme a la literatura, no enseñase ni hiciese periodismo, ni fuese editor. Pero uno tiene que vivir de algo y no todos somos best sellers.

Es curioso ese consejo de Borges, porque él se dedicó toda la vida a la edición y escribió en varias revistas…

Si uno quiere hacer periodismo cultural, le recomendaría que busque un medio en el que reconozca su estilo —hoy puede ser también una publicación virtual—, que escriba un artículo en ese estilo, que lo envíe y que cruce los dedos. Pero debe saber también que tiene que escribir cientos de artículos para ganarse así la vida. El Times Literary Supplement de Londres paga por un ensayo que lleva semanas escribir unas cincuenta libras. Y Babelia, en España, paga trescientos euros. Si uno, en cambio, quiere ser editor: mi consejo es que se amigue con un editor.

Como se observa claramente en Fantasies of the Library, el libro de The MIT Press editado por Anna-Sophie Springer y Etienne Turpin, la última tendencia en teoría de la biblioteca es defender su dimensión relacional y la intervención en ella de curadores y mediadores. Es decir, la biblioteca ha sido invadida o contaminada (yo creo que felizmente contaminada) por el arte contemporáneo. ¿Qué opina de esas ideas? ¿La Biblioteca Nacional participa de ellas?

Depende. Una parte de las actividades de una biblioteca pública es la de sus exposiciones y eventos, y allí intervienen curadores y mediadores. Pero esa es la parte «visible» del iceberg: la parte invisible (y mucho mayor) es su actividad técnica: digitalización, confección del catálogo, preservación, etcétera.

Se trata, de hecho, de la recuperación de ideas ya formuladas en parte por Aby Warburg. En La biblioteca de noche le dedica un capítulo, «La biblioteca como mente», en el que dice que su biblioteca estaba regida por una suerte de «composición poética». ¿Es toda biblioteca personal poética o caos y toda biblioteca pública prosa u orden?

Toda biblioteca tiene parte de ambas.

Bajo la dirección de Borges nació la escuela de formación de bibliotecarios. ¿Qué es lo más importante que debe defender un bibliotecario?

La existencia misma de la biblioteca. Si una biblioteca existe, si una biblioteca funciona como debe funcionar, todos los otros aspectos pueden bien que mal desarrollarse.

Dice en Mientras embalo mi biblioteca que es fundamental no olvidar que una biblioteca nacional no es de la capital, sino del país. En Bogotá hablé con Consuelo Gaitán, la directora de la Biblioteca Nacional de Colombia, precisamente de eso: ella está convencida de que hay que tejer y que reforzar la red que une a todas las bibliotecas colombianas, de todos los tamaños, tanto en los núcleos rurales como en las ciudades. Pero allí Medellín contrapesa a la capital, Buenos Aires, en cambio, no tiene rival. ¿Cómo está trabajando la descentralización?

Las bibliotecas provinciales tienen también su peso en nuestro país. La de Salta, por ejemplo, es admirable. Pero estamos trabajando en tratar de fortalecerlas más aún, de darles una visibiidad y actuación más grandes.

¿Sabe si ya es una realidad el proyecto de hacer una biblioteca en el Faro del Fin del Mundo de Tierra del Fuego? ¿Qué libro no debería faltar en ella?

Ojalá que se haga, estoy muy interesado en ese proyecto, pero no sé si se hará. Por supuesto que el libro que no debería faltar es El faro del fin del mundo, la novela de Jules Verne. Pero va a depender mucho de la identidad que quieran darle a esa biblioteca, si es una biblioteca para todo el mundo, si es una biblioteca para los habitantes de las Malvinas, o si es una biblioteca simbólica para la política argentino-británica… Sí existe ya la Biblioteca del Fin del Mundo, en Ushuaia, que solo por el nombre ya vale la pena de ser visitada. Tiene una muy buena colección de libros de viajeros.

Perdone que, para acabar, le haga la misma pregunta que ya le han hecho tantas veces: ¿Fue emocionante recibir el Premio Formentor a sabiendas de que anteriormente lo había recibido Borges?

Todo premio  comporta una parte de regocijo y una parte de vergüenza. Kafka decía que tenía una pesadilla recurrente, que estaba en clase y el profesor lo alababa, y una persona entraba y decía: «¡Es un farsante! ¡Es un mentiroso!». Vivo aterrado por el momento en que algún lector inteligente diga: «¡Pero si esto es absurdo!». Ese lector podría ser yo mismo, al verme usurpar un premio que hubiesen tenido que darles antes a otros cuarenta mil escritores que prefiero. Pero,al mismo tiempo, uno no puede tener la arrogancia de no aceptarlo. Borges decía que la humildad es la peor forma del orgullo. Entonces, estoy encantado, pero estoy enormemente consciente de la diferencia, que es casi un chiste, que empieza con Borges y Beckett y termina con Alberto Manguel. Por lo menos este año he estado en el jurado y hemos rectificado el error del año pasado con Mircea Cărtărescu, que sí me parece que está a la altura de Borges y de Beckett.

Fuente: Jotdown


domingo, 26 de enero de 2020

V.S. Naipaul: Comprendiendo a Borges




Borges, hablando de la fama de los escritores, dijo: «Lo importante es la imagen que creas de ti mismo en las mentes ajenas. Mucha gente considera a Burns como un poeta mediocre. Pero él representa muchas cosas y gusta a la gente. Esa imagen —al igual que sucede con Byron— puede llegar a ser más importante que la obra.»

Borges es un gran escritor, un poeta dulce y melancólico, y las personas que saben español lo veneran como creador de una prosa directa, nada retórica. Pero la reputación que tiene entre los angloamericanos, la de ser un argentino ciego y anciano, autor de muy pocas, muy cortas y muy misteriosas historias, es tan hinchada y falsa que oculta su grandeza. Posiblemente le haya costado el Premio Nobel; y es muy posible que cuando esa falsa reputación decaiga, cosa que sucederá inevitablemente, desaparezca también su obra, que es buena.

Lo irónico del asunto es que Borges, en lo mejor de su obra, no es misterioso ni difícil. Su poesía es accesible; en gran parte es hasta romántica. Sus temas vienen siendo los mismos desde hace cincuenta años: sus antepasados militares, sus muertes en combate, la muerte misma, el tiempo y el viejo Buenos Aires. Y hay cerca de una docena de historias muy logradas. Dos o tres de ellas son pura y simplemente historias de detectives, anticuadas incluso (una fue publicada en la Ellery Queen's Mystery Magazine). Algunas tratan, de modo muy cinematográfico, del hampa bonaerense de principios de siglo. A los gángsters se les da una estatura épica; ascienden, son desafiados y a veces huyen.

Las otras historias —las que han vuelto locos a los críticos— vienen a ser chistes intelectuales. Borges toma una palabra como «inmortal» y juega con ella. Supongamos, dice, que los hombres fueran realmente inmortales. No sólo hombres que hubiesen envejecido y no murieran, sino hombres indestructibles, vigorosos, que sobrevivieran eternamente. ¿Cuál sería el resultado? Su respuesta —que en su historia— es que en algún momento cada una de las experiencias concebibles caería sobre cada hombre, que cada hombre, en un momento u otro, asumiría cada carácter concebible y que Homero (el héroe disfrazado de esta historia concreta) incluso podría, en el siglo XVIII, olvidarse de haber escrito la Odisea. O tomemos la palabra «inolvidable». Supongamos algo que fuese verdaderamente inolvidable y que no pudiera olvidarse ni por un segundo; supongamos que esta cosa, al igual que una moneda, cayera en tu poder. Ampliemos la idea. Supongamos que hubiese un hombre —pero no, tiene que ser un muchacho que no pudiera olvidar nada, cuya memoria, por consiguiente, se hinchase como un globo con todos los detalles inolvidables de cada minuto de su vida.

Éstos son algunos de los juegos intelectuales de Borges. Y quizás su obra en prosa más lograda, que es también la más corta, sea un puro chiste. Se titula «Del rigor en la ciencia» y figura que se trata de un extracto de un libro de viajes del siglo XVII.

«... En aquel Imperio, el Arte de la Cartografía logró tal Perfección que el mapa de una sola Provincia ocupaba toda una Ciudad, y el mapa del imperio, toda una Provincia. Con el tiempo, esos Mapas Desmesurados no satisficieron y los Colegios de Cartógrafos levantaron un Mapa del Imperio, que tenía el tamaño del Imperio y coincidía puntualmente con él. Menos Adictas al Estudio de la Cartografía, las Generaciones Siguientes entendieron que ese dilatado Mapa era inútil y no sin Impiedad lo entregaron a las Inclemencias del Sol y de los Inviernos. En los desiertos del Oeste perduran despedazadas Ruinas del Mapa, habitadas por Animales y por Mendigos; en todo el País no hay otra reliquia de las Disciplinas Geográficas.”

Esto es absurdo y perfecto: la parodia exacta, la idea grotesca. El rompecabezas y los chistes de Borges pueden crear adicción. Pero hay que tomarlos como lo que son; no siempre justifican las interpretaciones metafísicas que se hace de ellos. Es mucho, sin embargo, lo que atrae al crítico académico. Algunas de las bromas de Borges exigen un despliegue exagerado de erudición curiosa y a veces desaparecen debajo de ella. Y existe el lenguaje, en ocasiones barroco, de las primeras historias.

Las ruinas circulares —una historia rebuscada, casi de ciencia ficción, que trata de un soñador que descubre que él mismo existe solamente en el sueño de otra persona— empieza: «Nadie lo vio desembarcar en la unánime noche.» Norman Thomas di Giovanni, que durante los últimos cuatro años no ha hecho otra cosa que traducir a Borges, y que ha contribuido más que cualquier otra persona a difundir la obra de Borges en el mundo de habla inglesa, dice:

«Puedes imaginarte lo mucho que se ha escrito acerca de ese «unánime». Acudí a Borges con dos traducciones de dicha palabra: «surrounding» (circundante) y «encompassing» (que abarca). Y le dije: «Borges, ¿qué quería decir en realidad con eso de la noche unánime? Eso no significa nada. Si hay una noche unánime, ¿por qué? O hay una noche que bebe té, o una noche que juega a las cartas?» Y su respuesta me dejó atónito. Dijo: «Di Giovanni, eso no es más que un ejemplo del modo irresponsable en que solía escribir.» Utilizamos «encompassing» en la traducción. Pero a muchos profesores no les gustó perder su noche unánime ...

Una mujer tenía que escribir un ensayo sobre Borges para un libro. No sabía español y basaba su ensayo en dos traducciones inglesas bastante mediocres. Un ensayo largo, de unas cuarenta páginas. Y uno de sus puntos cruciales era que Borges escribía una prosa muy latinizada. Tuve que señalarle que Borges no podía evitar el escribir una prosa latinizada, porque escribía en español y el español es un dialecto del latín. La mujer no consultó con nadie cuando ponía los cimientos. Al final grita «¡Socorro!» y corres hacia ella y ves este rascacielos enorme hundiéndose en la arena movediza.

En 1969, Di Giovanni acompañó a Borges en una gira de conferencias por los Estados Unidos. Borges es un caballero. Cuando la gente se le acerca y le dice lo que significan realmente sus narraciones —después de todo, él sólo las escribió— les da la contestación más maravillosa que jamás se ha oído. «¡Ah, gracias! Usted ha enriquecido mi narración. Me ha hecho un regalo magnífico. He venido de Buenos Aires a X —Lubbock, Texas, por ejemplo— para averiguar esta verdad sobre mí mismo y sobre mi relato.”

Durante muchos años, Borges ha gozado de una gran reputación en el mundo de habla hispana. Pero en un ensayo autobiográfico, que apareció en forma de «Profile» (perfil) en el New Yorker, en 1970, dice que hasta que ganó el Premio Formentor en 1961 —tenía entonces sesenta y dos años— era «prácticamente invisible, no sólo en el extranjero, sino también en mi tierra, en Buenos Aires». Es ésta la clase de exageración que consterna a algunos de sus primeros seguidores argentinos; y algunos de ellos llegaron a decir que su «irresponsabilidad» ha crecido con su fama. Pero Borges siempre ha sido irresponsable. Buenos Aires es una ciudad pequeña; y lo que tal vez era inofensivo cuando Borges pertenecía solamente a esta ciudad pequeña se vuelve menos inofensivo cuando los extranjeros hacen cola para entrevistarlo. Hubo un tiempo, sin duda, en que la celebración por Borges de sus antepasados militares y de sus muertes en combate halagaba a toda la sociedad, dándole un sentido del pasado y de plenitud. Ahora parece excluir, proclamar una grandeza privada; y para muchos es sólo egoísta y presuntuosa. No es fácil ser famoso en una ciudad pequeña.

Borges concede numerosas entrevistas. y cada una de ellas se parece a todas las demás. Diríase que Borges hace que las preguntas sean irrelevantes; pasa sus discos, como dijo una señora argentina; representa su papel. Dice que la lengua española es su «perdición». Critica a España y a los españoles: sigue librando aquella guerra colonial, en la cual, no obstante, las viejas cuestiones se confunden con un prejuicio más sencillo, el que sienten los argentinos contra los inmigrantes pobres y atrasados que llegan del norte de España. Hace chistes obvios y de mal gusto a costa de los indios de la pampa. De mal gusto porque sólo veinte años antes de que Borges naciera estos indios eran exterminados sistemáticamente; y, pese a ello, obvios, porque las matanzas a semejante escala resultan aceptables solamente si se ridiculiza a las víctimas. Habla de Chesterton, Stevenson y Kipling. Habla del inglés antiguo con todo el entusiasmo de un hombre que ha elegido un tema académico por sí mismo. Habla de sus antepasados ingleses.

Es una interpretación curiosamente colonial. Su pasado argentino forma parte de su distinción; lo ofrece como tal; y es, después de todo, un patriota. Honra a la bandera, un ejemplar de la cual ondea en el balcón de su despacho de la Biblioteca Nacional (él es el director). Y le emociona el himno de su país. Mas, al mismo tiempo, parece ansioso de proclamar su distanciamiento de la Argentina. Cabría pensar que la representación está dedicada al nuevo público que Borges ha encontrado en las universidades angloamericanas, un público al que halaga de tantas maneras. Pero las actitudes son viejas.

En Buenos Aires todavía se recuerda que en 1955, escasos días después de la caída de Perón y la finalización de los nueve años de dictadura, Borges dio una conferencia sobre Coleridge —nada menos que Coleridge— a las damas de la Asociación Cultural Inglesa. Algunos de los versos de Coleridge, dijo Borges, se encontraban entre lo mejor de la poesía inglesa, «es decir, la poesía». Y esas cuatro palabras, en un momento de júbilo nacional, fueron como una agresión gratuita al alma argentina.

Norman di Giovanni cuenta una historia que restablece el equilibrio. En diciembre de 1969 nos encontrábamos en la Georgetown University de Washington, D.C. El hombre encargado de la presentación era un argentino de Tucumán y aprovechó la oportunidad para decirle al público que la represión militar había cerrado la universidad de Tucumán. Borges olvidó por completo lo que había dicho aquel hombre hasta que nos encontramos camino del aeropuerto. Entonces alguien empezó a hablar del asunto y de pronto Borges se enfadó mucho. «¿Oyó lo que dijo aquel hombre? Que habían cerrado la universidad de Tucumán.» Le pregunté por qué estaba enfadado y me dijo: «Ese hombre estaba atacando a mi país. No se puede hablar así de mi país.» Le dije: «Borges, ¿qué quiere decir con eso de «ese hombre»? Ese hombre es argentino. Y procede de Tucumán. Y lo que dice es verdad. Los militares han cerrado la universidad.»

Borges es de estatura mediana. Sus ojos casi ciegos y su bastón contribuyen a aumentar su apariencia distinguida. Viste cuidadosamente. Dice que es un escritor de clase media; y un escritor de clase media no debe ser un «dandy», ni vestir con una despreocupación demasiado afectada. Es cortés: opina, al igual que sir Thomas Browne, que un caballero es alguien que procura causar las menores molestias posibles. «Pero eso debería buscarlo en Religio Medici.» Podría parecer, pues, que en su accesibilidad, en su buena disposición a conceder largas entrevistas que son repetición de las anteriores, Borges combina el ideal de modestia propio de la clase media y los modales del caballero con la intimidad del escritor, la necesidad que tiene el escritor de reservarse para su trabajo.

Hay indicios de esta intimidad (en la accesibilidad) en la forma en que le gusta que se dirijan a él. Quizás no pasen de media docena las personas que tienen el privilegio de llamarle por su nombre de pila, Jorge, convirtiéndolo en «Georgie». Para todos los demás le gusta ser simplemente «Borges» sin el señor, palabra que él considera española y pomposa. «Borges» es, por supuesto, distanciador.

Y ni siquiera las cincuenta páginas de su Ensayo Autobiográfico violan su intimidad. El ensayo es como otra entrevista. Cuenta pocas cosas nuevas. Su nacimiento en Buenos Aires en 1899, hijo de un abogado; sus antepasados militares; los siete años que la familia paso en Europa de 1914 a 1921 (cuando el peso era valioso y Europa era más barata que Buenos Aires): vuelve a contar todo esto en líneas generales, como en una entrevista. y el ensayo no tarda en transformarse en la simple crónica de la vida profesional de un escritor, de los libros que leyó y de los libros que escribió, los grupos literarios de los que fue miembro y las revistas que fundó. La vida brilla por su ausencia. Apenas dice nada sobre la crisis que debió de sufrir en los inicios de su madurez cuando —perdido el dinero de la familia— hacía toda clase de periodismo; cuando murió su padre y él mismo enfermo gravemente y «temió por [su] integridad mental»; cuando trabajaba como ayudante en una biblioteca municipal y era muy conocido como escritor fuera de la biblioteca y desconocido dentro de ella. «Recuerdo que una vez un compañero de trabajo vio en una enciclopedia el nombre de un tal Jorge Luis Borges y le llamo la atención la coincidencia de que nuestros nombres y fechas de nacimiento fuesen idénticos.»

«Nueve años de sólida infelicidad», dice; pero sólo dedica cuatro páginas al período ... La intimidad de Borges empieza a parecer inabordable.

Un dios me ha concedido
lo que es dado saber a los mortales.
Por todo el continente anda mi nombre;
no he vivido.
Quisiera ser otro hombre.

Éste es Borges hablando de Emerson; pero podría ser Borges refiriéndose a Borges. La vida, en el Ensayo Autobiográfico, realmente brilla por su ausencia. De manera que todo lo que es importante en el hombre hay que buscarlo en la obra.

Al hombre hay que buscarlo en la obra, que, en el caso de Borges, es esencialmente la poesía. Y todos los temas que ha explorado en el transcurso de una larga vida se encuentran, como él mismo dice, en su primer libro de poemas, publicado en 1923, un libro que se imprimió en cinco días, trescientos ejemplares, y se distribuyó gratuitamente:

Cuando tú mismo eres la continuación realizada
de quienes no alcanzaron tu tiempo
y otros serán (y son) tu inmortalidad en la tierra

Aquí está el antepasado militar muriendo en combate. Aquí, ya, a la edad de veinticuatro años, la contemplación de la gloria se transforma en la meditación sobre la muerte y el tiempo. En algún momento de aquella época, la vida se detuvo y todo lo posterior ha sido literatura: una preocupación por las palabras, un intento sin fin de conservar, y no traicionar, las emociones de aquel pasado tan particular.

Soy, pero soy también el otro, el muerto,
el otro de mi sangre y de mi nombre.

Así dice un poema que escribió cuarenta y tres años después de aquel primer libro. Desde que escribiera dicho libro, nada, exceptuando quizás el descubrimiento de la antigua poesía inglesa, ha proporcionado a Borges material para tan intensa meditación. Ni siquiera los amargos años del régimen de Perón, cuando fue «ascendido», sacándole de la biblioteca, al cargo de inspector de pollos y conejos en los mercados» y él dimitió. Tampoco su breve, infeliz matrimonio a una edad avanzada, que una vez fue tema de artículos de revista y sigue asiéndolo de chismorreos en Buenos Aires. Tampoco la compañía continuada de su madre, que actualmente cuenta noventa y seis años.

«En 1910, año del centenario de la República Argentina, creíamos Argentina era un país honorable y no nos cabía ninguna duda de que las naciones acudirían en tropel. Ahora el país se encuentra en mal estado. Nos vemos amenazados por el retorno del hombre horrible.» Así es como Borges se refiere a Perón: prefiere no utilizar el nombre. "Recibo numerosas amenazas personales. Incluso mi madre. La llamaron por teléfono a altas horas de la noche —las dos o las tres— y alguien le dijo con una voz muy bronca, la clase de voz que hace pensar en un peronista. «Tengo que matarlos, a usted y a su hijo.» Mi madre dijo: «¿por qué?» «Porque soy peronista.» Mi madre dijo: «En lo que concierne a mi hijo, sólo tiene setenta años y está prácticamente ciego. Pero en mi caso debería aconsejarle que no malgaste el tiempo porque tengo noventa y cinco años y puedo morirme en sus manos antes de que consiga matarme.» Por la mañana le dije a mi madre que me había parecido oír el teléfono durante la noche. «¿Lo he soñado?» Ella dijo: «Sólo era algún imbécil.» No es sólo ingeniosa. Sino también valiente ... no veo qué puedo hacer al respecto ... la situación política. Pero creo que debería hacer lo que pueda, teniendo militares en la familia."

El primer libro de poemas de Borges se tituló Fervor de Buenos Aires. En el mismo, en su prefacio*, decía que intentaba celebrar de un modo especial la ciudad nueva y en expansión. «Semejante a los latinos, que al atravesar un soto murmuraban: «Numen inest» —aquí se oculta la Divinidad—, de que habla mi verso para declarar el asombro de las calles endiosadas por la esperanza o el recuerdo...»

Pero Borges no ha santificado a Buenos Aires. La ciudad que ve el visitante no es la ciudad de los poemas, como sigue siéndolo Simla (tan nueva y artificial como Buenos Aires), la ciudad de las historias de Kipling, después de todos estos años. Kipling observaba con atención una ciudad real. El Buenos Aires de Borges es privado, una ciudad de la imaginación. Y ahora la ciudad misma está en decadencia. En el Barrio Sur del propio Borges sobreviven algunos edificios antiguos, con sus poderosas puertas principales y sus patios que van retrocediendo, cada uno con un embaldosado distinto. Pero es más frecuente que los patios interiores estén cegados; y muchos de los viejos edificios han sido derribados. La elegancia, si es que en esta ciudad de inmigrantes plebeyos la elegancia existió realmente alguna vez fuera de la visión de los arquitectos expatriados, se ha esfumado; ahora sólo hay desorden.

La bandera argentina, azul y blanca, que cuelga sobre la calle de México desde el balcón del despacho de Borges en la Biblioteca Nacional aparece sucia de polvo y humos. Y echemos un vistazo a este edificio, quizá el mejor de la zona, que fue utilizado como hospital y cárcel en tiempos del dictador gángster Rosas, hace más de ciento veinte años. Todavía hay belleza en la pared coronada por púas, las altas verjas de hierro, las enormes puertas de madera. Pero, en el interior, las paredes están desconchadas; las ventanas que dan al patio central tienen los cristales rotos; adentrándose, pasando de patio en patio, vemos ropa tendida en un corredor, los peldaños están rotos y una escalera metálica de caracol aparece bloqueada por trastos inservibles. Ésta es una oficina del gobierno, un departamento del Ministerio de Trabajo: nos habla de una administración agarrotada, de una ciudad que se muere, de un país que no ha funcionado realmente.

En todas partes se ven paredes con lemas violentos; los guerrilleros operan en las calles; cae el peso; la ciudad está llena de odio. El lema con malas pulgas se repite: Rosas vuelve. El país espera un nuevo terror.

Numen inest, aquí se oculta la Divinidad*: el ensalmo del poeta no ha dado resultado. Los antepasados militares murieron en combate, pero aquellas batallas insignificantes y aquellas muertes inútiles no han conducido a nada. Sólo en la poesía de Borges habitan esos héroes en «un universo épico, sentados altos en la silla»: «alto... en su épico universo» y ésta es su gran creación: la Argentina como tierra sencilla y mítica, un mundo épico completo, de «repúblicas, caballería y mañanas»: «las repúblicas, los caballos y las mañanas», de batallas libradas, la patria establecida, la gran ciudad creada y las «calles con nombres que se repiten desde el pasado de mi sangre».

Ésa es la visión del arte. Y, sin embargo, desde esta mítica Argentina de su creación, Borges alarga la mano, a través de su abuela inglesa, a sus antepasados ingleses y, a través de ellos, a su lenguaje «en su aurora», «La gente me dice que ahora parezco inglés. Cuando era joven no parecía inglés. Era más moreno. No me sentía inglés. Ni pizca. Quizá el sentirme inglés vino a mí a través de la lectura.» Y aunque Borges no lo reconoce, un tema que se repite en sus historias más recientes es el de los nórdicos que degeneran en un desolado paisaje argentino. Los Guthries escoceses se convierten en Gutres mestizos y ya ni siquiera conocen la Biblia; una muchacha inglesa se transforma en una india salvaje; hombres que se llaman Nilsen se olvidan de sus orígenes y viven como animales de acuerdo con el bestial código sexual del macho putañero.

En nuestra primera entrevista, Borges dijo: «No escribo sobre degenerados». Pero en otra ocasión afirmó: «El país fue enriquecido por hombres que pensaban esencialmente en Europa y los Estados Unidos. Sólo la gente civilizada. Los gauchos eran muy ingenuos. Bárbaros». Cuando hablamos de la historia argentina, dijo: «Hay una pauta. No es una pauta obvia. Yo mismo no puedo ver el bosque por culpa de los árboles». Y más adelante agregó: «Aquellas guerras civiles ahora no tienen sentido».

Quizá, pues, paralelamente a la visión del arte, se haya desarrollado, en Borges, una visión subsidiaria, por muy poco que la reconozca, de la realidad. Y ahora, en todo caso, el mundo real ya no puede negarse.

A mediados de mayo, Borges fue a pasar unos cuantos días en Montevideo, en el Uruguay. Montevideo fue una de las ciudades de su infancia, una ciudad de «largas, perezosas vacaciones». Pero ahora el Uruguay, el más culto de los países sudamericanos, era, citando las palabras de un argentino, «la caricatura de un país», en bancarrota, al igual que la Argentina, después de la riqueza de que disfrutara durante la guerra, y despedazándose. Montevideo era una ciudad en guerra; guerrilleros y soldados luchaban en las calles. Un día, durante la estancia de Borges, cuatro soldados fueron muertos a tiros.

Vi a Borges cuando regresó. Una muchacha bonita le ayudó a bajar las escalinatas de la Universidad Católica. Parecía más frágil; las manos le temblaban con mayor facilidad. Había perdido el vigor que mostraba durante las entrevistas. Venía lleno del desastre de Montevideo, disgustado. Montevideo era otra cosa que había perdido. En un poema las «mañanas en Montevideo» se encuentran entre las cosas por las cuales da las gracias «al divino laberinto de causas y efectos». Ahora Montevideo, al igual que Buenos Aires, al igual que la Argentina era agradable sólo en su recuerdo, y en su arte.


Texto extraído del libro El Retorno de Eva Perón y Otras Crónicas de V.S. Naipaul, Seix Barral, 1983.
A su vez basado en un artículo titulado “Comprehending Borges” que Naipaul publicó en el New York Review of Books, edición del 19 de octubre de 1972.
Aporte para el blog de Yonah Kranz

* Nota P. Damiano: [En "A quien leyere", prólogo a la edición facsimilar de Fervor de Buenos Aires, Buenos Aires, Alberto Casares, 1993, eliminado por Borges en las ediciones posteriores a la inicial de 1923. Referencia en nota 83 de Textos recobrados 1919-1929

Fuente: Borges Todo el Año