domingo, 23 de julio de 2023

UN DIÁLOGO POSIBLE: BORGES Y ARREOLA


RAFAEL OLEA FRANCO

El Colegio de México

Sospecho que un fervoroso creyente en la superioridad absoluta de la tecnología moderna, simuladora de un intercambio infinito de información, se mostraría sorprendido al conocer los diálogos literarios que se establecieron de una a otra orilla de “nuestra América” en las primeras décadas de este siglo. Aunque todavía están por descubrirse las invisibles y misteriosas vías de circulación literaria usadas por los escritores para difundir sus libros entre sus pares, por ahora basta con destacar por lo menos la eficiencia con que lo hicieron, la cual no tiene nada qué envidiarle a la para-fernalia tecnológica de nuestra época.

Así, por ejemplo, poco después de la aparición de Andamios interiores (1922), de Manuel Maples Arce, Jorge Luis Borges publicó una reseña sobre ese poemario;1 ignoro quién hizo llegar la obra del poeta estridentista a manos del entonces escritor ultraísta, pero se trata de la primera huella textual de la relación de éste con la literatura mexicana, tema que hasta el momento ha sido inexplorado, a excepción del caso de Alfonso Reyes, a quien sí suele ponerse en diálogo crítico con Borges2 (sobre todo con base en su prolongada estancia en Sudamérica [1927-1937], cuando establecieron una venturosa amistad basada en el respeto mutuo y extendida por carta una vez que cesó el contacto directo, la cual les permitió emprender empresas culturales conjuntas).

El propósito de este trabajo es precisamente realizar una modesta pero quizá sugestiva cala en uno de los aspectos de la relación de Borges con la cultura mexicana: sus nexos con Juan José Arreola.3 Por obvias diferencias temporales, resulta más conveniente trazar una línea de contigüidad del segundo al primero, pues la práctica literaria de Arreola (1918), casi veinte años más joven que Borges, se benefició de la creciente fama del autor argentino, ya conocido en la cultura hispanoamericana —en particular gracias a su difusión en la revista Sur4 cuando Arreola empezó a escribir en la década de 1940 (su primer cuento conocido, “Hizo el bien mientras vivió”, data de 1943).

LAS GENEALOGÍAS DE ESCRITORES

En virtud de que las polifacéticas confluencias entre Borges y Arreola desembocan en el mismo resultado global, cualquiera puede ser el punto de partida de esta comparación, la cual, por cierto, aclaro que se ejercerá aquí más desde la mirada de la literatura mexicana y en una forma de “diálogo” en donde alternarán las voces escritas de uno y otro. Elijo entonces, para empezar, una cita donde el segundo explica cómo descubrió los recónditos artificios verbales del primero:

Su secreto, su fórmula estilística se me ha revelado como la luz del día con la lectura profunda del Marco Bruto de Quevedo y de las notas que el argentino escribió sobre don Francisco. La grandeza de Borges reside en haber vuelto a las fuentes profundas de la prosa española que Quevedo reconstruyó, en el siglo XVII, basándose en el latín de la edad de plata, que el mismo Borges cita. Quevedo halló el esquema supremo de la lengua española en los períodos del Marco Bruto [...] Borges redescubrió los mecanismos antiguos, es decir partió de Quevedo. Se dio cuenta de que el español no es ese lenguaje frondoso, barroco y terriblemente intolerable de tantos p rosistas españoles; se dio cuenta, asimismo, de que el español tiene un esqueleto elemental y maravillosamente fosfórico, expresivo, dinámico. No exagero al decirlo: Borges halló de nuevo la dinámica de la sintaxis castellana.5

Parafraseando esta cita, y usando un término muy borgeano, podría decirse que Arreola ve a Quevedo como un “precursor” de Borges, pues para él la función renovadora de la obra quevedesca en la lengua española del siglo XVII coincide con y precede a la borgeana en el siglo XX. Sin duda, en el fervor por este escritor español reside una de las primeras confluencias entre ellos; conocida es la admiración enorme de Borges respecto de las habilidades verbales de Quevedo, con quien, no obstante, mantiene ciertas reservas de las que hablaré después; en el caso de Arreola, bastaría con mencionar que su primer libro, Varia invención (1949), aparece justamente bajo la advocación de Quevedo, autor de los versos del epígrafe de toda la obra, usados por él para forjar una tímida captatio benevolentiae en donde intenta justificar su osadía de incipiente escritor en busca de fama literaria con piezas menores: “admite el Sol en su familia de oro/ llama delgada, pobre y te merosa”.6

Resulta además sintomático el sutil anacronismo de Arreola, quien sugiere que en el prosista español reconoció el tono del argentino (“Su secreto, su fórmula estilística se me ha revelado como la luz del día con la lectura profunda del Marco Bruto de Quevedo”, afirma). Creo que con esta lectura en aparienci a “desviada” pero a la vez m uy productiva, él se muestra como un digno heredero del método propuesto y practicado recurrentemente por el propio Borges (por ejemplo, cuando para marcar las similitudes entre dos estéticas, en su etapa inicial define a Góngora como un “rubenista”, o sea, un seguidor de Rubén Darío).

A partir de su comparación entre Quevedo y Borges, alabados ambos por sus virtudes verbales, Arreola llega a un categórico juicio sobre la escritura y los modos de expresión del segundo: “San Juan de la Cruz es un poeta imposible. Kafka es un prosista imposible, es decir, que como escritor nadie puede repetirlo. Borges representa las posibilidades de la inteligencia, de lo que puede hacer la inteligencia lúcidamente y paso a paso”.7 Por sí sola, en principio la conclusión de esta idea parecería tener nada más tintes negativos, ya que la literatura borgeana se ubica en el ámbito de lo asequible, en contraste con la escritura inalcanzable e incluso inexplicable que seduce a Arreola (“Por otro lado está el escritor imposible —la especie que a mí más me interesa—”,8 dice enfáticamente en otro texto); sin embargo, en las supuestas restricciones de la escritura borgeana residen de facto sus alcances, porque para Arreola ésta constituye un modelo real y concreto de las posibilidades (infinitas, diría Borges) de la lengua española; por ello el escritor mexicano reconoce en numerosas ocasiones su deuda con las enseñanzas derivadas del argentino, como se detallará aquí.

En sus rasgos generales, la clasificación arreolesca de escritores posibles e imposibles coincide con la genealogía autoral propuesta por Borges, cuya reflexión sobre el tema se inicia, curiosamente, con la crítica de un aspecto negativo de la obra de Quevedo. En efecto, en un temprano ensayo cuyo significativo y oximorónico título es “Menoscabo y grandeza de Quevedo”, él alaba “los verbalismos de hechura” de éste, quien “Fue perfecto en las metáforas, en las antítesis, en la adjetivación; es decir, en aquellas disciplinas de la literatura cuya felicidad o malandanza es discernible por la inteligencia”.9 Pero Borges piensa que, más allá de lo asequible por medio de la inteligencia y de los artificios verbales, hay en la literatura una no tan restringida zona que escapa a la habilidad artística de un escritor como Quevedo; así, con ese estilo barroco y arcaizante de su primera época, emite un juicio que podemos calificar por lo menos como excesivo:

La vialidad de una metáfora es tan averiguable por la lógica como la de cualquier otra idea, cosa que no les acontece a los versos que un anchuroso error llama sencillos y en cuya eficacia hay como un fiel y cristalino misterio. Un preceptista merecedor de su nombre puede dilucidar, sin miedo a hurañas trabazones, toda la obra de Quevedo, de Milton, de Baltasar Gracián, pero no los hexámetros de Goethe o las coplas del Romancero.10

A partir de esta especulación primigenia, Borges desarrolla después su genealogía de los escritores, la cual se dividiría en tres categorías: la de quienes, como Quevedo, Chesterton y Virgilio, son susceptibles de un análisis integral que explique todos sus procedimientos literarios; la de aquéllos que poseen ciertas zonas insumisas a cualquier examen lógico, como De Quincey y Shakespeare; y, por último, la especie más misteriosa y cautivadora: la de los escritores cuyos efectos felices no pueden explicarse en su totalidad por medio del intelecto. Un rasgo sorprendente de estos últimos produce una paradoja, ya que varios de ellos no sólo no pueden explicarse usando la mera razón, sino que también se caracterizan porque: “No hay una de sus frases, revisadas, que no sea corregible; cualquier hombre de letras puede señalar los errores; las observaciones son lógicas, el texto original acaso no lo es; sin embargo, así incriminado, el texto es eficacísimo, aunque no sepamos por qué”.11

Debido al carácter irresoluble de ésta y cualquier otra paradoja, él renuncia a la absurda pretensión de dilucidarla y más bien la potencia acudiendo al ejemplo máximo de la lengua española: Cervantes, cuya literatura es eficacísima pese a las deficiencias de su estilo, visibles para el lector e incluso reconocidas por el autor (recordemos, por ejemplo, el famoso prólogo de la Segunda Parte del Quijote, donde su autor intenta explicar ciertas incongruencias argumentales de la Primera Parte). Con su comentario, Borges produce una paradoja adicional a la que he aludido en otra ocasión: el hecho de que sea precisamente él, un autor exaltado en la cultura hispanoamericana por las inigualables virtudes de su estilo, quien postule una teoría de la literatura donde en última instancia refuta que el fin central de ésta sea alcanzar el artificio verbal perfecto.

En lo que respecta a las categorías de escritor posible e imposible de Arreola, éstas no son fijas e inamovibles, como lo demuestran sus juicios posteriores, donde hay una ligera pero sustancial corrección sobre Borges, quizá motivada tanto por el conocimiento posterior de ciertas obras de madurez del autor argentino como por las conversaciones directas que sostuvo con él en 1981, durante su rápida visita a México para recibir el desapareci do premio Ollin Yoliztli (registradas en una grabación audiovisual a la que no he tenido acceso); cualquiera que haya sido la razón, lo importante es que a diez años de la desaparición física de su interlocutor, Arreola matizaba:

Sin embargo, en su última etapa, el Borges poeta tocó los umbrales de lo imposible, ahí donde habitan esos dones que vienen de más allá del yo consciente; de ese último yo oscuro y caótico. A partir de Elogio de la sombra [1969], por ejemplo, aparecen con alguna frecuencia, aun en ciertos poemas de circunstancias, líneas dictadas por esa otra voz, que surgen de ese fondo incosciente que da luz a las grandes obras, ésas que a veces llamamos maestras.12

Asimismo, intentó entonces acotar la nómina de los autores incluidos en cada categoría. Dentro de la línea de escritores imposibles, ubica a Mallarmé, Rimbaud, Baudelaire, Kafka, Poe, Vallejo, López Velarde y Rulfo. Grandes escritores posibles serían Goethe, Víctor Hugo, Valéry, Reyes y Borges. Pero también considera que hay algunos en los que confluyen ambos niveles, aunque en diversos períodos y obras, como Darío, Lugones y Pellicer. Pero es obvio que la nómina de cada categoría no es diáfana, pues apenas ha propuesto esta jerarquía, dice, según he transcrito, que Borges también rozó el umbral de la escritura imposible, rasgo a partir del cual sería más pertinente agruparlo junto con Darío, Lugones y Pellicer.

En fin, fuera de este elemento discordante, se trata de una clasificación que coincide casi linealmente con el linaje tripartita propuesto por Borges (aunque con visibles contrastes en casos particulares, como el de Goethe, a quien Arreola ubica globalmente como un escritor posible, mientras que el otro juzga que los hexámetros del alemán pertenecen al campo opuesto).

Pese a este marcado paralelismo en las categorías propuestas por ellos, debe aclararse que sus posiciones (y tal vez sus objetivos) difieren de forma radical. Arreola habla exclusivamente desde la perspectiva del creador que siente un cierto grado de frustración ante su incapacidad personal para escribir como otros lo han hecho (no percibe empero que quizá un modelo de escritura impracticable para él sea asequible para otro artista, en cuyo caso el carácter de “posible” o “imposible” sería individual y circunstancial); por su parte, Borges asume la postura de un receptor (lector) interesado, en primer lugar, en explicar racional y gramaticalmente los efectos de toda la literatura (en este sentido, aunque mi afirmación suene como una ruptura del principio de causalidad, creo que sería válido concluir que para él en los orígenes de la creación literaria siempre hay un acto de lectura, lo cual avalaría el más sabio consejo que podría regalarse a un escritor novel: si quieres escribir, lee).

LA DEPURACIÓN DEL ESTILO

Más allá de clasificaciones o genealogías, lo cierto es que en su propia escritura, ambos tienden a buscar la perfección formal, dentro de una práctica textual tan exitosa que se convirtió en modelo de sus respectivas culturas nacionales. Desde veredas distintas pero paralelas, Borges y Arreola ejercitan un estilo austero, depurado y despojado de todo elemento verbal innecesario; de ahí la brevedad de sus composiciones. Este logro sólo ha sido pos ibl e a partir de una aguzada conciencia de la escritura, como dice Arreola al rememorar la génesis de su Confabulario:

es la tentativa de resolver una serie de influencias y de maneras en una fórmula personal. Ésta es, dicho en pocas palabras, la condensación, la poda de todo lo superfluo, que me ha llevado a castigar el material y el estilo hasta un grado que, en dos o tres piezas, puede calificarse de absoluto. Este afán me ha arrebatado muchas páginas: textos que tenían veinte o diez cuartillas llegaron a tener tres y una. Cuando logré condensar en media página un texto que medía varias cuartillas, me sentí satisfecho.13

Luego añade con desenfado y buen humor que esta pasión artesanal por el lenguaje se de be a que desciende de dos antiquísimos linajes: es herrero por parte de madre y carpintero por herencia paterna.

Ahora bien, Arreola siempre ha reconocido el papel que desempeñó la obra de Borges en su propio proceso de formación artística, a tal grado que, entre otros puntos, le adjudica en gran medida la depuración de su estilo, lastrado en sus orígenes por una tendencia a la declamación hueca y rimbombante: “Me he despojado de las galas dudosas, y en ese sentido Borges fue para mí una ayuda prodigiosa”.14

Una vez que el autor mexicano aprende la lección y renuncia a la búsqueda de esa escritura que él denomina “imposible” (cualquiera que sea el significado de este adjetivo), desarrolla una serie de recursos que privilegian la palabra justa, la expresión sintética; en la valoración de su propia obra, él juzga que los límites positivos de la lengua se ubican exactamente allí donde la expresión formal es mínima pero la sugerencia resulta plena:

Pero he comprendido y llegado a economías expresivas que considero estimables. Por ejemplo: “El salto tiene algo de latido: viéndolo bien, el sapo es todo corazón”. En “Prosodia” (donde recojo textos escritos a partir de 1969) hay ejemplos de ese lenguaje al que aspiro y al que me he acercado alguna vez, el lenguaje absoluto, el lenguaje puro que da un rendimiento mayor que el lenguaje frondoso, porque es fértil, porque es puro tronco y lleva en sí el designio de las ramas. Ése lenguaje es de una desnudez potente, la desnudez poderosa del árbol sin hojas.15

Sin dud a, hacia esa “desnudez poderosa del árbol sin hojas”, como dice poéticamente Arreola, tiende su escritura más lograda. Además, su expresión metafórica puede relacionarse muy bien con la búsqueda primigenia de un lenguaje poético eficaz y mínimo propugnada por Borges desde sus ensayos de la década de 1920, sobre todo en sus devastadoras críticas contra algunos de los más reconocidos poetas en lengua española (incluidas en Inquisiciones y El tamaño de mi esperanza).

Aunque Borges intentó silenciar el hecho por medio de la supresión de varios de sus primeros libros y de las intensas modificaciones operadas en los textos sobrevivientes, ahora sabemos con certeza que en su juventud literaria él también cultivó un estilo barroco pero vacío; abandonó eso que Arreola llama “galas dudosas” cuando se convenció de que no contribuían a la eficacia de su escritura, como se lo hicieron notar con agudeza algunos de sus primeros críticos. Obviamente, el modelo literario de Arreola es el Borges narrador maduro, cuando desde la seguridad que proporciona una obra consumada, éste lanza una conclusión inexacta por generalizante pero certera en lo que respecta a su evolución personal: “Es curiosa la suerte del escritor. Al principio es barroco, vanidosamente barroco, y al cabo de los años puede lograr, si son favorables los astros, no la sencillez, que no es nada, sino la modesta y secreta complejidad”.16 La frase “modesta y secreta complejidad”, con la que de forma implícita él define su escritura de madurez, se parece al “fiel y cristalino misterio” del que hablaba en su juventud al referirse a los escritores que no podían explicarse nada más con el uso de la razón.

Habría que añadir que la influencia de Borges no sólo fue determinante para forjar el personal estilo de Arreola, sino que por medio de éste se propagó a otros ámbitos. En esta línea, aunque sé que todavía debe probarse fehacientemente, aventuro la siguiente hipótesis: una porción no desdeñable de la influencia borgeana en la literatura mexicana llegó por la vía de Arreola, quien, consciente o inconscientemente, mostró a los jóvenes narradores (sobre todo en sus célebres talleres literarios) los maravillosos alcances de un escritor “posible”, como según él lo es Borges.

LA IMAGINACIÓN COMPARTIDA

Arreola es muy enfático en cuanto a la enorme importancia que tiene la imaginación para la obra de su interlocutor: “Lo primero que me trae a la mente el nombre Borges es la fantasía dentro de los límites de lo posible”.17 Como describiré más abajo, esta expresión coincide casi literalmente con la manera como el propio Borges define a Arreola, en el único texto que le dedicó: el brevísimo pero profundo prólogo que abre una de las numerosas versiones del Confabulario, la preparada por el Fondo de Cultura Económica en 1985,18 y que me servirá de punto de partida para realizar una serie de reflexiones generales sobre la obra del mexicano.

En primer lugar, si se considera que Arreola, por ser un creador contemporáneo y además hispanoamericano, reunía dos características que no solían atraer mucho al argentino en su madurez, el gesto de homenaje implícito en el prólogo resulta muy significativo. Aunque la doble labor borgeana de prologuista aún no ha sido suficientemente estudiada,19 puede afirmarse con certeza que en la mayoría de los casos sus parciales y fragmentarios prólogos a terceros se acercan a diversos autores que, pese a ser disímiles entre sí, implican para él cierta identidad de afinidades literarias. Así pues, cabe deducir que él reivindica varios elementos de la obra arreolesca que considera cercanos a su propia creación.

Con el singular estilo paradójico que es ya un clásico de la literatura en lengua española, el mencionado prólogo de Borges arranca con la siguiente descripción de su interlocutor:

Creo descreer del libre albedrío, pero si me obligaran a descifrar a Juan José Arreola en una sola palabra que no fuera su propio nombre (y nada nos impone este requisito), esa palabra, estoy seguro, sería libertad. Libertad de una ilimitada imaginación, regida por una lúcida inteligencia.20

En principio, en esta imagen destaca la conjunción de dos términos que pese a parecer antitéticos, en realidad resultan complementarios: la libertad que proporciona la ilimitada imaginación y el régimen que impone la lúcida inteligencia. Según Borges, no es pues la imaginación literaria del narrador mexicano la facundia creativa que se desborda sin límites; sabemos muy bien que la continencia en la escritura —y no necesariamente en la oralidad, por lo menos en el caso de Arreola— es una característica común a estos dos autores de ambas fronteras de nuestra América.

Como adelanté, la expresión borgeana es paralela a la frase “la fantasía dentro de los límites de lo posible” con que Arreola se refería a su interlocutor. Un lector familiarizado con ambos podría aplicarles indistintamente cualquiera de las dos expresiones, lo cual demuestra las enormes semejanzas entre sus respectivas literaturas (sobre todo en el género en que coincidieron: la narrativa).

Además, con un tono que remite de inmediato a los términos de su famoso prólogo a La invención de Morel (1940), de Bioy Casares, Borges reivindica la inmensa capacidad inventiva de Arreola, patente en el título de uno de sus libros, Varia invención, el cual dice que podría aplicarse a toda su obra. En efecto, contra los prejuicios de quienes consideran que en el siglo XX ya no existen tramas o argumentos “novedosos” generadores de la curiosidad del lector, desde sus orígenes la obra arreolesca fue una convincente prueba de un aliento de renovación en la literatura mexicana, la cual exhibía ya cierta parálisis derivada del agotamiento de los temas y formas de la narrativa de la Revolución; junto con otros autores, como Revueltas, Yáñez y Rulfo, por citar sólo una reconocida tríada, Arreola fue responsable, a fines de la década de 1940 e inicios de la siguiente, de infundir nuevos aires a esa vieja tradición.

En este sentido, la riqueza del escritor jalisciense es manifiesta, ya que él triunfa en la tarea de renovar la temática literaria. Los registros argumentales de sus narraciones son extensos, y, de nuevo, al enumerarlos no se puede evitar la sensación de estarse refiriendo también a Borges: biografías imaginarias al estilo de Schwob, bestiarios de diversa índole, historias de tipo fantástico, textos con sabor kafkiano, etcétera, complementados por una veta de carácter popular a la que aludiré más tarde. Por ello Arreola implica una saludable y revolucionaria irrupción en un período de la cultura mexicana caracterizado globalmente por la búsqueda e invención de ciertas raíces de identidad nacional, tendencia que de hecho él repudia en su enfática renuncia a lo que, grosso modo, podríamos definir como una literatura de carácter realista:

...yo sitúo mi obra en el polo opuesto al de la literatura tipo “comedia humana”, que exhibe a sus personajes como las películas muestran a los actores: yendo de un lado para otro, acometiendo sus negocios, satisfaciendo sus ambiciones. Ese tipo de literatura es una repetición inútil de la vida...

Los personajes tradicionales se van haciendo lentamente en el transcurso de las obras; yo quiero, de golpe y porrazo, que sufran modificaciones sustanciales y definitivas. A veces estas modificaciones los instalan en el mundo de lo sobrenatural, del absurdo y de la fantasía absoluta. En nuestros días, la novela y el cuento realistas están condenados a perder su prestigio y eficacia. El periódico, la radio, el cine y la televisión, medios de comunicación en auge abrumador, han puesto en aprietos a los narradores realistas.21

El desarrollo de la historia literaria mexicana traicionó los negativos presagios de Arreola, pues las tendencias de carácter realista permanecieron gracias a que también lograron renovarse; pero lo importante es señalar que el distanciamiento arreolesco de esa literatura “realista”, fundamentado o no, fue el germen de una compleja y rica literatura.

Creo que en general Borges concuerda con Arreola en cuanto a ese rechazo de una estética realista. No sólo nunca alabó a ninguno de los grandes autores de esta corriente, como Balzac o Mann, sino que incluso aludió a ese tipo de escritura en forma despectiva; por ejemplo, con el obvio propósito de elevar a la literatura fantástica por encima del realismo, en el citado prólogo de La invención de Morel se refirió a Proust en estos términos:

Por otra parte, la novela “psicológica” quiere ser también novela “realista”: prefiere que olvidemos su carácter de artificio verbal y hace de toda vana precisión (o de toda lánguida vaguedad) un nuevo rasgo verosímil. Hay páginas, hay capítulos de Marcel Proust que son inaceptables como invenciones: a los que, sin saberlo, nos resignamos como a lo insípido y ocioso de cada día.22

Según esta teoría artística, la esencia de la literatura es su carácter ficticio, su condición única de artificio verbal; por ello Borges no admite una vertiente literaria que pretenda que el receptor olvide este rasgo, el cual resulta fundamental para que se produzca lo que él llama el hecho estético. Pero en su rechazo del realismo implícito en sus comentarios sobre Arreola, a los factores de estricto carácter artístico, suma otros más de tipo ideológico. Así se atestigua cuando en la escritura de su interlocutor registra una para él muy gozosa comprobación: “Desdeñoso de las circunstancias históricas, geográficas y políticas, Juan José Arreola, en una época de recelosos y obstinados nacionalismos, fija su mirada en el universo y en sus posibilidades fantásticas... Nació en México en 1918. Pudo haber nacido en cualquier lugar y en cualquier siglo”.23 Sin duda, él acierta al señalar el carácter universal del escritor prologado, quien se liberó de los estrechos moldes nacionalistas vigentes en la cultura mexicana posrevolucionaria; no obstante, su afán ahistoricista ahonda la ubicuidad de Arreola, en cuya escritura sí se distinguen las indelebles marcas textuales de su historicidad y de su “mexicanidad” (si es que aceptamos este término propio del discurso esencialista del romanticismo), rasgo visible sobre todo en su tono oral y popular, el cual analizaré más adelante, una vez que haya descrito el funcionamiento de la ironía en ambos creadores.

DOS GRANDES IRONISTAS

Arreola maneja una enorme diversidad de registros narrativos, desde la voz del merolico educado (por ejemplo, el vendedor que enuncia su relato “Baby H. P.”, quien promueve un aparato que aprovecha la vitalidad de los niños para generar energía), hasta la voz del intelectualizado y soso profesor universitario (en “De balística”). Aunque algunos de sus primeros (y despistados) lectores identificaron este segundo tono con una falsa erudición autoral, lo cierto es que ese lenguaje tiene siempre una intencionalidad eminentemente paródica e irónica, como él mismo ha afirmado: “Cuando soy barroco y elegante en el sentido tradicional, lo soy desde un punto de vista irónico. Detrás de esas bellezas ornamentales conscientes, se puede ver la sorna agazapada”.24

Esta ironía, que de hecho cruza toda su literatura, adquiere un clímax en el final de algunos relatos, cuando el lector percibe, con inaudita sorpresa, que todavía era posible imprimir “otra vuelta de tuerca” al tono irónico inicial. Así sucede, por ejemplo, en el texto “En verdad os digo”, donde se narran los experimentos científicos de Arpad Niklaus, quien para refutar imposibilidades bíblicas, anhela pasar por el ojo de una aguja las células de un camello al cual reconstruirá vivo una vez completado el proceso (ya se sabe, por aquella parábola del evangelio que afirma que es más fácil hacer pasar un camello por el ojo de una aguja que hacer entrar a un hombre rico al reino de los cielos). Por cierto que en este argumento, el autor usa, con una intencionalidad irónica muy distinta, un recurso caro a la enunciación de carácter fantástico: tomar en su sentido literal (el pasar a un camello por el ojo de una aguja) lo que en sus orígenes bíblicos nada más tiene sentido figurado. Después de describir las infranqueables barreras para concretar el experimento, cuyo éxito requiere de la generosidad inagotable de grandes patrocinadores, el texto termina mostrando, con una ironía extrema, que a Niklaus le bastaría con fracasar en gran magnitud para, paradójicamente, alcanzar el éxito deseado, pues al empobrecer a sus patrocinadores, lograría que entraran al reino de los cielos gracias a su recién adquirida pobreza:

Pero la posibilidad de un fracaso es todavía más halagadora. Si Arpad Niklaus es un fabricante de quimeras y a su muerte le sigue toda una estirpe de impostores, su obra humanitaria no hará sino aumentar en grandeza, como una raíz multiplicada al cubo, o como el tejido de pollo cultivado por Carrel. Nada impedirá que pase a la historia como el glorioso fundador de la desintegración universal de capitales. Y los ricos, empobrecidos en serie por las agotadoras inversiones, entrarán fácilmente al reino de los cielos por la puerta estrecha (el ojo de la aguja), aunque el camello no pase.25

Ahora bien, luego de enfatizar la gran importancia de la ironía en su escritura, debe buscarse la perspectiva global, la visión de mundo desde la cual se ejerce; en este sentido, Saúl Yurkievich ha señalado pertinentemente la angustia existencial, la desesperanza, que subyace a la obra de Arreola, cuya postura es similar a la de muchos intelectuales de nuestro tiempo: “Aunque atenuada por el humor que establece una distancia irónica que aligera lo grávido y atempera lo pesaroso, la visión del mundo de Arreola comporta un lúcido pesimismo; considera que la discordia, el desconcierto y el desamparo constituyen la condición misma de lo humano”.26 Esta precisión puede servir también para matizar un poco la idea borgeana de que Arreola se desvía de su mentor y predecesor Kafka porque hay en él: “...algo infantil y festivo ajeno a su maestro, que a veces es un poco mecánico”;27 es verdad que en el mexicano aparece un elemento “infantil y festivo”, pero eso no evita que, en última instancia, su mundo literario y el de Kafka compartan esa abrumadora visión del ser humano perdido en una realidad que no alcanza a comprender mínimamente; incluso me atrevo a sugerir que entre Swift y Kafka, los dos nombres tutelares que Borges menciona en su prólogo (cita además a un personaje de Poe), Arreola tiende a identificarse más con el segundo: la sátira social con moralizantes tintes didácticos cede ante el uso del humor sarcástico que tiende al nihilismo.

Más que una serena pero dubitativa reflexión sobre la existencia de dios y sus alcances, en Arreola habría una afanosa búsqueda de lo sagrado, de un espacio que propicie cierto nivel de quietud y descanso; pero como ese sitio no es más que una utopía, su obra suele estar transida por una contagiosa angustia. En esta línea, las iluminadoras ideas de Yurkievich sirven para percibir las diferencias entre los dos grandes artistas:

En principio, Arreola procede como Borges desviando las cosmologías y las teologías hacia el dominio de lo estético. Pero Borges hace gala de un fundamental escepticismo; se aprovecha de la distancia literaria para no ser implicado por lo sagrado, manteniendo así una discreta, una elegante neutralidad con respecto al misterio de lo divino. Borges opta por una enunciación impasible. Por el contrario, Arreola es vehemente; dota a sus personajes de una animación barroca, arrebatada, quevedesca.28

En lugar del “fundamental escepticismo” propio de la obra borgeana, yo diría que en el mexicano hay una soterrada voluntad por creer, la persistencia de una primigenia y elemental fe (cristiana) que choca inevitablemente con la imposibilidad de encontrar respuestas definitivas (“El converso”) o que intenta entablar un imaginario diálogo conciliador (“El silencio de Dios”).

En cuanto a Borges, quizá uno de los ejemplos más ilustrativos de su escepticismo se encuentre en el final de “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”, donde después de describir y hasta atestiguar la intromisión de un mundo fantástico dentro del mundo real y tangible, y de anunciar con tintes apocalípticos el fin de la realidad tal como la conocemos, el narrador, identificado con Borges, dice de manera distanciada: “Entonces desaparecerán del planeta el inglés y el francés y el mero español. El mundo será Tlön. Yo no hago caso, yo sigo revisando en los quietos días del hotel de Adrogué una indecisa traducción quevediana (que no pienso dar a la imprenta) del Urn Burial de Browne”.29 Como se ve, se trata, en éste y en muchos otros de sus textos, de un escepticismo con tintes irónicos.

Los juegos literarios de Borges son siempre mucho más complejos de lo que parecen. Por ello habría que añadir, en primer lugar, que la anterior cita cierra la última parte de “Tlön”: una “Posdata de 1947” que está fechada en el futuro, pues el texto fue publicado por primera vez en 1940; por desgracia, este dato se omite en las deficientes ediciones de su obra, con lo cual se pierde ese efecto irónico que provoca una ruptura del tiempo cronólogico y lineal. “Tlön” se publicó en 1940 dos veces: en mayo, en la revista Sur, en diciembre, en la Antología de la literatura fantástica, compilada por el propio Borges en compañía de Bioy Casares y Silvina Ocampo. En el primer caso, la supuesta “Posdata de 1947” inicia falazmente: “Reproduzco el artículo anterior tal como apareció en el número 68 de Sur”;30 pero resulta que el número 68 de la revista es el mismo donde aparece el texto, el cual por lo tanto no es una “reproducción” de un texto previo sino el “original”; la referencia bibliográfica es entonces una autorreferencia, pues no existen dos textos sino uno solo. En el segundo caso, la posdata inicia: “Reproduzco el artículo anterior tal como apareció en la Antología de la literatura fantástica”;31 o sea que en la Antología de 1940 se dice que se reproduce el texto de la Antología de 1940. En suma, Borges se tomó la molestia de actualizar un juego literario que resulta paralelo a una de sus recurrentes preocupaciones posteriores: el texto contenido dentro del texto, el mapa cuya perfección y exactitud es tan grande que incluye el mapa mismo. Idealmente, las ediciones futuras de “Tlön” tendrían que haber proyectado la posdata hacia el futuro y construido una autorreferencia que simulara dos textos: el original y el modificado; por ejemplo, al incluirlo en Ficciones en 1951, fechar la posdata en 1958 y decir que se reproducía el texto tal como apareció en Ficciones en 1951. Efectuar una “actualización” permanente del texto resultó imposible porque se requería de un riguroso y desgastante proceso de revisión; pero esto es secundario, ya que lo que importa aquí es restituir la intencionalidad primigenia del texto para percibir los profundos alcances de la literatura borgeana.

Pero el virtuosismo de “Tlön” no termina ahí, pues además en el inicio de la posdata se construye una prolepsis que adelanta un juicio irónico respecto de la conclusión, también irónica, que he citado más arriba, a la cual se califica como “una especie de resumen burlón que ahora resulta frívolo”.32 El laberinto especular es entonces infinito: quien enuncia la posdata asume la función de lector de la parte central del texto, es decir, se ubica en un lugar y en un tiempo de enunciación diferentes (fuera del texto y después del texto); pero a la vez asume la función de lector (¿desde qué lugar y qué tiempo?) de la conclusión de su propia posdata, a la que ahora juzga “frívola”; ¿desde cuál ahora habla en presente (“reproduzco”) esa primera persona que se pretende ubicar en un futuro (1947) que todavía no existe? ¿Cuál de todos los sujetos y tiempos de enunciación que aparecen en “Tlön” se identifica con Borges? La respuesta debe ser contundente: todos ellos y ninguno de ellos. En síntesis, en “Tlön” Borge intenta derruir las categorías del ser (“yo”), el espacio y el tiempo que estructuran nuestra percepción común de la realidad; se trata, sin duda, del objetivo central de la literatura borgeana, como se deduce de la pesimista pero lúcida reflexión que es el epígrafe y nombre del libro donde se incluye mi ensayo.

A partir del anterior ejemplo, quizá sea posible postular una propuesta válida para toda la obra de Borges: justamente en lo que en otra clase de enunciaciones literarias sería más bien escritura marginal (posdatas, notas al pie de página, prólogos, etc.), Borges suele inventar un tipo de narrador o editor (términos clásicos pero imprecisos para una literatura tan compleja) que se desdobla en formas infinitas, por lo que asume funciones de lector de su propio texto, el cual comenta con distancia e ironía, como si no le perteneciera del todo. El proceso puede ser tan exacerbado que incluso invierta las jerarquías tradicionales, por lo que esa especie de escritura marginal se convierte en el eje rector de todo el texto.

En lo que respecta a su amplio ejercicio de la ironía, Borges prácticamente acude, en mayor o menor grado, a todas las variedades que el recurso retórico ofrece. En el ejemplo de “Tlön”, citado aquí con profusión, puede discernirse la presencia de casi todas las categorías generales de la ironía enlistadas por Linda Hutcheon: “The five generally agreed-upon categories of signals that function structurally are: 1) various changes of register; 2) exaggeration/understatement; 3) contradiction/incongruity; 4) literalization/simplification; 5) repetition/echoic mention”.33 La primera categoría, el cambio de registro, se presenta en los distintos niveles de enunciación que he descrito en “Tlön”, los cuales producen un efecto irónico. La incongruencia aparece con claridad en la conclusión, donde pese a la ominosa comprobación de que el mundo fantástico invade ya la realidad, el narrador permanece impasible, con lo cual refuta de forma implícita la imagen apocalíptica que él mismo ha construido. La descripción de algunos rasgos del universo alterno de “Tlön” contiene ciertas exageraciones que alcanzan un tono irónico (v. g. la obligatoriedad de que todos los libros filosóficos contengan su respectivo “contralibro”). Por último, la repetición con carácter irónico funciona en varios niveles de “Tlön”: por un lado, en su aspecto intratextual, la “Posdata de 1947” construye un discurso que repite la propia enunciación del texto para ironizar sobre ella; por otro, varias de las referencias intertextuales (por ejemplo, el idealismo filosófico de Berkeley y hasta la Encyclopaedia Britannica) tienen también efectos irónicos, puesto que se destruye su supuesta autoridad.

LA ORALIDAD Y EL TEMA DEL DESAFÍO

No se puede abandonar la descripción de las funciones de la ironía en ambos escritores sin decir que en Arreola el último giro consiste en la mirada burlona con que se ríe de sí mismo, que es una de las formas más sanas de reír (y por cierto de las más difíciles y profundas); la efectividad de este recurso reside en adelantarse y desarmar a los futuros detractores, pues las críticas ya se las ha hecho él mismo. Así, con respecto a sus posibles influencias de carácter erudito, Arreola reafirma su innata e imperecedera vocación pueblerina: “Mis influencias, hasta las más profundas, como pueden ser las de Rilke, Kafka y Proust, las he vivido no sólo como mexicano sino como payo. Hasta mis mayores refinamientos están vividos con alma y cuerpo de pueblerino mexicano”.34

Este “pueblerino mexicano” asoma con fuerza en dos relatos memorables, “Pueblerina” y “Corrido”, donde prima un tono oral y eminentemente popular que es la culminación de un largo y refinado proceso de estilización literaria basada en la oralidad del campo mexicano, y que, como había adelantado, constituye un rasgo indisoluble de su identidad nacional. Para una mejor comprensión de lo que expondré, resumo la escueta trama de “Corrido”: dos hombres se interesan por una joven desco-nocida que se dirige a la plaza del pueblo para abastecerse de agua, y luego de agredirse verbalmente, acaban matándose a cuchilladas en una disputa por los favores de quien hasta el nombre ignoran. Intentemos escuchar, más que leer, algunos elocuentes pasajes del relato para apreciar su tono:

—Oiga amigo, qué me mira.

—La vista es muy natural.

Tal parece que así se dijeron, sin hablar. La mirada lo estaba diciendo todo.

Y ni un ai te va, ni un ai te viene. En la plaza que los vecinos dejaron desierta como adrede, la cosa iba a comenzar...

Esa fue la merita señal. Uno con daga, pero así de grande, y otro con machete costeño. Y se dieron sus cuchillazos, sacándose el golpe un tanto con el sarape...

Los dos eran buenos, y los dos se dieron en la madre. En aquella tarde que se iba y se detuvo. Los dos se q uedaro n ahí bocarriba, quién degollado y quién con la cabeza partida. Como los gallos buenos, que nomás a uno le queda tantito resuello.

Muchas gentes vinieron después, a la nochecita. Mujeres que se pusieron a rezar, y los hombres que dizque iban a dar parte. Uno de los muertos todavía alcanzó a decir algo: preguntó que si también al otro se lo había llevado la tiznada.35

La presencia del tono popular es muy marcada en este texto, ya que el narrador utiliza registros lingüísticos entresacados de la oralidad cotidiana: diminutivos repetidos, léxico oralizado, gestos que acompañarían la enunciación, etcétera. El final no es menos memorable, puesto que en la hábil reticencia del narrador se expresa tanto sobre el pudor pueblerino, sobre sus estrechos límites geográficos y mentales, sobre eso que, sin malicia, podríamos denominar provincianismo: “Después se supo que hubo una muchacha de por medio. Y la del cántaro quebrado se quedó con la mala fama del pleito. Dicen que ni siquiera se casó. Aunque se hubiera ido hasta Jilotitlán de los Dolores, allí habría llegado con ella, a lo mejor antes que ella, su mal nombre de mancornadora”.36 ¡Como si Jilotitlán de los Dolores estuviera en el confín del mundo!; la frase ilustra muy bien la técnica narrativa del autor, quien para alcanzar el tono buscado, parte de un narrador en tercera persona que posee una amplia visión, pero cuando es necesario, focaliza el relato como si éste se construyera dentro de los límites de la estrecha mirada de sus personajes.

Es obvio que Arreola posee la capacidad literaria para transformar la voz del pueblo una vez que la ha escuchado. Él recuerda que al iniciarse como autodidacta en la literatura, a los doce años, empezó a leer a Baudelaire, Whitman, Papini y Schwob, pero también dice: “oía canciones y los dichos populares y me gustaba mucho la conversación de la gente popular del campo”.37 Es decir, desde su niñez estuvieron presentes en su formación la cultura letrada y la oral, las cuales se fueron amalgamando en una unidad indisoluble en la que se perciben huellas de ambas.

La familiaridad con el tono oral parece entonces haber sido una adquisición natural e inconsciente de la cultura de Arreola, más que un hábito aprendido. Por el contrario, si analizamos lo declarado por Borges respecto de su primer cuento auténticamente personal, “Hombre de la esquina rosada”, su proceso sería diferente. En una confesión muy posterior que juzgo apócrifa (ya que en ella afirma haber tratado en su juventud a una persona aj en a a su medio sociocultural) y un tanto mítica, dice que la evocación de Nicolás Paredes —nombre que se mencio na incidentalmente en el cuento—, le proporcionó los aspectos temáticos y verbales para desarrollar su historia: “Un amigo mío, Nicolás Paredes, ex caudillo político y jugador profesional del Barrio Norte, había muerto, y yo quería perpetuar algo de su voz, sus anécdotas, y su peculiar manera de narrarlas. Me convertí en esclavo de cada página que había escrito, leyendo en voz alta cada frase y tratando de encontrar su tono exacto”.38 Cualquier conocedor del entorno cultural borgeano tendría enormes dificultades para creer que él pudo haber sido amigo de un “ex caudillo político y jugador profesional”; además, para recordar años después con cierta verosimilitud el tono de los relatos orales de Nicolás Paredes, el joven Borges tendría que haberlo oído en numerosas ocasiones, lo cual es aún más improbable.

En lugar de dejarnos engañar por esa ficticia influencia, cabe reparar en su método de trabajo estilístico: la repetición de las frases en voz alta, hasta encontrar un exacto registro escrito que simula una oralidad que, aunque Borges no lo diga, construye paralelos con el tono oral de la literatura gauchesca. Esta búsqueda de la oralidad resulta sustancial porque sirve para definir a sus personajes: “En mi corta experiencia de narrador, he compro bado que saber cómo habla un personaje es saber quién es, que descubrir una entonación, una voz, una sintaxis peculiar, es haber descubierto un destino”.39 Las probables acciones de un personaje están entonces ligadas a su entonación oral (dime cómo hablas y te diré qué puedes hacer). Por ello los cuentos orilleros de Borges, que renuevan la enorme tradición gauchesca argentina, asumen una novedosa forma de enunciación: el relato contado por una primera persona que narra su historia, de duelos y peleas con arma blanca, a un interlocutor de otro nivel cultural y lingüístico (el propio Borges, receptor o escucha que se convierte así en otro personaje de ficción dentro de sus propios textos).

Luego de un par de fallidas tentativas para definir el modo de contar el argumento de “Hombre de la esquina rosada”, Borges encuentra la forma apropiada en un narrador en primera persona que vela desde el inicio su participación en los hechos; así, éste no sólo no se define como un hombre valiente, sino que incluso transcribe el insulto (“Vos siempre has de servir de estorbo, pendejo”) que le dirige Rosendo Juárez, el líder de su grupo, quien se ha negado cobardemente a aceptar el desafío de Francisco Real, forastero que gracias a ello sale exultan te llevando en sus brazos a la Lujanera, hasta ento nces mujer de Rosendo. Con este antecedente de la conducta pasiva y se cundaria del narrador, resulta todavía más sorpresivo el final del argumento, cuando luego de contar que Francisco Real, en la oscuridad del campo y acompañado por la Lujanera, ha sido desafiado y muerto por un desconocido, el narrador concluye confesando a su interlocutor: “Entonces, Borges, volví a sacar el cuchillo corto y filoso que yo sabía cargar aquí, en el chaleco, junto al sobaco izquierdo ... y no quedaba ni un rastrito de sangre”,40 secuencia que además de develar el misterio de quién ha ajusticiado al intruso, se enlaza magistralmente con el comienzo del cuento, donde había un muy sutil indicio textual de la importacia extrema de ese personaje: “A mí, tan luego, hablarme del finado Francisco Real”.

Por su parte, el escritor mexicano construye su oralidad literaria a partir del discurso i ndirecto: quien cuenta es un nar rad or en tercera persona que trabaja muy bien con los registros propios de la oralidad, a tal grado que logra introducir expresiones (v. g. “Y ni un ai te va, ni un ai te viene”) que si bien no son diá l ogos directos sí remiten a una especie de formas lingüísticas dialogadas en las que se introduce un léxico propio de la oralidad (“dizque”, “tiznada”, etc.).

En principio, la narración en primera persona y la presencia explícita del oyente en el texto de Borges parecerían sugerir una mayor cantidad de recursos propios del relato oral directo, pero curiosamente no sucede así. Por ejemplo, en su uso de la deíxis hay una diferencia fundamental entre ambos. El adverbio modal de la frase de Arreola “uno con daga, pero así de grande” presupondría, en un relato oral, la presencia viva y directa del receptor, quien no sólo escucharía el relato, sino que también lo “vería”, por lo que deduciría el tamaño del arma a partir de la gestualidad del relator. Pero como en el texto escrito no es visible ese contexto de enunciación, el adverbio “así” adquiere una sugerencia extrema y quizá más hiperbólica. En cambio, el narrador borgeano en primera perso na nunca llega a la deíxis absoluta, como lo muestra la secuencia “...volví a sacar el cuchillo corto y filoso que yo sabía cargar aquí, en el chaleco, junto al sobaco izquierdo...”, donde el adverbio de lugar, que en un relato como el de Arreola estaría solo, se aclara de inmediato con dos frases circunstanciales.

Para esta breve comparación, he escogido como muestra un texto de cada uno de ellos, pero habría que aclarar que el te ma del desafío es mínimo en Arreola y vasto en Borges, así como puntualizar el tono general con que trabaj an el tópico. Si, como he dicho, en la enunciación de carácter sagrado el segundo asume un fundamental escepticismo y el primero una actitud vehemente, creo que aquí sucede algo hasta cierto punto opuesto. En efecto, pese a la sutil ironía de algunos de sus relatos gauchescos, Borges, que busca la identificación plena con esos hombres capaces de cultivar el coraje, asume una apasionada relación con el destino de sus personajes cuchilleros, los cuales constituyen un curioso complemento de la mitología de pequeños héroes familiares y nacionales (sus “mayores”) que pue blan su obra. Por el contrario, Arreola no sólo ironiza a partir del implícito contexto cultural del machismo mexicano, sino que llega a la sorna absoluta respecto de sus personajes, cuya dignidad destruida provoca en el receptor una reacción total de humor.

Este somero análisis se basa en cuentos de ambos, pero aclaro que el caso de La feria (1963) es diferente, porque en esa obra mixta semejante a una novela fragmentaria, el fin de Arreola fue construir un gran mosaico humano que proporcionara una visión global del pueblo de su infancia. Como esto sólo lo podía lograr mediante un conjunto múltiple de registros lingüísticos, tuvo que recurrir a la experimentación y a la apropiación directa del habla (oral o escrita) de terceros, ya que el auxilio de la memoria individual fue insuficiente:

En lo que se refiere al lenguaje, mi tarea fue la de recordar, recordar simple e intensamen te los giros lingüísticos de la gente de Zapotlán. P ara ello, además de la función de la memoria, me entregué a una serie de experimentos. Llegué a hablar con diversas personas, importantes o pintorescas, y reproduje sus palabras. Luego me entretuve dándoselas a leer, y me gustó que se reconocieran en ellas. Es más, les pedí a dos o tres que me escribieran algo de lo que les había pasado (por ejemplo las noticias sobre los tlayacanques), y pude utilizar algunos de sus escritos casi textualmente; también me serví de trozos de cartas y de párrafos enteros del periódico local.41

Es una lástima que Borges no haya aludido en su prólogo al tono oral de la obra arreolesca, ni al singular desafío que estructura “Corrido”. Sospecho que esto se debe a que el Confabularlo que él prologó, cuya selección de escritos dudo que haya sido suya (habla en forma ambigua de “los cuentos elegidos para este libro”), no incluye el texto citado. Estoy convencido de que el escritor argentino, enamorado de los relatos de cuchilleros gauchos y de la oralidad presente en éstos, no hubiera desdeñado la historia de cultores mexicanos del coraje, como él los habría denominado, presente en “Corrido”, ni la veta popular de la literatura del mexicano.

LAS MODIFICACIONES TEXTUALES

El último aspecto general de este diálogo entre Borges y Arreola al que quiero referirme es su tácito rechazo del concepto de “obra definitiva”: ambos pertenecen a esa estirpe de escritores que modifica y reordena sin fin sus textos, buscando siempre el modo y el lugar de enunciación más precisos para una estética personal en constante movimiento. Borges, lo sabemos muy bien, ejerce esta práctica con vigor absoluto, en particular cuando somete a sus primeros poemarios de la década de 1920 a un inacabable proceso de corrección hasta transformarlos totalmente;42 y aunque su afán correctivo no se ejerce con el mismo denuedo en sus obras de madurez, de hecho nunca dejó de modificar sus textos. En virtud de su sutileza, los cambios de Arreola a veces resultan casi imperceptibles; tienden, en general, a buscar la economía verbal absoluta. Por ejemplo, la versión de “La migala” de 1949 decía: “...era lo más atroz que podía depararme el destino. Admití que la araña monstruosa era todavía peor que el desprecio y la conmiseración que brillan de pronto en una mirada”, párrafo del que en las ediciones posteriores se eliminan las palabras que he marcado con cursivas; hay un cambio todavía más tenue en la secuencia “Se detiene, levanta su cabeza y mueve las pinzas” por la frase “mueve los palpos”, con lo cual la referencia a ese imaginario y temible animal que es la migala intenta hacerse más amplia y sugerente.

Si se contrasta en detalle el proceso de revisión al que someten su escritura, se deducirá de inmediato que éste es más prolijo en el caso de Borges; además, se concluirá que aunque ellos coincidan en su permanente deseo de corrección, lo hacen desde perspectivas diferentes; así, es claro que Borges efectúa los dos tipos de revisiones descritas enseguida, mientras que Arreola se limita a cambios que intentan afinar la intención original con que concibió sus escritos:

In other words, two types of revision must be distinguished: that which aims at altering the purpose, direction, or character of a work, thus attempting to make a different sort of work out of it; and that which aims at intensifying, refining, or improving the work as then conceived (whether or not it succeeds in doing so), thus altering the work in degree but not in kind.43

Asimismo, estos dos autores cambian el orden de sus escritos en las sucesivas ediciones de sus obras. Por ello Borges no sólo acudió a notables modificaciones y supresiones, sino a un mecanismo menos visible pero igualmente efectivo: el reacomodo infinito de sus textos en libros o colecciones que nunca adquirieron una fijeza absoluta, con lo cual practica una de las máximas enseñanzas derivadas de “Pierre Menard, autor del Quijote”: aunque literalmente un escrito sea idéntico a otro, podrá adquirir significados distintos dependiendo de su particular contexto de enunciación. Un ejemplo extremo de este reacomodo es el ensayo “El escritor argentino y la tradición”, redactado a inicios de la década de 1940, pero que Borges decidió incluir a posteriori en Discusión (1932); con ello simuló que desde entonces poseía una concepción de la literatura que renunciaba a la búsqueda deliberada del color local, al nefasto nacionalismo voluntario que había cursado con tanta enjundia en su juventud y que luego repudiaría hasta el extremo de prohibir la reimpresión de sus primeros libros de ensayos. Pero cualquier lector atento podrá llegar a conclusiones similares si compulsa la edición de 1974 de las supuestas Obras completas de Borges en un volumen, con la impresión de su Obra poética, 1923-1977, pues to que no coinciden en los textos compilados dentro de cada volumen individual de la obra borgeana.44

Por su parte, en el prólogo al Confabularlo de 1971, Arreola dice que al emprender la preparación de sus obras completas que él llama “definitiva”, se puso de acuerdo con su editor, Joaquín Diez Canedo, para devolver a cada uno de los libros su carácter individual, ya que, por azares diversos, Varia invención, Confabularlo y Bestiario se contaminaron poco a poco entre sí, confusión que alcanzó su cima en el Confabulario total (1941-1961), publicado por el Fondo de Cultura Económica en 1962, y que contenía textos de sus tres primeros libros y otros hasta entonces no compilados. Con base en la decisión autoral y editorial de la década de 1970, afirma que a Varia invención (1949) deben pertenecer los textos primitivos ya para siempre verdes, a Confabulario (1952) los cuentos maduros, y al Bestiario original (1958) la posterior “Prosodia” de complemento; pero esta intención agru-padora choca con el ambiguo criterio que desea aplicar, ya que, por ejemplo, dice que a Confabulario pertenecen, además de los cuentos maduros, “aquello que más se les parece”, lo cual abre un ámbito de imprecisión que se puede llenar de cualquier modo. En suma, pese a su declarado propósito, en verdad la clasificación no restituye los rasgos primigenios a cada uno de los libros, sino que propone una división de textos posterior a su génesis y a su publicación para agruparlos según la madurez y/o características que el autor cree que poseen; debido a estas pautas fluctuantes, en ningún momento se canceló la virtualidad de nuevos y distintos “confabularios” (v. g. en 1986 Cátedra editó un Confabulario definitivo y antes, en 1979, la editorial Promexa publicó una selección de textos titulada Mi Confabularlo, donde se compilan escritos tanto de Varia invención y Confabulario como del Bestiario). En fin, en cuanto a las ediciones autorizadas u ordenadas por Arreola, resulta evidente que, de acuerdo con la terminología de la crítica textual, él ha asumido más bien la función de editor de sus propios textos.

UNA REFLEXIÓN FINAL

Antes de finalizar esta inicial aproximación crítica al tema de los nexos entre Borges y Arreola, debo decir que mi propósito ha sido indicar líneas generales de investigación en las que deberá ahondarse, siempre con el anhelo de restituir cierto sentido unitario a la evolución de la literatura en lengua española, particularmente en el ámbito hispanoamericano.

Por último, debo confesar que soy consciente de que en algunos pasajes de este ensayo incliné la balanza hacia la descripción de la obra del escritor mexicano. Intentaré explicar mis razones. Seguramente, en principio ningún lector negará a Arreola el privilegio de ser un “precorrido” de su “precursor” Borges, para usar los conceptos de éste; el problema es que, como dice él en su propuesta “Kafka y sus precursores”, aunque el término “precursor” parece ser imprescindible para la crítica, habría que buscar depurarlo de cualquier connotación de tácita polémica o rivalidad. En este sentido, pensé que, debido al irrefutable y extendido prestigio literario de Borges, quizá una hábil manera de equilibrar la balanza podría ser centrar mi análisis en el “precorrido” y no necesariamente en el “precursor”. Pero como todo confluye finalmente en el mismo resultado, y las generosas ideas del argentino son muchas veces de una magnitud apabullante, debo concluir citando de nuevo a Borges, ahora en un pasaje de “Pierre Menard, autor del Quijote”:

Menard (acaso sin quererlo) ha enriquecido mediante una técnica nueva el arte detenido y rudimentario de la lectura: la técnica del anacronismo deliberado y de las atribuciones erróneas. Esa técnica de aplicación infinita nos insta a recorrer la Odisea como si fuera posterior a la Eneida y el libro Le jardin du Centaure de Madame Henri Bachelier como si fuera de Madame Henri Bachelier. Esa técnica puebla de aventura los libros más calmosos. Atribuir a Louis Ferdinand Céline o a James Joyce la Imitación de Cristo ¿no es una suficiente renovación de esos tenues avisos espirituales?45

Si, con base en las similitudes entre los dos autores aquí examinados, aplicamos la productiva enseñanza que se deduce de esta cita, podríamos atribuir a Borges los textos de Arreola, o viceversa. En última instancia, con ello estaríamos practicando el tipo de lectura sesgada que era casi un ideal borgeano, puesto que se basaba en el concepto de literatura que le era más caro: una historia del arte verbal que prescinda de los nombres y se construya mediante la acumulación paulatina de obras que sólo se consideren producto del Espíritu.

Notas al pie

1 JORGE LUIS BORGES, “Manuel Maples Arce. Andamios interiores”, Proa, núm. 2, diciembre de 1922, s. p. (incluido después en Inquisiciones, Proa, Buenos Aires, 1925, pp. 120-123).

2 Por ejemplo, el Fondo de Cultura Económica anuncia la próxima aparición del libro Jorge Luis Borges y Alfonso Reyes. La cuestión de la identidad del escritor latinoamericano, de AMELIA BARILI.

3 Sólo conozco un trabajo previo sobre esta relación, donde la autora señala pertinentemente las múltiples vetas en que podría explorarse: “Varias líneas de relación pueden trazarse en estos dos cuentistas: lo fantástico, las vidas imaginarias, las citas de libros reales y apócrifos; el cuento que se bifurca en dos historias, dos estructuras; la mezcla de cultura culta y popular; el acabado perfecto —intelectual y artesanal, en un caso y en el otro, aunque no exclusivamente— de los relatos” (SARA POOT HERRERA, “Borges y Arreola: tema del rival y del duelo”, Tierra Adentro, núm. 93, ago.-sept. 1998, p. 42); dentro de este amplio es pectro de posibilidades, ella decide analizar el tema del duelo en cuentos de los dos autores.

4 Me refiero, claro está, al conocimiento de su obra entre los escritores mexicanos, no a su lectura en grupos más amplios de receptores, la cual podría datarse con precisión como resultado de ese fenómeno editorial y cultural llamado el boom de la literatura his-panoamericana. Sin duda, en este proceso desempeñó una función central la Revista Mexicana de Literatura, cuyo número especial de 1964, “Homenaje a Borges”, implicó tanto un amplio reconocimiento del valor de la obra del escritor argentino entre sus pares, como la posibilidad de su difusión entre un mayor número de lectores; además de textos de Ramón Xirau y Emir Rodríguez Monegal, así como de una entrevista de Keith Botsford a Borges, el número exclusivo contiene un lúcido ensayo de JUAN GARCIA PONCE sobre el escritor argentino (“¿Quién es Borges?”, Revista Mexicana de Literatura, 1964, núm. 5-6, pp. 23-43). Quizá convenga recordar aquí una significativa anécdota contada por una profesora de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM: a fines de la década de 1960, cuando los nombres de Cortázar y Borges apenas se empezaban a popularizar en México, algunos universitarios informados recomendaban a los neófitos la lectura de “Jorge Luis Cortázar” y “Julio Borges”; esta broma demuestra que en México la difusión global de los dos autores rioplatenses se produjo al mismo tiempo, como si fueran contemporáneos estrictos, con lo cual no se distinguía que Cortázar trabajaba e innovaba en una tradición literaria argentina establecida en gran medida por Borges; creo que merecería estudiarse este frecuente desfasarniento temporal en la recepción de una literatura nacional en otra, pues permitiría identificar los parámetros de lectura desde los que se efectúa, así como las particulares continuidades y semejanzas literarias que crea.

5 J. J. Arreola apud EMMANUEL CARBALLO, Protagonistas de la Literatura mexicana, Eds. El Ermitaño-SEP, México, 1986, pp. 470-471.

6 J. J. ARREOLA, Varia invención, Fondo de Cultura Económica, México, 1949, p. 7.

7 J. J. Arreola apud E. CARBALLO, op. cit., p. 470.

8 J. J. Arreola apud JUAN JOSÉ DOÑAN, “Borges, escritor imposible” [entrevista], Vuelta, 1996, núm. 241, p. 43.

9 J. L. BORGES, “Menoscabo y grandeza de Quevedo”, en Inquisiciones, p. 42.

10 Ibid., p. 43.

11 J. L. BORGES, “Nora preliminar” a Miguel de Cervantes, Novelas ejemplares, Emecé, Buenos Aires, 1946, p. 9.

12 J. J. Arreola apud JUAN JOSÉ DOÑÁN, art. cit., p. 45.

13 J. J. Arreola apud E. CARBALLO, op. cit., p. 457.

14 Ibid., p. 471.

15 Idem.

16 “Prólogo” a Elotro, el mismo, en Obras completas, Emecé, Buenos Aires, 1974, p. 838.

17 J. J. Arreola apud JUAN JOSÉ DOÑÁN, art. cit., p. 43.

18 J. L. BORGES, “Prólogo” a Confabulario, Fondo de Cultura Económica, México, 1985, p. 7. Fiel a su inveterada práctica de reproducir sus prólogos en diversas oportunidades, este texto abre también el volumen de Arreola titulado Cuentos fantásticos (1986), que forma parte de la colección “Biblioteca Personal de Borges”, la cual comprendería a cien autores seleccionados y prologados por Borges, pero debido a su muerte sólo llegó a sesenta y seis; aparte de Arreola, el otro autor mexicano que él alcanzó a prologar fue Juan Rulfo (estoy casi seguro de que también había pensado en incluir a Reyes).

19 Distingo al menos dos facetas funcionalmente bien diferenciadas de este ejercicio que deberían examinarse con mayor profundidad: la primera, los prólogos escritos por Borges a obras ajenas; la segunda, su excéntrica y re iterada función de prologuista (e incluso “ep iloguista”) de sus propios textos (en esta línea, por ejemplo, ya hay fructíferas propuestas: JOSÉ MIGUEL OVIEDO, “Borges: el poeta según sus prólogos”, Revista Iberoamericana, 51 [1985], pp. 209-220).

20 J. L. BORGES, “Prólogo” a Confabulario, p. 7; las cursivas son mías.

21 J. J. Arreola apud E. CARBALLO, op. cit., pp. 480, 481.

22 J. L. BORGES, “Prólogo” a Adolfo Bioy Casares, La invención de Morel (1940), compilado en Prólogos, Torres Agüero Ed., Buenos Aires, 1975, p. 22.

23 J. L. BORGES, “Prólogo” a Confabulario, p. 7.

24 J. J. Arreola apud E. CARBALLO, op. cit., p. 471.

25 “En verdad os digo”, Confabulario, Fondo de Cultura Económica, México, 1952, p. 13.

26 S. YURKIEVICH, “Juan José Arreola: los plurales poderes de la prosa”, Prólogo a Obras de Juan José Arreola, Fondo de Cultura Económica, México, 1996, pp. 30-31.

27 J. L. BORGES, “Prólogo” a Confabulario, p. 7.

28 S. YURKIEVICH, op. cit., p. 28.

29 J. L. BORGES, “Tlön, Uqbar, Orbius Tertius”, Ficciones, en Obras completas, p. 443.

30 J. L. BORGES, “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”, Sur, mayo de 1940, núm. 68, p. 42.

31 J. L. BORGES, “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”, en Antología de la literaturada fantástica, compilada por Borges, A. Bioy Casares y S. Ocampo, Sudamericana, Buenos Aires, 1940, p. 84.

32 J. L. BORGES, “Tlön, Uqbar, Orbius Tertius”, Ficciones, en Obras completas, p. 440; las cursivas son mías.

33 LINDA HUTCHEON, Irony's Edge. The Theory and Politics of Irony, Routledge, Londres, 1995, p. 156.

34 J. J. Arreola apud E. CARBALLO, op. cit., p. 473.

35 J. J. ARREOLA, “Corrido”, Confabulario, Fondo de Cultura Económica, México, 1952, pp. 27-28.

36 Ibid., p. 29; las cursivas son mías.

37 J. J. ARREOLA, “De memoria y olvido”, Prólogo a Confabulario, Joaquín Mortiz, México, 1971, p. 10.

38 J. L. BORGES, “Las memorias de Borges”, La Opinión, Buenos Aires, 17 de septiembre de 1974.

39 J. L. BORGES, Aspectos de la literatura gauchesca, Ed. Número, Montevideo, 1950, p. 8.

40 J. L. BORGES, “Hombre de la esquina rosada”, Historia universal de la infamia, en Obras completas, p. 334.

41 J. J. Arreola apud E. CARBALLO, op. cit., p. 485.

42 Véase TOMMASO SCARANO, Varianti a stampa nella poesia del primo Borges, Giardini Ed., Pisa, 1987, donde se registran las exorbitantes cifras de versos cambiados en sus tres primeros poemarios (40% de los versos originales fueron suprimidos y 46% de los restantes sufrieron correcciones sustanciales), así como las variantes de los poemas, que en varios casos llegan al excesivo número de siete o hasta ocho, lo cual plantea un irresoluble problema de edición, tanto por la imposibilidad de privilegiar de manera definitiva una sola de las lecciones, como por las dificultades inherentes a la transcripción de todas las versiones. Pese a que Scarano y otros más hemos llamado la atención sobre este hecho, increíblemente todavía hay estudiosos de la obra de Borges que citan los versos de las muy corregidas ediciones de Feroor de Buenos Aires como si provinieran del libro original de 1923. Este fenómeno de recepción merece un examen detallado, pues no es tan sólo un mero “error” de la crítica: el propio Borges indujo hábilmente el resultado, tanto en los prólogos a sus nuevas ediciones como mediante el reacomodo permanente de sus textos en éstas.

43 G. THOMAS TANSELLE, Textual Criticism and Schoiariy Editing, University Press of Virginia, Charlottesville, 1990, p. 53.

44 Una asignatura pendiente muy necesaria para el mejor conocimiento de Borges es la preparación de ediciones críticas (o por lo menos “anoradas”) de su obra, ya que en general, salvo contadas e insuficientes excepciones, las que poseemos no pueden más que clasificarse como pobres (sin prólogos críticos o explicativos, sin notas de ninguna especie, ni secuencias cronológicas). Como primer paso de esta labor, podrían someterse a un riguroso escrutinio los criterios de lectura que se deducen del vasto proceso de supresiones y reordenamientos decidido por el propio Borges para las sucesivas ediciones de su poesía. Quizá ayudaría a reflexionar sobre ello un sugerente ensayo de IAN JACK (“A Choice of Orders: The Arrangement of «The Poetical Works»”, en Textual Criticism and Literary Interpretation, ed. Jerome J. McGann, The University of Chicago Press, Chicago, 1985, pp. 127-143) que, con base en ejemplos de ediciones de poesía inglesa preparadas por los propios autores o por editores académicos o no, discute las ventajas y desventajas de los diversos órdenes posibles (cronológico, temático, formal, editorial), sin privilegiar de manera definitiva ninguno de ellos.

45 J. L. BORGES, “Pierre Menard, autor del Quijote”, Ficciones, en Obras completas, p. 450.

Fuente: Project Muse

https://muse.jhu.edu/pub/320/oa_edited_volume/chapter/2576996