jueves, 29 de octubre de 2015

Bony Bullrich- Video Homenaje a su Abuela




Decidí realizar esta obra porque soy el único que puede contar la historia. Borges le dedicó los dos poemas que escribió en inglés a mi abuela, y como su único nieto decidí darla a conocer y mostrar que Beatriz Bibiloni Webster de Bullrich existió realmente.

Bony Bullrich

Fuente : You Tube

viernes, 16 de octubre de 2015

La biblioteca de Babel online, con todos los libros que se han escrito y que se van a escribir


  
Adrian Raya      

Con esta biblioteca de Babel online podrás encontrar todo lo que la humanidad ha escrito y podría escribir en el futuro.

“La biblioteca de Babel”, de Jorge Luis Borges, cuenta la existencia de una biblioteca de escala galáctica en la que se pueden encontrar todos los libros imaginables.

No es una cantidad infinita de libros, ya que hay ciertas reglas en cuanto al número de páginas que cada uno puede tener (410) y el número de palabras que puede tener cada página, pero es suficiente para que la cabeza nos explote sólo de pensar en la cantidad de información, relatos y hechos que son almacenados en esa biblioteca.
La biblioteca de Babel online en la que podemos perdernos hasta el fin de los días

Ahora podemos hacer realidad el sueño de leer la biblioteca de Babel, gracias a una página web que nos permite navegar por todos los libros que existieron y que existirán, así como buscar frases concretas. ¿Suena a magia? Seguramente te habrás dado cuenta de que es imposible que el servidor de la página almacene todos los libros posibles; con las reglas que limitan la cantidad de libros y los caracteres y símbolos usados (3.200 de diferentes idiomas), estaríamos hablando de 1.9×10^1834097 libros. Eso es más que la cantidad de átomos del universo, unos 1×10^80 átomos, y sería imposible de almacenar en ningún sitio.

Por lo tanto, la página no tiene más remedio que hacer que el propio navegador genere la página en base a un número aleatorio; lo interesante es que el método usado para generar la página es reversible, y se guarda en los servidores de la página. En otras palabras, si encontramos una página podemos compartirla con otras personas que verán la misma aunque la hayan generado en su navegador. Y cuando buscamos una palabra o una frase, el algoritmo la incluye en la página generada aleatoriamente.

En realidad la página se asemeja más a un índice, en el que el número sirve para generar la página que estamos buscando. Aunque no sea una biblioteca de Babel online “real”, es una creación ingeniosa que nos permite hacer lo que promete, perdernos por todos los libros posibles (aunque la inmensa mayoría no tengan sentido en ningún idioma). Quién sabe, si tienes mucha, mucha suerte, puede que consigas leer antes que nadie el próximo libro de tu escritor favorito.



Fuente : Microno  -   13 octubre, 2015 —



miércoles, 14 de octubre de 2015

Un diálogo imposible entre Orson Welles y Jorge Luis Borges




Juan Pablo Cinelli

En el Olimpo de los grandes libros, aquellos cuya materia son los diálogos suelen ocupar un lugar destacado. En principio porque invariablemente tienen como protagonista al menos a un personaje que no sólo debe ser lo suficientemente importante en aquella área en la que se destaque, sino que además debe cumplir con los requisitos de ser inteligente, ingenioso y, sobre todo, un gran conversador. El mejor ejemplo en la Argentina de este tipo de libros son los volúmenes que reproducen una serie de charlas radiales que Jorge Luis Borges mantuvo en 1984 y 85 con el periodista y también escritor Osvaldo Ferrari. Pero si aquellos libros, publicados originalmente por Editorial Sudamericana durante la segunda mitad de la década de 1980 y luego reeditados a la vera del siglo XXI, inmortalizan la genialidad de Borges ya no como escritor sino como conversador consumado, se debe no sólo a una capacidad propia sino a la habilidad de Ferrari para ocupar el rol de interlocutor. Un lugar nada menor, porque de él dependía no sólo el proponer los temas indicados para que el gran escritor argentino desplegara el babélico universo de sus conocimientos, sino que también sabía encauzar con mano firme el carácter digresivo y arbóreo del Borges oral.


 Algo de eso también habita de manera parcial en Mis almuerzos con Orson Welles, extraordinario volumen que acaba de publicar Editorial Anagrama. Sus páginas agrupan, con curaduría del periodista Peter Biskind, una serie de diálogos que el actor y cineasta Henry Jaglom mantuvo entre 1983 y 1985 con Orson Welles, de cuya muerte se cumplen hoy 30 años. Las mismas tuvieron lugar durante una serie de almuerzos que ambos mantenían con regularidad en el restaurante Ma Maison de Hollywood. Se habían conocido a principios de los ’70 cuando Jaglom, 20 años menor, convenció a Welles de actuar en su primera película sin tener siquiera el esbozo de un guión. Bastó con que le ofreciera hacer el papel de un mago y permitiera que el personaje usara una capa para que Orson, que por entonces ya tenía el aspecto de un oso gordo y peludo, aceptara de inmediato. Desde entonces fueron amigos. Con el tiempo Jaglom acabó convirtiéndose además en el único promotor de la obra de Welles durante sus últimos años, en los que, debido a su carácter y a la fama de maldito que tenía en el ambiente de la industria del cine, casi no había podido filmar.

Percibiendo el entusiasmo de su amigo joven, Welles le propuso a Jaglom grabar las animadas conversaciones que sostenían durante aquellos almuerzos, pero con una condición que tiene algo de absurdo: le pide que esconda el grabador y que nunca le diga cuándo está grabando. Welles sabía que el sólo hecho de ver un micrófono haría que su parte actor se hiciera cargo de la conversación, convirtiendo aquellas charlas en una puesta en escena. Puede decirse entonces que Welles no sólo fue un consumado actor y director de cine y teatro, sino además un notable editor, ya que de no mediar el truco del micrófono escondido este libro no hubiera sido posible. De otro modo no caben dudas de que su protagonista nunca se hubiera permitido contar muchas de las anécdotas que se multiplican en sus páginas.

Un ejemplo notable al respecto es aquella acerca de Laurence Olivier, considerado de forma unánime como uno de los actores más grandes del siglo XX. "¡Siempre quiso ser tan guapo, tan bello!", recuerda Welles a Olivier, con quien había compartido unos cuantos espectáculos teatrales. "Una vez bajé a su camerino después de una función y le sorprendí mirándose al espejo. Y lo hacía con tanto amor, con tanta pasión…Me vio y le entró vergüenza de haber sido sorprendido en un momento tan íntimo. Sin vacilar ni un segundo, sin embargo, y sin dejar de mirarse, me dijo que cuando se miraba al espejo, se enamoraba tanto de su propia imagen que casi no podía resistir la tentación de chupársela. Esa era su mayor pena, me dijo, que no podía chupársela ¡a sí mismo!" Con el mismo descaro cuenta intimidades que involucran a Humphrey Bogart, Tennessee Williams, Greta Garbo, Charles Chaplin, Rita Hayworth (con quien estuvo casado y de quien siguió enamorado aún después de separados) y Marilyn Monroe (con la que él mismo se atribuye una aventura previa al estrellato de la diva).

Pero los diálogos recogidos en Mis almuerzos con Orson Welles no se reducen a un inventario de chismes que nunca se sabe cuánto tienen de real y cuánto de una extraordinaria combinación de gracia, malicia y fantasía, sino que muchas veces se convierten en interesantes discusiones estéticas que abarcan el teatro, el cine e incluso la crítica. Nunca deja de sorprender que para cada tema Welles siempre tuviera una respuesta precisa y oportuna. Por su ácido sentido del humor, la calidad de su pensamiento y la velocidad para el retruecano ingenioso, Welles parece un digno representante de una dinastía de conversadores fabulosos como Oscar Wilde, Bernard Shaw o el propio Borges.

Es interesante notar que tanto las charlas entre Jaglom y Welles como las de Borges y Ferrari tuvieron lugar casi de manera simultánea: unas en alguna mesa de Ma Maison, en Los Ángeles; las otras en el estudio de Radio Municipal en Buenos Aires. Lo que pocos habrán notado es el portal que es posible abrir al poner en paralelo ambos diálogos: la entrada a un mundo conjetural en el que Borges y Welles –que no llegaron a conocerse en persona, aunque sentían mutua admiración— establecen un diálogo virtual en torno a El ciudadano (Citizen Kane, 1941), la primera película del estadounidense como director, considerada una de las mejores de la historia del cine. En el libro de Biskind, Welles le cuenta a Jaglom la mala recepción que tuvo su película al estrenarse en Inglaterra. "A algunos les pareció un refrito de Borges, y la criticaron mucho", dice el cineasta. "También me dijeron que al propio Borges no le gustó. Decía que [El ciudadano] era pedante, lo cual me resulta muy extraño, no me parece que ese adjetivo case bien con la película. Y que era laberíntica. Y que lo peor de un laberinto es no encontrar la salida. Y que Kane era una película laberíntica que no tiene salida", resume Welles, para terminar con una ironía con la que intenta dejar a salvo su honor y su orgullo (y su ego): "Borges es medio ciego, no te olvides." Por su parte, el volumen Reencuentro. Diálogos inéditos reproduce una charla en la que Ferrari le propone a Borges recordar su época como crítico de cine en la revista Sur. Ahí el escritor –que no era medio ciego, como comenta Welles con gracia maliciosa, sino ciego del todo—, lejos del tono burlón que transmite la última frase de Welles, recuerda con algo de vergüenza que, a caballo de la libertad que la revista le daba para escribir lo que se le ocurriera, solía equivocarse bastante seguido. "Por ejemplo, yo escribí un comentario del todo indigno de un excelente film que se llamaba Citizen Kane de Orson Welles", reconoce el escritor. "Y escribí ese comentario adverso no sé por qué, un capricho", concluye como dándole la razón a Welles. Con ese acto de reparación concluye este diálogo imposible en el que los dos genios parecen abrazarse, cerrando un círculo que les hace justicia a ambos, amigándolos estéticamente, aún sin ellos saberlo, como un acto reparador justo antes de la muerte de ambos. Al fin y al cabo charlando se entiende la gente y así lo prueban estos libros.

Fuente : Tiempo Argentino

miércoles, 7 de octubre de 2015

Borges entrevistado por Miguel Briante - 1970




En las últimas líneas de la primera parte de esta nota, en el número anterior, Borges –interrumpiendo sorpresivamente su charla conmigo– ha preguntado a una colaboradora de Confirmado, que me acompaña:

–¿Usted, cómo se llama?

–Lía Levit –ha dicho ella.

Borges repite el nombre una sola vez, en voz alta. Se vuelve hacia mí, retornando sin transición al reportaje. Digo:

–¿Usted no piensa que Don Segundo Sombra es un lujo de estanciero?

–No, porque el libro corresponde a una verdadera nostalgia. En parte pueden ser varias nostalgias. La nostalgia de un hombre que ve desaparecer un tipo de vida que le gustaba: la pastoral. Luego la nostalgia de haberlo escrito parcialmente en París. Luego la nostalgia de describir la provincia de Buenos Aires, al norte, invadida ya por chacras españolas e italianas. Y luego otra nostalgia, porque leyendo bien el libro uno se da cuenta de que él no lo conoce mucho al personaje; Don Segundo es una especie de mito creado por el chico, porque no se lo ve actuar en ningún momento de un modo admirable. No, al contrario. A veces actúa de un modo feo, como cuando lo ofende al cabo de policía, o cuando lo insta al muchacho a pelear y el muchacho mata al otro. Yo creo que hay eso, y además creo que ese libro viene a ser como una especie de elegía de todas las literaturas y de todas las realidades esas, que empiezan con Bartolomé Hidalgo y siguen hasta ahora. Y me acuerdo que cuando publicó el libro, un primo mío, Enrique Amorim, dijo: “Bueno, éste es el libro de un porteño, que tiene una idea romántica de los gauchos. Yo me he criado entre gauchos en la frontera de Brasil...”

–El caballo y su sombra –apunto, señalando uno de los libros de Amorim.

–Y El paisano Aguilar –dice Borges, y sigue–: “...y sé que no son así”. Me acuerdo haber estado con Amorim, cerca de la frontera del Brasil, en unas carreras cuadreras. Yo, con un candor porteño, le dije: “Pero, Enrique, aquí habrá como trescientos gauchos”. (El no hubiese dicho gauchos sino paisanos, ¿no?) “Bueno –me dice él–, pero asombrarse de ver trescientos gauchos aquí es como asombrarse de ver trescientos empleados de Gath y Chaves.” Recuerde usted que toda la poesía gauchesca ha sido hecha por estancieros y por hacendados, no ha sido hecha por gauchos. Sabemos que Bartolomé Hidalgo fue peluquero, pero fue también soldado; Hilario Ascasubi tuvo una vida muy aventurera, creo que fue buscador de oro en California, dio la vuelta al mundo, se batió en la Guerra Grande como unitario, edificó el Teatro Colón, fue diplomático en París, asistió a la Batalla de Ituzaingó; bueno, no era exactamente un gaucho. Estanislao del Campo era hijo de un coronel de la guerra de la Independencia: un abuelo mío lo conoció mucho, hizo con él las batallas de Cepeda y Pavón, conoció además todo ese mundo más que Hernández, porque Hernández se documentó, pero, que yo sepa, no estuvo en ninguna batalla. Un coronel amigo me mostró unas cartas de él en que pedía datos sobre la vida en los fortines: personalmente él no los conocía, y además él era Hernández Pueyrredón Linch, de una de las familias importantes de esa época. Y Eduardo Gutiérrez y también Güiraldes eran estancieros. Por eso yo siempre digo que se ha cometido un error con la poesía gauchesca y la literatura gauchesca, porque ha sido hecha por hombres de la ciudad que se han compenetrado con los gauchos, pero a ningún gaucho se le hubiera ocurrido escribir las novelas de Eduardo Gutiérrez, los poemas de Ascasubi y de Lucich. Lucich era yugoslavo. Quiero decir que todo ese mito del gaucho es un mito del Este, como los cowboys son el mito del Oeste.

–Hace mucho leí una novela de cowboys en la que un personaje leía novelas de cowboys y a medida que iba leyendo iba arrancando las hojas.

–¿Ah, sí? ¿Le parecían falsas?

–Sí, pero seguía leyendo.

–Pero es que a ninguna persona le parece romántica la vida que lleva. Yo me acuerdo que poco después de aparecer Don Segundo Sombra conocí a un tropero. Como había leído el libro, lo veía como a una especie de héroe; le dije: “Bueno, cuénteme un poco su vida”. “Y –dice–, es una vida muy cómoda porque uno lleva un carguero con todo lo que precisa.” “Además –dice–, si yo no hubiera sido tropero me hubiese quedado en mi pueblo, en cambio así yo he viajado. Imaginesé, yo estuve en Gualeguay, en Gualeguaychú, en Nogoyá, en Concepción del Uruguay.” Bueno, y eso le parecía haber recorrido el mundo, ¿no? Sin embargo, esos pueblos estaban bastante cerca, y todos en Entre Ríos. Y eso era para él como si hubiera sido Marco Polo.

–Y su travesía era de a caballo...

–Bueno, mi padre conoció de chico a un peón tigrero, al norte de Entre Ríos, que tenía el oficio de matar a los tigres, a los jaguares. Tenía la mano llena de arañazos de los jaguares y yo le pregunté a mi padre: “¿Y a ese hombre cómo lo veían los otros peones?”. Y, lo veían como a cualquiera. Era una persona que sabía hacer eso, pero posiblemente no haya servido para domador o para tropero. Son oficios.

–Borges: en este momento estamos grabando sus palabras. ¿Nunca piensa, durante un reportaje, que usted habla y después será un periodista desconocido, o por lo menos mucho menos experto que usted en el manejo del lenguaje, quien ha de puntuarla? ¿Nunca se preocupa por el hecho de que puedan transcribir incorrectamente sus palabras?

–Como usted quiera. Usted siempre mejorará lo que yo diga.

–Pero, ¿usted nunca se plantea, aun como juego, ese problema?

–No, si estoy hablando y estoy pensando en punto y coma y dos puntos no voy a poder hablar. Generalmente se habla sin puntuación. Salvo los españoles, que hablan con puntuación y suelen ser insoportables por eso. Capdevila hablaba con puntuación; Capdevila casi hablaba: “Querido amigo coma quiero decirle una cosa dos puntos antes coma me gustaría observar que tal y tal cosa punto seguido sin embargo coma no voy a...” Pero posiblemente para escribir como él escribía era necesario que estuviera adiestrado en ese estilo oratorio, ¿no? Pero aquí tendemos a interrumpir la frase en cuanto pensamos que el interlocutor ha entendido, y dejar todo inconcluso. En cambio los españoles... y Capdevilla, que trabaja de español, ¿no?, hablaba en períodos redondos. Quizá lo necesitaba para una producción tan extensa como la suya. Bueno: ¿qué quiere preguntarme usted?

–Borges, ¿usted conoce, siente la influencia que tuvo en las generaciones posteriores?

–Yo diría más bien que las generaciones que siguieron tuvieron influencia sobre mí. Bioy Casares, por ejemplo, me ha enseñado muchas cosas; y es posterior a mí. Mi padre decía que son los hijos los que educan a los padres. Yo diría que es un error suponer que el maestro es el mayor y más siendo uno el menor. Para bien o para mal.

–Yo le hablo de otras generaciones. Yo tengo, por ejemplo, 25 años...

–¿De modo que hay gente de 25 años? Bioy Casares me decía los otros días: “Qué raro que ya no haya chicas de 20, 25 años, como antes. De 18 ya ni se hable. Qué raro que no queda ninguna”. Y yo le dije: “Bueno, pero como dijo Groussac cuando le preguntaron qué piensa usted de la mujer: escapa ya a mi observación”. “Qué raro, qué lástima que no haya chicas jóvenes”, decía Bioy. “Lo que pasa, digo yo, es que son otros los que las encuentran.”

–De algún modo –insisto–, toda una generación de 25 a 30 años está influencia por usted. Y eso que nosotros nacimos a la literatura en una época en que a usted se lo criticaba por irrealista, por hacer literatura fantástica.

–Bueno, yo creo que ahora se está en la literatura fantástica.

–¿Porque se ha descubierto que no es menos reveladora que la llamada “realista”?

–No sé por qué, pero creo que un rasgo diferencial de la literatura argentina, y quizá de la mexicana –que no conozco–, es el hecho de que los escritores hagan obras fantásticas y no simplemente alegatos. Mire un libro como La invención de Morel.

–O el último libro de Bioy.

–Bueno, el último libro, que todavía no leí. Yo le dije que no le pusiera ese título. Diario de la guerra del cerdo, ¿no?

–Pero ese título es lo suficientemente ambiguo como para acentuar lo dramático del libro.

–Yo le hice una broma. “Fijate –le dije– que siempre vas a tener un chancho en la tapa.” Pero Bioy ha escrito El sueño de los héroes, que me parece extraordinario. Y La invención de Morel lo ilustró mi hermana y lo prologué yo.

–Y Plan de evasión.

–Un lindísimo cuento. Ahora, La invención de Morel, él le puso el título deliberadamente. Lo puso porque él había leído La isla del doctor Moreau, de Wells. Era el inventor de una isla. Por un lado era decir: Wells, aquí estamos otra vez con el inventor de su isla; y por el otro era una especie de saludo a Wells; era decir: yo reconozco lo que he leído, me complazco en reconocerlo, por eso mi personaje se llama Morel, como el suyo Moreau.

–¿Usted saludó alguna vez a alguien deliberadamente, desde sus páginas?

–Bueno, yo no recuerdo en este momento ninguna vez particular. Pero creo que es una linda idea, además.

–Hay un cuento suyo, Tlön, Uqbar, Orbis Tertius, nunca supe bien cómo se pronunciaba.

–Yo tampoco.

–¿Por qué le puso ese título?

–Simplemente porque los españoles no pueden pronunciar la te-ele. Ellos dicen que nosotros estamos corrompiendo el idioma. Pero cuando yo era profesor en España decía a mis alumnos que dijeran: Atlántico. Decían: Atrántico, Arlántico, Alántico. “Bueno, digan: Madrid.” “Pues bien: Madriz.” “No, no, Madrid no se escribe con zeta.” “No, no, que se dice los madrices.” “Bueno, dejemos el argot de lado, se escribe simplemente Madrid.” Bueno, por eso; tenía cierta idea del sonido Tlön, que me gustaba, y luego esa imposibilidad de los españoles de pronunciar te-ele. Pero si hubiera sabido anglosajón en esa época, hubiese encontrado nombres más raros.

–Usted, en ese cuento nombra a Ernesto Sabato.

–No, creo que no. ¿O sí?

–Sí, lo nombra como uno de los que están compilando la Enciclopedia sobre Tlön.

–Como ese libro es una especie de juego con la realidad, yo nombré a algunos amigos míos.

–Empieza nombrando a Bioy.

–Están Bioy Casares, Mastronardi, Néstor Ibarra. ¿Por qué?

–¿Usted leyó la obra posterior de Sabato?

–No, muy poco. Sé que publicó un libro donde me dijeron que se metía conmigo, pero no lo leí. Ahora me ha dedicado un libro sobre tango, pero no sé.

–Ahí copia su dedicatoria a Lugones, de El hacedor. Usted dice, más o menos: Yo sé que a usted le hubiese gustado que le gustase un libro mío; él dice, hablándole a usted, algo de eso.

–Si, ya sé, es lo mismo. Bueno. Y yo no sabía si estaba distanciado de él o no. Porque es una persona, digamos, difícil, ¿no? Bueno, la última vez que lo vi, me abrazó y me trató en excelentes términos. Creo que voy a verlo la semana que viene.

–Pero usted dijo, de Sabato, que “su obra se podía poner, sin peligro, al alcance de todo el mundo”.

–Ah, era una especie de broma. Como él quiere ser un escritor audaz...

–Borges: la gente se deslumbra por sus cuentos más fantásticos, aquellos en los que usted agrega cierta magia a la realidad.

–Bueno, pero yo ahora pienso publicar un libro de cuentos a la manera de La intrusa, es decir, de cuentos deliberadamente grises.

–Pero donde la magia ya está en la realidad, como en El muerto.

–Bueno, no sé si puede usar la palabra magia. El muerto no es estrictamente realista, es un poco un cuento fantástico. Un personaje que se venga de esa manera, casi ideal...

–Pero es absolutamente probable.

–Bueno, lo importante es que sea probable mientras se lee. Lo que dijo Coleridge que constituía la fe poética: “La suspensión voluntaria de la incredulidad”. Porque una persona que está en el teatro sabe que está en el teatro; una persona que está leyendo una novela sabe que está leyendo una novela. Salvo el caso de un paisano que me contaron en Gualeguay: Parece que los Podestá fueron a Gualeguay y representaron Juan Moreira. Ellos llevaban cuatro o cinco actores, y los demás eran comparsas que contrataban en el pueblo. Entonces contrataron a un muchacho para que fuera uno de los de la partida que va a arrestar a Juan Moreira, y Juan Moreira acometía a todos con su sable de utilería. Como no había bastantes sables de utilería, el comisario se encargó de darles sables de verdad. Ese muchacho tenía que ser uno de los de la partida. Llega la escena donde Moreira juega su suerte, y da un planazo al muchacho; el otro saca el sable y lo corre a Podestá. Se suspende la representación y el hombre queda con una tremenda fama de guapo. Porque, ¿acaso no lo ha visto todo el pueblo correr a Juan Moreira? Es decir que la gente confundía al actor con el papel que representaba. Tanto es así que después llegó a deber varias muertes, porque él tuvo que merecer esa reputación. Naturalmente, lo hacía con ventaja porque si lo había corrido a Juan Moreira delante de todo el mundo, ya se sabía que era muy valiente y muy diestro en el uso de las armas.

–Parece aquello de las “vastas representaciones que incluían pueblos enteros...”

–Claro. Y le voy a contar otra anécdota muy parecida, de un muchacho que le da una puñalada a otro. Fue en Entre Ríos, parece. Lo llevan preso, le preguntan cómo se llama. Sería 1905, 1910. “¿Cómo se llama?” “Juan Moreira.” “¿Cómo Juan Moreira?” “Sí, soy hijo de Juan Moreira. Pueden preguntarle a mi madre.” Y van a ver a la madre, y la madre dice: “Sí, Juan Moreira me lo hizo la última vez que estuvo en el circo”. Era Podestá. Una confusión así, muy grande, pirandelliana, pero mejor que pirandelliana. Por eso es que cuando dicen que el Fausto, de Estanislao del Campo, es imposible, porque el gaucho no confundiría el teatro con la realidad, se equivocan. Aquí tienen dos hechos clásicos de confusión.

–Hay otro igual, Borges, para que lo agregue. En una de esas representaciones, eligen para acompañar a un gaucho que se entregaría a la partida, a un muchacho muy popular en el pueblo; cuando tiene que deponer las armas, sus amigos, desde la platea, le gritan: “No te rindas nada, Juancito”, a coro. El hombre, ante los gritos decide no rendirse y la emprende a los palos con los actores que hacían de policías.

–Ah, muy lindo, muy lindo. Mire, dicen que cuando pasaban en el Oeste películas de western, la pantalla quedaba acribillada a balazos. La gente tiraba contra el bandido.

–Ahora van a filmar, en Italia, el Tema del traidor y del héroe.

–Van a filmar (se equivoca de proyecto), y estimo que ya está listo, el libreto de La muerte y la brújula, hecho por un excelente escritor policial como Marco Denevi. Yo no lo he visto, todavía.

–¿Cómo piensa usted que se puede filmar el Tema del traidor y del héroe.

–Bueno (sigue con otra cosa), yo tenía una idea con la que Marcos Madanes no estaba de acuerdo. La idea mía es que es más patético que el detective (pronuncia la palabra en inglés) no sea común, sino que fuera amigo del asesinado, de Yamorlinsky. Entonces, a él le interesa no tanto develar el crimen sino saber cómo habían sido los últimos días de su amigo, a quien no había visto en muchos años. Así, no tenemos un funcionario investigando un crimen, sino investigándolo como una manera de acercarse a alguien que ha venido a Buenos Aires para encontrarse con él. Me dijeron que eso no podía ser porque en el cuento existía una gran diferencia de edad. “Sí –dije–, pero la diferencia de edad la inventé yo en una línea y puedo borrarla de una plumada. Hagámolos contemporáneos, ¿no?” Cuando se habla de adaptaciones yo siempre les digo: “Sobre todo, no respeten el original”. Por ejemplo, cuando René Mujica hizo Hombre de la esquina rosada. Yo había intercalado un incidente que le oí contar a mi tío. Dice mi tío que siendo cadete asistió a unas elecciones en el atrio de la iglesia del Pilar, y le habían dicho que iban a ser muy bravas. Y ahí resultó que hubo un solo muerto, que era un compadrito al que le habían dado una puñalada. Entonces él estaba muriéndose y él dijo: “Tápenme la cara para que no se vean los visajes”. Le pusieron un chambergo, y se lo sacaron cuando vieron que estaba muerto. El director lo cambió por una chalina. Porque un hombre que se muere y le ponen un sombrero en la cara como una tapa, escrito puede estar bien, pero visto puede ser ridículo.

–Borges, ¿cuándo sale su próximo libro?

–Bueno, ya he escrito tres cuentos. Llegué hace poco, en avión. Comencé el lunes a dictar este cuento; creo que estará dentro de diez días. Luego dejaré pasar una semana, lo puliré otra vez, y a la tercera estará listo. Son todos cuentos de ese ambiente: o del camino de las tropas o del lado de la calle Las Heras.

–¿Se siente feliz escribiendo, ahora? ¿O le es dolorosa cada palabra?

–Totalmente feliz.

–¿Alguna vez fue doloroso escribir, para usted?

–Cuando pensaba que tenía una gran responsabilidad. En cambio ahora pienso que lo que yo escriba no puede salir ni mucho mejor ni mucho peor. Creo que cuando yo escribía, bajo la influencia, bajo la mala influencia de Lugones, lo importante para mí era... Bueno, exagero. Vamos a ver. Escribo un soneto; yo necesito un epíteto adjetivo de dos sílabas. Pues, el ideal mío hubiese sido recorrer todo el diccionario y ver todos los adjetivos de dos sílabas que hay, y elegir el más asombroso. En cambio ahora creo que lo importante es el primer borrador; lo demás es cuestión de técnica, de aligerar las frases, evitar repeticiones.

–¿Y tratando de aproximarse al lenguaje hablado?

–Sí, pero al mismo tiempo sé que el lenguaje oral tolera una cantidad de repeticiones que no tolera el lenguaje escrito. Lo que se llama estilo oral es una de las variedades del estilo escrito, ¿no? Creo que hemos hablado un rato.

Comienza a levantarse. Pienso que nunca, con Borges, se habrá hablado lo suficiente. Pienso que todas las preguntas que quise hacerle se derrumbaron en algún lugar, imprecisa, irrecordables. Caminamos hacia esa puerta. Dice:

–Bueno, envíeme la revista con la nota.

–Y con una nota que escribí sobre Elogio de la sombra –le digo.

–En casa dicen que es mi mejor libro –se acuerda–. Espero que su juicio sea magnánimo.

Nos acercamos a la puerta del despacho; ahí se detiene. Han pasado cuarenta y cinco minutos desde que preguntó su nombre a mi compañera. El mecanismo de su memoria es imprevisible. Me dice:

–¿Usted también es judío?

–No –le digo, y le digo mi nombre–. Creo que vengo de italianos.

–Es extraño –dice–, yo a veces me siento extranjero en este país, porque no tengo sangre italiana.

–También soy medio vasco –digo.

–Yo también soy medio vasco, pero no me enorgullezco para nada. Los vascos nos hemos pasado la vida ordeñando vacas.

–Que no lo oiga su amigo Bioy Casares.

–Bioy está totalmente de acuerdo conmigo.

Estrecha la mano. Ahora empuña con firmeza el bastón que ya sabe manejar. No saldrá a la llanura.


Entrevistado por Miguel Briante
Confirmado, Nº 240
21 de enero de 1970
Imagen: Borges 1973 por Horacio Villalobos/Corbis

Fuente :  Borges Todo el año

Direito Literatura - 'Pierre Menard', de Jorge Luis Borges






 TV e Rádio Unisinos  -  Brasil

Nesse Direito & Literatura discutimos a obra 'Pierre Menard', de Jorge Luis Borges. Para o debate, Lenio Streck recebe no estúdio Janaína Baladão, doutoranda em Letras na UFRGS, e Georges Abboud, advogado.

 

Fuente : You Tube