domingo, 26 de enero de 2020

V.S. Naipaul: Comprendiendo a Borges




Borges, hablando de la fama de los escritores, dijo: «Lo importante es la imagen que creas de ti mismo en las mentes ajenas. Mucha gente considera a Burns como un poeta mediocre. Pero él representa muchas cosas y gusta a la gente. Esa imagen —al igual que sucede con Byron— puede llegar a ser más importante que la obra.»

Borges es un gran escritor, un poeta dulce y melancólico, y las personas que saben español lo veneran como creador de una prosa directa, nada retórica. Pero la reputación que tiene entre los angloamericanos, la de ser un argentino ciego y anciano, autor de muy pocas, muy cortas y muy misteriosas historias, es tan hinchada y falsa que oculta su grandeza. Posiblemente le haya costado el Premio Nobel; y es muy posible que cuando esa falsa reputación decaiga, cosa que sucederá inevitablemente, desaparezca también su obra, que es buena.

Lo irónico del asunto es que Borges, en lo mejor de su obra, no es misterioso ni difícil. Su poesía es accesible; en gran parte es hasta romántica. Sus temas vienen siendo los mismos desde hace cincuenta años: sus antepasados militares, sus muertes en combate, la muerte misma, el tiempo y el viejo Buenos Aires. Y hay cerca de una docena de historias muy logradas. Dos o tres de ellas son pura y simplemente historias de detectives, anticuadas incluso (una fue publicada en la Ellery Queen's Mystery Magazine). Algunas tratan, de modo muy cinematográfico, del hampa bonaerense de principios de siglo. A los gángsters se les da una estatura épica; ascienden, son desafiados y a veces huyen.

Las otras historias —las que han vuelto locos a los críticos— vienen a ser chistes intelectuales. Borges toma una palabra como «inmortal» y juega con ella. Supongamos, dice, que los hombres fueran realmente inmortales. No sólo hombres que hubiesen envejecido y no murieran, sino hombres indestructibles, vigorosos, que sobrevivieran eternamente. ¿Cuál sería el resultado? Su respuesta —que en su historia— es que en algún momento cada una de las experiencias concebibles caería sobre cada hombre, que cada hombre, en un momento u otro, asumiría cada carácter concebible y que Homero (el héroe disfrazado de esta historia concreta) incluso podría, en el siglo XVIII, olvidarse de haber escrito la Odisea. O tomemos la palabra «inolvidable». Supongamos algo que fuese verdaderamente inolvidable y que no pudiera olvidarse ni por un segundo; supongamos que esta cosa, al igual que una moneda, cayera en tu poder. Ampliemos la idea. Supongamos que hubiese un hombre —pero no, tiene que ser un muchacho que no pudiera olvidar nada, cuya memoria, por consiguiente, se hinchase como un globo con todos los detalles inolvidables de cada minuto de su vida.

Éstos son algunos de los juegos intelectuales de Borges. Y quizás su obra en prosa más lograda, que es también la más corta, sea un puro chiste. Se titula «Del rigor en la ciencia» y figura que se trata de un extracto de un libro de viajes del siglo XVII.

«... En aquel Imperio, el Arte de la Cartografía logró tal Perfección que el mapa de una sola Provincia ocupaba toda una Ciudad, y el mapa del imperio, toda una Provincia. Con el tiempo, esos Mapas Desmesurados no satisficieron y los Colegios de Cartógrafos levantaron un Mapa del Imperio, que tenía el tamaño del Imperio y coincidía puntualmente con él. Menos Adictas al Estudio de la Cartografía, las Generaciones Siguientes entendieron que ese dilatado Mapa era inútil y no sin Impiedad lo entregaron a las Inclemencias del Sol y de los Inviernos. En los desiertos del Oeste perduran despedazadas Ruinas del Mapa, habitadas por Animales y por Mendigos; en todo el País no hay otra reliquia de las Disciplinas Geográficas.”

Esto es absurdo y perfecto: la parodia exacta, la idea grotesca. El rompecabezas y los chistes de Borges pueden crear adicción. Pero hay que tomarlos como lo que son; no siempre justifican las interpretaciones metafísicas que se hace de ellos. Es mucho, sin embargo, lo que atrae al crítico académico. Algunas de las bromas de Borges exigen un despliegue exagerado de erudición curiosa y a veces desaparecen debajo de ella. Y existe el lenguaje, en ocasiones barroco, de las primeras historias.

Las ruinas circulares —una historia rebuscada, casi de ciencia ficción, que trata de un soñador que descubre que él mismo existe solamente en el sueño de otra persona— empieza: «Nadie lo vio desembarcar en la unánime noche.» Norman Thomas di Giovanni, que durante los últimos cuatro años no ha hecho otra cosa que traducir a Borges, y que ha contribuido más que cualquier otra persona a difundir la obra de Borges en el mundo de habla inglesa, dice:

«Puedes imaginarte lo mucho que se ha escrito acerca de ese «unánime». Acudí a Borges con dos traducciones de dicha palabra: «surrounding» (circundante) y «encompassing» (que abarca). Y le dije: «Borges, ¿qué quería decir en realidad con eso de la noche unánime? Eso no significa nada. Si hay una noche unánime, ¿por qué? O hay una noche que bebe té, o una noche que juega a las cartas?» Y su respuesta me dejó atónito. Dijo: «Di Giovanni, eso no es más que un ejemplo del modo irresponsable en que solía escribir.» Utilizamos «encompassing» en la traducción. Pero a muchos profesores no les gustó perder su noche unánime ...

Una mujer tenía que escribir un ensayo sobre Borges para un libro. No sabía español y basaba su ensayo en dos traducciones inglesas bastante mediocres. Un ensayo largo, de unas cuarenta páginas. Y uno de sus puntos cruciales era que Borges escribía una prosa muy latinizada. Tuve que señalarle que Borges no podía evitar el escribir una prosa latinizada, porque escribía en español y el español es un dialecto del latín. La mujer no consultó con nadie cuando ponía los cimientos. Al final grita «¡Socorro!» y corres hacia ella y ves este rascacielos enorme hundiéndose en la arena movediza.

En 1969, Di Giovanni acompañó a Borges en una gira de conferencias por los Estados Unidos. Borges es un caballero. Cuando la gente se le acerca y le dice lo que significan realmente sus narraciones —después de todo, él sólo las escribió— les da la contestación más maravillosa que jamás se ha oído. «¡Ah, gracias! Usted ha enriquecido mi narración. Me ha hecho un regalo magnífico. He venido de Buenos Aires a X —Lubbock, Texas, por ejemplo— para averiguar esta verdad sobre mí mismo y sobre mi relato.”

Durante muchos años, Borges ha gozado de una gran reputación en el mundo de habla hispana. Pero en un ensayo autobiográfico, que apareció en forma de «Profile» (perfil) en el New Yorker, en 1970, dice que hasta que ganó el Premio Formentor en 1961 —tenía entonces sesenta y dos años— era «prácticamente invisible, no sólo en el extranjero, sino también en mi tierra, en Buenos Aires». Es ésta la clase de exageración que consterna a algunos de sus primeros seguidores argentinos; y algunos de ellos llegaron a decir que su «irresponsabilidad» ha crecido con su fama. Pero Borges siempre ha sido irresponsable. Buenos Aires es una ciudad pequeña; y lo que tal vez era inofensivo cuando Borges pertenecía solamente a esta ciudad pequeña se vuelve menos inofensivo cuando los extranjeros hacen cola para entrevistarlo. Hubo un tiempo, sin duda, en que la celebración por Borges de sus antepasados militares y de sus muertes en combate halagaba a toda la sociedad, dándole un sentido del pasado y de plenitud. Ahora parece excluir, proclamar una grandeza privada; y para muchos es sólo egoísta y presuntuosa. No es fácil ser famoso en una ciudad pequeña.

Borges concede numerosas entrevistas. y cada una de ellas se parece a todas las demás. Diríase que Borges hace que las preguntas sean irrelevantes; pasa sus discos, como dijo una señora argentina; representa su papel. Dice que la lengua española es su «perdición». Critica a España y a los españoles: sigue librando aquella guerra colonial, en la cual, no obstante, las viejas cuestiones se confunden con un prejuicio más sencillo, el que sienten los argentinos contra los inmigrantes pobres y atrasados que llegan del norte de España. Hace chistes obvios y de mal gusto a costa de los indios de la pampa. De mal gusto porque sólo veinte años antes de que Borges naciera estos indios eran exterminados sistemáticamente; y, pese a ello, obvios, porque las matanzas a semejante escala resultan aceptables solamente si se ridiculiza a las víctimas. Habla de Chesterton, Stevenson y Kipling. Habla del inglés antiguo con todo el entusiasmo de un hombre que ha elegido un tema académico por sí mismo. Habla de sus antepasados ingleses.

Es una interpretación curiosamente colonial. Su pasado argentino forma parte de su distinción; lo ofrece como tal; y es, después de todo, un patriota. Honra a la bandera, un ejemplar de la cual ondea en el balcón de su despacho de la Biblioteca Nacional (él es el director). Y le emociona el himno de su país. Mas, al mismo tiempo, parece ansioso de proclamar su distanciamiento de la Argentina. Cabría pensar que la representación está dedicada al nuevo público que Borges ha encontrado en las universidades angloamericanas, un público al que halaga de tantas maneras. Pero las actitudes son viejas.

En Buenos Aires todavía se recuerda que en 1955, escasos días después de la caída de Perón y la finalización de los nueve años de dictadura, Borges dio una conferencia sobre Coleridge —nada menos que Coleridge— a las damas de la Asociación Cultural Inglesa. Algunos de los versos de Coleridge, dijo Borges, se encontraban entre lo mejor de la poesía inglesa, «es decir, la poesía». Y esas cuatro palabras, en un momento de júbilo nacional, fueron como una agresión gratuita al alma argentina.

Norman di Giovanni cuenta una historia que restablece el equilibrio. En diciembre de 1969 nos encontrábamos en la Georgetown University de Washington, D.C. El hombre encargado de la presentación era un argentino de Tucumán y aprovechó la oportunidad para decirle al público que la represión militar había cerrado la universidad de Tucumán. Borges olvidó por completo lo que había dicho aquel hombre hasta que nos encontramos camino del aeropuerto. Entonces alguien empezó a hablar del asunto y de pronto Borges se enfadó mucho. «¿Oyó lo que dijo aquel hombre? Que habían cerrado la universidad de Tucumán.» Le pregunté por qué estaba enfadado y me dijo: «Ese hombre estaba atacando a mi país. No se puede hablar así de mi país.» Le dije: «Borges, ¿qué quiere decir con eso de «ese hombre»? Ese hombre es argentino. Y procede de Tucumán. Y lo que dice es verdad. Los militares han cerrado la universidad.»

Borges es de estatura mediana. Sus ojos casi ciegos y su bastón contribuyen a aumentar su apariencia distinguida. Viste cuidadosamente. Dice que es un escritor de clase media; y un escritor de clase media no debe ser un «dandy», ni vestir con una despreocupación demasiado afectada. Es cortés: opina, al igual que sir Thomas Browne, que un caballero es alguien que procura causar las menores molestias posibles. «Pero eso debería buscarlo en Religio Medici.» Podría parecer, pues, que en su accesibilidad, en su buena disposición a conceder largas entrevistas que son repetición de las anteriores, Borges combina el ideal de modestia propio de la clase media y los modales del caballero con la intimidad del escritor, la necesidad que tiene el escritor de reservarse para su trabajo.

Hay indicios de esta intimidad (en la accesibilidad) en la forma en que le gusta que se dirijan a él. Quizás no pasen de media docena las personas que tienen el privilegio de llamarle por su nombre de pila, Jorge, convirtiéndolo en «Georgie». Para todos los demás le gusta ser simplemente «Borges» sin el señor, palabra que él considera española y pomposa. «Borges» es, por supuesto, distanciador.

Y ni siquiera las cincuenta páginas de su Ensayo Autobiográfico violan su intimidad. El ensayo es como otra entrevista. Cuenta pocas cosas nuevas. Su nacimiento en Buenos Aires en 1899, hijo de un abogado; sus antepasados militares; los siete años que la familia paso en Europa de 1914 a 1921 (cuando el peso era valioso y Europa era más barata que Buenos Aires): vuelve a contar todo esto en líneas generales, como en una entrevista. y el ensayo no tarda en transformarse en la simple crónica de la vida profesional de un escritor, de los libros que leyó y de los libros que escribió, los grupos literarios de los que fue miembro y las revistas que fundó. La vida brilla por su ausencia. Apenas dice nada sobre la crisis que debió de sufrir en los inicios de su madurez cuando —perdido el dinero de la familia— hacía toda clase de periodismo; cuando murió su padre y él mismo enfermo gravemente y «temió por [su] integridad mental»; cuando trabajaba como ayudante en una biblioteca municipal y era muy conocido como escritor fuera de la biblioteca y desconocido dentro de ella. «Recuerdo que una vez un compañero de trabajo vio en una enciclopedia el nombre de un tal Jorge Luis Borges y le llamo la atención la coincidencia de que nuestros nombres y fechas de nacimiento fuesen idénticos.»

«Nueve años de sólida infelicidad», dice; pero sólo dedica cuatro páginas al período ... La intimidad de Borges empieza a parecer inabordable.

Un dios me ha concedido
lo que es dado saber a los mortales.
Por todo el continente anda mi nombre;
no he vivido.
Quisiera ser otro hombre.

Éste es Borges hablando de Emerson; pero podría ser Borges refiriéndose a Borges. La vida, en el Ensayo Autobiográfico, realmente brilla por su ausencia. De manera que todo lo que es importante en el hombre hay que buscarlo en la obra.

Al hombre hay que buscarlo en la obra, que, en el caso de Borges, es esencialmente la poesía. Y todos los temas que ha explorado en el transcurso de una larga vida se encuentran, como él mismo dice, en su primer libro de poemas, publicado en 1923, un libro que se imprimió en cinco días, trescientos ejemplares, y se distribuyó gratuitamente:

Cuando tú mismo eres la continuación realizada
de quienes no alcanzaron tu tiempo
y otros serán (y son) tu inmortalidad en la tierra

Aquí está el antepasado militar muriendo en combate. Aquí, ya, a la edad de veinticuatro años, la contemplación de la gloria se transforma en la meditación sobre la muerte y el tiempo. En algún momento de aquella época, la vida se detuvo y todo lo posterior ha sido literatura: una preocupación por las palabras, un intento sin fin de conservar, y no traicionar, las emociones de aquel pasado tan particular.

Soy, pero soy también el otro, el muerto,
el otro de mi sangre y de mi nombre.

Así dice un poema que escribió cuarenta y tres años después de aquel primer libro. Desde que escribiera dicho libro, nada, exceptuando quizás el descubrimiento de la antigua poesía inglesa, ha proporcionado a Borges material para tan intensa meditación. Ni siquiera los amargos años del régimen de Perón, cuando fue «ascendido», sacándole de la biblioteca, al cargo de inspector de pollos y conejos en los mercados» y él dimitió. Tampoco su breve, infeliz matrimonio a una edad avanzada, que una vez fue tema de artículos de revista y sigue asiéndolo de chismorreos en Buenos Aires. Tampoco la compañía continuada de su madre, que actualmente cuenta noventa y seis años.

«En 1910, año del centenario de la República Argentina, creíamos Argentina era un país honorable y no nos cabía ninguna duda de que las naciones acudirían en tropel. Ahora el país se encuentra en mal estado. Nos vemos amenazados por el retorno del hombre horrible.» Así es como Borges se refiere a Perón: prefiere no utilizar el nombre. "Recibo numerosas amenazas personales. Incluso mi madre. La llamaron por teléfono a altas horas de la noche —las dos o las tres— y alguien le dijo con una voz muy bronca, la clase de voz que hace pensar en un peronista. «Tengo que matarlos, a usted y a su hijo.» Mi madre dijo: «¿por qué?» «Porque soy peronista.» Mi madre dijo: «En lo que concierne a mi hijo, sólo tiene setenta años y está prácticamente ciego. Pero en mi caso debería aconsejarle que no malgaste el tiempo porque tengo noventa y cinco años y puedo morirme en sus manos antes de que consiga matarme.» Por la mañana le dije a mi madre que me había parecido oír el teléfono durante la noche. «¿Lo he soñado?» Ella dijo: «Sólo era algún imbécil.» No es sólo ingeniosa. Sino también valiente ... no veo qué puedo hacer al respecto ... la situación política. Pero creo que debería hacer lo que pueda, teniendo militares en la familia."

El primer libro de poemas de Borges se tituló Fervor de Buenos Aires. En el mismo, en su prefacio*, decía que intentaba celebrar de un modo especial la ciudad nueva y en expansión. «Semejante a los latinos, que al atravesar un soto murmuraban: «Numen inest» —aquí se oculta la Divinidad—, de que habla mi verso para declarar el asombro de las calles endiosadas por la esperanza o el recuerdo...»

Pero Borges no ha santificado a Buenos Aires. La ciudad que ve el visitante no es la ciudad de los poemas, como sigue siéndolo Simla (tan nueva y artificial como Buenos Aires), la ciudad de las historias de Kipling, después de todos estos años. Kipling observaba con atención una ciudad real. El Buenos Aires de Borges es privado, una ciudad de la imaginación. Y ahora la ciudad misma está en decadencia. En el Barrio Sur del propio Borges sobreviven algunos edificios antiguos, con sus poderosas puertas principales y sus patios que van retrocediendo, cada uno con un embaldosado distinto. Pero es más frecuente que los patios interiores estén cegados; y muchos de los viejos edificios han sido derribados. La elegancia, si es que en esta ciudad de inmigrantes plebeyos la elegancia existió realmente alguna vez fuera de la visión de los arquitectos expatriados, se ha esfumado; ahora sólo hay desorden.

La bandera argentina, azul y blanca, que cuelga sobre la calle de México desde el balcón del despacho de Borges en la Biblioteca Nacional aparece sucia de polvo y humos. Y echemos un vistazo a este edificio, quizá el mejor de la zona, que fue utilizado como hospital y cárcel en tiempos del dictador gángster Rosas, hace más de ciento veinte años. Todavía hay belleza en la pared coronada por púas, las altas verjas de hierro, las enormes puertas de madera. Pero, en el interior, las paredes están desconchadas; las ventanas que dan al patio central tienen los cristales rotos; adentrándose, pasando de patio en patio, vemos ropa tendida en un corredor, los peldaños están rotos y una escalera metálica de caracol aparece bloqueada por trastos inservibles. Ésta es una oficina del gobierno, un departamento del Ministerio de Trabajo: nos habla de una administración agarrotada, de una ciudad que se muere, de un país que no ha funcionado realmente.

En todas partes se ven paredes con lemas violentos; los guerrilleros operan en las calles; cae el peso; la ciudad está llena de odio. El lema con malas pulgas se repite: Rosas vuelve. El país espera un nuevo terror.

Numen inest, aquí se oculta la Divinidad*: el ensalmo del poeta no ha dado resultado. Los antepasados militares murieron en combate, pero aquellas batallas insignificantes y aquellas muertes inútiles no han conducido a nada. Sólo en la poesía de Borges habitan esos héroes en «un universo épico, sentados altos en la silla»: «alto... en su épico universo» y ésta es su gran creación: la Argentina como tierra sencilla y mítica, un mundo épico completo, de «repúblicas, caballería y mañanas»: «las repúblicas, los caballos y las mañanas», de batallas libradas, la patria establecida, la gran ciudad creada y las «calles con nombres que se repiten desde el pasado de mi sangre».

Ésa es la visión del arte. Y, sin embargo, desde esta mítica Argentina de su creación, Borges alarga la mano, a través de su abuela inglesa, a sus antepasados ingleses y, a través de ellos, a su lenguaje «en su aurora», «La gente me dice que ahora parezco inglés. Cuando era joven no parecía inglés. Era más moreno. No me sentía inglés. Ni pizca. Quizá el sentirme inglés vino a mí a través de la lectura.» Y aunque Borges no lo reconoce, un tema que se repite en sus historias más recientes es el de los nórdicos que degeneran en un desolado paisaje argentino. Los Guthries escoceses se convierten en Gutres mestizos y ya ni siquiera conocen la Biblia; una muchacha inglesa se transforma en una india salvaje; hombres que se llaman Nilsen se olvidan de sus orígenes y viven como animales de acuerdo con el bestial código sexual del macho putañero.

En nuestra primera entrevista, Borges dijo: «No escribo sobre degenerados». Pero en otra ocasión afirmó: «El país fue enriquecido por hombres que pensaban esencialmente en Europa y los Estados Unidos. Sólo la gente civilizada. Los gauchos eran muy ingenuos. Bárbaros». Cuando hablamos de la historia argentina, dijo: «Hay una pauta. No es una pauta obvia. Yo mismo no puedo ver el bosque por culpa de los árboles». Y más adelante agregó: «Aquellas guerras civiles ahora no tienen sentido».

Quizá, pues, paralelamente a la visión del arte, se haya desarrollado, en Borges, una visión subsidiaria, por muy poco que la reconozca, de la realidad. Y ahora, en todo caso, el mundo real ya no puede negarse.

A mediados de mayo, Borges fue a pasar unos cuantos días en Montevideo, en el Uruguay. Montevideo fue una de las ciudades de su infancia, una ciudad de «largas, perezosas vacaciones». Pero ahora el Uruguay, el más culto de los países sudamericanos, era, citando las palabras de un argentino, «la caricatura de un país», en bancarrota, al igual que la Argentina, después de la riqueza de que disfrutara durante la guerra, y despedazándose. Montevideo era una ciudad en guerra; guerrilleros y soldados luchaban en las calles. Un día, durante la estancia de Borges, cuatro soldados fueron muertos a tiros.

Vi a Borges cuando regresó. Una muchacha bonita le ayudó a bajar las escalinatas de la Universidad Católica. Parecía más frágil; las manos le temblaban con mayor facilidad. Había perdido el vigor que mostraba durante las entrevistas. Venía lleno del desastre de Montevideo, disgustado. Montevideo era otra cosa que había perdido. En un poema las «mañanas en Montevideo» se encuentran entre las cosas por las cuales da las gracias «al divino laberinto de causas y efectos». Ahora Montevideo, al igual que Buenos Aires, al igual que la Argentina era agradable sólo en su recuerdo, y en su arte.


Texto extraído del libro El Retorno de Eva Perón y Otras Crónicas de V.S. Naipaul, Seix Barral, 1983.
A su vez basado en un artículo titulado “Comprehending Borges” que Naipaul publicó en el New York Review of Books, edición del 19 de octubre de 1972.
Aporte para el blog de Yonah Kranz

* Nota P. Damiano: [En "A quien leyere", prólogo a la edición facsimilar de Fervor de Buenos Aires, Buenos Aires, Alberto Casares, 1993, eliminado por Borges en las ediciones posteriores a la inicial de 1923. Referencia en nota 83 de Textos recobrados 1919-1929

Fuente: Borges Todo el Año


sábado, 25 de enero de 2020

La novela que Jorge Luis Borges nunca escribió

Fedosy Santaella

Por esa ansia de exprimir a Jorge Luis Borges, nacido hace 118 años, hasta la última circunstancia, se le exige incluso en la muerte que revele en qué caja o en qué arcón, como diría un argentino, dejó olvidada su novela.
 

A Carlos Sandoval


Un poco de arqueología

Se sabe que Borges no se veía escribiendo novelas. Lo dijo en el prólogo de Ficciones que corresponde a El jardín de los senderos que se bifurcan: «Desvarío laborioso y empobrecedor el de componer vastos libros; el de explayar en quinientas páginas una idea cuya perfecta exposición oral cabe en pocos minutos» . En aquel mismo lugar también escribió: «Mejor procedimiento es simular que esos libros ya existen y ofrecer un resumen, un comentario». Es maravilloso esto, concuerda con la otra novela de Borges que descubrí. Porque como verás, lector, yo también me anoto en las filas de la urgencia por achacarle a Borges alguna novela.

En conversación con Lázaro Santana para la longeva revista Ínsula, Borges declaró tener la creencia de que en el cuento corto, «tal como ha sido practicado por Henry James, Kipling, Conrad y otros, puede caber todo lo que cabe en una novela». Un cuento, dice, puede estar tan cargado de las complejidades y las intenciones de la novela, cuya lectura, acota, puede llegar a convertirse más en una tarea que en una obligación. La sensación de plenitud sólo la da el cuento; esta es su convicción. La novela en cambio, dirá en otra oportunidad, siempre tiene algo de ripio. Dicha declaración la registró Modesto Montecchia en 1977 para su Reportaje a Borges. «Es decir, que para escribir un libro tan largo hay que introducir elementos ajenos a la misma». Allí Borges acometerá también, cosa que agradezco, contra Robbe Grillet: «Yo creo que una novela en la que el autor dedica tres páginas, por ejemplo, para describir lo que hay en una mesa, es un error». Cuenta que cuando conoció a Grillet, éste le confesó que había influido en su escritura. Borges, «con escasa cortesía», le respondió: «Caramba, no me descorazone».

En definitiva, Borges no se atrevía con la novela. «¿Por qué? Yo creo que por haraganería», le dirá a Antonio Nuñez en otro reportaje también para Ínsula. «El cuento me gusta, lo veo de golpe, y esto espolea mi actividad. Hay novelas espléndidas, no digo que no; pero la novela puede fabricarse. Un cuento o un poema, no».

En 1959 llegaría a la Argentina la primera edición en español de Lolita de Nabokov. La novela fue sacada de circulación por orden de la Municipalidad de la Ciudad de Buenos Aires. Hubo protestas, lecturas clandestinas. Bioy Casares anotaría en su diario el sábado 25 de julio de 1959: «Leemos las primeras páginas de Lolita de Nabokov». Aquel plural incluía a Borges, quien, señala también Casares, llegaría a decir que tenía miedo de leer ese libro porque habría de hacer mucho mal a un escritor al advertir que es imposible escribir de otro modo. No obstante, Borges se daría la vuelta en octubre de 1959 y en un artículo titulado «El caso Lolita» declaró lo siguiente: «No puedo intervenir con eficacia en esta polémica. No he leído el volumen de Nabokov y no pienso leerlo, ya que la longitud del género novelesco no coincide ni con la oscuridad de mis ojos ni con la brevedad de la vida humana».

Holgazanería, ceguera o brevedad de la vida mediante, Borges, contrario a lo que se podría creer, lo intentó. En una entrevista de 1945 para el primer número de la revista Latitud, responde que está escribiendo «una larga narración o novela breve, que se titulará El congreso y que conciliará (hoy no puedo ser más explícito) los hábitos de Whitman y los de Kafka». Treinta años después, en El libro de arena, aparecerá un cuento de treinta páginas bajo este título. Según el mismo Borges, no fue uno de sus más afortunados relatos.

También se ha hablado del manuscrito al que se le ha dado el título Los Rivero, pues no tiene identificación ni fecha, aunque se calcula que data de 1950. Fue encontrado por Julio Ortega en el Harry Ransom Center for the Humanities de la Universidad de Austin, y publicado en 2010 por Centro Editores, en colaboración con la Fundación Internacional Jorge Luis Borges.
Es un manuscrito de cuatro páginas donde, según Ortega, conocido investigador peruano de la Universidad de Brown, se asoma un posible argumento para una novela. Las cuatro páginas manuscritas con letra pequeñísima inician la presentación de los herederos de un tal coronel Rivero, héroe de la independencia latinoamericana que participó en guerra venezolana.

Al parecer, Borges abandonó este proyecto porque creyó que, precisamente, sería demasiado largo y terminaría siendo una novela.

En 1997 surgió una pequeña controversia en torno a un supuesto libro de Borges publicado con seudónimo. Se trata de la novela El enigma de la calle Arcos, cuyo autor es un tal Sauli Lostal. El enigma de la calle Arcos fue publicada a modo de folletín por el diario Crítica de Buenos Aires en 1932, y luego como libro por la editorial Am-Bass en 1933. Tal novela fue dar a manos del escritor Juan-Jacobo Bajarlía, quien aseguró que había sido escrita por Borges. No caeremos en los complicaciones de su argumentación, pero el asunto es que Barjalía buscó nombres de los personajes de la novela y los relacionó con nombres de la familia de Borges, y dijo además que la novela, por estar estrechamente relacionada con otra, El cuarto amarillo de Gastón Leroux, era sin duda de Borges, pues el escritor conocía ese libro desde niño. ¡Vaya argumento!

Otro escritor, Fernando Sorrentino, publicó una respuesta en el diario La Nación el 17 de agosto de 1997. Uno de sus contrargumentos es más que suficiente: Sorrentino arguye que la novela está pésimamente escrita. Veamos, por ejemplo, la descripción que se hace de un personaje de nombre Juan Carlos Galván: «El rubio opaco de su cabello espeso y naturalmente ondulado matizábanlo infinidades de níveos hilitos que intensificaban blancuras cerca de las sienes, su tez fresca y rosada como la de un mozalbete exaltaba juventud». ¡No se diga más, Borges jamás pudo haber escrito una cosa semejante!

Aníbal Jarkowski, por su parte, aventuró que Otras inquisiciones, compendio de breves y magistrales ensayos, fue esa novela que Borges nunca escribió, una especie de novela-ensayo en primera persona.
Con todo respeto, esto es hilar demasiado fino. Pero en fin, ya me he extendido demasiado y finalmente voy a lo que iba.

El hallazgo

Me encontraba haciendo una relectura de ciertos autores latinoamericanos en la ya clásica antología El cuento hispoanoamericano de Seymour Menton publicada por el Fondo de Cultura Económica, cuando di con una pequeña información que llamó poderosamente mi atención.
El norteamericano Seymour Menton (1927-2014), quepa decir, fue uno de los primeros especialistas en darle énfasis a la narrativa de nuestro continente, cosa que no se le hizo fácil, pues a principios del siglo XX todavía existían prejuicios en torno a la literatura hecha por estos lados. Se le daba entonces mayor importancia a la literatura escrita en España, y se consideraba la nuestra como retrasada, incluso hubo quien dijo que no era literatura. Menton, a finales de la década de los 40, comenzó a mostrar otra cara del hacer narrativo latinoamericano, y abrió un camino importante en Norteamérica para la lectura y el estudio de nuestras letras.
De modo que si uno se planta frente a una edición de El cuento hispanoamericano, debe tomarse su contenido muy en serio, considerar que los cuentos allí recopilados son fundamentales y que las notas de Menton sobre los momentos históricos, los autores y los cuentos son altamente confiables.
Con todo esto por delante, llego a la nota biográfica de Borges y me consigo allí con aquel dato insólito. Presentada la información de rigor que uno asume sin quebrantos (lugar y fecha de nacimiento, estudios, libros publicados, etc.), me encontré con dos líneas —tan sólo dos líneas— que me abrieron las puertas de otra dimensión. Allí, luego de un punto y seguido, el texto dice que Borges, «a los 85 años, publicó en 1984, su primera novela, El nombre».
Volví a releer, lo medité, lo pensé. Sí, siempre se ha hablado de la novela que Borges nunca escribió, pero acá Seymour Menton, el mismísimo Seymour Menton, en una tercera edición corregida y aumentada de su obra magistral, dice que Borges publicó una novela que se llama El nombre.
¿Qué hice? Pues corrí a Internet a buscar más información, indagué en los libros que tengo en mi biblioteca, hasta le escribí al dilecto profesor e investigador de literatura Carlos Sandoval. Pero nada, en mis libros nada, en Internet nada. Sandoval a poco me respondió: tampoco nada. No sabía, lo agarré desprevenido, no tenía idea de que Borges hubiese publicado una novela. Me escribió que incluso había revisado en una reedición reciente de El cuento hispanoamericano. El resultado: el dato no estaba, aquellas dos líneas habían desaparecido, habían sido borradas de la historia.

Me sentí como si participara de un terrible secreto, como si se me hubiese manifestado un dato clave en la historia universal de la infamia, tal como si alguien hubiese cometido un asesinato del que nunca nadie supo. Me dije entonces que no dejaría pasar la jugarreta, que los borrones del tiempo no me vencerían y, prontamente, le tomé una foto a la página en cuestión (es la 327) y se la mandé a Sandoval por correo. Allí está, allí lo dice Seymour Menton y, para colmo, en una edición «corregida y aumentada» de 1986. Es decir, Menton había revisado esa nota biográfica de Borges y había agregado aquel dato a tan sólo dos años de la supuesta publicación de la novela. El apunte era tan cercano en el tiempo, que resultaba aún más increíble pensar en un error. Debía creerlo: Borges sí había escrito esa novela, sí la había publicado. Volví a buscar, investigué sobre las improbables novelas de Borges, pero en relación a El nombre, nada. En ninguna parte se nombra a El nombre. Estamos, querido lector, ante otra novela de Borges que jamás existió.

Las palabras y las cosas

Con frecuencia le decimos a nuestros alumnos que tengan cuidado con Wikipedia, porque suele decir cosas que no son. Te invito a ir, lector, a la entrada que corresponde a Jorge Luis Borges en Wikipedia. Entre sus obras no encontrarás El nombre.

Creemos, en cambio, que en los libros está la autoridad, y también se lo decimos a los alumnos. Vayan al libro de mister Menton, allí hallarán la verdad. La voz de la autoridad prevalece, pero podemos pecar de falacia. Argumentum ad verecundiam, o como también se lo conoce, magister dixit. Recordemos: para santo Tomás, lo que decía Aristóteles en sus libros no tenía discusión. Borges, muchas veces, jugó con esa creencia, con la autoridad de los libros.

Alan Pauls, en El factor Borges, escribe que ha consagrado años, décadas enteras a pensar en la erudición de Borges, más aún, a darla por sentada, para terminar descubriendo que esa mentada erudición borgeana es otra cosa —y la itálica es de Pauls.

Borges juega con esa alta cultura, la parodia para que muchos, tomándolo en serio, caigan hechizados. Sus referencias a la Enciclopaedia Britannica, dice Pauls, no son más que eso, precisamente, cultura de enciclopedia. Borges ironiza sobre sus conocimientos, dice que es un hombre semiinstruido, y en esa ironía, Pauls encuentra pedantería aristocrática, una pose de poder, pero sobre todo, el regusto de la satisfacción que «experimenta un estafador cuando comprueba la eficacia de su estafa». Esa cultura de enciclopedia, dice Pauls, es una cultura resumida, de referencia y ahorro, cultura de la parte por el todo, una cultura cómoda dentro de los límites de un concepto Reader’s Digest. Por cierto, alguna vez en radio escuché decir al gran Pedro León Zapata que toda su cultura provenía de Selecciones.

Sí, damos gran poder a la voz de la autoridad, pero también damos gran poder a la letra impresa. De allí quizás que todavía mucho autor tenga sus reparos a publicar y a vender sus libros en formato digital. No obstante, por encima del poder de la autoridad y de la letra impresa, está el poder propio de la palabra.
Foucault, en Las palabras y las cosas, habla de esa relación entre la escritura y el mundo. Al hablar del siglo XVI dice que en ese entonces el lenguaje no era un sistema arbitrario (convencional, de acuerdo entre los hombres), sino que estaba depositado en el mundo y formaba parte de él. Las cosas ocultaban y manifestaban su enigma en un lenguaje, y las palabras se proponían como cosas que había que descifrar. «El lenguaje forma parte de la gran distribución de similitudes y signaturas. En consecuencia, debe ser estudiado, él también, como una cosa natural». El lenguaje era visto en una relación natural con las cosas. En este pensamiento las palabras no son producto de un acuerdo entre hombres para decir que aquello es un árbol (¿qué similitud hay entre un árbol real y la palabra árbol?), sino de una relación esencial entre el lenguaje y las cosas.

Esto no es exclusivo del siglo XVI. Ya Platón, en el Crátilo, discute al respecto. Dice allí que hay nombres bien puestos, que tienen una relación natural entre las palabras y las cosas, y nombres no tan bien puestos, que vienen dados por la convención (el acuerdo social, que es la lengua, el idioma). Es decir, acá tenemos un enlace íntimo entre el mundo y el lenguaje donde el lenguaje es equivalente al mundo. El lenguaje en este pensamiento es verdad absoluta, porque es la cosa misma, el mundo mismo. Todavía hoy tenemos rezagos de eso. En el vudú, usted toma las uñas y el cabello de una persona, lo mezcla con cera de vela y le pone el nombre de alguien y ese muñeco es ese alguien a quien usted quiere dañar. ¿Por qué? Porque ha tomado pelos y uñas de esa persona pero también su nombre, que es su esencia. Cuando leemos en Twitter que alguien famoso muere, muchos comienzan a correr la voz, entiéndase, a retuitear. ¿Por qué? Porque creen que lo que dice Twitter es cierto, porque creen que Twitter es la realidad. Tal es el poder de la palabra, que en ocasiones no la usamos para referir a la realidad, sino para pensarla como la realidad misma.
Borges lúdico

De allí que resulte maravilloso, hablando de palabra, lenguaje y realidad, que una novela que nunca existió se llame El nombre. Una novela que se llama El nombre no tiene nombre porque se le nombra haciendo referencia a un nombre que no está explicitado, y que suponemos vamos a encontrar dentro del libro. Pero ese libro no existe, al igual que no existen ya, en ediciones posteriores, las dos líneas que lo refieren, como si Borges, quien gustaba hablar de libros que no existen hubiese, jugado con el erudito que escribió esas líneas.

Me pregunto cómo habrá llegado aquel dato al bueno de Menton. ¿Quién se lo facilitó o dónde lo leyó? Me ha dado por imaginar que fue el mismo Borges en persona o por carta quien le pasó la noticia. En la primera nota de Ficciones de la que ya hablamos, Borges insiste sobre los libros imaginarios: «Más razonable, más inepto, más haragán, he preferido la escritura de notas sobre libros imaginarios».

Como si Borges le hubiese hecho una jugarreta al célebre investigador, una novela nunca escrita aparece allí al final de su nota biográfica en un libro académico que es insoslayable referente para las letras latinoamericanas. Dos líneas, apenas dos líneas de ficción en un compendio cultural académico que contribuyen, así como de pasada, a aumentar el universo imaginario de Borges.

Es fascinante, simplemente fascinante pensar que Borges sigue escribiendo e inventando libros en la imaginación de todos aquellos que han buscado su novela inexistente en todas partes y, al mismo tiempo, en ninguna.

Fuente: El Estimulo

viernes, 24 de enero de 2020

Luisa Valenzuela: La risa de Borges


 
Hay unos versos de Borges que muchos suelen repetir como si lo pintaran de cuerpo entero, como si no hubiese sido, como todo, el reflejo de un sentimiento que habría de diluirse con los años.


"He cometido el peor de los pecados/ que un hombre puede cometer. No he sido/

feliz". (…) para concluir “Me legaron valor. No fui valiente./ No me abandona. Siempre está a mi lado/ La sombra de haber sido un desdichado”.


Soneto éste, El Remordimiento, que me temo inspiró aquél burdo poema apócrifo que en distintas versiones tantos lectores tomaron por cierto, quizá porque el genio se lamentaba de no haber hecho lo que hacemos los simples mortales sin talento. Comer más dulce de leche, por ejemplo, frase que me recuerda cierta pequeña reunión cuando, hablando de los placeres del paladar, Borges preguntó si realmente el dulce de leche era rico, “pero rico rico, como el arroz blanco” y todos reímos, y él también.


Como reían ellos dos, Lisa y Georgie, al regresar de unos paseos estrambóticos y nocturnos por los puentes de Constitución, lugar que le fascinaba a aquel Borges aún medianamente vidente y siempre muy sensible a su entorno. Y volvían, ellos dos, no describiendo los sórdidos lugares que habían recorrido, sino riendo por las cuartetas idiotas que se les habían ido ocurriendo en el camino.


A este texto que estoy ahora escribiendo, rememorando, me habría gustado ponerle de título "Borges y Yo", pero me temo que la ironía podría pasarse por alto.


Son sin embargo estampas personales.


¡Tantísimos años transcurridos, tantas memorias

La imagen que conservo de aquél a quien solíamos llamar Georgie es la del pícaro que se divierte con sus dichos, no siempre del todo inofensivos pero siempre brillantes y queribles.



La impresión me viene de lejos, puedo hoy contarla sin fatuidad y sin censuras. Porque el tal Georgie frecuentaba mi casa de infancia cuando sus colegas más elocuentes creían que él nunca sería reconocido por el público en general, que era un escritor para escritores. Se sentían privilegiados de apreciar su genio, los colegas, y lo acompañaban a sus escasas conferencias y temblaban –fui testigo–cuando Borges caía en un largo silencio. Ellos temían que, en su pánico de hablar en público, el amigo había quedado con la mente en blanco cuando en realidad estaba buscando la palabra exacta, la misma que al ser por fin pronunciada deslumbraba a todos.


Testigo de tanta cosas, fui. Y a veces víctima. Más de una vez mi madre, Luisa Mercedes Levinson, que todos conocían ya por Lisa, me reprochó que Borges opinaba que yo era capaz de matar a mi madre por un juego de palabras. Borges no lo habría dicho de envidia, todo lo contrario, porque nunca fueron juegos de palabras lo que le faltaron, aunque eso de meterse con la madre…


En fin, especulaciones actuales al correr del teclado. Eso sí, reíamos mucho.


Como reían ellos dos, Lisa y Georgie, al regresar de unos paseos estrambóticos y nocturnos por los puentes de Constitución, lugar que le fascinaba a aquel Borges aún medianamente vidente y siempre muy sensible a su entorno. Y volvían, ellos dos, no describiendo los sórdidos lugares que habían recorrido, sino riendo por las cuartetas idiotas que se les habían ido ocurriendo en el camino:


“En la plaza de Belgrano/ pero un poco más abajo/ hay un letrero que dice/ mierda la puta carajo.” Por ejemplo.


O bien:


“En el medio de la plaza/ del pueblo de Pehuajó/ hay un letrero que dice/ la puta que te parió.”


La preadolescente que era yo en aquel entonces se sentía abochornada por tamaño infantilismo. Mi propia madre y el admirable escritor de escritores, ¡por favor!


Georgie y Lisa emprendieron la aventura de escribir un cuento en colaboración. Esas tardes se aislaban en el comedor de nuestra casa en Belgrano y yo sólo podía oír las carcajadas. Cuando emergían, muy circunspectos, consultaban a la adolescente sabihonda que andaba rondando por ahí cuando podía. ¿Los apellidos Zunino y Zungri te parecen lo suficientemente ridículos?, me preguntaban.


Pasaron años antes de que yo pudiera retrucar con una cuarteta a la altura, nada apreciado por el escritor:

“En el barrio de San Telmo/ Biblioteca Nacional/ hay un letrero que dice/ hacete un lavaje anal”.


Es cierto que admiraba la biblioteca, pero no me resultaba fácil rimar con Nacional. Vicente Varela y otros colegas me felicitaron, sin embargo, y yo me sentía en la gloria.


Las cosas eran así y de otra maneras, por fortuna.


Alrededor de 1952 Georgie y Lisa emprendieron la aventura de escribir un cuento en colaboración. Esas tardes se aislaban en el comedor de nuestra casa en Belgrano y yo sólo podía oír las carcajadas. Cuando emergían, muy circunspectos, consultaban a la adolescente sabihonda que andaba rondando por ahí cuando podía. ¿Los apellidos Zunino y Zungri te parecen lo suficientemente ridículos?, me preguntaban. Y yo no sabía qué decir, Zunino y Zungri eran los dueños de la destapadora de cloacas a la que estábamos abonados –ésas eran las épocas– benemérita empresa que tenía el poético nombre de La Flor de la Primavera.


Peor era cuando me consultaban, por ejemplo, si no resultaba demasiado exagerado que el pretencioso arquitecto protagonista del cuento, para hacerlo gastar, le propusiese a su cliente “un jardín con bustos ecuestres”. Ante tamaños disparates, que los ahogaban de risa, yo no podía menos que recalcar lo ridículo de la idea. Cedieron, no ante mi crítica sino ante un dejo de razón, y por fin optaron por poner “cabezas yacentes de emperadores”.


La temprana adolescente de entonces solía ser muy puntillosa. Pero igual me llenaba de orgullo cuando Borges me hablaba de igual a igual, y me decía muy orondo que ese día habían trabajado mucho: habían completado toda una línea.


El cuento, titulado La hermana de Eloísa, apareció por fin en 1955 publicado por la Editorial ENE, en un delgado volumen con otros dos cuentos de cada uno de los autores.


De mi anécdota favorita de aquella época ya no quedan rastros, por suerte, sólo el recuerdo que tiene del asunto María Esther Vázquez. Porque a los pocos años de haber sido nombrado, en 1955, director de la Biblioteca Nacional, quien casi ya no era Georgie, apelativo cariñoso que iría cayendo en desuso hasta para los íntimos, ideó un estupendo y memorable ciclo de conferencias los sábados, invitando a escritores y escritoras de la época a hablar sobre el tema siempre vigente, “Por qué y cómo escribo”.

Hoy corresponde reconocer que Borges fue un precursor en el uso de la Biblioteca Nacional como espacio para la difusión de la cultura.


Los periodistas de entonces eran asiduos a esas manifestaciones, la gente de letras eran considerados referentes importantes del quehacer nacional. No así los propios periodistas, al menos a los ojos de Borges, razón por la cual me contrató a mí —ad honorem, claro— para que entrevistara a los/las conferenciantes antes de entrar. Durante la exposición, con cuatro dedos y muchos carbónicos, debía tipear el resumen de las conferencias, cosa de entregárselo a los nobles representares de la prensa, que según Borges sospechaba acudían a los bellos salones de la calle México a echarse un sueñito. Y los diarios de la época, me temo, publicaban mi resumen y no quiero ni saber qué habría resumido yo allí, a mis escasos 17 años.


Pero una se va formando a los golpes. Y con todo descaro.


Así pasaron años y años y más años, encuentros y desencuentros con el Maestro. Indignaciones de mi parte al enterarme de que había comentado por ahí que mi primera novela era una novela pornográfica, años de tragar saliva hasta que me despabilé y supe que una de las definiciones de pornografía es “lo que atañe a la vida de las prostitutas” y entonces sí, Hay que sonreír que este año cumple temibles 50, es una novela pornográfica, si bien expresamente cándida.


Años también de alegrías festejando los retruécanos que el maestro repartía a troche y moche, siempre dejando traslucir su faz lúdica, su a veces punzante sentido del humor.


Y años más sólo frecuentando a Borges en la reiterada y siempre reveladora lectura de su obra, hasta cierto mediodía de primavera neoyorquina de 1985. Las marcas de ese día, imborrables para mí, se resumen en una imagen y una frase.


La imagen: dos figuras vestidas de blanco marfilino, nimbadas por la luz del sol.


La frase: “Isn’t it a pity?”.



Fue en un restaurante italiano del West Village neoyorquino, una especie de bodegón cuya único atractivo era un jardín al fondo más allá de las cocinas, con lindas mesas bajo los árboles. Estábamos allí almorzando con un amigo cuando contra la puerta de las cocinas se dibujaron esas dos figuras más que fantasmales, feéricas. ¡Borges y María Kodama!, me sorprendí. No puede ser. Pero eran. Y los invitamos a nuestra mesa y Borges contó que María tenía un olfato especial para los lugares y los temas más insólitos y maravillosos, que acababan de llegar, dichosos, de su viaje en globo sobre el valle de Napa en California, que se iban al día siguiente de regreso a Buenos Aires, y isn’t it a pity?. Así, en inglés en medio de la charla en nuestro idioma. Isn’t it a pity?, reiteró más de una vez, esto de tener que dejar New York… tras o cual corrí al teléfono, llamé al Instituto de Humanidades al que yo pertenecía, volví con una invitación para ambos el semestre siguiente. Lo que Borges quisiera. Por supuesto. Ya no era más, en absoluto, un escritor sólo para escritores. Era el escritor de todos.


Y volvió, Borges acompañado por María Kodama. Y yo tuve que pagar mi arranque siendo la interlocutora en su presentación multitudinaria en NYU, la Universidad de Nueva York, la misma que había tenido la osadía de contratarme como profesora.

No era nada sencillo sostener lo que Borges proponía en esos tiempos: armar la presentación con forma de entrevista, ya que se negaba a dar una conferencia de corrido. Hacerle preguntas públicas a Borges era casi suicida, bien lo sabía yo que había asistido a muchos sufrimientos ajenos. Imposible salir airosa ante esa mente lucidísima, de un brillo casi ultraterreno. Irónica por demás. Porque si una le hacía una pregunta tonta o sencilla, quedaba al descubierto. Y si la pregunta era compleja, o molesta, él le contestaría como me respondió a mí en aquella conferencia sobre La Metáfora. Ya un poco cansada del juego pero haciendo todo tipo de circunloquios a manera de disculpa, improvisando le pregunté si tenía en cuenta la simbología freudiana del falo cuando escribía sobre cuchillos y cuchilleros.


“Usted es una joven escritora moderna”, me contestó sin contestar, “y yo soy un pobre viejo ciego”.


Y ahí me dejó. Boqueando en el vacío.


Hasta la mañana siguiente, cuando desde el Village atravesábamos todo Manhattan en el coche del poeta Daniel Halpern para llegar a la Universidad de Columbia donde seguirán sus charlas y mis preguntas, pero sólo para estudiantes, menos mal.


Esa mañana Borges se giró levemente la cabeza y me enfrentó:


“ Usted anoche mencionó el falo…”


“ Sí, Borges, pero hablando de los cuchillos, como metáfora”, intenté disculparme. “Conozco una metáfora mejor”, me contestó; “El dedo de Dios”.


“¿No le parece un tanto pretenciosa?”, me asombré.


“Y sí”, reconoció Borges muy a su pesar. “Creo que es de Victor Hugo”.


En aquel memorable último viaje a Nueva York de Borges y María Kodama pasamos toda la semana juntos con él, y a lo largo de esos días y después de los encuentros matinales en la Universidad de Columbia, el supuestamente frágil Escritor de escritores pedía más: una vuelta por Central Park en mateo, escuchar jazz en algún sitio emblemático del Village. Todo mientras iba desgranando sus hilarantes aventura de viaje con María, al punto que propuse hacerle una nota al respecto para la revista Vogue norteamericana, que apareció en el número de marzo de 1986, poco antes de su fallecimiento en Suiza.


Dicha nota es un canto a la felicidad de esa pareja tan despareja y a la vez tan absolutamente solidaria y armoniosa que formaban María Kodama y Jorge Luis Borges.


“Estoy cerca de él desde hace más de veinte años. Si me piden que defina nuestra relación”, aclaró ella, aún no se habían casado, “diré que somos como compañeros de colegio, cómplices” .


Y Borges: “María no pudo hacerme mejor regalo que este gusto por los viajes. Hasta estamos pensando en ir a vivir al Japón. ¿No está mal, no, para un hombre que abordó su primer avión a los 50 años? Pero había un recién nacido que lloró todo el tiempo y le quitó la dimensión épica al vuelo”.


Acababa de aparecer Atlas, el libro de Borges con fotos de María, pero muchas anécdotas compartidas habían quedado en el tintero. Como la de la dama que le cantó a Borges sus milongas al oído:


“Qué raro”, contó él que le había comentado a María, “mientras ella cantaba yo sentía telarañas en la cara…” “Es que la señora era muy elegante”, rió María, “¡lo que usted sintió eran las largas plumas aigrettes de su sombrero!”


Y fue así como, dispuesta a hacerles la entrevista, compré un pequeño grabador y me dirigí al hotel Uptown donde estaban hospedados. Nos reunimos en la gran habitación del maestro, y mi imagen favorita es la de nosotros tres, Borges, María y yo, cómodamente instalados en la gigantesca cama mientras ellos desgraban sus insólitas historias de viajes y reíamos a carcajadas. Carcajadas discretas, sí, pero no menos felices. Pero esa es otra historia, para citar a uno de los autores favoritos del Maestro.



En revista Haroldo, 24 de julio de 2016
Foto: Jorge Luis Borges y Luisa Valenzuela en New York, 1969
Publicada en el sitio personal de Luisa Valenzuela

Fuente: Borges Todo el Año