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viernes, 2 de agosto de 2019

Borges, heredero de Shakespeare y Cervantes




En su nuevo libro, el escritor español Jorge Carrión destaca la importancia universal del autor de “El Aleph”.

Por Patricio Zunini

La parodia y el homenaje tienen como raíz el gran conocimiento de la obra original. Nunca una parodia ni un homenaje serán buenos si no hay admiración, dedicación y estudio. Por eso muchas veces César Aira es tan mal parodiado —entre las excepciones se destaca, sin dudas, el trabajo de Ariel Idez—; por eso muchas veces Jorge Luis Borges es tan mal homenajeado.

No se puede leer ingenuamente a Borges, no se lo puede homenajear ingenuamente. Además, Borges supone un problema extra: tomar cierta distancia de él. Es como un virus, un caballo de Troya que prepara todo para abrir las puertas mientras estamos descuidados y conquistarnos. "Aún los que están totalmente en contra de él leen con un criterio borgiano", decía Alan Pauls hace unos años, al hablar de su ensayo El factor Borges. Quienes fueron conscientes de las puertas que abría Borges y pudieron reelaborar su literatura son los que hicieron algo nuevo y valioso. Para nombrar solo a dos ejemplos de una lista extensa: Roberto Bolaño en Literatura nazi en América y Luis Chitarroni en Siluetas tuvieron la capacidad de apropiarse de los temas, de sus búsquedas y las preguntas de Borges.

En este grupo está también, sin dudas, el español Jorge Carrión con el libro Shakespeare & Cervantes (Ed. Nórdica, 2019). Carrión escribe a partir del cuento "El otro": un hermoso relato de 1972, donde un Borges de pelo gris se encuentra en un banco de plaza con una versión joven de sí mismo: ambos se entrecruzan como en un ensueño fantástico, hablan de sus libros, de sus padres. No hay consejos, no hay cambios de conducta, no hay preguntas cruciales ni verdades reveladas. Tan solo dos hombres —el mismo— que miran al destino como un camino insondable.

Carrión recupera el artificio borgiano de hablar de un manuscrito extraviado… de Borges, en este caso. Como un médium, le da una voz posible y retoma varias de sus características más conocidas para darle un marco y un sostén a la historia: el libro apócrifo, la primera persona que certifica el verosímil, la cita falsa, el pliego barroco de la realidad, la literatura como indagación.

El cuento perdido de Borges se llama "Los otros dos". Es un cuento menor, dice Carrión, del que sólo tuvo acceso a unos pocos fragmentos. Más borgiano no se consigue. Y, sin embargo, es exquisita la manera en que evita el error de todos los epígonos e imitadores de Borges. Carrión nunca pierde su estilo. Shakespeare & Cervantes podría ser un escrito póstumo en colaboración.

La victoria del género menor

La estructura del libro es relativamente simple. Carrión comienza hablando de sí —como tantas veces ha hecho Borges— y sutilmente desliza el tema del cuento perdido y nos mete en la historia adentro de la historia: en "Los otros dos" Borges pasea por Ginebra y, mientras mira una partida de ajedrez en la plaza, se sienta en un banco ocupado por dos hombres, William y Miguel. El diálogo es intrascendente, pero se adivina que es un efecto buscado por el narrador, que "omite o desfigura los hechos".

"El secreto de Cervantes y Shakespeare", escribe Carrión casi al final, "está en el mecanismo creativo que concibieron, desarrollaron y perfeccionaron, en paralelo, sin conocerse. Los dos trabajaron a partir de materiales previos, de novelitas populares y leyendas urbanas y cuentos chinos. De relatos pulp, de la pulpa de papel, sustrato de la cultura. De géneros menores. Los dos moldearon, remezclaron, transformaron esos textos preexistentes, hasta convertirlos en obras maestras. El mecanismo es antiguo, se remonta a los orígenes de la creación literaria. Pero Shakespeare y Cervantes lo reconfiguraron en clave moderna: sin miedo a los límites, sin miedo a los géneros y sin miedo a los dioses".

La lectura que hace de Cervantes y Shakespeare aplica a la perfección para Borges. Y tal vez sea también un intento para pensarse a sí mismo. No hay que olvidar que él mismo toma esos materiales —aunque tal vez con más hincapié en cine y series— para sus libros, como en la novela Los muertos y en el ensayo Teleshakespeare.

Centro y periferia

En el ensayo "El escritor argentino y la tradición" (1957), Borges planta el precedente de una arrolladora que modificó la forma de concebir la literatura, no sólo en la Argentina, sino en América latina y en todos los países "tercermundistas" en general: no hay razón para que no se pueda considerar a cualquier autor ni a cualquiera obra como instrumento. Borges invierte la relación de fuerzas entre las tradiciones "fuertes" y las "nuevas". Sólo este ensayo debería servir para que la imagen de conservador con la que siempre se lo asoció se rompiera en mil pedazos.

Cómo no volver a aquel ensayo, cómo no pensar por dónde pasa el eje centro-periferia de la literatura, ahora, cuando es un español el que usa la obra de Borges como arcilla y lo pone en una serie junto con Shakespeare y Cervantes.

Fuente: Infobae

martes, 4 de septiembre de 2018

Cervantes y Borges




Ana María Barrenechea

¿Qué preguntas podrían hacerse para contestar las que propone el título elegido? Cómo vio Borges a Cervantes es preguntarse muchas cosas a la vez. Cómo ve Borges a los escritores concretos y al destino de ser escritor, o a la persona que desea ser feliz. Ser escritor puede significar ser feliz imaginando mundos posibles y creando obras que hagan felices a los otros con sus invenciones, o entreteniendo sus propias frustraciones y desesperanzas.

Será preguntarse si Borges lee en otros su propio camino; si lee en su imaginario lo que ellos anhelaban ser y no fueron o lo que alcanzaron a escribir sin tener plena conciencia, o los nuevos objetos que inventaron con las palabras de todos, las experiencias que vivieron o imaginaron con la lectura de otros.

O quizá haya otras preguntas que Borges se hizo a sí mismo y quiso que sus lectores se planteasen. ¿Puede elegir el hombre su destino? ¿Falló porque hizo lo que otros decidieron por él pero pudo no haber sido así, o eso era imposible porque nadie elige, aunque él eligió hacer de esas preguntas y esas respuestas uno de los repetidos «topoi» de su literatura?

Este infinito camino de senderos que se bifurcan parece confluir siempre en su Yo aunque hable de «la nadería de la personalidad», o de la infelicidad de no ser amado unida a su seguridad de que sería escritor desde que era niño, aunque renueve sus manifestaciones de ser más lector que escritor o concluya afirmando la utopía de la unidad de toda literatura (idea que atribuye a Emerson y a Valéry) mientras corrige minuciosamente variando, tachando, agregando hasta una coma, en sus Obras completas de Emecé, aun después de quedar ciego, hasta su muerte.

Sin duda siempre manifestó que las opiniones de un autor no son importantes (incluso las suyas) o que un escritor debe ser «esencialmente inocente y espontáneo», y en una entrevista ha llegado a afirmar que suele todavía comprar algún libro que no puede leer, que cita de memoria a los autores que ama, que no conserva en su biblioteca ningún libro suyo, que de la obra de Borges se salvan unos pocos cuentos o poemas memorables, y aunque responde certeramente "«yo me he propuesto distraer y quizá inquietar»" (frase en la que se define a la perfección) continúa: "«la gente se va a cansar muy pronto de lo que yo he escrito.1»"

Estas aparentes contradicciones que pueden desconcertar ocurren por la especial ambigüedad que caracteriza a la literatura borgeana y a la voz de este escritor donde se intensifica al extremo la ambigüedad propia del hecho estético, en cualquier lugar y época.

Antes de pasar a los textos en que Borges elige reflexionar sobre Cervantes y su obra o construir con ambos sus propias fabulaciones, adelanto que no comentaré «Pierre Menard, autor del Quijote» porque, aunque sea una ficción fascinante e inagotable, se ha convertido en el más tratado y discutido por los especialistas. Tampoco me detendré en sus ensayos, notas críticas o comentarios, ni siquiera en «Magias parciales del Quijote» que debió ejercer gran atracción sobre el mismo autor, pues le dio el honor de incluirlo en Otras inquisiciones.

De las magias «parciales» pasaremos a las «totales», ésas en las que Borges descubre lugares reveladores, los multiplica, los disemina, los hace volverse sobre sí mismos, los profundiza y sobre todo los concentra. No seguiré un orden cronológico, aunque podría ser interesante, en otro momento, estudiar si su contexto vital influyó o no en su acercamiento al Quijote.

Me centraré en algunos poemas y prosas breves (no en todos porque se repiten ciertos esquemas o «formas» como los llama Borges) y me inclinaré por los que suman «álgebra y fuego». Son múltiples los tipos de formas que aparecen: esquemas interpretativos propuestos por el narrador-autor para descifrar un hecho enigmático, esquemas de la sucesión del relato, también del sistema inclusivo o enfrentado o pluralizado de historias, de narradores, de personajes.

Comenzaré por dos textos que, como el primer ensayo de Otras inquisiciones, «La muralla y los libros», presentan un acontecimiento del que dice: "«inexplicablemente me satisfizo y, a la vez, me inquietó. Indagar las razones de esa emoción es el fin de esta nota»". Esquemas mentales semejantes, unidos a razones y emociones mezcladas en ambos, me ha hecho elegir «Un problema» (1957) y «El acto del libro» (1981)2. El título «Un problema» anuncia y sintetiza la forma vacía que lo organiza y que se presenta como propuesta previa de discusión interpretativa (en este caso ofrecida sobre un hecho hipotético ficcional, variación de otra ficción famosa, que el autor intuye como inquietante para los lectores y para sí mismo, como también digno de ser meditado).


Un problema


Imaginemos que en Toledo se descubre un papel con un texto arábigo y que los paleógrafos lo declaran de puño y letra de aquel Cide Hamete Benengeli de quien Cervantes derivó el Don Quijote. En el texto leemos que el héroe (que, como es fama, recorría los caminos de España, armado de espada y de lanza, y desafiaba por cualquier motivo a cualquiera) descubre, al cabo de uno de sus muchos combates, que ha dado muerte a un hombre. En este punto cesa el fragmento; el problema es adivinar, o conjeturar, cómo reacciona Don Quijote. Que yo sepa, hay tres contestaciones posibles. La primera es de índole negativa; nada especial ocurre, porque en el mundo alucinatorio de Don Quijote la muerte no es menos común que la magia y haber matado a un hombre no tiene por qué perturbar a quien se bate, o cree batirse, con endriagos y encantadores. La segunda es patética. Don Quijote no logró jamás olvidar que era una proyección de Alonso Quijano, lector de historias fabulosas; ver la muerte, comprender que un sueño lo ha llevado a la culpa de Caín, lo despierta de su consentida locura acaso para siempre. La tercera es quizá la más verosímil. Muerto aquel hombre, Don Quijote no puede admitir que el acto tremendo es obra de un delirio; la realidad del efecto le hace presuponer una pareja realidad de la causa y Don Quijote no saldrá nunca de su locura.

Queda otra conjetura, que es ajena al orbe español y aun al orbe del Occidente y requiere un ámbito más antiguo, más complejo y más fatigado. Don quijote -que ya no es Don Quijote sino un rey de los ciclos del Indostán- intuye ante el cadáver del enemigo que matar y engendrar son actos divinos o mágicos que notoriamente trascienden la condición humana. Sabe que el muerto es ilusorio como lo son la espada sangrienta que le pesa en la mano y él mismo y toda su vida pretérita y los vastos dioses y el universo.

El acontecimiento desencadenante comienza con la voz de un narrador-autor-escritor que nos invita por una primera persona plural inclusiva («Imaginemos») a compartir esa ficción suya, no la creada por Cervantes para su Don Quijote y su inventor Cide Hamete Benengeli. Dentro de la coherencia de la fábula originaria se juzgaría un hecho impensable que Alonso Quijano el bueno, aun perdido el juicio, matase a nadie, pues toda la historia del caballero loco podía ser festiva, ridícula, burlona, discreta, ingeniosa, desconcertante, llena «de pensamientos varios y nunca imaginados de otro alguno», conmovedora, triste a veces, patética, pero no trágica en sus consecuencias3.

Borges, para fines que se verán y que son suyos, nos invita a imaginar con él que don Quijote mató a un hombre, para justificar el esquema final de su reacción: a, b, c, y sobre todo d. Pero antes ofrece en un párrafo introductorio dos acontecimientos. El primero coincide con el capítulo IX de la primera parte, en el encuentro de un texto de Cide Hamete Benengeli, con algunos agregados para reforzar su autenticidad; pero se aparta en otras conductas y podría decirse que lo invierte porque en vez de continuar un relato interrumpido (como ocurre en el Quijote) introduce la variante de que ha matado a un hombre.

Borges se aparta así de la conducta del personaje original, pero emplea en cambio a continuación la forma narrativa del capítulo VIII, la suspensión brusca del relato durante la pelea con el vizcaíno: "«En este punto cesa el fragmento»". Lo hace para introducir la fórmula interpretativa en abanico ("«el problema es adivinar o conjeturar, cómo reacciona Don Quijote»"). Además siguiendo su conducta preferida en este tipo de fórmula, gradúa las hipótesis desde las más previsibles hasta la última, la que más le atrae en esa ocasión (puesto que las otras no son sino camino para justificar su existencia).

En esta circunstancia elige la hipótesis que sería válida en un ámbito que le atrae por lo menos por tres motivos: 1., ser ajena al orbe español, en rechazo de la España juzgada por él como predominantemente «realista», es decir no mágica, (aunque produjo a Cervantes y a su Don Quijote); 2., ser ajena al orbe de Occidente, porque lo atrae ese Oriente que aquí circunscribe con el ejemplo del Indostán y más precisamente con los adjetivos "«más antiguo, más complejo y más fatigado»" que el Siglo de Oro español, y 3., para terminar (a pesar de estar ante lo más concreto del asesinato: la espada sangrienta y pesada del héroe en la mano) borrando al otras veces cercano y amigo don Quijote porque lo ha transmutado en un lejano rey de los ciclos de ese Indostán que ahora lo atrae por pasar de alguien a nadie (1930) en círculos que han ido abriéndose hasta incluirlo e incluirnos a todos en el entero universo como la espantosa esfera de Pascal (1951) en Otras inquisiciones (OC, II, 117 y 16). Curiosa muestra de los distintos lugares que adopta Borges y también de las diferentes miradas (no cronológicas sino textuales), cuando se abre a preguntas múltiples y ofrece sus múltiples perplejidades conformadas en fábulas a los lectores.

El otro texto que elegí como paralelo al anterior, «El acto del libro» es también una prosa breve (aparecida en Clarín, 21 de marzo de 1981, recogida en La cifra el mismo año, y en OC, III, 294) y muestra su infinita capacidad de reescribir no sólo un tema (Borges-Cervantes) sino también de buscar otras variantes de las propias formas mentales (Borges).


El acto del libro


Entre los libros de la biblioteca había uno, escrito en lengua arábiga, que un soldado adquirió por unas monedas en el Alcana de Toledo y que los orientalistas ignoran, salvo en la versión castellana. Ese libro era mágico y registraba de manera profética los hechos y palabras de un hombre desde la edad de cincuenta años hasta el día de su muerte, que ocurriría en 1614.

Nadie dará con aquel libro, que pereció en la famosa conflagración que ordenaron un cura y un barbero, amigo personal del soldado, como se lee en el sexto capítulo.

El hombre tuvo el libro en las manos y no lo leyó nunca, pero cumplió minuciosamente el destino que había soñado el árabe y seguirá cumpliéndolo siempre, porque su aventura ya es parte de la larga memoria de los pueblos. ¡Acaso es más extraña esta fantasía que la predestinación del Islam que postula un Dios, o que el libre albedrío, que nos da la terrible potestad de elegir el infierno?

Aquí es más extensa y compleja la narración inicial que dará soporte a las conclusiones, y más condensada pero anamórfica (con respecto a su propio canon) su interpretación final, mientras cambia el lugar del énfasis en el título.

La narración es transparente alusión a lo contado en el Quijote pero nunca se refiere por sus nombres propios al autor, al personaje central y a la obra. Cervantes es siempre (como escritor y como personaje de los capítulos IX y VI de la primera parte) un soldado/el soldado, Alonso Quijano rebautizado don Quijote es siempre un hombre/el hombre, El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha (o su segunda parte El ingenioso caballero don Quijote de la Mancha) son la «versión castellana» de un libro «escrito en lengua arábiga» que se ha perdido, luego ese libro/el libro, y también está marcado por rasgos mágicos (entre ellos, proféticos de algo que ocurrirá). Autor, obra, personajes y libro sufren al mismo tiempo un proceso oscilante de borramiento y pérdida de identidad, al que se agrega el misterio de que el hombre (no el soldado) lo tiene entre los libros de su biblioteca, no lo lee y sin embargo cumple lo que había soñado el árabe.

Pero como Borges sabe (y practica) es necesario producir obras que sean extrañas y a la vez creíbles, para lo cual debe (según el ejemplo de las sagas nórdicas y de Kipling) introducir algunos detalles concretos. Aquí los elige en el mismo Quijote («el Alcana de Toledo» o la quema de los libros «como se lee en el sexto capítulo»). Aunque también los produzca por una mezcla fascinante de invención y utilización reelaborada de ese texto, en una ficción de segundo grado: «desde la edad de cincuenta años hasta el día de su muerte que ocurriría en 1614 (sic)»4.

Las sucesivas magias encarnadas se resumen en magia total porque no sólo se cumplieron a través de esa mezcla de invenciones y concretización que Borges practica (y que Cervantes practicó antes de otros modos) sino porque a Borges le gusta pensar (como a Emerson y Valéry) que las obras permanecen después que mueren aquellos que las inventaron porque su aventura —la del hombre, la del árabe y la del soldado— "«ya es parte de la larga memoria de los pueblos»."

La forma interpretativa final ocupa tres renglones escasos en OC, III, 294:

¿Acaso es más extraña esta fantasía que la predestinación del Islam que postula un Dios, o que el libre albedrío, que nos da la terrible potestad de elegir el infierno?

No se presenta como el esquema canónico en abanico de «Un problema», sino que es anamórfico con respecto a él. Muestra la comparación entre un texto inventado a partir de una novela conocida, que coloca en pugna y en el mismo plano con nociones teológicas expuestas por libros venerados. Su estructura y su entonación falsamente interrogativa y el «acaso» inicial que no es dubitativo (según suele serlo en Borges) sino desafiante quiere chocar con vastos orbes de creencias. Un libro profano famoso y dos libros sagrados venerados (el Corán y la Biblia) se igualan. El «escritor arábigo» facilita la conexión con el Corán; todo (Cervantes, el Quijote, sus personajes y el orbe español que también incluye al Islam) lo ligan a la Biblia. Los tres son fantasías, los tres son extraños. Podría decirse que literalmente sólo es «terrible» la Biblia, el libro que nos permite elegir nuestro destino, porque entre los dos caminos que ofrece Borges sólo nombra el infierno. Sin embargo tanto en el Corán (donde únicamente decide Dios) como en la Biblia en la que decide el hombre (pero sabemos -incluso Borges- que Dios es, está, fuera del tiempo y conoce el camino de cada hombre como una figura eterna y estática, sin proceso) el hombre elige lo ya pre-visto por Dios. Así Borges borra la personalidad, el individuo desaparece como autor para que viva la obra, una fantasía extraña.

Las dos breves prosas comentadas tienen títulos reveladores: el primero «Un problema» define la forma mental interpretativa en abanico y el ejercicio mental de las inquisiciones. El segundo «El acto del libro» define la forma en conflicto que borra al autor y universaliza al libro. Según José Ferrater Mora, Diccionario de Filosofía: "«En la trascripción escolástica del aristotelismo, lo puramente actual (actus purus) se iguala con Dios en cuanto suma realidad (como el primer motor de Aristóteles lo que mueve sin ser movido)»."

En esta prosa titulada «El acto del libro» parece narrarse otra nueva refutación del tiempo: el que una fantasía imaginada por Borges sobre una fantasía de Cervantes que dijo haber sido inventada por Cide Hamete Benengeli, a fuerza de borramientos, alusiones y transformaciones, sea tan extraña o más que los libros sagrados y sea capaz de no existir (no ser leída, ser quemada) y quedar en la memoria de los pueblos, capaz de condenar a muerte a su autor y seguir siendo reescrita por otro, capaz de actuar y ser actuada en una vertiginosa confrontación entre el autor, la divinidad y un Yo que nada sabe con seguridad, sólo que se sabe capaz de imaginar y de reescribir, y sin duda que es mortal.

Cerraré este ciclo con el comentario de un poema que casi nadie recuerda.5


                                    Lectores

               
                De aquel hidalgo de cetrina y seca                         
                tez y de heroico afán se conjetura                        
                que, en víspera perpetua de aventura,                               
                no salió nunca de su biblioteca.                              
                La crónica puntual que sus empeños                    
                narra y sus tragicómicos desplantes                      
                fue soñada por él, no por Cervantes,                   
                y no es más que una crónica de sueños.                             
                Tal es también mi suerte. Sé que hay algo                         
                inmortal y esencial que he sepultado                   
                en esa biblioteca del pasado                    
                en que leí la historia del hidalgo.                            
                Las lentas hojas vuelve un niño y grave                              
                sueña con vagas cosas que no sabe.                     


Varias rupturas la marcan. Pasa de contarse con una forma verbal impersonal, una conjetura típicamente borgeana (porque todo: nuestra memoria, nuestro conocimiento, nuestro pensamiento son frágiles e inseguros). La primera ruptura es la doble negación "«No salió nunca»" donde refuerza la anulación de lo consabido según Cervantes (porque se aparta de la fuente que Borges resumió en los primeros tres versos, y también de la manera preferida por él mismo, en donde repetidamente las dos negaciones suelen anularse). Pero más conmueve por lo que secretamente anuncia al completar la frase: "«de su biblioteca»."

La segunda ruptura ("«Fue soñada por él, no por Cervantes»") es menos desestabilizante porque en otros textos Borges juega con la idea de que Alonso Quijano escribió la historia de don Quijote. En cambio, la tercera desata la ruptura total con el modelo y abre la secreta semejanza con el autor que reescribe y al mismo tiempo trasforma la fábula: "«Tal es también mi suerte»".

Lo que separa este poema de las otras creaciones cervantinas breves es que su YO irrumpe con pretensión autobiográfica en la superficie textual y no como simple alusión. Acepta que el destino conjeturado de este Alonso Quijano es el mismo que imaginó para sí en otros momentos. Y lo es doblemente si se piensa que Borges anheló ser el héroe de la carga de Junín reconocida en su sangre y también en otros que habían batallado y ganado o perdido (como su abuelo paterno o los guerreros de las epopeyas anglosajonas).

Sin embargo, ahora sustituye paradójicamente a Cervantes (que fue héroe en Lepanto y soñó e inventó el Quijote) por un Alonso Quijano sedentario, lector de libros de caballerías que se imagina emulándolas y escribiéndolas; aunque en otros poemas haya recreado Borges un Cervantes guerrero y escritor inmortal.

El Borges del verso noveno intuye además otra cosa: "«Sé que hay algo / inmortal y esencial que he sepultado / en esa biblioteca del pasado / en que leí la historia del hidalgo»". Es ahora en 1963 un hombre de sesenta y cuatro años, se siente viejo y repite lo que dijo siendo más joven cuando recibió el Gran Premio de Honor de la SADE en 1945: "«lo cierto es que me crié en un jardín, detrás de un largo muro y en una biblioteca de ilimitados libros ingleses»" y que "«esencialmente, nunca he salido de esa biblioteca y de ese jardín»" en Sur, año 14, n° 129, julio 1945, pp.120-121.

Sin embargo sabemos que en esa biblioteca había ejemplares del Quijote en español y en inglés. Existen polémicas declaraciones suyas acerca de que primero lo conoció en inglés y luego se decepcionó cuando lo leyó en español, aunque más tarde volvió a admirarlo en el original. Parece seguro, a pesar de ello, que lo conoció en castellano en la biblioteca familiar en la edición Garnier abreviada (es decir, con fragmentos suprimidos para que lo leyeran más fácilmente los niños).

Es oportuno recordar que Borges juzgaba que leer y escribir eran intercambiables, y hasta más civilizado y superior lo primero. Y en «Borges y yo» (El hacedor, OC, II, 186) se reconoce menos en sus libros que en los de otros y concluye: "«No sé cuál de los dos escribe estas páginas»", con ambigüedad de escritura que juega a borrar la afirmación misma de ser la escritura y de estar escribiendo.

El dístico final de «Lectores», por su naturaleza formal propia del soneto isabelino (tres cuartetos y un pareado) contribuye a darle mayor densidad, concentrando y realizando la ruptura última: "«Las lentas hojas pasa un niño y grave / Sueña con vagas cosas que no sabe»".

El viejo Borges elige trocarse en el viejo niño. La imagen que ofrece parece detenerse y al mismo tiempo moverse con «relantisseur», como en el cine. La hipálage que tanto lo atraía entre las figuras retóricas (recordemos las recordadas en el prólogo de El hacedor: las lámparas estudiosas de Milton, el árido camello de Lugones, "«ibant obscuri sola sub nocte per umbram»" de Virgilio), revive en «las lentas hojas». No tuvo como Cervantes sus gloriosas heridas y su Lepanto. Su destino será pasar de un niño lector a escritor ciego como Homero, soñador de sueños como Dante, encerrado en una biblioteca como su Alonso Quijano, futuro y raro inventor de pesadillas como «La biblioteca de Babel» o «La lotería en Babilonia». Tampoco sabe que se le dará el don de lo poético «que al fin es de todos y de nadie» pero es bien suyo y continuará siéndolo después de muerto. Aunque afirme que para él será entonces inútil como la Ilíada y la Odisea para ese Homero del que nada sabemos ni siquiera que existió, aunque Borges haya tenido el don de mostrárnoslo en el momento en que estaba ciego como él y se le concedía la revelación de narrar epopeyas de otros.6

«Un niño» (que pasa nuevamente del Yo, al indefinido, del pasado al presente actual), "«sueña con vagas cosas que no sabe»," porque en ese no saber completamente reside lo poético, porque si se alcanzase la revelación total se perdería el misterio que funda el hecho estético. En «La muralla y los libros» (Otras inquisiciones, OC, II, 13) recordó en 1950: "«Ya Pater, en 1877, afirmó que todas las artes aspiran a la condición de la música, que no es otra cosa que forma. La música, los estados de felicidad, la mitología, las caras trabajadas por el tiempo, ciertos crepúsculos y ciertos lugares quieren decirnos algo, o algo dijeron que no hubiéramos debido perder, o están por decir algo; esta inminencia de una revelación, que no se produce, es, quizá, el hecho estético».7"

Instituto Dr. Amado Alonso. Universidad de Buenos Aires

Notas

1. Véase El Otro Borges. Entrevistas (1960-1986) reunidas por Fernando Mateo, Buenos Aires, Equis Ediciones, 1997, especialmente la de Juan José Saer, con Jorge Conti (comp.) pp. 28-30.

2. De aquí en adelante las fechas anotadas son las que indica Nicolás Helft. Jorge Luis Borges: bibliografía completa, Buenos Aires, 1997, Fondo de Cultura Económica de Argentina, para la primera aparición en distintos medios. A ellas se agrega a veces el tomo y página de Obras Completas, Buenos Aires, Emecé (sigla OC). El interesado en otros detalles puede consultar dicha bibliografía. 

3. Cabría objetar que en el final del capítulo I, 9 don Quijote amenaza con cortarle la cabeza al Vizcaíno si no se rinde y éste no acierta a responder. Sin duda se sugiere que lo habría pasado mal si las señoras no acuden a pedirle clemencia por su escudero, por lo cual no sigue adelante y caballerescamente lo perdona. Todo ello no es más que una ingeniosa variante de Cervantes sobre el modelo deformado de aventuras que según sus leyes íntimas, no puede llegar a convertir al hidalgo en asesino. 

4. Borges comete dos confusiones sin importancia en este párrafo. Una insignificante (considerar la calle de Toledo como nombre grave y no agudo: el Alcaná); otra, dar como fecha de la muerte de don Quijote el año de 1614, quizá pensando que ése era el de la publicación de la segunda parte, dedicada, aprobada y editada en 1615. 

5. Recordemos que en Nueva refutación del tiempo (publicado como folleto en 1947 con prólogo fechado en 1946 e incluido en Otras inquisiciones en 1952) concluye: "«Negar la sucesión temporal, negar el yo, negar el universo astronómico, son desesperaciones aparentes y consuelos secretos. Nuestro destino (a diferencia del infierno de Swedenborg y del infierno de la mitología tibetana) no es espantoso por irreal: es espantoso porque es irreversible y de hierro. El tiempo es la sustancia de que estoy hecho. El tiempo es un río que me arrebata, pero yo soy el río; es un tigre que me destroza, pero yo soy el tigre; es un fuego que me consume, pero yo soy el fuego. El mundo, desgraciadamente es real; yo, desgraciadamente, soy Borges». OC", II, 149.

6. En la prosa «El hacedor», publicada en la revista La biblioteca, 1958; luego en el libro El hacedor, 1960, y en OC, II, 1974 en adelante. 

7. Una definición semejante aunque más breve aparece al terminar el cuento «El fin» (1953, en Ficciones, OC, I, p. 521), aplicada a la visión que tenemos de la llanura al atardecer, compartida por un Recabarren paralítico que contempla sub specie aeternitatis la lucha y la muerte de Martín Fierro a manos del hermano del moreno en la segunda parte del poema (según otro evangelio del Martín Fierro según Borges).


Fuente: Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes


sábado, 8 de octubre de 2016

Borges y Cervantes, don Quijote y Alonso Quijano




Por Carlos Orlando Nállim *

En el prólogo de El oro de los tigres, se lee, entre otras cosas interesantes, que «para un verdadero poeta, cada momento de la vida, cada hecho, debería ser poético, ya que profundamente lo es. Que yo sepa, nadie ha alcanzado hasta hoy esa alta vigilia». Termina el breve cuan sustancioso prólogo con estas palabras:

    En cuanto a las influencias que se advertirán en este volumen... En primer término, los escritores que prefiero he nombrado ya a Robert Browning; luego, los que he leído y repito; luego, los que nunca he leído pero que están en mí. Un idioma es una tradición, un modo de sentir la realidad, no un arbitrario repertorio de símbolos.1

Bien se sabe la permanente admiración de Borges por Cervantes: desde que en la niñez leyó el Quijote hasta su muerte. Su cervantismo no se fundaba en la curiosidad por saber si su lengua se adecuaba a ciertos cánones filológicos, consuetudinarios o científicos. Le atraía más la lengua viva y auténtica del escritor que se había propuesto contar cosas y que lo hizo con maestría. Era un poeta que supo hallar el misterio poético en las cosas simples, en los sentimientos pero sin sensiblerías, en las virtudes pero sin moralina, en el ingenio agudo pero sin ostentación. Borges, por ejemplo, no se preocupó nunca por averiguar si don Quijote respondía a tal o cual modelo vivo. Le bastaba con la obra, rico testimonio de singular hondura. Después de leer el verso y la prosa borgeanos alusivos a Cervantes, se concluye que lo consideró entre los poetas de «alta vigilia». Cualquier lector del escritor argentino puede observar su admiración ante la obra de Cervantes en especial el Quijote por la poesía que sugiere y de ella mana, que produce una conmovedora emoción estética y afectiva. Su cervantismo es fundamentalmente admiración por la obra del alcalaíno, que es belleza y emoción de las cosas; por su prosa, basada en imágenes extraídas de sutiles relaciones descubiertas por la imaginación; y por el lenguaje, a la vez sugestivo y musical.

En El oro de los tigres, como en tantos otros volúmenes, uno de los escritores siempre presentes es Cervantes. Porque es uno de los que prefiere, uno de los que ha leído y repite y, por fin, uno de los que están en él. El castellano, antes que una suma de autores o un catálogo de libros, «es una tradición, un modo de sentir la realidad, no un arbitrario repertorio de símbolos». Así lo dijo en 1972. Muchos años antes, con emoción exhortativa y convincente, en 1927, afirmaba lo mismo, de otra manera: «Digan el pecho y la imaginación lo que en ellos hay, que no otra astucia filológica se precisa» 2. El poema que nos sirve de punto de partida dice así:

    Sueña Alonso Quijano

    El hombre se despierta de un incierto
    sueño de alfanjes y de campo llano
    se toca la barba con la mano
    se pregunta si está herido o muerto.
    ¿No lo perseguirán los hechiceros
    que han jurado su mal bajo la luna?
    Nada. Apenas el frío. Apenas una
    dolencia de sus años postrimeros.
    El hidalgo fue un sueño de Cervantes
    y don Quijote un sueño del hidalgo.
    El doble sueño los confunde y algo
    está pasando que pasó mucho antes.
    Quijano duerme y sueña. Una batalla:
    los mares de Lepanto y la metralla.

Quizá convenga recordar que este poema vuelve a ser incluido por Borges, tres años después de El oro de los tigres, en otro libro que, con el título de La rosa profunda, publica en 1975. No creemos que se trate de un olvido o una simple reiteración. Por el contrario, nos parece que se trata más bien de una preferencia por el tema que desea destacar. Creo también que, como él lo dice en el prólogo de este segundo libro,

    ...la misión del poeta será restituir a la palabra, siquiera de un modo parcial, su primitiva y ahora oculta virtud. Dos deberes tendría todo verso: comunicar un hecho preciso y tocarnos físicamente, como la cercanía del mar.3

Tal es su afecto por Cervantes, por el Quijote, por «el doble sueño», que le place decirlo poéticamente y reiterarlo. Es uno de los pensamientos obsesivos de toda una vida de lector y escritor, expresado y repetido en numerosas ocasiones, que ha hallado el verso conveniente que nos informa de un hecho conmovedor y preciso y que nos toca con su invisible mano o profundo destello. Se trata de la palabra poética reveladora que el poeta, consciente del hecho, ama y reitera.

El fin está cercano, o por la tristeza ocasionada por la derrota sufrida en manos del Caballero de la Blanca Luna o por singular disposición del cielo. Enfermó don Quijote gravemente. El diagnóstico fue tomado serenamente por el protagonista y llorosamente por los circunstantes. De todos modos, este ir terminando el camino de la vida parecía natural. Menos natural y hasta asombroso pareció el despertar sano o, lo que es lo mismo, cuerdo tras su sueño de muchas horas. La confesión que le hace a la sobrina es, más que cuerda, sabia:

    Las misericordias respondió don Quijote, sobrina, son las que en este instante ha usado Dios conmigo, a quien, como dije, no las impiden mis pecados. Yo tengo juicio ya, libre y claro, sin las sombras caliginosas de la ignorancia, que sobre él me pusieron mi amarga y continua leyenda de los detestables libros de las caballerías. Ya conozco sus disparates y sus embelecos, y no me pesa sino que este desengaño ha llegado tan tarde, que no me deja tiempo para hacer alguna recompensa, leyendo otros que sean luz del alma. Yo me siento, sobrina, a punto de muerte; querría hacerla de tal modo, que diese a entender que no había sido mi vida tan mala, que dejase renombre de loco; que puesto que lo he sido, no querría confirmar esta verdad en mi muerte. 4

Es el protagonista que se reconoce cuerdo tras sus locuras, que culpa a sus abundantes lecturas de libros de caballerías de su lamentable condición pasada, el que, por fin y bondad de Dios, ha recobrado su juicio respecto de la tenebrosa ignorancia. Quisiera pagar sus pecados con nuevas lecturas pero ahora de libros píos y edificantes. En el momento final quiere obrar juiciosamente para hacer olvidar su pasado de mentecato. El momento de la muerte es cosa seria. Es el nuevo amanecer de don Alonso Quijano el Bueno, la resurrección, si se quiere, de aquel personaje del primer capítulo de la Primera Parte, que aparece para enloquecer muy luego y de quien el autor dice, socarronamente, no saber muy bien su nombre: ¿Quijada, Quesada o Quejana?

El caballero, en la Primera Parte, muere fiel a su locura, sin renunciar a su vida aventurera. Del preciso momento de su muerte nada sabemos, simplemente nos encontramos con unos epitafios y elogios de los académicos de Argamasilla. Recordemos que en el famoso escrutinio de la librería, Cervantes, a través del cura y con indisimulada sorna, refiriéndose a Tirante el Blanco al que llama «el mejor libro del mundo»— afirma: «Aquí comen los caballeros, y duermen y mueren en sus camas, y hacen testamento antes de su muerte...» (I, 6)5 . El autor cuidó mucho que don Quijote no le imitara para así morir en su ley. Mientras que en la Segunda Parte, don Quijote muere en su cama, llama al cura y al escribano, es decir, recibe los sacramentos y testa; y vitupera «todas las historias profanas del andante caballería». Dice «profanas». Lo profano no merece la reverencia debida a las cosas sagradas, es sinónimo de libertino y hasta de deshonesto e ignorante, sin autoridad en una materia dada.

En otra ocasión, Borges recuerda un romance de Quevedo «en el cual se menciona al Quijote» 6 ; «documento de la triste incomprensión del Quijote en su propio siglo» acota Raimundo Lida. Pues bien, este romance, «Testamento de don Quijote», termina así:

    En esto la Extremaunción
    asomó ya por la puerta;
    pero él, que vio al sacerdote
    con sobrepelliz y vela,
    dijo que era el sabio propio
    del encanto de Niquea;
    y levantó el buen hidalgo
    por hablarle la cabeza.
    Mas, viendo que ya le faltan
    juicio, vida, vista y lengua,
    el escribano se fue
    y el cura se salió afuera.7

El hidalgo o Cervantes no fueron consecuentes. De haberlo sido, don Quijote bien pudo terminar sus días como lo imaginó Quevedo en su «Testamento»: loco. En este sentido coincide Quevedo con Cervantes en la Primera Parte. De ahí el acierto, la idea genial de Cervantes al término de la Segunda: el loco recupera el juicio, además se arrepiente y quiere enmendarse. Un final bello y patético, que implica un sorpresivo vuelco en la corriente narrativa que venía desarrollándose a través de todo el libro. Por eso Borges expresa que:

    Cualquier otro autor hubiera cedido a la tentación de que don Quijote muriera en su ley, combatiendo con gigantes o paladines alucinatorios, reales para él. Almafuerte ha reprochado a Cervantes la lucidez agónica de su héroe. A ello podemos contestar que la forma de la novela exige que don Quijote vuelva a la cordura, y también que este regreso a la cordura es más patético que morir loco. Es triste que Alonso Quijano vea en la hora de su muerte que su vida entera ha sido un error y un disparate. El sueño de Alonso Quijano cesa con la cordura y también el sueño general del libro, del que pronto despertaremos. Antes que cerremos el volumen y despertemos de ese sueño del arte, don Quijote se nos adelanta despertando él también y volviendo como nosotros a la mera y prosaica realidad.8

Don Quijote ha sido vencido. Acepta resignado cumplir con su promesa de no salir a la aventura por un año y hasta piensa seriamente en hacerse pastor. No obstante, la tristeza, o la melancolía como quiere el texto, lo embarga y muere. Advirtamos que primero muere don Quijote y luego Alonso Quijano el Bueno. En efecto, si leemos con atención el libro, veremos que en el último capítulo don Quijote deja su lugar a don Alonso: «Yo tengo juicio ya, libre y claro», antes sólo «sombras caliginosas de la ignorancia» en lenguaje cervantino; «el sueño de Alonso Quijano cesa con la cordura» en lengua borgeana.

En su poema, Borges evoca el momento preciso de ese inesperado y patético despertar. No se trata de despertar de un sueño de más de seis horas como nos informa el texto, sino también del fin de un sueño artístico que ha abarcado prácticamente todo el libro y del amanecer de otro personaje, Alonso Quijano, que lo hace para morir casi de inmediato. El personaje despierta de un sueño muy especial, que el poeta llama «incierto», porque es inseguro, no verdadero, tan extraordinario que se acerca a lo desconocido. Este sueño cae en el campo de lo maravilloso y de lo fantástico; por eso, quizá, en vez de decir espada o sable, se dice alfanje, vocablo que nos aleja hacia el mundo oriental tan afín a la fantasía y a la fábula. Sin embargo y de inmediato evoca el «campo llano», la recia meseta castellana, la Mancha que se nutre de trigales, viñas y olivares. El héroe adormilado reacciona como cualquier mortal tocándose la barba, preguntándose por su estado. Los hechiceros de su larga y anterior historia ya no lo persiguen ni le hacen daño. Está solo en su conciencia, ha tomado al mundo de lo consciente, ha despertado de un largo sueño que lo alejó de la realidad de «hidalgo de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor». Y ha despertado enfermo, enfermo de melancolía. Para la psiquiatría, se trata de un estado de depresión propio de la psicosis maníaco-depresiva, caracterizado por postración, abatimiento y pesimismo. Etimológicamente es la negra bilis de los griegos. Para don Alonso Quijano, es más bien esa tristeza un tanto inexplicable, vaga, profunda, producida por ese brusco despertar al mundo de la razón; pero que ha calado tan hondo que lo llevará a la muerte.

Este patetismo con que Cervantes trata los últimos, el último capítulo del Quijote, se da, en general, más en la Segunda que en la Primera Parte. Borges prefiere la Segunda Parte; esto no es novedad ya que varios cervantistas ya lo habían manifestado y muchos lectores de todos los tiempos lo hemos pensado. Con Borges podemos decir:

    En esa parte, Cervantes prescinde de esos burdos percances físicos y todo lo que ocurre es distinto. Es sentimental, es psicológico, ya no hay tantos golpes, ya no hay tantas tundas ni dudas, ya no hay cosas que eran terribles, graciosas y, al mismo tiempo, novedosas, como la aventura de los molinos. Podríamos decir también, que cuando Cervantes empezó a escribir Don Quijote, él lo conocía muy poco a Alonso Quijano. Quizá eso suceda con todo el libro. Si uno empieza a escribir un libro, uno va compenetrándose con los personajes; en este caso con el personaje Alonso Quijano o don Quijote.9

El escritor argentino subraya los diez años que separan la Segunda de la Primera Parte del libro, tanto que llega a afirmar que Cervantes en el Quijote de 1605 vio las posibilidades cómicas, en cambio, en el de 1615 vio las posibilidades patéticas. Este padecimiento moral expresado en gustos y actitudes emocionantes surca con mayor o menor profundidad todo el libro, de modo especial el de 1615 y, de alguna manera, culmina en el último capítulo. «Es indudable que en estas líneas, Cervantes sintió la muerte de don Quijote como algo propio, como algo muy triste». Ningún lector podrá desmentir esta aseveración. Hay dos vertientes a tener en cuenta: la compenetración del autor con los personajes, fundamentalmente con don Quijote y Sancho, en particular con el protagonista, y la emoción creciente, por momentos patética, que muestra el libro. La muerte de don Quijote es narrada con palabras puntuales y hasta secas: «el cual, entre compasiones y lágrimas de los que allí se hallaron, dio su espíritu, quiero decir que se murió». Borges observa el procedimiento: falta la gran frase literaria, de gran retórica digna del héroe que termina sus días; y, de inmediato, evoca las palabras de Shakespeare a la muerte de Hamlet. La emoción de Cervantes por la muerte del héroe no supera la del amigo. Por eso el final no tolera la posibilidad retórica. Cervantes primero y el lector después quedan simplemente desolados.

La batalla y la metralla de Lepanto fueron un vivo recuerdo desde que el joven veinticuatreno intervino audazmente en esa señalada ocasión. Su recuerdo y su orgullo no eran vanos ni vacía exageración. No miente ni imagina hechizos de libros de caballerías Cervantes cuando, molesto por la aparición del Quijote apócrifo y por las ofensas de su autor, reacciona reflexivamente diciendo que Lepanto es «la más alta ocasión que vieron los siglos pasados, los presentes, ni esperan ver los venideros». Desde su particular punto de vista de hombre y soldado que vivió heroicamente la experiencia, era inimaginable una lid tan grandiosa, ardua y sangrienta como ésa, con toda la carga emotiva que conlleva en aquel preciso momento una victoria sobre el Islam, presidido en la ocasión por los turcos otomanos.

Esa experiencia y esa emoción destilan, por ejemplo, sus palabras de alabanza al soldado cuando en el «Discurso de las armas y las letras» dice así:

    Y si éste parece pequeño peligro, veamos si le iguala o hace ventajas el de embestirse dos galeras por las proas en mitad del mar espacioso, las cuales enclavijadas y trabadas, no le queda al soldado más espacio del que concede dos pies de tabla del espolón; y, con todo esto, viendo que tiene delante de sí tantos ministros de la muerte que le amenazan cuantos cañones de artillería se asestan de la parte contraria, que no distan de su cuerpo una lanza, y viendo que al primer descuido de los pies iría a visitar los profundos senos de Neptuno, y, con todo esto, con intrépido corazón, llevado de la honra que le incita, se pone a hacer blanco de tanta arcabucería, y procura pasar por tan estrecho paso al bajel contrario...
    (I, 38)
    .

Si nos remitimos a los documentos sobre Lepanto hallaremos también dos navíos trabados en fiera lucha que simbolizan dos adversarios, dos civilizaciones, a través de sus comandantes: Uluch Ali y don Juan de Austria. Islámicos y cristianos, frente a frente, dos poderosísimas flotas, luchando por la supremacía en el Mediterráneo y en el mundo cultural conocido de la época. La batalla empieza en torno a las galeras de los dos jefes supremos, que se hallaban reunidos por el espolón, formando una sola platea de lucha encarnizada, que muy pronto se generaliza a otras muchas naves. El golfo de Corinto, el estrecho de Lepanto, la bahía de Patras se han incendiado en lo que al principio pareció una mañana tranquila de aquel domingo 7 de octubre de 1571. El calor de la lucha refleja el ardor de muchos miles de hombres que, con la artillería primero y los arcabuces luego, terminan en la lucha cuerpo a cuerpo. La metralla de las primeras horas fue paulatinamente cediendo el lugar a las picas, espadas, alfanjes, lanzas y cuchillos. El coraje de los aliados, en su mayoría españoles, la fe en Dios fomentada por los jefes y bendecida por el mismo Papa Pío V, y el poder persuasivo y arrollador de don Juan de Austria logran convertir a esos soldados en nuevos héroes que pelean «en el santo nombre de Dios». Y entre estos héroes hay que señalar al arcabucero Miguel de Cervantes, que, aunque enfermo de cuartanas, ocupa audazmente su lugar en el esquife de «La Marquesa», hasta que en el asalto definitivo a la galera capitana enemiga dos arcabuzazos en el pecho y otro en el brazo izquierdo lo detienen. Un ambiente fantástico de leyendas caballerescas. Quijotescas aureolas figuran en las cabezas de héroes temerarios y atrayentes hasta el carisma como don Juan de Austria y Miguel de Cervantes... armadas colosales, mares de sangre, muertos y heridos por doquier... ardua victoria, milagro del Auxilium Christianorum, la nueva deprecación de la letanía lauretana... orgullo de un hombre que fue soldado, cautivo y escritor, a lo grande.

«El hidalgo fue un sueño de Cervantes / Y don Quijote un sueño del hidalgo», sí, pero también este último sueño reconoce al mismo artífice, al inmortal escritor. Alonso Quijano en el último capítulo y don Quijote a través de casi todo el extenso libro ahora se nos muere, ante el dolor de los circunstantes, del escritor y de nosotros los lectores. Pero se trata de un personaje de una larga historia, no más. No es un hombre de carne y hueso, «sino un sueño de Cervantes, un sueño que pudo haber sido inmortal»10 . Lo que sucede es que a esta altura de la historia, don Quijote ya no es una ficción, no para el escritor ni para los lectores. El primero, no es extraño, se ha apasionado por el excepcional personaje, y los lectores también. Uno y otros lo sentimos tan cerca, tan realmente hombre que nos parece lo más natural del mundo su mortalidad, debe morir.

Don Quijote no pensó en la larga fábula o ficción, que, de algún modo, debía terminar. No lo pudieron persuadir sus extrañas y hasta fantasmagóricas aventuras, tampoco los azotes, ni las desventuras, ni los «desabrimientos» que incluye el médico en su breve y terminante diagnóstico hoy diríamos «sinsabores» sin más. Entonces, Cervantes, tras la derrota ante el Caballero de los Espejos, en las playas barcelonesas, lo vuelve a su aldea manchega y a su casa, e imagina un milagro verosímil, si lo hay, para los lectores y las creencias populares de aquel tiempo, recobrar el juicio para luego morir:

    ...y una de las señales por donde conjeturaron se moría fue el haber vuelto con tanta facilidad de loco a cuerdo; porque a las ya dichas razones añadió otras muchas tan bien dichas, tan cristianas y con tanto concierto, que del todo les vino a quitar la duda, y a creer que estaba cuerdo.11

Pero más original aún se mostró Cervantes, quien, narrador sagaz, imagina aquel largo sueño en que cae el caballero enfermo, don Quijote, para despertar convertido en Alonso Quijano el Bueno. De loco a cuerdo, sueño mediante: de don Quijote, mentecato o poco más o menos, a Alonso Quijano, prudente hidalgo. El sueño misterioso e inexplicable ha hecho el señalado milagro.

De acuerdo: «El hidalgo fue un sueño de Cervantes / Y don Quijote un sueño del hidalgo. / El doble sueño los confunde y algo»... Quizá la explicación profunda y obvia la haya dado un docto amigo mío, que concluye un trabajo iluminador sobre un recurso cervantino, afirmando que «el principal personaje de la novela no tiene que serlo el protagonista, sino que puede serlo el narrador, como lo es aquí»12 . Me atrevo a afirmar que Borges estaría de acuerdo. Cervantes, don Quijote, Alonso Quijano el Bueno: sueño y literatura. Ab ore ad aurem.



Notas

    (1) Jorge Luis Borges, El oro de los tigres [1972], Obras completas, Buenos Aires, Emecé, 1974, pág. 1081. volver
    (2) Jorge Luis Borges, El idioma de los argentinos, Buenos Aires, Peña del Giudice Editores, 1952, pág. 33. volver
    (3) Jorge Luis Borges, La rosa profunda [1975], Obras completas, Buenos Aires, Emecé, 1989, II, pág. 77. volver
    (4) Miguel de Cervantes Saavedra, Don Quijote de la Mancha, edición, estudio y notas de Juan Bautista Avalle-Arce, Madrid, Ed. Alhambra, 1979, 11, Cap. 74. Citaremos por esta edición. volver
    (5) Creemos que el elogio del libro es sincero, no así esto de dormir y morir los caballeros en sus camas, por ejemplo. Hago la aclaración porque, leído el párrafo entero donde se inserta tal aseveración, el sentido no aparece claro a primera vista y se ha llegado a opinar reiteradamente sobre la oscuridad del pasaje. volver
    (6) Vid. «La pasión literaria», en Diálogos, volumen editado por María Esther Vázquez, Buenos Aires, 1978, págs. 429-447 [Este diálogo se publicó primeramente en La Nación, Buenos Aires, 13 de febrero de 1977]. volver
    (7) Francisco de Quevedo, «Testamento de don Quijote», en Poemas satíricos y burlescos, Obras completas, edición, introducción, bibliografía y notas de José Manuel Blecua, Barcelona, Planeta, 1963, I, págs. 933-936. volver
    (8) Jorge Luis Borges, «Análisis del último capítulo del Quijote», en Revista de la Universidad de Buenos Aires, 5.ª época, año I, N.º 1, Buenos Aires, enero-marzo 1956, págs. 31. volver
    (9) Vid. Roberto Alifano, Conversando con Borges, Suplemento de la Revista Siete Días, n.º 748, Buenos Aires, 1981, pág. 20. volver
    (10) Jorge Luis Borges, op. cit., pág. 29. volver
    (11) Hemos dicho que la opinión popular suponía que los locos recobraban el juicio para luego morir. Borges, por su parte, precisa que «una superstición escocesa quiere que los hombres cuerdos que están cerca de la muerte se vuelvan un poco locos y adquieran virtudes proféticas. Aquí, inversamente, la cercanía de la muerte devuelve la razón a un loco». Vid. op. cit., p. 33. volver
    (12) Juan Bautista Avalle-Arce, «Cervantes y el narrador infidente», en Arcadia, Estudios y textos dedicados a Francisco López Estrada, Dicenda, Cuadernos de Filología Hispánica, Universidad Complutense de Madrid, n.º 7, 1988, pág. 172. volver

    (*) En Cervantes en las letras argentinas, cap. III, Buenos Aires, 1998, págs. 65-81 [antes en Nueva Revista de Filología Hispánica, tomo XL/2, 1992

Fuente : Instituto Cervantes