domingo, 29 de diciembre de 2019

¡Felicidades…!


Escucharemos muchas veces en los días que vienen. Estarán escritas en todos los colores. ¿Qué significa esto que nos desean? Cada uno tiene su propia definición, supongo que no admite cambio. 

En su origen viene del latín: felicitas (place, alegría) y ésta de Félix (fecundo, próspero, dichoso) y en la base una raíz indoeuropea que significa mamar y amamantar Sin Freud, el solo origen de la palabra nos lleva al pecho tibio, rosado y lechoso. Para los ingleses y franceses está relacionado con algo que ocurre por casualidad, un golpe de suerte (raíces hap/ happy-eur/ bonheur), un accidente, más que un sereno fluir. Quizás sea esta una concepción más veraz y no la más deseada. Kant la definió como "la satisfacción de todas nuestras inclinaciones, tanto en multiplicidad, como en intensidad y duración". Algo difícil e improbable. Puede llegarnos como un ventarrón, se agota como imperceptible llovizna.


En estos días la felicidad está asociada a la llegada del Niño, a María y a los ángeles que cantaban en torno al pesebre. Pero, lamentablemente, la Nochebuena pasa y el 26 el mundo ya asoma con todo su rigor: un mundo no plácido, no dichoso. Quizás a veces para recibir la dicha se necesite un esfuerzo, una disposición, una apertura. Pocos han señalado como Jorge Luis Borges la gravedad de esa cerrazón o incapacidad para la dicha:

“He cometido el peor de los pecados que un hombre puede cometer. No he sido feliz”

“No me abandona la sombra de haber sido un desdichado”

Esa sombra será un remordimiento permanente, una culpa, la desobediencia al mandato de sus padres cuando lo concibieron "para el juego arriesgado y hermoso de la vida". Parece aquí la desdicha una elección, no la consecuencia de equivocaciones involuntarias o mala suerte. No creo que seamos engendrados con un mandato, sí con un misterio; los mandatos vendrán, probablemente, después.


Cuando muchos años antes que escribiera ese poema, repasa una antología de las mejores poesías de la lengua castellana, busca en alguna de ellas la representación de una dicha y elige un viejo romance:

"Quién hubiera tal ventura

sobre las aguas del mar,

como hubo el conde Arnaldo

la mañana de San Juan"

"Su agrado está en el ejemplo de felicidad que los versos iníciales preanuncian, y en nuestra sorpresa, al saber que tan codiciada y mentada felicidad no es una aventura de amor ni tesoro, sino solo el espectáculo de un barquito". Sí, tal ventura es un barquito hamacándose sobre las olas bajo una luz alegre. Una chalana en el Uruguay azul.


¿No nos recuerda a las inocentes alegrías, súbitas, imprevistas, de la infancia?

Borges señaló siempre la felicidad en las pequeñas cosas, en simples momentos, los atardeceres en un suburbio, el olor de los eucaliptos, el sabor del café. Y él mismo definió a la lectura como “una forma de felicidad", y vislumbró al "Paraíso bajo la forma de una biblioteca". Ya ciego, seguía comprando libros, adivinando regocijos y enigmas y, sobre todo, "Oh dicha de entender mayor que la de imaginar o de sentir". Incluso habló de "la aceptación de la ceguera como un tema de felicidad. Todo puede ser un milagro secreto". Y alabar la ironía de Dios, que le diera los libros y la noche. Pocos alaban las ironías, generalmente duelen.

Había para él belleza y felicidad, aunque fueran momentáneas, en todo y para todos, no para una élite de escogidos o privilegiados. Así en el prólogo a "Los conjurados" nos advierte: "La belleza, como la felicidad, es frecuente. No pasa un día en que no estemos, un instante, en el paraíso". Así lo escucha a Adán: "Y, sin embargo, es mucho haber amado/haber sido feliz, haber tocado/el viviente jardín, siquiera un día".


(Pero también sabemos del dolor que muerde y la pena que no cede).

Nuestro poeta tenía una idea muy democrática de la belleza y la felicidad. Son comunes, están, aunque sea por momentos, al alcance de todos y para todos. Tal vez sea bueno que recordemos esto sin cansancio, que proclamemos para nosotros mismos un aquí está, en los momentos en que surgen, súbitamente.

"He sospechado alguna vez que la única cosa sin misterio es la felicidad, porque se justifica por sí sola”, "la felicidad no necesita ser transmutada en belleza, pero la desventura sí".

Un momento o un día solo de felicidad puede valer toda una vida. ¿Parece poco? Bueno, es hora de decirlo: Feliz Navidad.
Fuente: El Entre Ríos (edición impresa)

Fuente: El Entre Rios

Retrato de familia de una mujer vanguardista




Artista de avanzada, pintora, grabadora, dibujante; hermana de Jorge Luis Borges. En este perfil de su vida cotidiana, la recuerda el hijo de la artista.

Por Miguel de Torre Borges *

Norah Borges pintó y dibujó desde siempre hasta que, ya entrada en los noventa años, el pulso empezó a fallarle. Pintaba todos los días, solamente con la luz natural de la mañana. El domingo no tocaba lápices ni pinceles. Tardaba varios meses en terminar un óleo; una vez listo, lo mostraba a la familia y a algunas amigas; luego lo ponía aparte sobre una tarima, con otras pinturas, en espera de algún interesado.

Cuando a la larga llegaba un posible comprador y preguntaba por el precio del cuadro, mi madre se sentía muy incómoda y decía: “Yo no sé… Dígame usted”. El interesado daba una cifra (generalmente bajísima), y ella contestaba: “¿Tanto? Es demasiado. Deme menos”. Si después se le reprochaba no haber pedido lo que realmente valía su obra, ella se defendía diciendo: “mejor es algo que nada…”. Desde luego, nunca tuvo marchand.

Es sabido que practicó exitosamente el grabado sobre madera y sobre linóleo; ensayó también la litografía: las pocas que se conservaron están reproducidas en el libro Norah, prologado por Jorge Luis Borges y publicado por Il Polifilo, en Milán.

En agosto de 1934, diseñó el vestuario para Égloga de Plácida y Vitoriano, de Juan del Encina, representada en Santander por el Grupo Teatral La Barraca, dirigido por García Lorca. En 1967, ideó la escenografía y los figurines de Las falsas confidencias, de Marivaux, representado en un cine, ya desaparecido, de Santa Fe al 1600, con la dirección de Luisa Vehil. Arregló, en dos temporadas, vidrieras de Harrodʼs.

Pintó frescos, realizó collages, hizo tapices –bordados con lanas o con aplicaciones de telas, y también combinados–, y pintó a la acuarela dos dibujos animados, para lo cual había estudiado expresamente la técnica. Estos cartoons eran muy breves; durarían apenas tres o cuatro minutos, y solo recuerdo la última escena de uno de ellos: dos chicos que tiraban de un cracker que estalla… Lástima que no se conservaran, pero, de tanto pasarlos en un proyector muy primitivo que había en casa quedaron completamente destruidos. Decoró al óleo dos biombos de madera de tres paneles –¿dónde estarán ahora, si es que todavía existen?–.

Fue una gran dibujante y excelente retratista, aunque solo dibujaba los rostros que para ella eran “interesantes” o “sutiles”, cuyos rasgos iba buscando siempre, como rastreándolos, por la calle, en un té, en un tranvía. (Sus instrumentos eran un lápiz Faber nº 2, una gillette, una gran goma blanda y una cartulina blanca que cortaba en línea recta con una tijera, sin ningún trazado previo). Cuando una amiga rica le propuso retratar en un stand a gente que estuviera de paso por el Plaza Hotel, ella rechazó la oferta porque no podía saber de antemano si esas caras iban a “decirle algo”. Qué contraste con ciertos pintores y fotógrafos que se interesan por cualquier persona meramente famosa que se les ponga a tiro.

Dibujó, además, ex libris (solamente para mi padre), pintó un abecedario y un santoral (están en colecciones particulares), tarjetas de felicitación para las fiestas y ornamentaciones publicitarias de editoriales (colección La Esfinge, Juventud Argentina, 1941) y revistas, sin saber, seguramente, que estaba haciendo “publicidad”. Encuadernó algunos libros; hay uno expuesto en el Malba.

Los norahístas no ignoran que ilustró muchos libros –tapas e interiores–. (La lista está en Norah Borges: la vanguardia enmascarada, de May Lorenzo Alcalá). Pero también ilustró otros títulos, que quedaron inéditos. Esta es la relación: Los jóvenes visitantes, de Daisy Ashford (los originales están en una colección particular); El puñal de Orión, de Sergio Piñero (perdidos); The Wonderful Visit, de Wells (colección particular); Rosaura, de Güiraldes (perdidos), Charles Blanchard, de Charles Louis Philippe (colección particular); Poemas, de Carmen Conde (1935, perdidos); Cuentos para niños, de José Moreno Villa (1936, perdidos); El príncipe feliz, de Wilde (1939, poseo dos de las ilustraciones); Romancero gitano (1940, perdidos).

Concluyendo, le interesaban todas las artes visuales, salvo la escultura, que, con la sola excepción de Henry Moore, me parece que no le llamaba demasiado la atención.

Le interesó también la arquitectura: Las casas de Buenos Aires con alegorías de yeso: columnas, el cuerno de la abundancia, sirenas y Las casas blancas de Le Corbusier, inclinación que heredó, con el salto de una generación, mi hijo menor Fernando, que, además de arquitecto, lleva un minucioso registro digital de toda su obra.

Le gustaba la música, pero conocía muy poco (éramos una familia para nada musical), aunque sospecho que le interesaban más la forma de los instrumentos –el arpa, el violonchelo–, el poder evocador de las palabras –clavecín, laúd, clavicordio, espineta– y de los nombres –Wanda Landowska, Bach, Albéniz, Vivaldi, Stravinski, Joaquín Rodrigo– que la música misma. En casa había muy pocos discos, ella jamás habría comprado alguno y, salvo que la invitaran, raramente iba a conciertos. Las estridencias operísticas le parecían risibles. Un rasgo para destacar: el acorde de una guitarra y la voz de Gardel (en Mis flores negras, en Sus ojos se cerraron, por ejemplo) podían emocionarla hondamente. Les feuilles mortes, por Edith Piaf, también […]

Lectora y relectora. Otros pintores.

Aunque decía que no necesitaba leer porque entre su marido y su hermano lo habían leído todo, era una gran lectora; leía y en especial releía constantemente, y, como mi tío, prefería decididamente lo inglés: The Wonderful Visit de Wells, Conan Doyle, Katherine Mansfield, Galsworthy, Kim de Kipling, Wilde, los cuentos del padre Brown, Wilkie Collins, Los papeles de Aspern y Otra vuelta de tuerca, Dickens, Drácula (Frankenstein no), las hermanas Brontë, Kangaroo de Lawrence, los cuentos con fantasmas ingleses (“Mrs. Veal”, “Carmilla”), Flush de Virginia Woolf, The Lilac Fairy Book de Andrew Lang…

Los hermanos también eran devotos de Eça de Queiroz, y con una de sus novelas se produjo una vez un equívoco muy divertido: para cierta revista le preguntaron a mi madre qué libros se leían en su casa cuando ellos eran chicos, y ella, confundiendo los títulos, nombró La gloria de don Ramiro en vez de La ilustre casa de Ramires. Cuando Tío se enteró, se molestó mucho con que alguien pudiera pensar que en su casa tuvieran cabida los libros de Larreta…, pero a mi madre le gustaba La gloria de don Ramiro (especialmente el final, cuando aparece Santa Rosa de Lima).

En Ginebra había leído casi exclusivamente en francés: Cartas desde mi molino, Juan Cristóbal, La Cartuja de Parma, El gran Meaulnes, Pablo y Virginia, Las cuevas del Vaticano, Bouvard y Pécuchet, Viaje al centro de la Tierra, Ramuntcho y El pescador de Islandia, Felipe Derblay, Petit Bob, El lirio rojo, El conde de Montecristo, La Atlántida, El fantasma de la Ópera, El misterio del cuarto amarillo y El perfume de la dama de negro… Después, El diablo en el cuerpo, El baile del conde de Orgel, La sinfonía pastoral, Los Thibault, Los niños terribles, Los hombres de buena voluntad… Algunos de estos libros los conservó siempre en sus contados estantes, encuadernados en media tela azul, con las iniciales N. B. T. en el lomo.

Dejo aparte En busca del tiempo perdido, que siempre releía, citando de memoria comentarios del narrador y muchas expresiones de los otros personajes (ahora me pregunto: ¿leería las escenas entre los sodomitas y entre las gomorritas, o se las saltearía?). Decía que muchas de las cosas que nos suceden ya habían sido descritas y analizadas proféticamente por Proust, que parecía haber encontrado por milagro las palabras buscadas por los lectores, para expresar situaciones asombrosamente parecidas. (Años después, Roland Barthes puso por escrito esta idea).

* Fragmentos del capítulo “Norah Borges de Torre”, del libro Apuntes de familia, de Miguel de Torre Borges, publicado por editorial Losada. La exposición Norah Boges, una mujer en la vanguardia, con curaduría de Sergio Baur, sigue en el MNBA, Libertador 1473, hasta el 1º de marzo.


Fuente: Pagina 12

Francisco Borges, el abuelo del gran escritor: un héroe atrapado entre dos lealtades



El escritor Omar López Mato habla de su ensayo “Francisco Borges, el inútil coraje”, que se lee en exclusiva desde la plataforma Leamos.

Por Patricio Zunini

Cabe preguntarse a quién pertenecía la Argentina del siglo XIX, el país de las guerras civiles, el que todavía no había recibido la gran corriente inmigratoria producto de las crisis en Europa. El poder se iba pasando casi de mano en mano y en 1874, Sarmiento le dejaba su lugar a Avellaneda en una de las elecciones más fraudulentas de la historia. Mitre, que había precedido en el cargo a Sarmiento, y deseaba volver, no aceptó el resultado de la votación y ante ello dio una respuesta que, trágicamente, se ha dado muchas veces en nuestra historia: a un gobierno ilegítimo se lo baja con una revolución.

Cabe preguntarse también qué se entiende por gobierno ilegítimo en los diferentes momentos del país. Y qué grado de legitimidad había tenido el gobierno de Mitre. Pero en 1874, si Mitre no era legítimo, al menos estaba legitimado. Mitre era una gran figura para la Argentina. Había sido el general en jefe de los ejércitos de la Triple Alianza, había trabajado a destajo en Buenos Aires acompañando a las víctimas de la fiebre amarilla mientras Sarmiento y Alsina, presidente y vice, abandonaban la capital. Su presencia era querida y respetada. Por eso muchos de sus compañeros de armas y muchos civiles se acercaron a él para acompañarlo en la revolución. Mitre logró reunir casi 6.000 hombres: una fuerza enorme.

Entre sus aliados estaba el coronel Francisco Borges, una persona extremadamente honesta. Borges le había dicho a Sarmiento que se mantendría fiel a él en tanto durara su mandato, pero una vez entregado el poder, se iría a pelear con Mitre. Sarmiento, entonces, le envió una carta: que se vaya si quiere, pero antes debe entregar su ejército al gobierno central.

“Borges queda atrapado entre dos lealtades”, explica Omar López Mato en diálogo con Infobae. El historiador acaba de publicar Francisco Borges, el coraje inútil por IndieLibros, un ensayo en donde aborda la situación sin solución de quien sería el abuelo de Jorge Luis Borges. “Atrapado en el dilema”, sigue López Mato, “decide cumplir con su palabra. Entrega las tropas a Sarmiento y se va. Pero cuando llega al campamento de Mitre, muchos le salen a recriminar la actitud. Para ellos era una traición. Mitre calma los ánimos, pero Borges queda muy golpeado en su ánimo interior”.

—¿Borges tenía amigos en los dos bandos?

—Hay que recordar que en gran parte de las guerras civiles argentinas, sobre todo después de la batalla de Caseros, hubo oficiales que primero estaban de un lado y más tarde del otro. De hecho, Borges tenía una amistad muy profunda con el teniente coronel Arias, que llevaba las tropas del gobierno para enfrentar a Mitre. Hay un detalle con el que se puede ver la cuestión de la nobleza y la amistad: antes de la batalla hubo un encuentro entre las partes para evitar el derramamiento de sangre. Y el delegado para hablar con Arias, por el afecto que se tenían, fue Borges.

—Cuando Jorge Luis Borges contaba la historia de su abuelo, decía que se había suicidado.

—Por eso hablo del inútil coraje. Borges no usa la palabra suicido pero da a entender que hubo una actitud autodestructiva. Va a la batalla con un poncho blanco y un caballo blanco. Para mostrar su valentía se convierte, justamente, en un blanco de las tropas enemigas. Pero también hay un enfrentamiento de tecnología. Arias se atrinchera en una estancia con 900 soldados que usan Remington, rifles a repetición. La tropa de Mitre, en cambio, estaba muy armada. No habían podido traer las armas que habían prometido desde Uruguay; la mayor parte usaba lanzas y sables. Era una carga suicida lo que pasaba ahí. Borges recibe un balazo y muere después de una larga agonía muy dolorosa.

—Hagamos un poco de historia contrafáctica. ¿Qué hubiera pasado si ganaba Mitre?

—Quizá se hubiese instaurado una democracia menos fraudulenta.

—¿La Ley Sáenz Peña se hubiera anticipado unos años?

—Probablemente, porque Sáenz Peña empieza a predicar la ley al poco tiempo. Carlos Pellegrini, en el último discurso de 1896, 1897, habla de terminar con el fraude. Pero atención: el fraude era una institución mundial. En Estados Unidos existía en five-dolar-vote —yo te doy cinco dólares y vos me votás a mí—; comprar un escanio del Parlamento británico salía tantos miles de libras esterlinas. El problema del fraude electoral era un mal de fin del siglo XIX, donde había un porcentaje de analfabetismo muy alto, una conducción caudillesca y una imposición forzosa.

—¿Qué podemos aprender de Francisco Borges para interpretar la obra de Jorge Luis Borges?

—Borges crece con una carga emocional muy fuerte. Francisco Borges era uno de los abuelos, pero el otro abuelo, por parte de madre, era el general Suárez, héroe de las guerras de la independencia, héroe de Ayacucho. La historia argentina no es un cuento para él, la historia argentina es parte de su familia. Él vive en un ambiente en donde el coraje y el honor, son partes esenciales de su vida, de su educación. Estos dos ancestros, a los que él le dedica sendos poemas, forman parte de su educación. El coraje y la valentía es una parte constitucional de los cuentos de Borges.

Fuente: Infobae

Montando un caballo blanco




Por Omar López Mato

La Verde

El 26 de noviembre de 1874, en el contexto de la revolución mitrista contra la elección de Avellaneda, tropezaron las fuerzas insurgentes contra el gobierno conducido por el coronel Arias. El coronel Francisco Borges, luciendo un poncho blanco y montando un caballo del mismo color, condujo con "coraje inútil" (como diría su nieto) a las fuerzas rebeldes de Mitre y terminó muriendo por una causa que se ha diluido con los años.

El 26 de noviembre, temprano por la mañana, el ejército constitucional se puso en marcha en tres columnas hacia la estancia La Verde (Provincia de Buenos Aires).

Hay un momento en que la pampa está a punto de hablar a través del mudo grito de miles de hombres dispuestos a derrochar coraje por una causa que muchos podrían no entender. El cielo, el sol y las nubes eran testigos de ese desafío al destino.

A los flancos marchaba la caballería, por el centro los batallones de infantería, y a la cabeza cabalgaba Mitre al frente de su Estado Mayor. Con las primeras luces del día podía verse claramente la arboleda de la estancia, cortada por el brillo de las bayonetas y el humo de los fogones.

A medida que avanzaban, los edecanes de Mitre partían a todo galope a impartir instrucciones. La tropa fue tomando su puesto de combate. A la derecha estaba Segovia, frente al escuadrón Tuyú de Don Manuel Ramos. En el centro de la línea, el coronel Matías Ramos Mejía con Borges a la cabeza, dispuesto a exhibir, más allá de toda duda, que él era hombre de la revolución.

A la izquierda había quedado Don José Vidal con sus voluntarios. De allí en más se extendía la línea comandado por el coronel Murga.

Desde el casco de la estancia, Arias contemplaba la extensión de la línea. Cinco mil hombres desplegados en el campo eran un espectáculo intimidatorio pero el hombre, a pesar de su corta edad, se había visto en peores circunstancias. Arias se abrochó el cuello de su guerrera y revisó que su revólver estuviese cargado. Sin pensarlo, se acarició la oreja cercenada.

Una partida de cuarenta hombres montando tordillos partió al galope desde la línea rebelde. El coronel Borges llevaba una bandera blanca. Arias y seis ayudantes le salieron al encuentro. Al verse, Arias y Borges se estrecharon en un abrazo. El afecto primó sobre las ideologías. Hacía tiempo que no se veían; hablaron de la familia, los amigos, los días pasados. El cielo y el sol se detuvieron. La pampa fue silencio, mientras ellos cultivaban una vieja tradición argentina. Quizás la más antigua, la amistad.

Habrá pasado media hora cuando el general Rivas se impacientó y galopó hacia el grupo. En ese momento el coronel Borges volvió a su encuentro después de parlamentar con Arias. Su gesto todo lo decía. Los argumentos para evitar el derrame de sangre entre hermanos habían sido en vano. “No acata la orden de rendición”, fue el escueto mensaje con el que Borges informó a Rivas el final de las tratativas. Ahora las palabras debían dar lugar a las armas.

Rivas quedó en silencio por un instante. En el fondo sabía que la confrontación era inevitable. ¿Acaso estaba escrito en las estrellas? ¿era esto lo que llamaban destino? No había forma ni era momento para saberlo.

Su caballo corcoveó y salió disparado mientras rugía órdenes: “Comandante Palacios, prepare su batallón”. “Comandante Rebución prepare su batallón”. Sí señor. Sí señor.

Latían los corazones, los cuerpos vibraban, las gargantas se secaban. La batalla iba a comenzar.

Desde las casas se escuchó un “¡Hurra!”. Arias arengaba a sus hombres apresándolos para el combate. Al pasar frente a la 4ta compañía en la que había servido de subteniente, le preguntó al Sargento Antenor Pérez: “¿Tendrá algo que recomendar a esta, mi compañía?” Y el sargento Pérez, con el que Arias había compartido los peligros en el Paraguay y en Corrientes, contra la indiada, contestó: “Nada, mi comandante”. “Nada”, repitieron los soldados. El sargento Antenor Pérez moriría momento más tarde, destrozado su pecho por una bala rebelde.

En el llano retumbó un ¡Viva la Revolución! Gorros colorados bailaron sobre las puntas de las tacuaras y las bayonetas. Las trompetas llamaron a formar filas. Por todos lados se escuchaba “¡Viva el general Mitre! ¡Viva el general!”

Las guerrillas rompieron la línea del ejército rebelde y se dispersaron por el campo tentando suerte. Había que hallar un punto donde quebrar la defensa alrededor de la Verde.

“No se escondan, si son tan hombres” gritaban los soldados sublevados a las tropas de Arias parapetadas en la estancia. Antes habían peleado hombro contra hombro, hoy les tocaba luchar en bandos enfrentados.

Las guerras y revoluciones que asolaron al país les darían otra oportunidad de venganza o redención. Habría más oportunidades para juntar fuerzas o matarse.

Francisco Borges avanzó al frente de los civiles agrupados en el batallón “24 de Septiembre”, donde servía don Domingo Rebución, cuñado del general Rivas, lujosamente ataviado con su chaqueta azul y de dorados brillando al sol. Una bala le atravesó la pierna, pero no se movió de su puesto.

Cada metro de terreno ganado por los hombres de Mitre se cubría de cadáveres bajo la tormenta de plomo que escupían los Remington. Las tropas de Arias, apostadas en un foso y parapetadas tras sus monturas, disparaban a repetición. “Fuego, Fuego”, repetía Arias recorriendo el perímetro de La Verde. La cadencia del fuego no debía caer para mantener a raya a los rebeldes.

Los hombres del “24 de Septiembre” buscaban un resquicio para avanzar, pero una cortina de fuego impedía todo acercamiento… Borges, siempre frente a los suyos, tentaba la suerte montando un caballo blanco, y luciendo un poncho blanco, como invitando a la muerte. De allí en más nadie podría poner en duda su coraje y su lealtad como hombre de la Revolución. Combatía como siempre lo había hecho: era un temerario tentando a la suerte. Sin descanso arengaba a sus hombres con vehemencia, predicando con el ejemplo, corriendo de un lado al otro, sable en mano. “¡Avancen! ¡Avancen!”, gritaba una y otra vez, buscando una brecha en la línea enemiga.

A escasos metros de la arboleda adivina un punto donde centra su atención; ese puede ser el camino a la victoria. Espolea a su caballo dispuesto a atacar cuando, bruscamente, un golpe lo paraliza. Por un momento se siente ciego, sordo y mudo, pero no siente dolor, solo un cansancio infinito. Instintivamente se lleva la mano al abdomen y la ve teñida de sangre. Ese poncho blanco que lucía desafiante se impregna de rojo. Aturdido por el impacto ve a sus hombres caer a su alrededor. Aún tiene fuerzas para apearse del caballo y queda tendido en el campo mientras recuerda cuando fue herido en Paraguay. Recuerda los ojos de su esposa y sus caricias. Recuerda las calles de Montevideo. El tiempo se alarga ante sus ojos. Somos de ayer… Todo parece transcurrir con una pasmosa lentitud mientras sus hombres siguen luchando. Algunos tienen la suerte de morir al instante, otros se revuelcan doloridos, pero nadie retrocede. El abanderado es atravesado por una bala. El pabellón del “24 de Septiembre” cae al barro. “Levanten la bandera”, grita y enseguida el estandarte se alza manchado de sangre y barro… Borges solo atina a sostener la herida por donde se le escapa la vida, cuando un nuevo disparo atraviesa su costado. Su cuerpo se estremece, una sed espantosa seca su boca. Sabe que es el final. Ya no ve su mano, ya no escucha el rugido de la batalla, solo siente la sangre caliente corriendo sobre su piel. Piensa entonces en su vida, ese torbellino arrastrado por las guerras. Piensa en su esposa y sus hijos… Podrá arrepentirse de muchas cosas, de errores, de excesos, de faltas y desvíos, pero jamás podrá arrepentirse de haber sido lo que fue, un valiente.

A escasos metros los soldados de la reserva contemplan impotentes la suerte de sus camaradas. Los caballos, nerviosos por las balas y esquirlas que los impactan, bufan y relinchan contenidos por sus jinetes. Algunos caen heridos de sus cabalgaduras. En el momento en que el coronel Matías Ramos Mejía se da vuelta para impartir una orden, un proyectil atraviesa su pierna. Su hijo José María, un aventajado estudiante de medicina, se acerca para asistirlo cuando otra bala impacta el muslo. El viejo coronel se ha puesto pálido. Lo ayudan a apearse, mientras el portaestandarte del regimiento agita la bandera perforada por las balas.

El General Mitre está en todas partes. Cruza el campo en su alazán seguro de que todavía no se fundió la bala que habría de matarlo… Lo sigue atrás su Estado Mayor con menos suerte que su jefe. Eduardo Rodríguez y Germán Elizalde quedan postrados en el campo.

“No hace falta exponer a los demás”, dice el general. Y se queda solo con Rivas, dos ayudantes y un trompa para impartir las órdenes.

La vanguardia busca el lugar exacto donde penetrar el perímetro. Intentan costear posiciones hasta el ángulo izquierdo del casco, resueltos a penetrar el reducto defensivo, pero son rechazados por el fuego de los defensores. A pesar de las pérdidas tantean el terreno, hasta que llegan a la entrada del establecimiento. Sale a recibirlos un grupo de soldados leales al mando del teniente José Diez Arenas, dispuestos a arrebatarles el estandarte. Las tropas sublevadas deben retirarse ante el nutrido fuego que los recibe desde el casco. Arenas cae herido.

Al otro lado de las casas, un contingente de gauchos de Ayacucho apeándose a doscientos metros del foso avanzan, facón en mano, a pie firme, dispuestos a enfrentar las balas. Por un instante los defensores dudan de lo que están viendo. A facón desnudo enfrentan a los Remington. Llegan casi hasta la fosa, los hombres de Arias contemplan incrédulos ese desperdicio de coraje, ese desafío temerario, ese desprecio a la muerte. Los gauchos caen acribillados y los pocos que aún están de pie, vuelven a sus líneas. Los hombres de Arias dejan de disparar para permitir que esos valientes se retiren. Merecen todo su respeto.

Los atacantes van quedándose sin municiones y, sin embargo, no atinan a retroceder. “Unas balitas por amor de Dios”, ruegan los soldados que sienten que están a poco de lograr la hazaña. Solo un poco más, unas balas y …

El ruido de los disparos ahoga el grito de los heridos. Los muertos se acumulan sobre la pampa roja. La tropa de la retaguardia grita furiosa. Se sienten humillados, impotentes. Mitre contempla la batalla como ese día de Curupaytí. Ha llegado el momento de reconocerlo: “No hay nada que hacer… No derramemos más sangre de valientes”. Rivas asiente. El trompa toca a retirada.

Fue entonces cuando los ciudadanos que habían abandonado las comodidades del hogar, sus comercios, sus trabajos, y sus fortunas. Fue entonces cuando estos hombres que habían marchado por días solo con lo puesto sin un quejido y esos oficiales que se jugaban su carrera en esta patriada, se vieron obligados a abandonar el terreno tan duramente conquistado. Y aun así, los soldados rebeldes se retiraban gritando “¡Viva la Revolución! ¡Viva el general Mitre!”

A algunos hubo que forzarlos a abandonar su posición.

La derrota tiene una dignidad que la victoria muchas veces no conoce.

Los hombres de la vanguardia mitrista aparecen tras una nube de polvo y humo. Balas no les quedan. Sí tienen furia, decepción y aún mucho coraje. Caminan, arrastrando a sus heridos. Mitre marcha a su encuentro. “Gracias, gracias”, murmura el general emocionado. Algunos derraman lágrimas de impotencia.

Arias ordena no disparar. No tiene sentido matar a los vencidos que han derrochado coraje. Y hay que ahorrar municiones… ¿Con qué detenerlos si vuelven a atacar? ¿Cuántas balas les quedan a sus hombres? Pocas, muy pocas, pero eso no lo sabe aún Mitre y por tal razón La Verde se convertirá en la batalla en la que “un cadete le gana a un general”. Mitre recién lo sabrá una noche de diciembre, cuando ya era prisionero de Arias y comparten una taza de café frente a un fogón. Entonces Arias le confesará que estaba a minutos de quedarse sin municiones; por instantes apenas se perdió la batalla y la revolución, por segundos se le escapó la victoria.

Mitre solo guardó silencio, bebió un gran trago de café amargo y contempló las estrellas en las que quizás estaba escrita esa jugada del destino. El general nunca más fue presidente de la Nación ni volvió a encabezar una revolución.

Antes de las diez de la mañana el ejército constitucional caído y maltrecho se retira al tranco de los campos de La Verde.

El peso de la derrota

Mitre marcha entre sus hombres. Nadie habla, el peso de la derrota los enmudece. Solo el general pregunta: “¿Y usted qué tiene, mi amigo?”. “Aquí tengo una bala, mi general”. “Una negra me ha mordido entre las piernas”. “Me han hecho una operación en cada codo”. El general mira con sus ojos grises, cansados de tanta muerte. “Ya va a mejorar”. “Ya va estar mejor”. ¿Qué más puede decir? Su presentimiento se había hecho realidad. Se habían cumplido sus peores expectativas. Quizás su falta de convicción, sus dudas , los había conducido a la derrota.

A doce cuadras del campo de batalla se improvisó un hospital de campaña. Allí los valientes yacían sobre el pasto, quejándose del dolor de sus heridas. Entre ellos estaba coronel Francisco Borges, con dos balas en el abdomen. No había mucho para hacer y, resignado se dejó morir, no sin antes decirles a los presentes:

‘‘Amigos, háganle saber al general Mitre que muero apreciándolo como lo he apreciado siempre; y que mi mayor consuelo es morir cumpliendo con mis convicciones…”.

Su nieto dirá que los hombres estamos hechos de tiempo y el tiempo del coronel Francisco Borges había llegado a su fin por propia elección.

El mismo 26 de noviembre, el coronel Arias le envía una carta el general Mitre. “Desde el momento en que vuestra excelencia emprendió la retirada me he ocupado de recoger a sus heridos y atenderlos lo mejor posible. Entre ellos está el Mayor Sierra del 4to de línea y otros oficiales, a los cuales hemos cedido nuestras pobres camas. Vuestra excelencia habrá notado que desde el momento en que creí innecesario el hacer fuego, he permitido a sus soldados venir al campo en busca de sus compañeros, habiendo podido impedirlo. Soy atento amigo SS de VE.

José Ignacio Arias

PD: Si V.E. Puede hacerme saber de Borges, se lo agradecería en el alma.

Esa misma tarde Mitre se reunió con Arias. Durante la entrevista expresó su intención de poner término la sublevación y, en consecuencia, enviar como comisionado ante el Presidente Avellaneda, al Sr. Juan José Lanusse.

A pesar de la claudicación, Arias le aconsejó al general que emprendiese la retirada, porque tenía orden de perseguirlo y hostigarlo. Él estaba imposibilitado de moverse, pero en uno o dos días pondría a su tropa lista para darle alcance y batirlo. Mitre lo contempló por un instante.

“Mire comandante, aún me quedan tres mil hombres para vencer o morir peleando”. El general se puso de pie y se calzó su chambergo. Ya estaba por estribar cuando Arias le pregunta:

“Perdón, mi general, ¿Qué sabe del coronel Borges?”.

Mitre se detiene y sin levantar la mirada, contesta: “Borges ha muerto”.

Y sin más partió hacia el campamento al trote cansado.

Extracto del ebook Francisco Borges: el inútil coraje (IndieLibros) - Disponible en: https://www.bajalibros.com/AR/Francisco-Borges-el-inutil-cor-Omar-Lopez-Mato-eBook-1777943


Fuente: Historia Hoy