lunes, 27 de febrero de 2012

Lugones, Borges o "nuestras imposibilidades"


María Gabriela Mizraje
Universidad Nacional de Buenos Aires

Límenes y seculares

Cualquier ejercicio que tentemos entre la vanidad y la nostalgia puede dejarnos balbuceantes en medio de un mapa que reconoce el límite de su pertenencia en una cultura de lo posible y el de su pertinencia en una imposibilidad cultural para los avatares de un terreno que se quiso desierto y fue equívoco, un país que se quiso grandioso y es tristeza constatada diariamente en corrupción, injusticia, miseria. Volver a algunas figuras paradigmáticas de la Argentina siempre es tratar de definir una identidad que sigue esforzándose -más allá de las paradojas, los silencios cómplices y las arbitrariedades sistemáticas- por acertar consigo misma.

En ese intento, Leopoldo Lugones (suicidado hace seis décadas) no se puede eludir, porque ese hombre se atreve a hacer con nuestro idioma algo que lo torna singular e irrepetible, y ese poeta no se atreve a soportar su propio error. El horror de las ideas políticas que, con la misma minucia de la versificación prolija, fue gestando. Leopoldo Lugones nos da la medida de una tradición nacional, en la literatura argentina y en la Argentina no literaria. Acertó y desacertó con pasión (si la pasión no redime, al menos explica), quiso explicarlo todo, probarlo todo, cantarlo todo y esa totalidad lo devoró con una ansiedad mítica. Pero su literatura se autojustifica y Lugones es aún hoy, en este fin de siglo, el otro gran escritor del s. XX, en la Argentina.

Un paladín de la Ilíada

Si la coyuntura del Centenario en la Argentina permite algunos cruces, además del que puede verificarse en las lenguas mezcladas en el mapa local como consecuencia de la inmigración, es porque en el afán constitutivo de la nacionalidad se producen enfáticas revisiones e introspecciones tendientes a la configuración de mitos más o menos definitivos. El oficialismo y sus escritores por encargo van a trazar esas versiones tan necesarias como conjuratorias. Apoyándose en una fascinación previa, Leopoldo Lugones (1874-1938), como escritor central de ese período, acudirá a la épica para elaborar la síntesis de la argentinidad que propone. Desde entonces y hasta el final de su producción no dejará de volver, hasta en ciertas opciones gramaticales, a depositar su mirada sobre la cultura clásica que le dicta un ansia de grandeza temática y estilística. Su nacionalismo exacerbado bebe de la épica, su sensibilidad de filólogo retorna al griego y al latín con esmero, y algunas grandes metáforas le permiten sostener un sistema de analogías en el que La patria se torna fuerte. De este modo, por ejemplo, "la Atenas del Plata" puede iluminarse en Las industrias de Atenas (1919).

Desde ese episodio sin precedentes que constituye El payador (1916) en la historia de la literatura argentina, la cultura grecolatina al díscolo Lugones le sirve tanto para las sutiles delicias etimológicas como para las peores justificaciones del militarismo, y, en este sentido, marca una doble tradición en el pensamiento y la literatura de nuestro país. Solidez y ornato, sabiduría o sofística: una disyuntiva clásica.

En medio de Las limaduras de Hephaestos (1910), La Torre de Casandra (1919), La funesta Helena (1922) o la sucesión de estudios helénicos, acaso en Lugones, preocupado por El ideal caballeresco, el cruce más fascinante entre la cultura clásica y la local (en su versión del militarismo y la muerte) sea su cortapapel. Un puñal, un epitafio. Latines mortuorios para una promesa de violencia desconcertante, un autoritarismo letrado en el lugar en que toda autoridad es de la letra, justo allí donde se puede cortar lo mismo que se escribe. Residencia y prisión de los papeles que exhiben a su lado -como en el cuento (publicado en 1924, el mismo año de su célebre discurso acerca de "La hora de la espada"), "El puñal", que así lo nombra- la inscripción sepulcral "Ci git" y el filo filológico bajo la imagen huesuda de la muerte.

Lo que subyace es una metáfora de la escritura (donde el puño se cierra): a puñal y letra.

El Tiempo y La Vanguardia

De manera semejante a la marxista vacilación que va a mostrar Roberto Arlt en la década del 30 en Bandera Roja (frente a la redacción del partido que tiene sus leyes), Lugones, a fin del otro siglo, se enfrenta en la prensa con la necesidad de demostrar la supuesta "pureza" de su ideología.

En 1896, a propósito de la llegada del duque de los Abruzzos a Buenos Aires, Lugones publica en El Tiempo un saludo de reverencia (1) que lo deja mal colocado frente a la mirada justiciera de la izquierda oficial.

Una nota de La Vanguardia sin firma lo acusa de aristócrata y de renegar del pueblo. Lugones desafía soberbio y requiere uno por uno a los miembros más renombrados del periódico y del Partido Socialista Obrero que se pronuncien en su caso. Son conocidos, algunos son amigos, deben firmar esa defensa -dado que el poeta grandilocuente se dirige directamente a ellos esperando respuesta al pie de su descargo(2)- Antonio Piñero, Roberto J. Payró, Juan B. Justo, José Ingenieros.

En la bienvenida a Su Alteza -que responde al tópico de recepción en la Argentina del visitante ilustre, recogido paradigmáticamente por Arturo Cancela-, Lugones, tras enrolarse en el argumento científico darwinista de selección de las razas y afirmar su respeto por los príncipes y "todas las grandes almas: Napoleón y Washington, Torquemada y Garibaldi", tras afirmar (como más tarde haría Borges) un "patriotismo plural", tras recuperar tanto a Sarmiento como llamativamente a Rosas (dentro del mismo lenguaje, sin duda, de las grandes almas, es decir, de las personalidades fuertes), tras hacer el elogio de Alem y hablarle al extranjero de "los argentinos" como si él no lo fuera, entre muchos otros conceptos, aborda a Luis de Saboya con una certeza: "Vuestra Alteza habrá comprendido que trata con un socialista. Ya tenemos también aquí la plaga roja. Yo soy uno de los contagiados".(3)

Más adelante, el autor explica: "Yo no encuentro obstáculo ninguno en mi socialismo, Señor, para besar vuestra noble mano. La pezuña del cerdo burgués es lo que me horroriza". La ideología indecisa se monta sobre una gestualidad de añosa aristocracia ("besar vuestra noble mano") y una retórica de juvenil transgresión ("la pezuña del cerdo burgués...").

La aclaración es también una forma anticipada de defensa, y Lugones, con falsa modestia histórica (homérica), se autodefine de manera creciente y cada vez más concreta y nominaliza: "Mi nombre? [...] Llamadme Nadie". Poco después apela al "título que corresponde a mi rango: ciudadano". Y al finalizar firma la nota.(4) (La modestia lugoniana no es siquiera retórica.)

La Argentina negada

Efectivamente y de modo paulatino, un ciudadano para Lugones se convierte cada vez más en nadie (para elegir). Respecto del derecho de adjudicarse la representatividad, un ciudadano argentino es nadie, según la programática lugoniana.

Al llegar a los años veinte, Borges -seguidor de Lugones en varios aspectos- afirmará, en el momento en que se encarniza con el "Roman-cero" de 1924, que su autor es "muy casi nadie".(5) Atentando contra las dimensiones alcanzadas por el ensayista de El tamaño del espacio, el poeta de El tamaño de mi esperanza -que apuesta al ultraísmo, en oposición a las desmesuras de la poesía modernista- así lo define. Si Borges -seguramente lector de aquellas páginas periódicas de El Tiempo previo a su nacimiento-, tan esforzado por negarlo o empequeñecerlo, lo llama casi como Lugones hubo propuesto, no le concede ni siquiera la mayúscula de la negación. Un nadie sin el mérito patético de un énfasis. Un minúsculo nadie, un casi nadie. Pero he aquí que hasta Borges acaba por reconocer que casi nadie puede ser Lugones.

Por la apuesta político-estilística del panfleto El único candidato de 1931 (el único candidato a presidente que es -claro- Justo, y el único candidato a escritor que es el mismo Lugones), mediante una doble postulación se perfila tanto el erudito como el ideólogo enfático.

En "Justo o ninguno", como "suprema imposición del patriotismo", el candidato es, en efecto, único y la fórmula, falsa.(6) Un candidato que se impone, una patria negada. En esa negación no hay justicia, sólo hay justificación de lo negado (la democracia). La disyuntiva es falaz porque precisamente lo que no se puede es elegir. Elegir a ninguno es no elegir. Electo o no, el presidente será Agustín Pedro Justo, que se convierte en el Augusto del poeta serrano.

La "o" del cartel "Justo o ninguno" no abre alternativas sino dentro de un mismo sistema que, amparado en la moral pública -lo que se señala es nada menos que la justicia-, cierra cualquier posibilidad civil y autoriza el militarismo. El discurso de la negatividad se sostiene en el recurso simbólico de la afirmación futura, en la promesa de que no se repetirán los errores cometidos. Cada negación se positiviza, bajo la lógica de necesarias prohibiciones y controles éticos.

"Ahora bien, todo eso que se quiere que vuelva -asegura, refiriéndose a la democracia- es, precisamente lo que no volverá; y no porque otros lo querramos a nuestra vez, sino porque ya no existe. Ni porque nadie lo haya matado, tampoco, sino porque murió de muerte natural, o sea el modo más completo de morirse" (p. 4).

"Hoy o mañana, con Uriburu o Justo, habremos de reformar la Constitución para poder gobernar correctamente, no como hasta ahora: la letra por un lado y el espíritu por otro" (p. 9).

Para salir de la negación, para que el espíritu no contradiga la letra, Lugones trabajará al pie de la letra. Castrense.

La retórica visionaria, practicada a lo largo del folleto de El único candidato, donde la anticipación es sinónimo del sentido político y la proyección al futuro se basa en un balance histórico (la Historia como capital), tiene también otros efectos. En el correlato que puede establecerse entre estructuras gramaticales, estructuras psicológicas y estructuraciones políticas, el estilo de antelación, el verbo que constantemente asegura un tiempo por venir, construye paralelamente una presión. El discurso reproduce y orienta la presión extratextual, la no elección; da por hecho lo que es proyecto. El recurso de las armas tiene su representación mejor lograda en el discurso armado de Lugones. La apuesta que se articula reconoce como cierto el mismo mañana que se propone, y desde allí torna autoritaria la frase. Militarizada la propuesta, la posible promesa es, en rigor, una amenaza. La política de la lengua prueba su eficacia y el escritor político pone al servicio de su causa (política) toda la destreza de su lógica (escrituraria). No por clásico menos propagandista; no por didáctico menos compulsivo en su palabra.

Para ello acude a más de un "nosotros" (un nosotros de los argentinos; otro, de quienes tienen la solución para la Argentina)(7), trabaja las analogías, teoriza y ejemplifica, no olvida a un prócer paradigmático (como es Mitre), confía en el procedimiento de la repetición o intenta persuadir a beneficio de la xenofobia en base a un método inductivo. Elabora, en síntesis, una pieza argumentativa prolija, donde el silogismo está cuidado y todo el arsenal retórico dispuesto. Lugones "nacionaliza" la preceptiva, haciendo del dominio retórico el campo donde fertilizar las más peligrosas de sus ideas.

Pocos años después (1933), en respuesta a la encuesta realizada por La Razón, que proponía el lúdico ejercicio de preguntar qué haría Ud. si fuera presidente por un día, Lugones se autodefine como el que no cree en el sufragio ni lo practica. El no sabe ni contesta a esa pregunta, sólo afirma que no está de acuerdo con el voto y que no lo ejerce. El escritor de los cuentos extraordinarios, de lo fantástico, de lo terrible, ni siquiera accede al acto imaginario de soñarse en el lugar de sus paradigmas por 24 horas. Claro, la pregunta le llega cuando el presidente es nada menos que su candidato, el único.

Roca también puede leerse en ese contrasueño, en esa pesadilla de Leopoldo Lugones al pensar y repasar la historia argentina.

¿No puede imaginarlo o no quiere imaginarlo? ¿o lo que no quiere, en verdad, es decirlo? ¿Qué haría si fuese presidente -el orador del discurso de la hora de la espada- sustituyendo la pluma por la aguja, la aguja por la espada; cerrando el tiempo del escritor locuaz para dar cuerda a una fantasía política desbocada?

Lugones ha pasado de Las fuerzas extrañas a las fuerzas armadas. "Nadie", "muy casi nadie", "ninguno" hace ese trayecto, en pos de una trascendencia que lo salve de los arrebatos temporales y las negaciones de la historia. Por eso, acaso, su negación final es también un pedido -que no se cumple: el pueblo tan indócil como los militares se apropia de Lugones-. "No puedo concluir la historia de Roca. Basta. Pido que me sepulten en la tierra sin cajón y sin ningún signo ni nombre que me recuerde. Prohíbo que se dé mi nombre a ningún sitio público. Nada reprocho a nadie. El único responsable soy yo de todos mis actos". Despedida con reminiscencia de Santos Vega, donde antes que el camposanto se elige el santo campo de la Argentina, despedida con autocastigo, que se inscribe en el reverso de la poética y la práctica roquistas (en cuanto Roca funciona como epicentro de la alabanza).

Lugones homérico, con vocación de héroe y temeroso de un monstruo voraz, se esconde atrás de cada negación. El es su propio Polifemo y busca su orilla, es sus esperanzas y traiciones.

El escollo de la revisión

Mientras traza el ensayo biográfico del presidente del `80 y del `98, Lugones acaba con su vida. Precisamente en los años en que ese nombre, Julio Argentino Roca, encarnado en su hijo, volvía a estar en el poder a cargo de la vicepresidencia (1932-1938). El oficialismo de Lugones va a subrayarse en ese texto estatal. Roca le ofrece un modelo, Lugones lo emula en más de un rasgo.

Son otros cabos rotos. Lugones se detiene en una palabra clave. La Nación no termina de ser dicha: "Pero nada tan concluyente como el saludo con que Mitre, díjelo ya, despidió a aquél [a Roca] en La Na". Así finaliza la biografía de Lugones; lo que Mitre le había dicho a Roca había sido: "Yo recibí su juramento; vengo a decirle que lo ha cumplido". Gloriosa conclusión la de estos próceres. Pero Lugones hay algo que no concluye, que no cumple. Su incumplimiento, su autolimitación lo deja al borde de un doble abismo: La Nación o La Nada.

La vanguardia y el tiempo

"En aqueste panteón/ Yace Leopoldo Lugones/ Quien, leyendo "La Nación"/ Murió entre las convulsiones/ De una autointoxicación", este juego de los muchachos neosensibles de la cultura, presentado en enero de 1925 por Enrique González Lanuza esconde, tras su sentido crítico, la mueca grotesca de lo que casi fue un destino a cumplir. De La Nación a La Nada.

La rima lapidaria de los versolibristas se adosa a la disputa verbal entre los representantes de la modernofobia y la lugonofobia de la ya mítica revista Martín Fierro.

Sus siempre recordados epitafios parecen mostrar sobre todo una retórica irreverente. Eso nada más (o, si se prefiere, nada menos) pero no escriben tanto contra como sobre aquellos que señalan. "Atacaremos los nombres que merezcan ser pronunciados" asegura Leopoldo Marechal, autor de la "Filípica a Lugones y otras especies de anteayer". No podrían explicarse de otro modo las congratulaciones a Güiraldes -muerto en 1927-, la Apología del Hombre Santo a él referida que en 1930 realiza Enrique González Tuñón, por ejemplo; el ensayo acerca de Gálvez a cargo de Stanchina y Olivari, la dedicatoria de Soiza Reilly a Enrique Larreta en Las timberas (1927-8), la forma en que Borges, con el correr de los años, se reunirá a Lugones. De manera análoga, en cuanto contradictoria, a la que utiliza el mismo Lugones con Joaquín Castellanos en su carácter de representante de la estética que lo precede, los `jóvenes' o los voceros de las nuevas corrientes literarias se situarán frente a él; el retrato autografiado de Lugones para la publicación de Bianchi y Giusti en 1916 da cuenta del estado de sitio de esas filiaciones: lo dedica "A la revista Nosotros, mi simpática enemiga". Esa parece ser una de las fórmulas, enemistades simpáticas y disputadas amistades sostienen el plano inclinado de la cultura. Dos décadas después, la dedicatoria regresa en forma extraordinaria en el invierno de 1938; Nosotros "a Leopoldo Lugones", conmovidos por el suicidio del autor de los Cuentos extraños, los otros escritores organizan un homenaje, un número especial en el que nadie falta (son sesenta, además de los directores, de Rojas a Juan Pablo Echagüe, de Atilio Chiappori a Darío), se lo celebra casi incondicionalmente, se lo interpreta, se lo glosa; entre aquellas voces homogeneizadas por la tinta de sombra y olvido que las muertes suelen imponer, aparece la de la escritora Nydia Lamarque apostando a la lucidez y a la ecuanimidad, sosteniendo el impacto con el juicio crítico de su "Negación de Leopoldo Lugones". Femenina y solitaria, la poeta.

No hay asesinato, hay reconocimiento, porque termina no haciendo falta sustituir, basta con sumar. La literatura argentina definitivamente se ha ensanchado y sus "santos", en poco tiempo, al fin de cuentas empezarán a caer solos. En aquella dedicatoria a Larreta, de 1927, que mencionáramos, Soiza Reilly juega una carta que define otra de las fórmulas; le asegura al glorioso autor de Don Ramiro: "No soy el que lo sigue. Yo soy el que le sigue..." .

El Tigre, el que le sigue

No en vano Borges había elegido el tigre como figura mítica entregada al vaivén de las horas y de la multiplicidad de las imágenes en las cuales recostar sus insomnios.

No en vano Borges escogió como punto de partida de algunas de sus variaciones y símbolos (principalmente para la poesía, aunque no sólo para ella) aquel punto final del otro. Del otro gran poeta de su siglo, en la Argentina. Del `padre' conflictuado al que rechaza literariamente con alguna insistencia para después al fin reconocerlo casi arrepentido, casi pródigo y acaso nunca ecuánime (difícil equilibrio de los juicios frente a figuras tan controvertidas como Leopoldo Lugones).

Resulta relativamente sencillo señalar la inconsistencia y el oportunismo de algunos momentos políticos del autor de El único candidato al tiempo que es simple rescatarlo en páginas memorables y ya de antología de algunos relatos como los de Las fuerzas extrañas (1906) o de algún que otro poema de Las montañas del oro (1897), Los crepúsculos del jardín (1905) o El libro de los paisajes de 1917).

Lugones es el punto más fijo que ciego de la literatura argentina del siglo XX que abrevará a los principales prosistas, poetas y ensayistas contemporáneos, especialmente de la primera mitad. Porque si la relación que con él establece Borges es paradigmática, no lo es menos -aunque de una intensidad sosegada- la de Roberto Arlt.

Lugones viene a probar la lengua en una nueva rueda de Virgilio, local, establecida por Sarmiento, castiza y nacionalista según la época. Lengua que además se fascina con el helenismo, de ahí la proclividad a la etimología -rasgo fundamental de cualquier escritor que reflexiona y experimenta sobre todo en el propio idioma. Poesía inclusive de filólogo. Lugones hace pasar la lengua por el diccionario como en un laboratorio idiomático donde se jugara lo definitivo de una nacionalidad y de una estética (basten como ejemplos las variaciones del Lunario sentimental o el barroco de La guerra gaucha).

No sin razón, alguna vez se le ha reprochado el haber querido abarcarlo todo. Pero es precisamente esa pretensión cabal una de sus justificaciones como escritor. El mismo hombre que apuesta al exceso en la materialidad de la escritura, el hombre capaz de firmarle a su amante sus cartas con semen y sangre, ¿cómo no habría de ser capaz, en su condición de escritor, de probar las palabras en el caleidoscopio de un español inusual, especialmente de y para el Río de la Plata, aunque su Diccionario Etimológico sea del Castellano Usual? ¿Cómo no habría de fascinarse especularmente con su propio registro?

El episodio reiterado de la firma a la amante puede interpretarse como metáfora condensatoria de algunos de los rasgos de su oficio.

Narcisismo -podríamos conceder en primer lugar-, exhibición, confianza en sí mismo, en su materia. Autosatisfacción. El acto solitario de la sexualidad o de la escritura que después permite remarcar el nombre es, al mismo tiempo, un acto de entrega. Es más: un acto donde queda involucrado el amor. El placer indica una necesidad, una falta: la de la amada, la del lector. El líquido primordial que extrae de su cuerpo sólo halla justificación frente al otro, en el circuito de lectura que allí se cierra (privada o públicamente) o se continúa.

Sangre, semen, tinta. En la escaramuza de la literatura de Lugones, las manchas se cruzan, sangre de la escritura erótica frente a una escritura política sanguinaria (no sanguinolenta pero sí a punta de espada) y una escritura suicida.

Lugones, el hacedor

Para la autonomía literaria de Borges, había necesidad de otra filiación fuerte en la literatura argentina, más allá de Carriego, o de las proximidades con Güiraldes o Macedonio. Pero menos que la necesidad de un padrinazgo retrospectivo (Lugones hace demasiados años que está muerto), lo que funciona allí es una relectura y una lectura de las nuevas producciones del autor. Lo que Borges le dedica a Carriego, mientras se lo apropia, es un libro de ensayos, y en cambio, lo que le dedica (y ahora en un sentido más acotado del término) a Lugones es un poemario donde el nombre de Lugones no aparece (sino al frente, como dedicado) pero donde podrían rastrearse sus sombras.

Todos conocemos nuestros literarios pecados de juventud -parece insinuarnos Borges. En la actitud de repensar a Lugones, Borges quizá también ordene la lectura de su propia obra.

Las dedicatorias a veces pueden ser una retracción.

Las dedicatorias -como tantos hechos de la escritura, como las cartas- no ignoran el anacronismo.

Que Borges le dedique a Lugones nada menos que El Hacedor (1960) no es casual: tiempo de rescates y condenas. Dominio del juicio, que permite un espacio para la reconciliación con aquel "muy casi nadie". Todo queda para calificarlo entre el exceso y el defecto, lo mucho y la nada, el "muy" y el "nadie". Lugones, casi un enemigo, un amigo casi.

No se retracta pero en esas palabras, que inscribe además un acto (el de dedicar), se desdice. No borra pero borronea. El desafuero juvenil se convierte en reconocimiento adulto, mientras labra para sí mismo, Borges, el rol que la sociedad argentina insistirá en otorgarle una y otra vez: el de juez y artífice de la cultura.

Desde este punto exacto de la inflexión borgeana (y sólo allí) podría decirse que Borges es a Lugones lo que Lugones a Sarmiento, y de este modo nos quedará trazado el mapa estructurante de la literatura argentina.

Sarmiento/Lugones/Borges es también el indicio del canon; hitos o clásicos de la literatura argentina precisamente por su trabajo con la lengua, por un antes y un después de su literatura, por las líneas temáticas y las preocupaciones estéticas, lingüísticas o políticas que los obseden, por cómo esos desvelos están narrativizados, poematizados, entregados a la avidez de sus contemporáneos que los reconocen como figuras públicas y demandan de ellos un modelo. Los tres están preocupados por El idioma de los argentinos, los tres se sitúan y nos sitúan frente a "El escritor argentino y la tradición".

Lugones cuando mira para atrás halla a Sarmiento, Borges cuando mira para atrás halla a Lugones, como cualquier escritor actual cuando mira para atrás halla a Borges (y a Lugones y a Sarmiento, a sabiendas o no, a veces a pesar de sí mismo). Claro que en esta constelación de pretéritos y filiaciones hay muchas otras figuras, cuya acción, por otra parte, o participación o declaración política se yergue también con dificultad.

Los tres, a su modo, soñaron La grande Argentina -mucho más Lugones y Sarmiento que Borges, puesto que eran más épicos y menos irónicos-, con todos los riesgos inherentes a tal postulación. Porque el Lugones de La grande Argentina y no la gran Argentina o la Argentina grande es el del momento -1930- que podríamos calificar como más reprochable (si es que nos atrevemos a permitirnos semejante licencia axiológica), el Lugones que había sustituido la hoja del cuchillo de La guerra gaucha independentista por la punta del sable.

Lugones nace cuando Sarmiento deja la presidencia y éste es, en rigor, un dato histórico que esconde una metáfora. El azar indomeñable, a veces, permite esos aciertos, que nos conceden, en este caso, la gratuidad de pensar en un relevo simbólico.

Cuando Lugones nace, Sarmiento está por volver a las letras (que, de todos modos, nunca abandonó). Lugones tiene su Historia de Sarmiento, Borges, su Leopoldo Lugones. Cuando Borges le dedica a Lugones su libro El Hacedor en 1960 lleva ya varios años reivindicándolo. El Leopoldo Lugones que escribe en colaboración con Betina Edelberg es de 1955, año en que otra generación fundamental de la literatura argentina se encarga precisamente de repensar el canon, es decir, entre otras cosas, de enterrar a Lugones y replegarse sobre Roberto Arlt, Martínez Estrada y establecer otras paternidades.

Borges alinea a Lugones con Milton y Virgilio, un recurso retórico excusará tal paradigma donde van a convivir las "lámparas estudiosas", los que "ibant obscuri..." y el "árido camello". En el falso desierto de la literatura nacional, el poeta argentino está salvado.

Lugones no se puede imaginar presidente, Borges sí se imagina en un encuentro con Lugones que nunca existió. "Mi vanidad y mi nostalgia han armado una escena imposible" asegura el poeta de los sesenta, que pobló de imágenes la imposibilidad de los encuentros.

En El tamaño de mi esperanza del `26, Borges está pensando en ser, en llegar a ser, un gran escritor. Ataca a Lugones desde el ensayo entonces y lo homenajea desde su propia poesía más tarde.

En la época de la primera vanguardia lo analiza, lo critica; en la de la segunda, lo cita, lo convoca (¿es más sencillo disculpar a un muerto?) como bajo el influjo de alguna fuerza extraña o de esas reconciliaciones que sólo aproxima la vejez.

Cara y seca de otras monedas de hierro para contar la historia (de la literatura) argentina.

Notas

Cfr. "Saludo a S. A. Luis de Saboya", El Tiempo, 8 de julio de 1896.
Cfr. La carta "A la dirección de La Vanguardia" que es una ‘denuncia de traición a los principios del partido Socialista hecha contra Leopoldo Lugones", aparecida en El Tiempo el 27-7-1896.
La metáfora que reúne enfermedad (y promiscuidad) con política resulta cara a la historia de la cultura sobre todo del siglo XX pero también del XIX. Ya había intoxicado al Baudelaire que afirmó que "todos llevamos el espíritu republicano en las venas como la sífilis en los huesos –estamos democratizados y veneralizados", y más tarde reptaría peligrosamente entre los oradores y escribas del nazismo. En nuestro país se expande con una carnadura especial en las primeras décadas del siglo, época de un doble apogeo que constituye a su vez una doble preocupación: la prostitución y el marxismo.
El que no firma la nota, el detractor de la vanguardia será precisamente quien halle los obstáculos principales de ese socialismo.
Confrontar una de las "Anotaciones"de El tamaño de mi esperanza de 1926, donde así lo tilda.
Leopoldo Lugones, El único candidato, Buenos Aires, 1931, p. 11 (en Museo Mitre, A. 79, E. 6, orden 69).
Este tratamiento puede verse en contraste con "los argentinos"de los cuales se excluye en el citado artículo de El Tiempo. Sin embargo, en ambos casos construye una pronominalización paralela, alternativa. En El Tiempo, los argentinos son "ellos" frente al "yo"solitario del narrador; en El único candidato, hay un "nosotros" para los argentinos y otro para los salvadores.

Fuente : Ciber letras – Agosto 1999
http://www.lehman.cuny.edu/ciberletras/v1n1/crit_03.htm

Jorge luis Borges: el sentido de la violencia


Ricardo Rey Beckford

Los primeros trabajos narrativos de Borges, reunidos en 1935 en Historia Universal de la Infamia, fueron escritos entre 1933 y 1934. Unos veinte años después esos mismos trabajos no eran para su autor más que "el irresponsable juego de un tímido que no se animó a escribir cuentos y que se distrajo en falsear y tergiversar (sin justificación estética alguna vez) ajenas historias".

La aspiración de quien falsea la historia no suele ser otra que la historia misma. Pero estos "ambiguos ejercicios" que no aspiran, por cierto, a la historicidad, no omiten ninguno de sus gestos. Examen de hechos y detalles significativos, distinción entre circunstancias comprobadas y simples conjeturas, enumeración de fuentes documentales y bibliográficas: todo obedece a las apariencias del más riguroso historicismo. Pero la ambigüedad de estas "historias" va mucho más allá de los gestos.

Sabemos que los hechos por sí mismos, aislados, resultan ininteligibles; que sólo la teoría y el método de la historia, al descubrir sus íntimas conexiones, al darles un sentido, les otorgan historicidad. Por consiguiente, no es imposible hacer historia con hechos falsos o erróneos -historia falsa o errónea, por supuesto- del mismo modo en que es posible no hacer historia con hechos ciertos.

La ahistoricidad de estas historias de la infamia no deriva de la presunta falsificación de los hechos. Falsificación, por otra parte, cuyos alcances no pueden ser determinados a través de una simple lectura. Ignoramos dónde Borges se atiene a los hechos y dónde los falsea. Sabemos, en cambio y con absoluta certeza, que la totalidad es ficticia. Y lo sabemos no porque el texto lo declare de un modo expreso, sino porque lo oculta de un modo expreso. Es a través de un procedimiento irónico, de un deliberado exceso de semejanzas y similitudes con la historia, que Borges alcanza la ficción.

La de estos relatos no es, por lo tanto, la simple ambigüedad de lo que participa al mismo tiempo de lo falso y de lo verdadero. Lo que aquí se observa es una ambigüedad más radical y exasperada: es el encuentro de dos modos de concebir el mundo- el histórico y el literario- que se contraponen y excluyen con violencia.

El resultado de este enfrentamiento- que vuelve difíciles todos los caminos- es una estructura narrativa discontinua, fragmentaria; una serie de rápidos disparos. Una estructura que está declarando la incompatibilidad del tiempo histórico y del tiempo literario.

La violencia que caracteriza a los protagonistas de estos relatos se suma a la violencia de la estructura narrativa y ambas se encarnan en un estilo que, como el de Borges, está hecho de bruscos contrastes, de enumeraciones arbitrarias, de saltos imprevistos.

El estilo de Borges no tolera la neutralidad. Su prosa excluye cuidadosamente todo posible reposo; no permite ni se permite la menor indolencia. El lector no tarda en averiguar que el curso de esta prosa es imprevisible, que no puede adelantársele. Apenas lo intenta, descubre que no es eso lo que se le dice, que es otra cosa.

Pero, ¿cuál es el sentido o, al menos, qué presupone la violencia del narrador? Los cuentos de Borges no nos conceden un solo momento de reposo. Buscan, casi con desesperación, sorprendernos. Esta desesperación tiene un significado inequívoco: desconfianza, falta de fe en lo literario. Aunque en rigor la falta de fe rebasa aquí lo meramente literario. De lo que se trata es de un escepticismo radical, de una visión del mundo muy próxima al nihilismo.

El aspecto lúdico de su literatura, que con tanta ligereza se le ha reprochado, tiene un sentido dramático: en el universo incognoscible el hombre es un jugador de puro azar, un jugador forzado. La apariencia de este juego es racional, como por necesidad lo son los distintos sistemas y doctrinas que pretenden conocer y explicar el universo. Pero esta racionalidad sólo oculta para Borges una arbitrariedad esencial: la arbitrariedad de la apuesta.

El juego de azar excluye la experiencia. Cada partida exige una apuesta del jugador. Gane o pierda, el resultado no le servirá como experiencia cuando deba enfrentar la próxima partida. El juego de puro azar no permite el adiestramiento ni el progreso del jugador. En cada partida deberá comenzar de nuevo, partir de la nada y en esa nada que es la partida, apostar.

La literatura de Borges parte de esa nada que es el mundo para quien advierte la impotencia del conocimiento humano y sobre ella arriesga una nueva interpretación. Esa interpretación puesta sobre la nada, es apuesta -conjetural, renovable y siempre renovada- es la confirmación de que el mundo admite todas las interpretaciones y ninguna.

Al igual que para el jugador de azar, a quien ni la experiencia ni la racionalidad pueden asistir, para Borges sólo cuenta el destino, la fatalidad. En ese enigma impenetrable del universo, en donde el hombre es apenas un jugador forzado, todo es posible. El reino del azar es el reino de la arbitrariedad.

Pero esta concepción del mundo que los relatos de Borges repiten con insistencia, no obedece al extravagante capricho de una subjetividad singular. Por más grande que sea el talento de Borges -y lo es en grado superlativo- su obra no deja de pertenecer a un lugar y a un tiempo determinados.

Creo que estos cuentos fantásticos, tal como se los suele calificar, han captado y expresado estéticamente rasgos muy profundos de nuestra realidad. Hasta el punto de convertirse en el testimonio más lúcido y más valiente que la literatura argentina podría exhibir en lo que va del siglo.

Esta última afirmación puede no ser compartida. Intentar demostrarla o determinar, al menos, el modo en que lo testimonial se manifiesta en los cuentos de Borges, es una pretensión no sólo ardua sino también injusta. Pone en peligro esa distancia que es condición esencial del mundo estético e implica un inevitable rebajamiento de lo literario.

"Nuestro pobre individualismo" es un ensayo que data de 1946. Se trata de un trabajo menor: unas pocas páginas en donde se señalan algunos rasgos distintivos del carácter argentino. Escribe Borges:

El argentino, a diferencia de los americanos del Norte y de casi todos los europeos, no se identifica con el Estado. Ello puede atribuirse a la circunstancia de que, en este país, los gobiernos suelen ser pésimos o al hecho general de que el Estado es una inconcebible abstracción; lo cierto es que el argentino es un individuo no un ciudadano. Aforismos como el de Hegel El Estado es la realidad de la idea moral, le parecen bromas siniestras. Los films elaborados en Hollywood repetidamente proponen a la admiración el caso de un hombre (generalmente, un periodista) que busca la amistad de un criminal para entregarlo después a la policía; el argentino, para quien la amistad es una pasión y la policía una maffia, siente que ese héroe’ es un incomprensible canalla.

El mundo, para el europeo, es un cosmos, en el que cada cual íntimamente corresponde a la función que ejerce; para el argentino, es un caos. El europeo y el americano del Norte juzgan que ha de ser bueno un libro que ha merecido un premio cualquiera; el argentino admite la posibilidad de que no sea malo, a pesar del premio. En general, el argentino descree de las circunstancias. Puede ignorar la fábula de que la humanidad siempre incluye treinta y seis hombres justos -los Lamed Wufniks- que no se conocen entre ellos pero que secretamente sostienen el universo; si la oye, no le extrañará que esos beneméritos sean oscuros y anónimos . . . .

Pienso que estas líneas podrían multiplicarse y aún agravarse sin mayor esfuerzo. Pero sea cual fuere nuestra opinión sobre su veracidad, lo cierto es que no nos escandalizan, ni siquiera nos sorprenden. Por el contrario, si algo estuviéramos dispuestos a reprocharles sería su falta de novedad, su trivialidad casi. Porque, en definitiva, que el mundo sea un caos, el Estado una inconcebible abstracción y una desagradable realidad, los gobiernos pésimos, los funcionarios venales, la policía una maffia, los libros premiados generalmente ilegibles, es sólo una parte de lo que esperamos de la realidad.

Y no es lo contradictorio de esta realidad lo que llama la atención. La vida se funda en contradicciones. Pero la contradicción es sólo un momento, un paso hacia un estadio en donde lo contradictorio se resuelve y supera.

En la realidad descripta por Borges no sucede lo mismo. Aquí los contrarios conviven sin solución. Esto, además, se caracteriza por la simultaneidad; por el hecho de que nada es algo definido nunca, nada obtiene lo que merece nunca. Se caracteriza por la ambigüedad y el equívoco.

Y el reino de la ambigüedad y el equívoco no es otro que el reino del sueño. No sugiero, por supuesto, que nuestra realidad sea onírica. Digo que en ella son reconocibles ciertos rasgos típicos del mundo onírico y del mundo lúdico. Uno de ellos es la semejanza. Al igual que en el sueño, todo es semejante. Cada imagen es semejante a otra y ésta a otra y así indefinidamente. Se busca la figura verdadera pero siempre se nos deriva a lo semejante. El soñador, como el argentino, "descree de las circunstancias".

En el sueño, por otra parte, estamos inermes, entregados a lo que el sueño mismo decida, sin posibilidad de modificarlo o dirigirlo. Las peripecias del sueño son una fatalidad a la que el soñador debe resignarse. El azar, la buena o la mala suerte, dibuja el imprevisible destino del soñador. En el sueño podemos "sin escándalo" ser todos los hombres. Del mismo modo, en el juego de puro azar, se gana o se pierde sin necesidad de mérito o culpa.

Pienso en los cuentos fantásticos de Borges. En este fragmento de la "Lotería en Babilonia", tan deliberadamente alejado de la realidad:

He conocido lo que ignoran los griegos: la incertidumbre. En una cámara de bronce, ante el pañuelo silencioso del estrangulador, la esperanza me ha sido fiel; en el río de los deleites, el pánico. Heraclides Póntico refiere con admiración que Pitágoras recordaba haber sido Pirro y antes Euforbo y antes algún otro mortal; para recordar vicisitudes análogas yo no preciso recurrir a la muerte ni aun a la impostura.

Debo esa variedad casi atroz a una institución que otras repúblicas ignoran o que obra en ellas de modo imperfecto y secreto: la lotería . . . . Soy de un país vertiginoso donde la lotería es parte principal de la realidad.

La obra narrativa de Borges ilumina un mundo fungible, onírico. Un mundo donde el pensamiento sólo se manifiesta como arbitrario ordenador y no conduce a la verdad, donde la esencia de la razón se revela como ferocidad destructora que se destruye. Si el mundo es algo para Borges, es una pesadilla. Este sentimiento de espanto ante la creación es el reconocimiento de la desdichada aventura de una razón abandonada a su pura negatividad.

Pero el nihilismo es también un clamor, una protesta, una desesperada nostalgia de Dios: "No me parece inverosímil -escribe en "La Biblioteca de Babel"- que en algún anaquel del universo haya un libro total; ruego a los dioses ignorados que un hombre -uno solo, aunque sea, hace miles de años!- lo haya examinado y leído. Si el honor y la sabiduría y la felicidad no son para mí, que sean para otros. Que el cielo exista, aunque mi lugar sea el infierno. Que yo sea ultrajado y aniquilado, pero que en un instante, en un ser, Tu enorme biblioteca se justifique".

Desde el silencio estos textos repiten siempre un mismo clamor. El relato construye una brillante conjetura -con ese placer que sólo una inteligencia superior como la de Borges puede proporcionar- una brillante conjetura que destruye y arruina toda certeza, para que lo que no se nombra hable, para que sólo resista aquello que sigue resistiéndose.

Fuente : Ciber Letras
http://www.lehman.cuny.edu/ciberletras/v1n1/crit_05.htm

lunes, 20 de febrero de 2012

La compleja relación entre identidad y la alteridad en Borges y en Hawthorne



Víctor M. Silva Echeto y José Gutierrez

Al estudiar la relación de la identidad y la alteridad tanto en Hawthorne como en Borges, no pueden obviarse sus referencias a los laberintos, los sueños y los espejos. Los laberintos pueden ser oníricos, interiores, naturales, artificiales pero también la escritura puede transformarse en un laberinto

"Yo ese otro siempre me ha parecido una patraña.
Una patraña brillante, de acuerdo"
Colette Audry, Rien au-delà

"Mi identidad es la que hace que yo no sea idéntico a ninguna otra persona"
Amin Maalouf

"Es todopoderosa la idea de un sujeto único"
Jorge Luis Borges

1. Introducción

"Las obras sucesivas de un escritor son como las ciudades que se construyen sobre las ruinas de las anteriores: aunque nuevas, prolongan cierta inmortalidad, asegurada por leyendas antiguas, por hombres de la misma raza, por las mismas puestas de sol, por pasiones semejantes, por ojos y rastros que retornan". Esta metáfora de Ernesto Sábato contiene en su interior la figura del palimpsesto, y permite realizar un paralelismo entre las ciudades y los escritores, a partir de las 'huellas' que se encuentran entre las distintas 'obras' (1), esos rastros, aunque borrosos, habilitan la realización de un planteo de posibilidad, comparando a escritores y sus obras en el marco de la transdiscursividad. En este contexto nos acercamos a Jorge Luis Borges (1899-1986) y a Nathaniel Hawthorne (1804-1864).

Un punto de partida para este estudio es la importancia que le concede en forma explícita el escritor argentino al autor estadounidense, en la conferencia de apertura de un ciclo que realizó Borges sobre literatura norteamericana en el otoño de 1949 en Buenos Aires (2).

El argentino sostenía que "aunque hay otros escritores americanos (...) anteriores en el tiempo sólo Hawthorne tiene importancia, los demás se pueden olvidar sin riesgo". En esa conferencia Borges examina el texto breve "Wakefield" en vez de sus largas y complejas novelas (The Scarlet letter, The marble faun...). Para Emir Rodríguez Monegal "Borges está demostrando una vez más sus preferencias por los relatos sobre las novelas".

En el ámbito de la literatura fantástica no es aventurado establecer que la influencia que Hawthorne ejerció sobre Borges, la podría haber recibido el escritor norteamericano del argentino, aunque cronológicamente se ubique anterior en el tiempo. "El hecho es que cada escritor crea a sus precursores. Su labor modifica nuestra labor del pasado como ha de modificar el futuro", escribía Borges en "Kafka y sus precursores"(3). De esta forma adquiere validez la conceptualización borgeana sobre el autor. El argentino previa lectura del ensayo del Premio Nobel Thomas Stearns Eliot "La tradición y el talento individual", añade a la diacronía del escritor anglonorteamericano una sincronía producida por el hecho de que en la lectura todos los escritores son contemporáneos. Así, plantea en "Kafka y sus precursores", que Aquiles es uno de los primeros personajes kafkianos de la literatura. Darío Villanueva en Literatura Comparada y Teoría de la Literatura escribe sobre el ensayo de Eliot: "la originalidad de un escritor brilla más y más a medida que se le enmarca en la tradición. Porque respetando lo que viene de ella, pero aportándole nuevos aspectos, matices y perspectivas, es como el escritor se vuelve realmente original y se incorpora a un sistema en que todo son simultaneidades".

Con Michel Foucault, en este mismo contexto, se puede establecer además que "los márgenes de un libro no están jamás neta ni rigurosamente cortadas: más allá del título, las primeras líneas y el punto final, más allá de su configuración interna y la forma que lo autonomiza, está envuelto en un sistema de citas de otros libros, de otros textos, de otras frases, como un nudo en una red". Es que no hay que obviar que la construcción se da siempre "a partir de un campo complejo de discursos" (Michel Foucault; 1996: pág. 37). Sin dejar de lado las diferencias estilísticas y tematólogicas que se visualizan entre Hawthorne y Borges, es pertinente señalar que algunos de los temas centrales que considera el escritor norteamericano en sus cuentos, podrían haber sido influenciados por el argentino (hecho que no descarta Borges en su conferencia).

Adquieren importancia en la obra de ambos escritores las nociones de identidad y alteridad: en la obra de Hawthorne, se percibe en algunos de sus personajes algunas percepciones de su vida ligeramente disfrazadas. "Wakefield", por ejemplo, puede leerse, como interpreta el traductor y crítico Malcolm Cowley, "como una alegoría de la curiosa reclusión del propio Hawthorne" (Borges en Rodríguez Monegal ed.; 1981: 285, 286).

La construcción de la identidad en el norteamericano adquiere una presencia fantasmagórica/fantasmática, en la medida en que hay permanentes influencias del "mundo imaginario" y "el real" (más oportuno sería sostener que en la lectura simulamos que es real). En Borges se libera 'el otro' mediante el cuestionamiento a la noción de 'el mismo' habilitando la presencia de 'el doble'. Siguiendo a Adrián Huici: "el tema de 'el doble' se refiere en principio a la existencia de 'otro', que duplica la existencia de un personaje, repitiendo sus rasgos u oponiéndosele de forma simétrica" (Adrián Huici en Juan Bargalló; 1994: 251).

En el relato "Borges y yo" el escritor argentino describe aspectos de su vida pero sosteniendo que "al otro, a Borges es a quien le ocurren las cosas". Ese 'otro', que es 'el mismo' va desgranando detalles, pero al final: "no sé cuál de los dos escribe esta página" (Borges en Emir Rodríguez Monegal ed., 1981: 351). Ese relato se convierte en un 'hipotexto' (Gerard Genette, 1989) de "El otro", donde un anciano Borges conversa con su alter ego más joven que lo sueña: "el encuentro fue real, pero el otro conversó conmigo en un sueño y fue así que pudo olvidarme". Por lo tanto la identidad y la alteridad toman un carácter paradigmático en las obras de los escritores anteriores: "podemos imaginarle en el momento de comprar una nueva peluca rojiza y seleccionar varias prendas de la tienda de ropa usada de un judío, con un estilo distinto al de sus acostumbrados trajes marrones" (Nathaniel Hawthorne; 1949: 135)(4).

2. Conceptualización de la identidad y de la alteridad

Es conveniente señalar que la identidad y la alteridad son construcciones intelectuales que se confirman en su carácter relacional; se afirman en la singularidad y la diferencia. La singularidad reclama necesariamente un exterior de confrontación que mida la identidad en cuanto construcción que inaugura el campo de lo humanamente posible. La diferencia, presencia fantasmagórica de la singularidad, necesita poseer un 'locus' que también habilite y permita su existencia. Por ejemplo Wakefield -en el caso de Hawthorne- intenta construirse su 'otro' pero a partir de romper con su propia identidad, aunque paradójicamente no modifique su nombre que 'sustancializa' la identidad (más adelante nos referiremos a la problemática del nombre propio, con la complejidad que la conceptualiza Jacques Derrida).

El antropólogo francés Marc Augé, en su análisis de los no lugares como espacio del anonimato, escribe que "simplemente, hemos aprendido a dudar de las identidades absolutas, simples y sustanciales , tanto en el plano colectivo como en el individual". Para Augé en la relación entre indentidad y alteridad participan, además, la "percepción individual del tiempo" y su "relación con el espacio"; en este último punto se localizan las instancias identitarias. En este contexto ampliamos la noción de 'cronotopo' de Mijail Bajtin y la trasladamos a la conceptualización de la identidad y la alteridad y no obviamos la teoría del "emplazamiento" de Manuel Ángel Vázquez Medel, porque las relaciones que se plantean entre la identidad y la alteridad son inseparables de las nociones de tiempo y espacio.

"Cada ser humano pertenece a un espacio, a unos lugares... Cada ser humano pertenece a un tiempo, a un decurso temporal... A su vez, esos espacios y tiempos le pertenecen. Se trata de una doble y recíproca per-tenencia: una tenencia hasta el final, perfectiva. Nuestra co-pertenencia a unas coordenadas espacio-temporales es, pues, perfecta, acabada. Conclusa en cada punto de esa dinámica cuadrícula espacio-temporal, cronotópica. Y, a la vez, dinámica y abierta... Estamos, pues, emplazados. Y ese emplazamiento es, a la vez, espacial (en una 'plaza', en un espacio) y temporal (en un 'plazo', en un tiempo). Recordemos que las raíces indoeuropeas de ambas palabras, plak- (plazo) y plat- (plaza), respectivamente 'ser plano' y 'extender, esparcir', aluden a esa extensión espacio-temporal imprescindible para la existencia" (Vázquez Medel; 1998: 5).

Como no es posible encontrar una identidad absoluta, tampoco es factible hallar una alteridad sustancial, sino que 'el alter' se disemina en 'otros'.
La debilidad del sujeto creador en Borges libera al 'otro' autor y fortalece al lector. El relato "Pierre Menard, autor del Quijote"(5) es un buen ejemplo de lo señalado. Siguiendo a Jacques Derrida se puede establecer que la posible muerte del escritor habilita el escrito a la alteridad. En palabras de Geoffrey Bennington: "(...) todo destinatario determinado y, por tanto, todo acto de lectura se encuentra afectado por la misma 'muerte': por consiguiente, se deduce que todo refrendo espera a 'otros', de forma indefinida, que la lectura no tiene fin, está siempre por venir, como labor del 'otro' (y nunca del 'Otro'); un texto no encuentra jamás su reposo en la unidad y el sentido finalmente re-encontrado" (Geoffrey Bennington; 1992: 77). Pierre Menard podemos ser todos los lectores del Quijote pero también contextualmente todos sus escritores. El nacimiento de uno de ellos habilita su muerte y viceversa.

En Borges hay diversos ejemplos que se pueden mencionar sobre su referencia más o menos explícita (e implícita) a la debilidad del sujeto creador (o directamente a su 'muerte'). Se puede hacer referencia a la entidad 'Biorges', esa particular superposición de Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares (escritor argentino. Buenos Aires 1914- 1999); más transparente ('transparencia' del sujeto, 'espectro' y 'muerte') que los seudónimos H. Bustos Domecq y Suárez Lynch, híbrido de apellidos y de familiares con los que, además, se fusionaban las creaciones (también 'híbridas').

Al estudiar la relación de la identidad y la alteridad tanto en Hawthorne como en Borges, no pueden obviarse sus referencias a los laberintos, los sueños y los espejos. Los laberintos pueden ser oníricos, interiores, naturales, artificiales pero también la escritura puede transformarse en un laberinto(6).

En Borges se encuentran argumentos que contienen otros argumentos, historias que se entrelazan, que se repliegan sobre sí mismas en donde el orden recurrente, la fragmentación del texto y el insistente ritmo sugieren la imagen del laberinto (Cristina Grau en Adrián Huici, 1981: 135). La escritura borgeana habilita los márgenes, la circularidad, pero también se disemina, o como diría Gilles Deleuze, en momentos se transforma en una escritura rizomática(7).

El laberinto onírico se encuentra tanto en "Wakefield" ("Wakefield concreta sus objetivos tan minuciosamente como puede, y se encuentra con curiosidad por saber cómo marchan las cosas en su casa -cómo su ejemplar esposa sobrellevará su viudedad de una semana y, durante un instante, cómo la pequeña esfera de criaturas y hechos donde él era el núcleo central, estará afectada por su desaparición"(8)) como en "El otro" de Borges. En "Wakefield" hay momentos en que el relato se convierte en un gran sueño del que quizás el propio Wakefield nunca se despierta(9). Los sueños en las narraciones de estos autores, y en la literatura fantástica, habilitan pensar lo impensable, poblando el universo de heterotopías, y colocándose en el límite del lenguaje y de lo pensable.

"Las heterotopías inquietan, sin duda, porque minan secretamente el lenguaje, porque impiden nombrar esto o aquello, porque rompen los nombres comunes, porque arruinan de antemano 'la sintaxis' y no sólo la que construye las frases sino aquella -evidente que hacen 'mantenerse juntas' (unas al otro lado o frente a las otras) a las palabras y a las cosas" (Michel Foucault; 1986: 3).

Las heterotopías (como las que con tanta frecuencia se encuentran en Borges) para Michel Foucault liberan al lenguaje, "secan el propósito, detienen las palabras en sí mismas, desafían, desde su raíz, toda posibilidad de gramática; desatan los mitos y envuelven en esterilidad el lirismo de las frases" (Michel Foucault, ibídem). Las heterotopías permiten pensar al 'otro', acercarse a él, plantearse su posibilidad de existencia.
La reflexión sobre los laberintos viene acompañada de los espejos, porque bastan dos espejos opuestos para formar un laberinto, como escribía Borges. Los espejos, en el caso del escritor argentino, horrorizan al multiplicar los seres y el planeta, en un imposible espacio de reflejos especulares. La inversión de las figuras también es 'monstruosa'(10), como el espejo lo es por su condición de híbrido (monstruos: del latín 'monstrare', da muestras -imagen- y monstruos; hibridez de la figura porque multiplica, muestra, y por tanto, 'no cuenta'. Contar y mostrar durante mucho tiempo han sido figuras antagónicas).

La monstruosidad habilita los sueños, dramas y cuentos. Por lo tanto, el rostro mira y es mirado y el espejo prolonga el mundo transformándolo en incierto: "ya no estoy solo: hay otro. Hay el reflejo". En este sentido no deja de ser 'monstruosa' la figura de un Borges ya ciego mirándose en un espejo. El espejo ya no le devuelve la imagen, no la multiplica ni la muestra.

El espejo también permite la aparición del doble, que aparece de repente y permite que 'el yo' adquiera conocimiento del 'otro' dentro de sí. "El doble es una figura imaginaria que, como el alma, su sombra o su imagen en el espejo asedia al sujeto con una muerte sutil y siempre conjurada" (Jean Baudillard, 1989: 19). En el cuento "El otro", Borges se mira, como en un espejo, en su alter ego; en ese relato la propia escritura se transforma en un espejo. Wakefield", por su parte, se siente más viejo al reflejarse en el espejo de su mujer: "(...), dejándolo que realice su paseo, lanza tu mirada en la dirección opuesta, donde una mujer corpulenta, en un considerable abatimiento, con un libro de oraciones en su mano, viene de una iglesia situada más arriba. Ella tiene el plácido semblante de una viudedad asentada. Sus lamentos han desaparecido, o han llegado a ser tan esenciales en su corazón, que ellos serían pobremente cambiados por alegría. Justo cuando el hombre delgado y la bien situada mujer están cruzándose, un ligero choque ocurre, y trae estas dos figuras cara a cara. Sus manos se tocan: la presión del gentío conduce su pecho contra su hombro; permanecen encarados, mirándose mutuamente a los ojos. (...) su mente débil adquiere una breve lucidez: toda la miserable extrañeza de su vida le es revelada en un instante"(11) (Nathaniel Hawthorne; 1941: 137-138).

Por tanto, para Hawthorne, y en el caso concreto de Wakefield, el espejo no horroriza, sino que se convierte en un intento de recuperar su identidad perdida. Es un paso que tiene que dar su 'otro' íntimo para encontrarse (o más bien reencontrarse) con su 'identidad'. En ese momento es que asume que es 'otro'... La angustia que persigue al protagonista del cuento, desde el momento en que se ausenta de su casa sin dar mayores explicaciones, es la del 'yo' que busca la forma de quebrar con el 'otro', una débil alteridad que no encuentra puntos de referencia en la 'identidad', que en ese momento se encuentra en ese 'espejo'.

El espejo desdobla las figuras y permite la aparición del 'alter'. Como escribe Juan Bargalló: "el desdoblamiento quizás no suponga más que una metáfora de esa antítesis o de esa oposición de contrarios, cada uno de los cuales encuentra en el otro su propio complemento; de lo que resultaría que el desdoblamiento (la aparición de 'el otro') no sería más que el reconocimiento de la propia indigencia, del vacío que experimenta el ser en el fondo de sí mismo y de la búsqueda del 'otro' para intentar llenarlo; en otras palabras, la aparición del doble sería en último término, la materialización del ansia de vivir frente al ansia de la muerte" (Juan Bargalló; 1994: 11).

Obviamente, 'el doble' se enmascara y se disfraza: Wakefield se disfraza para no ser reconocido, Borges se disfraza y se enmascara en su propia escritura. Como escribe Vattimo en su análisis de Nietzsche: "el problema de la máscara es el problema de la relación entre ser y apariencia".

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Notas:

(1) En el sentido foucaultiano: no considerando a 'la obra' como una unidad inmediata, ni como una unidad cierta, ni como una unidad homogénea, sino considerándola en su propia discontinuidad, introduciendo la complejidad a las unidades "que se imponen de la manera más inmediata" como el libro y la obra, porque éstas no se construyen "sino a partir de un campo complejo de discursos". Por tanto es preciso de entrada realizar "todo un trabajo negativo", que implique "liberarse de todo un conjunto de nociones que diversifican, cada una a su modo, el tema de la continuidad" (Foucault, Michel; 1996: pág. 33).

(2) "Al ser destituido de la Biblioteca Municipal Miguel Cané (por el gobierno peronista) Borges debió ganarse la vida dando conferencias. Una timidez inveterada había impedido hasta entonces que hablase en público ... Pero el agravio de Perón lo convirtió en conferenciante. Fue invitado a dictar un curso en Buenos Aires sobre literatura anglonorteamericana y la primera conferencia fue sobre Hawthorne". (Rodríguez Monegal ed., 1981: 460).

(3) Publicado originalmente en La Nación (diario de Argentina) el 19 de agosto de 1951. Fue incluido posteriormente en Otras inquisiciones. La primera publicación en libro de los cuentos de Kafka en español (La metamorfosis, 1938) fue iniciativa de Borges, que escribió el prólogo y realizó la traducción de algunos de los relatos. Antes, había incluido en la revista El hogar (Argentina), artículos sobre el escritor y había traducido una de sus parábolas.

(4) "we may suppose him, as the result of a deep deliberation, buying a new wig, of reddish hair, and selecting sundry garments, in a fashion unlike his customary suit of brown, from a Jew's old-clothes bag".

(5) Emir Rodríguez Monegal: Hacia una lectura poética. Ediciones Guadarrama. Madrid, 1976: "Como su apócrifo Pierre Menard, Borges ha enriquecido 'el arte detenido y rudimentario de la lectura' de toda clase de aventuras públicas y de algunas secretas. Aquel escritor francés se había propuesto reescribir El Quijote, pero no quería ofrecer sólo una versión más de la célebre novela -sino como lo habían hecho los imitadores: como Avellaneda, como Montaldo, como Unamuno-. El quería alcanzar una versión que fuese a la vez, rigurosamente literal, y una obra totalmente nueva, suya".

(6) Para mayor información ver el libro de Adrián Huici: El mito clásico en la obra de Jorge Luis Borges. El laberinto y en la revista Anthropos (números 142-143) los análisis de Victoria Reyzábal: Jorge Luis Borges un soñado espejo para su paradójico laberinto; Adrián Huici: Tras la huella del Minotauro.

(7) Deleuze y Guattari consideran: "...a diferencia de los árboles o de sus raíces, el rizoma conecta cualquier punto con otro punto cualquiera, cada uno de sus rasgos no remite necesariamente a rasgos de la misma naturaleza" (...) Es "...un sistema acentrado, no jerárquico y no significante, sin General, ni memoria organizadora o autónoma central, definido únicamente por una circulación de estados (...) En un rizoma no hay puntos o posiciones, como ocurre con una estructura, un árbol, una raíz". Es clara la vinculación de la figura del rizoma con la del laberinto.

(8) "Wakefield sifts his ideas, however, as minutely as he may, and finds himself curious to know the progress of matters at home -how his exemplary wife will endure her widowhood, of a week; and, briefly, how the little sphere of creatures and circumstances, in wich he was a central object, will be affected by his removal".

(9) No deja de ser un dato importante que a Wakefield la mujer se lo imagina muerto, en un cajón con la sonrisa helada en la cara, o en el paraíso, en la gloria, sonriendo con astucia y tranquilidad.

(10) La 'monstruosidad' en los relatos de Borges es recurrente. Por ejemplo en "El idioma analítico de John Wilkins" (publicado en Otras inquisiciones en 1960) el argentino escribe sobre "cierta enciclopedia china" que plantea que "los animales se dividen en a) pertenecientes al Emperador, b) embalsamados, c) amaestrados, d) lechones, e) sirenas, f) fabulosos, g) perros sueltos, h) incluidos en esta clasificación, i) que se agitan como locos, j) innumerables, k) dibujados con un pincel finísimo de pelo de camello, l) etcétera, m) que acaban de romper el jarrón, n) que de lejos parecen moscas". En el texto nuevamente se libera la alteridad y, como plantea Michel Foucault, "la monstruosidad que Borges hace circular por su enumeración consiste (...) en que el espacio común del encuentro se halla él mismo en ruinas" (Foucault, 1986: 2).

(11) "(...) leaving him to siddle along the foot-walk, cast your eyes in the opposite direction, where a portly female, considerably in the wane of life, with a prayer-book in her hand, is proceeding to yonder church. She has the placidmien of settled widowhood. Her regrets have either died away, or have become so essential to her heart, that they would poorly exchanged for joy. Just as the lean man and well-conditioned woman are passing, a slight obstruction occurs, and brings these two figures directly in contact. Their hands touch; the pressure of the crowd forces her bossom against his shoulder; they stand face to face, staring into each other's eyes. (...) his feeble mind acquires a brief energy from their strength; all the miserable strangeness of his life is revealed to him at glance (...)".

Fuente : Víctor M. Silva Echeto y José Gutierrez
http://www.henciclopedia.org.uy/autores/VSilvaEcheto/BorgesHawthorne.htm

Hipólito Yrigoyen por Jorge Luís Borges


Jorge Luís Borges, carta a Enrique y Raúl González Tuñon, Buenos Aires, marzo de 1928.

Razonar esta convicción de yrigoyenista es empresa fácil. Equivale a pensar ante los demás lo que ya ha pensado mi pecho. Yrigoyen es la continuidad argentina. Es el caballero porteño que supo de las vehemencias del alsinismo y de la patriada grande del Parque y que persiste en una casita (lugar que tiene clima de patria, hasta para los que no somos de él), pero es el que mejor se acuerda con profética y esperanzada memoria de nuestro porvenir. Es el caudillo que con autoridad de caudillo ha decretado la muerte inapelable de todo caudillismo; es el presente que, sin desmemoriarse del pasado y honrándose con él se hace porvenir.

Esa voluntad de heroísmo, esa vocación cívica de Yrigoyen, ha sido administrada (válganos aquí la palabra) por una conducta que es lícito calificar de genial. El fácil y hereditario descubrimiento de los políticos era éste: la publicidad, la garrulidad, la franqueza, provoca simpatía.

El de Yrigoyen es el reverso adivinatorio de aquel y es enunciable así: el recatado, el juramentado, el callado, es también simpático. Esa intuición ha bastado para salvarlo de las obligadas exhibiciones callejeras de la política.

Yrigoyen, nobilísimo conspirador del Bien, no ha precisado ofrecernos otro espectáculo que le de su apasionado vivir, dedicado con fidelidad celosa a la Patria.


Fuente : Unión Cívica Radical - Comité Provincia de Buenos Aires
http://www.ucrbuenosaires.org.ar/node/13050
Trascripto por Correligionario Merlo del libro "Yrigoyen y la Gran Guerra" de Carlos Goñi Demarchi, José Seala y Germán W. Berraondo.

domingo, 19 de febrero de 2012

Entrevista a Jorge Luis Borges



Benjamín von der Becke

¿Cómo vive la soledad?

Tengo algunos amigos que están en la Recoleta. Conocidos de mi generación están - Ricardo Molinari, pero nunca fue muy amigo mío. Adolfo Bioy Casares es amigo, mucho menor que yo, pero vive un poco lejos ... luego hay gente que viene a trabajar conmigo, secretaria no puedo tener, porque no puedo pagarle.. Y ahora estoy dirigiendo con Maria Kodama una serie de cien libros, y estoy escribiendo un prólogo para cada uno, los prólogos son de 40 líneas pero yo quiero que salgan bien.

¿Se acuerda del Hombre que fue Jueves de Chesterton?

Claro, cómo no me voy a acordar! Ayer casualmente nos acordábamos con Octavio Paz de este libro. Hubo un traductor francés, que le tenía rabia a Chesterton que lo tradujo como "Un Hombre llamado Jueves" , le quitó toda la gracia.

Chesterton era un gran escritor. Había un amigo de él - que era sacerdote católico - al que le dijeron que apresurara el camino de conversión de Chesterton y él dijo que no, que a cualquier cosa que le decía le encontraba una réplica ingeniosa y que era mejor que llegara solo. Y llegó. En Roma tuvo una entrevista con el Papa, estuvieron hablando una hora y cuando Chesterton salió, estaba muerto de risa, muy contento y recordaba esa entrevista por un tiempo, pero nunca le dijo a nadie qué le había dicho y qué le había dicho él al Papa. Tiene metáforas espléndidas, tiene metáforas sobre el mármol con el fuego, parece difícil, son cosas elementales: "mármol como luz de luna maciza: como un fuego congelado"... Qué diría Lugones, eso es del año 1902. Ahora,a Chesterton creo que lo ha perjudicado el hecho de que se lo vea como católico, en Inglaterra la gente une el nombre Belloc al de Chesterton y hasta han hecho un monstruo,entre las dos partes y Chesterton es muy superior. Yo no sé si conviene que un escritor tenga opiniones tan firmes. Por ejemplo el caso de Lugones, ha pasado por todos los partidos: empezó siendo anarquista, luego socialista, luego partidario de los aliados, durante la guerra, empezó siendo ateo terminó siendo católico; la gente lo juzga por su última encarnación nada más. Al final se juzga a los escritores por sus opiniones: Kipling en función del Imperio Británico, Whitman sobre la Democracia, Neruda por comunista...

¿Y a usted por qué lo van a juzgar?

No, a mi me tienen catalogado como fascista. A mi me honraron en Santiago de Chile con el título de Doctor Honoris Causa de la Universidad entonces yo fui a Chile a recibir ese título. El Presidente me invitó a su casa, y yo no le podía decir que no. Si voy a un país para que me honre con un título, no tengo porqué ser agresivo desechando una invitación del presidente. Entonces todos están convencidos de que yo soy nazi. Y todo lo que yo haga o diga es inútil. Y ahora otra cosa, para coronar esa es que el Templo de Santiago de Chi- le, desde hace cuatro o cinco años está pidiendo el Premio- Nobel para mí, a Estocolmo. Y ahora he recibido una invitación para Paraguay. Con todo esto (se ríe) estoy. perdido. Ha quedado esa imagen de que soy fascista. Y eso es más fuerte que todo lo que diga o haga. Pero volviendo a lo de Chesterton, la conversión es algo` la cual uno puede llegar a aspirarla o llega sola.

Por ejemplo, ¿su madre era católica?

Sí. Pero mi abuela era anglicana. Ahora la familia era metodista. Mi abuela sabía la Biblia de memoria. Yo decía un versículo cualquiera y ella decía: " Libro de los Reyes ", tal capítulo y seguía adelante.

¿Le leen alguna vez la Biblia?

Sí, muchas veces.

¿Usted sigue rezando el Padrenuestro todos los días?

Sí, de acuerdo a como me lo había enseñado mi madre. Yo me acuerdo una vez que salíamos del Santuario del Buda que es un edificio de madera, con una cúpula y casi toda la cúpula es la cabeza del Buda, que está sentado y tiene una cara terrible, entonces salimos, almorzamos con un monje, y uno que iba con nosotros le preguntó: -La gran imagen del Buda es de madera no? por lo que el monje le contestó: -Sí, señor, es de madera. Entonces otro que estaba en nuestro grupo, dejó pasar un tiempo prudencial, y le preguntó nuevamente: -¿De qué está hecha la imagen del Buda? Y el monje le contestó -sin ser mal educado- -De bronce, señor

Usted que estuvo en Japón, - ¿Serán felices los japoneses?

Parece un pueblo tan frío. No tienen la felicidad de los países latinos

Yo no sé verdaderamente, porque son tan reservados! En cambio en Egipto, en Grecia, a usted lo aturden, en el Cairo usted toma un taxi, al rato sube otra persona, como si fuera un colectivo y se ponen a charlar con el chofer, luego hay un desvío ponque hay que dejar a cada persona en su casa...Y todos charlan entre ellos. Tan distintos a los japoneses.

Y la India ¿cómo será? Será un país terrible, verdad?

El que está maravillado de la India es Octavio Paz. Ese fatalismo, ese dramatismo que existe. No sé quien fue a la India y tuvo la oportunidad de conversar con un mendigo ciego. -Qué terrible -dijo el primero- a lo que el ciego le con testó: -No, si Dios lo ha querido así por algo debe ser . Y Ghandi dijo que construir un hospital era una obra de vanidad y al mismo tiempo era errónea porque simplemente demora a los enfermos para pagar su deuda. De modo que es malo para quien lo construye y para los pacientes también.

Lo mismo ese culto a las vacas..

Sí, que consiste en dejar morir de hambre por no comer las vacas; sagradas. A mi me gustó mucho la película "Pasaje a la India". Muestra la realidad fatalista de ese país..

¿Alguna vez sintió pasión por la política ?

No, sufrí la pasión por la política. Mi madre estuvo presa mi hermana, también y un sobrino mío.

Uno de los generales ha dicho que si lo condenan a la cárcel va a suicidarse porque no soporta la cárcel, claro lo tendría que haber pensado cuando tenía a esos jóvenes detenidos en la clandestinidad .... Yo cuando he vuelto del Japón, un país admirable, me encontré con la gente que no me preguntaba sobre el Japón, casi todos me preguntaban qué piensan en Japón de los argentinos...

¿Usted piensa que un escritor tiene que estar comprometido con su tiempo?

Claramente lo está. Creo que no podemos dejar de ser modernos o contemporáneos. Sería muy raro que un escritor lograra vivir en el pasado o en el porvenir...

¿Pero no corre a veces el riesgo de estar rodeado de un mundo que él mismo va creando?

Yo no me siento culpable, aunque quizá seamos un poco cómplices, y víctimas también. Y no sé, cuando escribo me siento bastante feliz, ahora no tanto porque tengo que dictar, pero cuando yo tenía vista me sentía muy contento, cuando trabajamos con Bioy Casares - en esa serie de cuentos policiales nos reíamos los dos, nos hacía mucha gracia, Silvina Ocampo nos veía riendo y venía a ver qué pasaba, nosotros le mostrábamos el cuento y entonces tristemente se iba...

Esa experiencia de escribir con otras personas ¿es algo que usted ha podido hacer muchas veces?

No, yo he podido hacer eso con Bioy Casares y con Alicia Jurado; pero con Alicia es distinto, hicimos compilaciones, resúmenes de lo que hemos leído, pero no creación, en cambio en el caso de Bioy sí. Con otros amigos intentamos y fracasamos...

¿Cuáles son las cualidades que piensa usted que tiene tener un escritor?

Yo coincido con Stevenson, la principal es la ética, sin ética...Uno debe ser leal a lo que se ha propuesto. Yo tuve una discusión con el poeta Gerardo Diego, español, para él la literatura es un juego verbal. Yo considero que debe ser algo más.

Yo creo que uno escribe no sólo por medio de las palabras sino a pesar de las palabras.

Lo más importante en la poesía es la emoción. Creo que Poe dijo que la ejecución de un poema es una tarea intelectual. Estudió que los sonidos más repetidos en inglés son la "e" y la "o" y así llegó a la palabra "evermore", luego dijo por qué alguien va a repetir al fina1 de cada - estrofa la palabra "evermore", entonces pensó en un ser irracional, entonces pensó en un loro, pero el color verde carece de intensidad poética y estaba leyendo un libro de Dickens en que aparece un cuervo que habla y toma inmediatamente el cuervo. Había llegado a la idea de un cuervo que solo le señala una palabra que es "evermore". Luego se dijo este cuervo tiene que destacarse, entonces pensó en la negrura del cuervo y en la blancura del mármol y según él fue guiándose por temas lógicos hasta llegar al poema...

¿Esto lo habrá pensado Poe antes del poema o después para justificar el poema que hizo?

Yo creo que se le ocurrió escandalizar a la gente, él era un gran poeta romántico y quiso escandalizar a la gente, simulando que este poema no es obra de la emoción causada por la muerte de una mujer querida, sino que es una obra intelectual. Tengo la impresión de que no ha convencido a nadie...Yo creo que sin emoción no puede hacerse poesía. Si no sería superfluo hacerlo. Por eso esa idea que Gerardo Diego tenía de que la poesía es un arte combinatorio me parece falsa.

Paul Eluard decía que el primer verso lo dictaban los dioses y después uno completaba el resto

Sí. Yo creo que siempre empieza con una pequeña inspiración. Importa también la entonaci6n y la sintaxis. Kipling en un libro dice: Si no me hubieran dicho que era el amor yo hubiera creído que era una espada desnuda. Es una metáfora imposible por que nadie confunde el amor con una espada desnuda; ahora vamos a suponer la misma idea pero con una sintaxis distinta, supongamos que Kipling hubiera escrito "el amor es despiadado como una espada" ya no sería eficaz o sea que es importante la entonación.

Cuando yo era joven todos estábamos en la gravitación de Lugones y Lugones escribió que el elemento esencial de la poesía era la metáfora, pe- ro yo he leído poesía japonesa o alemana o inglesa y estoy casi seguro que esa poesía prescinde de metáforas; en cambio lo que abunda en la poesía japonesa es el contraste, yo siempre me acuerdo de este ejemplo: "sobre la gran campana de bronce posaba una mariposa" y el efecto es el contraste entre la campana que uno siente como enorme y perdurable y la mariposa frágil y momentánea. Cada año se componen un millón de jaiku. En el Japón, todo el mundo versifica. Por ejemplo uno va de visita a una casa y para celebrar esa visita los miembros de la familia escriben versos tankas.

¿Cómo puede hacer el poeta, que vive tratando de plasmar intuiciones, para sobrevivir?

Nadie económicamente vive de su poesía. Lo que pasa es que a mi no me gusta lo que yo escribo, pero si no escribo me parece que soy un traidor, que mi destino es escribir. Desgraciadamente perdí mi vista hacia el año 55 y entonces sigo planeando y aprovechando la gente que viene aquí, pues les dicto algo. Ahora va a salir un libro mío, que se llama Los Conjurados , me dijeron que se precisaban treinta composiciones para un libro.

¿Qué idea tiene de la fama?

Es incómoda, por eso yo admiro tanto a Ginebra, cada vez que voy a Europa paso por Ginebra, allí nadie me conoce, yo camino por la calle y nadie me saluda. En cambio aquí me piden autógrafos, seguro- que los pierden inmediatamente ¿qué van a hacer con esos papeles?...

Yo estuve en USA y sabe que ahí en las universidades hablando con los estudiantes sobre Argentina muchos demostraban un desconocimiento supino pero me decían: Argentina, Borges, Perón ; y yo digo lo que es el tiempo, que une paradójicamente dos nombres.

Bueno, pero más raro es lo que me sucedió ayer. Vino vernos un señor y me dijo: traigo una noticia bomba : eso no auguraba nada bueno. ¿Cuál? dije yo, usted se va a hacer famoso, se va a hacer rico, yo también.

¿De qué se trata le dije yo, de la piedra fi1osofal?

No, no es eso: se trata de un libro de Borges sobre Perón, si usted no tiene ganas lo firma simplemete, lo importante es eso: un libro de Borges sobre Perón yo le dije que en realidad tema no me interesa, pero dijo: no importa, ponemos en la tapa un retrato de Perón y ponemos un título destacado Jorge Luis Borges-Perón , después amainó un poco y me dijo: ¿Por qué no escribe un libro sobre Maquiavelo?
- No, porque no me interesa el tema.
- No importa, yo le traigo el temario sobre temas que usted no ha tratado nunca y va a escribir sobre Maquiavelo, sobre Marx, sobre Hegel.
Yo le dije que no me interesaba y quedé muy nervioso; este señor, tenga cuidado con él, es tucumano, se llama Taboada.

Usted muchos de sus cuentos los asume oníricamente ¿no es cierto?

Me son dados en sueños...

Sabe que yo alrededor de 1917 leí a Schopenhauer en inglés y decidí leerlo en alemán, tomé un diccionario alemán inglés y al principio debía consultarlo para cada palabra, al cabo de unos meses leí un poema que sentí en alemán y me sentí muy feliz y lloré de emoción. He leído a Rilke, he leído a Holdering. Leí mucha poesía alemana como estos versos de un poeta comunista "la música, la música puede salvarnos de la muerte" . Leí a George Trakl un libro con un título muy lindo "El Día más Joven". ¿Sabe cuál es el día más joven? el del juicio final, es el día más joven, es el último.

Fuente :
Entrevista de Benjamín von der Becke
Para el programa Fuera de la Nada, Radio Universidad de La Plata.
Asociación de Amigos del Arte y la Cultura de Valladolid
http://www.ddooss.org/articulos/entrevistas/J_L_Borges.htm

El cuento por su autor



Siempre he pensado, como lector,
en inventar una historia a partir de la
terminación de un texto que acabo de leer.
Y esto ha sido lo que hice con el cuento “El Sur”.
Jorge Luis Borges


Héctor Tizón

–Ya se había hundido el sol, como ahora mismo –dijo Borges en Yala–. Debe ser así, supongo –agregó– porque oigo el croar de las ranas no lejos de aquí. Y ellas traen las lluvias y la noche.

El había dicho, momentos antes, que, modestamente, creía que “El Sur” era el mejor cuento de todos los que había escrito.

–¿Pero, lo recuerda usted?

–Sí –dije–. Lo sé casi de memoria.

–Caramba.

–Pero no estoy del todo conforme con su final.

–No lo tiene, si mal no lo recuerdo.

–Es cierto, es conjetural. Aunque todo hace prever cuál será el final.

El miró con sus ojos ciegos hacia el lugar desde donde salía mi voz, y dijo sin énfasis:

–¿Sabe usted cuál es la frase más inteligente que jamás dijo Stalin? Dijo: “Bueno, pero al final siempre gana la muerte”.

–Sí, es cierto, pero no es igual mi muerte que la de otro.

El maestro no agregó por el momento otra cosa; alguien de los que estaban en el agasajo lo interrumpió con algún comentario baladí.

Luego dijo:

–Pero usted cree en un final distinto: digo, del cuento.

Dije que sí, que me parecía que sí.

–Entonces escríbalo usted –dijo.

La reunión se deshizo porque Borges debía regresar en el avión de esa noche.

Tiempo después le escribí una carta con el final del cuento, según mi ocurrencia; allí decía: “Perdóneme la irreverencia de este colofón a su mejor cuento, aunque ya ni siquiera le pertenece del todo porque, pienso, es parte de su destino inevitable: ser alterado de una manera o de otra, a través de versiones sucesivas donde cada cual agrega, quita o transforma, para hacerlo un poco suyo”.

Nunca el maestro me contestó.

Fuente : Pagina 12
Héctor Tizón
19 de febrero de 2012

Para un cuento de Borges



I

El hecho es, como todos recordamos, Dahlmann, luego de abordar el tren, recién salido de su convalecencia, intenta leer. Durante el viaje sintió que tal vez, con el tiempo, podría recuperar las esperanzas, a pesar de todo. “Mañana me levantaré en la estancia”, pensaba. Al cabo de los tediosos, deprimentes días en el hospital, pensó en Dorotea, que no dejó de pasar una tarde sin ir a verlo, desde un principio, cuando sólo podía sospecharla como un rostro incierto, difuminado por las brumas de la fiebre, sin oír su voz, a pesar de que ella, seguramente por el movimiento casi imperceptible de sus labios, como ocurre en los sueños, decía algo.

De todos los seres humanos sólo reconocemos la existencia de aquellos que amamos. Se habían conocido de niños, luego se distanciaron, y ahora su grave enfermedad los había reconciliado ¿Pero ella, de verdad, era la misma? Intimamente sabía que cuando uno pierde en una cosa, nunca, jamás, encuentra la misma cosa perdida. El vasto campo que entonces veía por la ventanilla era una llanura ininterrumpida. Mientras el tren se desplazaba, afuera todo se veía desaforado e íntimo, sin casas, sin sembradíos ni arboledas; sólo vio un toro a lo lejos. La soledad era perfecta, agresiva. El primer amor es lo único y verdadero, lo demás son repeticiones. Sólo nos enamoramos una vez, todos los otros son reflejos de esa primera, y ya no duelen ni significan tanto cuando llegan a marchitarse.

A pesar del tiempo transcurrido, y a pesar de haberla visto inerte y de una blancura desoladamente triste y dolorosamente en su ataúd cuando él apenas podía sostenerse de pie, aún no lo creía, y tampoco alcanzaba a comprender cómo podemos mantenernos impávidos, fríos y silentes ante el azar. ¿Cómo era posible? El señalado para una muerte segura por septicemia, confinado en aquel hospital, sin duda había sido él, pero el destino, que sí parece jugar a los dados, hizo que ella muriera, inexplicablemente atropellada en la calle al salir de la que debió haber sido la última de sus visitas.

En tal ensoñación estaba Dahlmann cuando el inspector de los boletos le advirtió que el tren no lo dejaría en la estación de siempre sino en otra, anterior y remota. Advertencia que a él en ese momento le pareció impertinente. O sin importancia.

Cuando el tren se detuvo notó que estaba en medio de la pampa baldía, y que la estación era apenas un pequeño galpón, y allí alguien le indicó que tal vez en el único almacén cercano podrían ayudarlo a llegar a la estancia.

Dahlmann caminó despacio hacia el lugar indicado. “Ya se había hundido el sol, cuenta Borges, pero un esplendor final exaltaba la viva y silenciosa llanura, antes de que la borrara la noche.”

A poco andar –desde la pobre estación hasta el almacén mediarían no más de una docena de cuadras–, el leve viento trajo los acordes de un tango; seguramente en el boliche habría una victrola. Dahlmann, que era un lector omnívoro, cuya curiosidad semiótica iba desde Las Mil y Una Noches hasta El alma que canta, creyó reconocer la letra y los acordes de un tango de Troilo, aunque no pudo recordar el nombre; también, con grave felicidad, dice Borges, aspiraba el olor del trébol, en pleno campo.

De la letra del tango apenas si descifró unas palabras:

…y allí el silencio que mastica un pucho
dejando siempre la mirada a cuenta…

Le intensidad y la dirección del aire desleía o aclaraba la canción, hasta que estuvo más cerca y pudo notar que las paredes del almacén eran de color punzó maltratado por el tiempo, y que atados al palenque había unos caballos pacientes y ensillados.

Dahlmann habló brevemente con el patrón, que pareció asentir, y se acomodó en una mesa junto la ventana. El tango terminaba así:

Dicen que dicen que una noche zurda
con el cuchillo deshojó la espera…

Dahlmann pidió unas sardinas, un trozo de carne asada y un vidrio de vino tinto, mientras el tango aquel terminaba:

Y entonces solo, como flor de orilla,
largó el cansancio y se marchó por ella…

En el almacén, mortecinamente iluminado por un farol de querosén que colgaba de un travesaño, había algunos parroquianos más, tres o cuatro, sentados en una mesa.

El tango volvió a sonar porque uno de ellos lo puso en la victrola nuevamente, y la protesta de alguien se dejó oír:

–¡Che, otra vez!

–Sí, y qué –contestó otro, el que había puesto una vez más el disco. Tenía el sombrero calado casi hasta las orejas, era de rasgos achinados y torpes, de mediana estatura, erguido, y llevaba bien sus cincuenta años; su pago –Dahlmann después lo supo– había sido el bañado de Flores; con su cuchillo debajo del saco debía varias muertes, pero la más sentida, y seguramente la que le había creado un rencor consigo mismo y contra todos, fue la de aquel italiano, grandote y bonachón, dueño del almacén La Madrugada, a quien achuró a mansalva porque no le había traído la copa de ginebra, o tal vez porque sí nomás, porque andaba cabrero con la vida.

La música del tango había comenzado de nuevo cuando Dahlmann –cuenta Borges– sintió un leve roce en la cara. Junto al vaso ordinario de vidrio turbio, sobre el mantel, había una bolita de miga. Eso era todo, pero alguien se la había tirado.

Dahlmann hizo como si no se diera cuenta y trató de continuar con la lectura de Las Mil y Una Noches, “como para tapar la realidad”, explica Borges. Pero otra bolita hizo blanco en su cara. Ya no podía disimular la provocación ni quitarle importancia, y a pesar de los ruegos del patrón, se encaró con los peones exigiendo una explicación. El malevo del sombrero puesto y la cara achinada copó la parada y, sin más, lo injurió a los gritos. Borges cuenta que el matón jugaba a exagerar borracheras, y entre burlas y palabrotas sacó el cuchillo y retó a Dahlmann a pelear. El patrón, afligido, alcanzó a alegar que Dahlmann estaba desarmado, pero de inmediato un gaucho le alcanzó una daga desnuda, que fue a caer a los pies de Dahlmann; éste, al recogerla, sintió lo irremediable del gesto –su experiencia en estos duelos no pasaba de la vaga noción “de que los golpes deben ir hacia arriba y con el filo para adentro”– y, sintió también que se hacía cómplice de su propia muerte, no por lo que tuviera de dolorosa, sino de irreparable y definitivo.

“–Vamos saliendo –dijo el otro”, como jactándose en el convite. Se llamaba Henríquez, luego lo supo, patronímico que de por sí era una inconsciente bofetada. Algo le latía en la sangre, algo que lo exaltaba más que el vino y que lo había hecho ponerse de pie para la provocación. “Pituco del c…”, alcanzó a decir echando mano al cuchillo, ese que revoleó y abarajó en el aire ante los ojos de Dahlmann, tristes y súbitamente descreídos ya de cualquier actitud convencional que los salvara a todos del absurdo.

“No hay más caso”, pensó Dahlmann. Comprendió que no era posible vivir sin matar. Y en ese instante su coraje se evidenció como una llamarada. En ese momento intuyó que él, como todos, debía cumplir un deber asignado de antemano. Por esa razón ninguno de los dos escuchó al patrón cuando éste arguyó que Dahlmann estaba desarmado. Cada cual debía cumplir su papel. Asumir su parte. Fue en ese instante que escuchó el ruido seco del cuchillo que un comedido había tirado a sus pies. Dahlmann, con mano torpe, recogió la daga, empuñándola.

Este fue el primer acto.

¿Henríquez, después de tanto tiempo, lo había reconocido como a uno de los otros? (Dahlmann se inclinaba ahora para recoger el puñal que le habían alcanzado.) De aquellos otros cuyo estigma le escocía la sangre, de aquellos parientes del Enrique que en una noche no memorable pero remota lo había hecho bastardo en su madre.

Cuando lo vio puñal en mano dudó por un instante, pero enseguida cubrió esa duda con aquel “¡vamos saliendo!”.

Entonces ambos dejaron la luz del interior del boliche que había sido punzó pero que los años mejoraron, para ganar la otra luz, la de afuera y final…

Un perro oscuro y subrepticio se les adelantó al salir, y desapareció quejumbroso en la noche.

A diez pasos del rancho fue el duelo. Dahlmann quedó sorprendido cuando paró el primer golpe del compadrito. Y ni siquiera sintió la sangre en el antebrazo. Henríquez arremetió una segunda vez. Dahlmann lo paró de nuevo y por un instante, trabados, se miraron a los ojos, como en un paso de baile, intensa, entrañablemente. El compadrito tenía la cara bañada en sudor y lo escupió para calentar aquel combate frío, insensible, temeroso y sin odio que se desarrollaba rápidamente igual que un rito ineludible o una sentencia; e inmediatamente, accionando con la izquierda para separarse, describió el golpe con la derecha, pero ya Dahlmann le había entrado al medio, y éste sintió cómo el otro se arqueaba hacia adelante con el impacto de la hoja, que se hundió tibia, una vez más, por encima del cinturón.

Henríquez cayó de rodillas instantes después que el puñal, llevándose ambas manos al estómago, a los pies de Dahlmann, que todavía lo esperaba. En ese momento salió el bolichero con un farol en la mano, e iluminando la cara del compadrito que yacía contra el suelo con los ojos abiertos, se los cerró.

Entonces Dahlmann, intuyendo quizá que se había convertido en el frío e involuntario ejecutor del destino del otro, levantando la mirada, observó el horizonte abierto y tenebroso de la pampa, y comprendió que a partir de ese momento regresaba, él también, quizá para renacer.
II

Cuando el malevo cayó a sus pies, Dahlmann, todavía con el cuchillo en la mano, ni se dio cuenta al principio de que el que cerraba los ojos al muerto le estaba diciendo: “Bueno, hombre, no se aflija tanto, que él se la buscó”, y tampoco vio que los otros parroquianos asentían.

–Váyase tranquilo nomás –ahora oyó claramente al bolichero–. El quería matarlo.

Y Dahlmann pensó que quizá lo había hecho.

–Puede irse a caballo hasta la estancia. Tome uno de los míos, que yo después lo mandaré a buscar –dijo el patrón, condescendiente.

Per él, guardando el puñal con la hoja todavía húmeda en la cintura, prefirió caminar.

Y ya casi amaneciendo, llegó a las casas.
III

Jamás, ni inmediatamente después ni hasta ahora había escuchado comentario alguno de lo que ocurrió en el boliche, y así todo el episodio quedó en vaga, confusa pesadilla, a punto de parecerle que nunca había sucedido.

Pasó el tiempo –nadie podrá saber cuánto–, mientras su vida se consumía inútilmente.

Dahlmann había llegado al estado en que, de lectores omnívoros, nos convertimos en relectores contumaces de aquellos pocos libros a los que guardamos una fidelidad hecha de complicidades, admiración, y de nostalgia por el asombro perdido y reencontrado; un poco de Tucídides y otro de Cicerón, algo de Séneca y de Agustín; de Conrad y del London de Alaska.

Pero no podía olvidar a Dorotea ni en la vigilia ni en el sueño, y su recuerdo le alteraba los días, porque la muerte de un ser amado nos priva a la vez de porvenir y de pasado.

En la casa sólo había una sirvienta vieja y silenciosa, a quien la vida le había enseñado a callar, y que a las cinco de la tarde le alcanzaba la bandeja del té. ¿Cómo es posible que cuando hemos perdido todo lo que amamos sintamos la necesidad de tomar una taza de té?

Había leído que si se suprime la vista, el trato y contacto permanente, se desvanece la pasión amorosa; pero eso le parecía un consuelo pueril.

Llegó el otoño y con él los atardeceres abreviados.

¡Es que acaso debemos llorar sin mesura? Nada vuelve, en el mundo.

Cuando el sol ya pálido se ocultaba, salía a la galería y pasaba largo tiempo apoyado en la balaustrada. Al contemplar las estrellas, ellas nos confirman la insignificancia de nuestro destino, la luna sigue donde está, alumbrando apenas sobre los cementerios desaparecidos. Balbuceó imperceptiblemente la palabra amor. La muerte del otro nos afecta más que la propia. “Nos encontramos con la muerte en el rostro de los demás.”

Esa noche no durmió porque ya estaba decidido y no soportaba más deshojar la espera. Buscó el puñal, que había conservado como un sangriento fetiche cargado de poder, como si debiese cumplir acabadamente con su destino ciego y rencoroso. No había olvidado la última página de Fuego en Casabindo, una oscura novela de provincias, pero no pudo o no supo colocar el cuchillo, asegurándolo. Entonces, agarrándolo con ambas manos, de pie, se lo clavó en las entrañas y fue cayendo pesadamente de rodillas. Y en ese instante acaso alcanzó a ver el rictus de la boca del malevo surcada por el bigote ralo, achinado, la luz amarillenta y tambaleante de un farol y, al final, el estupor en los ojos, la última mirada ya sin brillo ni asombro ni sorpresas, como la pampa, como la suya propia, ahora en que él también dejaba de ver.

Usted lo dijo, Borges, el hombre dura menos que la liviana melodía.


Fuente : Pagina 12 - VERANO12
HECTOR TIZON
19 de febrero de 2012
http://www.pagina12.com.ar/diario/verano12/subnotas/187901-57859-2012-02-19.html