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sábado, 28 de septiembre de 2024

Jaime Rest, el adjunto de Borges


Diego Erlan

La noche del 14 de agosto de 1974 Jorge Luis Borges tuvo un sueño: sin identificar el lugar donde estaba, empezó a pegarle trompadas a una persona y esa persona —identificó— era Jaime Rest. Lo hacía con salvajismo, casi con odio, un odio irracional propio de los sueños intranquilos; le pegaba hasta tirarlo al suelo y en el suelo seguía pegándole patadas hasta encogerlo y convertirlo en una espantosa masa sanguinolenta y deforme. Al día siguiente, al despertar, en una conversación telefónica que mantuvo con Adolfo Bioy Casares, Borges se preguntó si lo correcto no sería llamar por teléfono a Rest y pedirle disculpas por lo que había sucedido en el sueño. Pedirle. Disculpas. Por pegarle. En sueños. Pronto entendió que ese llamado —esa disculpa, más bien— simplemente podía resultar incomprensible. Sin caer en psicoanálisis barato, esa fantasía onírica tal vez fuera el síntoma de la relación entre Jorge Luis Borges y Jaime Rest, quienes desde 1956 hasta 1963 fueron titular y adjunto, respectivamente, de la cátedra de literatura inglesa en la carrera de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires.

      Ni en sueños la mirada brutal de Borges tuvo compasión con Rest. A mediados de 1957, en una de las tantas conversaciones con Bioy Casares y Manuel Peyrou, Borges describía a su adjunto como un sujeto de cara prominente, de una notable fealdad, con mandíbulas recias y dientes capaces de destruir cualquier cosa, un “judío fuerte, que recuerda animales toscos y vigorosos, como el jabalí”. Si Borges hubiera conocido por entonces la versión cinematográfica de La historia interminable (1984) bien podría haber dicho que Rest era una versión humana del Pyornkrachzark, el enorme ser de piedra imaginado por Michael Ende. Uno de los mayores especialistas en el legado intelectual de Jaime Rest, el crítico Maximiliano Crespi, acepta que había algo monstruoso en su fisonomía, pero esa característica era algo que el oyente olvidaba cada vez que Rest empezaba a hablar de literatura —como si lo monstruoso perdiese su carácter de anormalidad en los mundos imaginarios que prefiguran, a la vez, un más allá de la norma y la transgresión—. Dice Crespi:

 

    Es probable que algo de ese encantamiento monstruoso con que Rest fascinaba la mirada de los otros en sus clases sobreviva en la propia imagen que —a través de una serie irregular de evaluaciones parciales— se desprende de su proyecto intelectual. Y es probable también que algo de la condición intratable de lo monstruoso termine condicionando no pocos de los intentos por establecer las coordenadas centrales para una evaluación integral de su trabajo crítico.

 

Aníbal Ford, alumno de Borges y Rest en aquel año de 1957, escribió que ambos personajes formaban “un dúo muy extraño que parecía salido de alguna novela inglesa del XIX”. Para Ford, Rest era “bajito y feo”, un personaje que solía usar siempre un enorme sombrero y un largo sobretodo. “De los dos, él era el verdadero scholar”, entendía Ford, y en su momento contó que mientras Borges se perdía en su admiración casi infantil por los héroes de caballería como Beowulf o por sus antecesores patricios, Rest hacía cuidadosas lecturas de Las olas de Virginia Woolf o The Waste Land de T. S. Eliot, lecturas donde fluían todos sus conocimientos sobre las culturas de Occidente. Una vez en un examen, Rest le formuló a Ford esta pregunta: “¿Quién es el Archipoeta?” Borges se indignaba. Le parecía que Rest siempre hacía lo mismo. En ese sanguinario museo del chisme que es el Borges de Bioy Casares, Borges critica que Rest siempre preguntara lo mismo, que siempre hiciera alguna referencia a Eliot en los exámenes finales.

      Una vez, en la redacción de la revista Imago Mundi, luego de leer un artículo de Rest sobre Eliot, Jorge Lafforgue también criticó la evidente fascinación del autor por un “poeta monárquico e isabelino” que él desde luego rechazaba (sin haberlo leído). “Con voz monocorde, pausada y firme, Rest me fue mostrando cómo esa poesía a la vez difícil y clara, con una enorme carga intertextual, sin embargo, nunca oscurecía su lenguaje coloquial y desarticulante, de insólita belleza. Su alocución tuvo un cierre: poesía revolucionaria más allá de quien la parió. Y no fue la única vez que Jaime me propinó una lección de largo alcance”, sostiene Lafforgue, que por entonces recién era un adolescente y con los años se convirtió en legendario crítico y editor argentino.

      Una de las pocas cosas de las que estaba convencido Rest era que si uno leía The Waste Land y seguía su trama de relaciones podía conocer la literatura europea en su totalidad. Casi como si fuera un Aleph. Y no sólo eso: su lectura supone un rastreo erudito que abarca la mitología griega y egipcia, los Upani­shads, el Antiguo Testamento, la Divina Comedia y otros textos occidentales, pero a la vez una resemantización de esas fuentes de la tradición a partir de la configuración formal del poema. En vez de enfocar la lógica previsible de las influencias y la cita de autoridad, Rest observa en Eliot un modelo de apropiación y transformación de los materiales en función de un sentido estrictamente contemporáneo. Toda la literatura puede ser leída como un texto único y ese vínculo entre la unidad y lo infinito es una de las ideas que Rest toma de la obra de Borges, a partir de la cual escribe un ensayo insoslayable como El laberinto del universo.

      Durante años el peso crítico de Jaime Rest fue escasamente estudiado. Leída hoy, su obra crítica, desperdigada en piezas breves y dispersas, tan preocupadas en la precisión de la forma como en la solidez y la coherencia de sus argumentos, lo coloca en la frontera que separa al ensayista del investigador erudito. “En la experiencia de su lectura asistimos a un extraño ethos ‘crítico’ que se niega permanentemente a juzgar el texto literario o que cuando lo hace siempre deja en claro que preferiría no hacerlo. No evalúa ni dicta sentencias, prefiere siempre hacer de ella una experiencia que ponga en crisis todo sistema de valores (sobre todo los suyos). Renuente a toda clausura, en su ensayo especulativo todo es conjetural porque se sabe y asume como una escritura compleja que reúne, a la vez, las razones de la crítica y los vértigos de la literatura”, explica Crespi. En el prefacio de uno de sus mejores libros de ensayos, Tres autores prohibidos, Rest entiende que toda obra de arte es una compleja estructura simbólica dotada de valor polisémico y que la crítica sólo está llamada a desentrañar, actualizar y enriquecer unos pocos significados.

      Asiduo colaborador en revistas como Sur, Crisis, Los libros o Punto de Vista, también se dedicó con lucidez a la traducción: Edgar Allan Poe, Virginia Woolf, Henry James, Herman Melville, John Milton, el Vathek de William Beckford y hasta un libro pop como John Lennon in his Own Write pasaron por sus manos. Fue profesor de Literatura Europea Medieval, Literatura Europea Moderna y Literatura Europea Contemporánea en la Universidad Nacional del Sur de Bahía Blanca, donde vivió y trabajó de 1959 a 1975, hasta que fue cesado de su cargo por disposición militar, ya que tenía una “conducta sospechosa en sus actividades extra-académicas”. Esa conducta sospechosa era subirse a su bicicleta y pedalear junto a un grupo de alumnos hasta las villas de emergencia bahienses y dictar, allí, la misma clase magistral que una hora antes había dado en el aula.

      Algo en Rest se parece al personaje de Stoner de John Williams. Quizá la forma de morir. Stoner en una habitación al fondo de su casa, en el campus universitario; Rest en un gabinete de investigación de la Universidad de Belgrano, el 8 de noviembre de 1979, mientras escribía una colaboración para la revista Vigencia. Murió de repente. Rodeado de libros. Quizás en algún momento, en aquel estertor, sintió un cambio que no logró nombrar. Tal vez fue sólo el silencio en la palabra.

Fuente: Cultura UNAM – Revista de la Universidad de México

https://www.revistadelauniversidad.mx/articles/d5d7b042-c6bb-4477-b029-5318883503d8/jaime-rest-el-adjunto-de-borges

 

 

 

sábado, 18 de febrero de 2023

Los pasos perdidos de Borges en Mar del Plata: cómo fueron sus clases de 1966


Todos los lunes, el ya célebre escritor venía a la ciudad a dictar Historia de la Literatura Inglesa y Norteamericana a apenas ocho estudiantes, quienes terminaron siendo la primera promoción de graduados de Letras de la Universidad Católica. Los recuerdos de dos alumnas y el estudio de la investigadora marplatense Mariela Blanco para reconstruir al Borges profesor.

   

Por Dante Galdona y Rocío Ibarlucía

 

Entraba al aula, colmada de gente, se sentaba, colocaba sobre el escritorio nada más que un reloj enorme de bolsillo, de esos antiguos, y empezaba a hablar durante tres horas, de memoria, sin libros ni fichas. Recitaba poemas en inglés antiguo, los volvía a recitar en inglés moderno y los traducía al español en el momento. Cada tanto, levantaba su reloj y se lo apoyaba en el único ojo del que veía algo para calcular el tiempo. Hablaba muy bajito y lento, con una voz algo monótona y un ritmo cortado, como la respiración, pero después continuaba. Nadie se animaba a hacer ruidos, comentarios o preguntas.

 

Así describen a Jorge Luis Borges sus alumnas de las clases de literatura inglesa y norteamericana dadas por el escritor entre abril y septiembre de 1966 en la Universidad Católica de Mar del Plata, entonces ubicada en el Instituto Santa Cecilia. Apenas ocho estudiantes, de los cuales eran siete mujeres y un varón, tuvieron el privilegio de tener a Borges de profesor, todos los lunes durante seis meses. Dos de ellas, Beatriz Inchausti y Marta Villarino, quienes fueron docentes de la carrera de Letras de la UNMdP hasta hace poco tiempo, recuerdan en charla con LA CAPITAL sus experiencias de ese curso que Borges dio ya siendo una figura reconocida a nivel nacional e internacional.

 

Pocos alumnos, muchos oyentes

 

“Las clases de Borges eran más bien conferencias. Éramos muy poquitos quienes estábamos cursando la materia, pero el aula se llenaba de alumnos y docentes, especialistas en lengua y literatura inglesa, de Mar del Plata y de la zona, era impresionante. Nosotras odiábamos eso porque queríamos tener un contacto más humano, pero no podíamos hacer nada. Hasta una vez aparecieron Silvina Ocampo y Bioy Casares a escucharlo”, cuenta Beatriz Inchausti.

 

Borges, que tenía entre 66 y 67 años, se alojaba en un hotel por una noche porque al día siguiente debía estar de regreso en Buenos Aires. Venía en tren, solo, toda una proeza ya que desde 1955 era ciego, aunque algo de visión en el ojo izquierdo le quedaba, lo que le permitía leer la tapa de un libro o consultar la hora. En Mar del Plata lo esperaba un viejo amigo de la vanguardia llamado Homero Guglielmi, “su lazarillo”, un intelectual que fue profesor en la UBA antes de 1955 y que, seguramente por adscribir al peronismo, tuvo que irse de la academia y recomenzar su vida en Mar del Plata, donde publicaba en el diario LA CAPITAL.

La investigadora marplatense Mariela Blanco realiza un minucioso trabajo para reconstruir las clases de Borges en Mar del Plata.

 

La investigadora marplatense Mariela Blanco realiza un minucioso trabajo para reconstruir las clases de Borges en Mar del Plata.

 

Recién este año, gracias a los estudios de la investigadora marplatense Mariela Blanco, podremos acceder a sus clases de la UCA, cuyas transcripciones serán publicadas en el transcurso del 2023 en un libro editado por la Biblioteca Nacional. Este trabajo nace en el marco de un proyecto sobre las conferencias de Borges que la doctora en Letras, docente de la UNMdP e investigadora de Conicet viene desarrollando formalmente desde 2015, en conjunto con la Biblioteca Nacional, el Borges Center de la Universidad de Pittsburgh y su grupo de estudios “Escritura e invención” que dirige en el Inhus.

 

La producción oral de Borges

 

“Las primeras conversaciones se dieron en 2012 con dos colegas de la Biblioteca Nacional, que son Laura Rosato y Germán Álvarez, que habían hecho la enorme tarea de encontrar, buceando en las estanterías de la biblioteca, y luego recopilar los libros que Borges había leído. Y también encontraron, para su sorpresa, que había dejado anotadas 20 conferencias que había dado entre 1949 y 1955. Como para ver la envergadura que fue cobrando el trabajo, que tuvo que volverse grupal e interinstitucional, hoy en día ya estamos en alrededor de 300 conferencias, es decir, partimos de 20 y llegamos a eso, solamente contando las que dio hasta 1955”, explica a LA CAPITAL Mariela Blanco sobre los orígenes de sus estudios acerca de la producción oral de Borges.

 

Seguramente por problemas de salud vinculados con la ceguera, Borges no pudo terminar las pocas clases que le quedaban en la Católica. Recuerda Beatriz Inchausti: “Prácticamente terminó el curso, le quedarían dos o tres clases, pero no tomó los exámenes, no le gustaba. A nosotras nos hubiera encantado rendir con él. Dicen que jamás desaprobó a un alumno, supongo que nadie se presentaría sin haber estudiado”.

 

Por eso, de literatura norteamericana llegó a hablar solamente de Nathaniel Hawthorne y de Edgar Allan Poe. “Este dato -agrega la investigadora- nos permite otra constatación que es que estas clases son la continuación de lo que fueron las conferencias. Porque él en 1949 dio una conferencia sobre Hawthorne, que fue la primera dada en el Colegio Libre de Estudios Superiores, después la publicó en ‘Otras inquisiciones’ y en el ’66 la trasladó a un ámbito universitario más formal. Borges a veces convertía las conferencias y las clases en ensayos, por eso nuestro error inicial fue pensar que iba de la escritura a la oralidad, cuando a veces era al revés. Creo que es más interesante ir de la oralidad a la escritura, como en este caso”.

 

Los rastros de sus clases

 

Cada uno de los ocho estudiantes transcribió las grabaciones de sus clases, sobre las cuales Inchausti comenta: “Nosotros grabábamos con cinta y después cada uno tenía la responsabilidad de escribir a máquina toda la clase que se había dado. Era una tarea ardua porque como recitaba mucho en inglés, teníamos que buscar los poemas para no cometer errores”. “Las grabaciones no quedaron y eso tiene que ver con lo que se dice en el libro ‘Borges profesor’ (de Martín Arias y Martín Hadis), que es que si tenías una cinta, la regrababas para otras clases. Además, si bien en 1966 Borges era famoso, no era la figura mediática que explotaría en los ’80. Por eso, es interesante pensar qué era ir a escuchar a Borges en el ’45, qué quiere decir escuchar a Borges en el ’66 y qué quiere decir en el ’86”, aclara Mariela Blanco.

 

En ese grupo de alumnas estaba Graciela Mazzanti, la madre de Mariela Blanco, quien además se desempeñó como correctora de este medio hasta su jubilación. “Para mí, esta investigación tiene una carga emotiva súper fuerte por eso. Crecí escuchando a mi mamá hablando de las clases de Borges, pero como esas cosas que están ahí, como el camello en el Corán, nunca había pensado nada particular para hacer con ese dato, hasta que vino Germán Álvarez una vez y me dijo ‘cómo no buscás las clases de Borges en Mar de Plata’”, comparte, emocionada, la investigadora.

 

Así empezó la búsqueda de los rastros que quedaron de su curso en Mar del Plata. Lo primero que hizo fue ir a la biblioteca de la Universidad Católica, que aunque ya no existe se conserva su archivo. Sin embargo, no tuvo suerte: no quedaron registros y hasta le dijeron que Borges nunca había estado en la Católica. A pesar de esta decepción, su segundo paso fue ponerse en contacto con las excompañeras de su mamá, que habían sido profesoras de ella en la UNMdP o a quienes conocía desde muy chica. Una de ellas, Celia Pérez Mathiasen, tenía las transcripciones de las clases conservadas de forma muy meticulosa.

 

    Blanco pudo recuperar que Borges tenía “una retórica mucho menos trabada en relación con las primeras conferencias. Acá encontramos una explotación de la oralidad muy linda. Usa muchos coloquialismos, apela a la repetición, que me hace acordar a estos temas que tanto le gustaban de las ‘kenningar’. Tiene una hiperconciencia de la oralidad, porque ya también la ha estudiado en las literaturas anglosajonas que le interesaban”.

 

Borges profesor

 

“Como yo también soy docente, lo primero que me pregunté es cómo preparaba sus clases Borges. Y las preparaba como un lector crítico, como un lector-escritor preocupado por sus obsesiones. Es decir, él tiene varios ensayos dedicados a cómo crear realismo, cómo crear verosimilitud y habla de los detalles circunstanciales, por ejemplo, en ‘El arte narrativo y la magia’. Él para sus clases también buscaba en cada texto esos mismos detalles y los exponía. Entonces, se ven esas conexiones entre el Borges lector, el Borges escritor que crea una teoría de la ficción y que también la aplica en su modo de leer y compartir lecturas con los estudiantes. Esto marca que no es tan escindible el Borges conferencista del Borges profesor o del Borges que crea ficciones. Él estaba en una búsqueda y era una sola”, dice Mariela Blanco para explicar la red de conexiones entre oralidad, escritura y lectura.

 

“De hecho, en 1966 dio simultáneamente las clases en Mar del Plata y en la UBA (donde enseñó entre 1956 y 1966) y en ese mismo año publicó ‘Introducción a la literatura inglesa’, que es más semejante a las clases de Mar del Plata que a las de Buenos Aires”, advierte y agrega: “Entonces, cuando uno dice cómo pudo hacer tanto, al pensarlo como un escritor que está trabajando siempre en un mismo proyecto, entiende cómo fue posible. Y eso es lo interesante ahora de poner a dialogar todos los materiales en simultáneo o, mejor, primero juntar las piezas y ahora empezar a armarlo”.

 

Por otro lado, también Borges dejó escritas las estructuras de algunas de sus clases: “Como sabía que se iba a quedar ciego -resalta Blanco-, lo que él hacía muy detalladamente antes de 1955 era dejar la estructura de las clases que después repetiría y también las fuentes que consultaba. Con lo cual ahora se puede reconstruir la biblioteca de Borges, sin especular, desterrando ese mito falso de la crítica de las citas apócrifas, lo que abre un nuevo campo de estudios que obviamente nos excede y que va a llevar años y años”.

 

    “Borges empezó a escribir a los 7 años y ya lo hacía bien, tradujo, escribió cuentos, ya era el Maradona de la escritura. Pero en la oralidad no pasó lo mismo. Pensemos: Borges empieza a dar conferencias a los 46, 47 años. Tenía miedo a hablar en público, hasta cierta tartamudez, por lo que hace psicoanálisis para vencer el miedo. Pero él se puede desarrollar como orador, lo que le permite hacer otras cosas que antes no hacía, como ser conferencista y, después, convertirse en el Borges profesor”, agrega Blanco.

 

El desafío de hablar en público

 

El camino que Borges emprende como orador comienza en 1946, cuando renuncia a su cargo en la Biblioteca Municipal Miguel Cané a causa de su oposición a la presidencia de Juan Domingo Perón y, por necesidades económicas, se ve obligado a enfrentar los desafíos de un nuevo trabajo, que es hablar en público.

 

En sus primeras conferencias, las dadas antes de 1955, el grupo de investigación “Escritura e invención” confirmó que Borges de manera alegórica exponía su oposición al peronismo. En este caso, en 1966 también hay un diálogo con el contexto político, aunque de una forma muy diferente, como aclara Blanco: “Pasamos de tener un intelectual polemista con el régimen peronista a ser el intelectual orgánico después de la ‘Revolución Libertadora’, del nombramiento en el ’55 como director de la Biblioteca Nacional. Entonces, en el ’66 ya tenemos a un señor que es una institución, así que obviamente su lugar era muy distinto y tampoco olvidemos la proyección internacional. Cambia mucho la dinámica del ’60 en adelante, cuando dará clases en universidades de Estados Unidos, acá y en la UBA. Y empieza a tener premios hasta que renuncia a la Biblioteca Nacional y ese es otro gesto evidentemente político. Yo creo que la política nunca está desvinculada de cada cosa que Borges hace, pero obviamente no la lleva con ese grado de lo contestatario que tenía con el peronismo”.

 

Además de las clases de Mar del Plata que van a salir en formato libro, el resto de las conferencias estarán disponibles en centroborges.bn.gob.ar (Centro Borges de la Biblioteca Nacional) y en borges.pitt.edu (Universidad de Pittsburgh). Actualmente, ya pueden consultarse en ambos sitios las conferencias relevadas hasta 1955.

 

También, desde los proyectos de investigación dirigidos por Mariela Blanco, lanzaron el año pasado un casting destinado a oyentes de las charlas de Borges, trabajo que se podrá ver en un documental realizado en conjunto con la Biblioteca Nacional.

 

“Yo me escapaba de otra clase para escucharlo”

 

Entre los asistentes a las clases de Borges en la Universidad Católica, estaba Marta Villarino, una alumna de otra promoción que prefirió escaparse del curso de literatura italiana para escuchar al autor de “Ficciones”. En entrevista con LA CAPITAL, recuerda qué temas desarrolló, cómo era su voz y cuánto impactó en su experiencia docente.

 

-¿Cómo fue su experiencia como alumna de Borges?

 

-Se supo a principios de la cursada que Borges había sido contratado para dictar literatura inglesa. En el horario en que daba clases Borges, yo cursaba literatura italiana, procuraba que no me viera el profesor y me escapaba. El curso estaba atiborrado. Se publicitó en toda Mar del Plata y la zona y además corría de boca en boca porque fue en un momento en que Borges tenía una difusión internacional muy importante, estaba consiguiendo premios, publicaba mucho, llamaba la atención. Fue realmente una experiencia rarísima porque yo no era su alumna, iba como oyente, con muchísima curiosidad para escuchar de qué hablaba. Algunos grababan con el Geloso (antiguo grabador de cinta), ponía el micrófono y aparecían otros que se iban colgando a la red y era una maraña de cables, y el pobre hombre tenía siete u ocho micrófonos delante.

 

-¿Quién hizo los arreglos para que venga?

 

-Lo llevó el rector de ese momento que era el doctor García Santillán y que habían sido amigos desde la juventud, iban a ver teatro juntos, a reuniones literarias. García Santillán creo que era mayor, era un maestro, una delicia de persona. La primera vez lo presentó como su amigo poeta y lo dejó. Me dio una impresión muy extraña porque se lo veía muy frágil, con bastón, muy elegante, muy bien peinado como las típicas fotos con el pelo hacia atrás. Nos saludó y dijo: “Yo no los veo pero sé que están ahí”.

 

-¿Qué recordás de las temáticas de esas clases?

 

-Era desde el primer libro de la literatura inglesa que es el “Beowulf”, el poema épico, hasta escritores contemporáneos de principios del siglo XX. Siempre contaba un poco la biografía pero sobre todo la obra. Era un maestro enseñando porque realmente a uno le despertaba la curiosidad por saber quién era esa persona, qué había escrito, por qué lo mencionaba Borges. Porque si lo mencionaba era por algo particular, o era una imagen, a veces las palabras, el uso del lenguaje, el ritmo. Y su ritmo era un poco extraño, como vemos en los videos que hay, un poco anhelante y siempre esperando respuesta.

 

-¿Le ayudaron las clases de Borges para su profesión?

 

-Yo no seguí literatura inglesa, me dediqué a literatura española. Dicté clases veinticuatro años en la ENET Nº1. Imaginate ir a un curso de electromecánica, de química o de electrónica a dar dos horas semanales de literatura. ¿Cómo incentivarlos en la lectura? ¿Cómo hacerles disfrutar? Cuando empecé un curso, un alumno empezó con que él quería ser mecánico, que para qué servía la literatura, decía cosas como “seguro nos va a hacer leer a Borges” y yo “sí, claro” y él “que ese viejo…” y yo “momentito, que fue mi profesor”. Ahí empezaba la curiosidad y les contaba la historia.

Un año particularmente complicado, porque daba clases los viernes en la última hora, llevé bolsas con todos los libros de cuentos que había en mi casa. La consigna era que lean, que eligieran lo que quieran. Había desde los cuentos más simples hasta toda la obra de Borges. “¿Quién se anima?” Y el chico que menos esperaba, que era el que más le costaba, me dice “profe, deme algo de Borges, pero algo liviano porque ya sabe cómo soy yo que mucho no entiendo”. Le di algo para empezar, estuvo todo el viernes leyendo, llega el miércoles y otra vez las bolsas con los libros. “¿Qué nos va a pedir?”. “Ustedes lean. Lo mismo o elijan otra cosa”. Y el alumno me pide el mismo libro. Y ahí empezó con los compañeros: “Mirá, tenés que leer esto”. Un lector que se apasionó por Borges, entendiéndolo seguramente a medias, pero no me importaba porque después multiplicaba las lecturas.

 

Eso para mí fue muchísimo, al punto que un año, no me acuerdo si fue ese grupo u otro, me piden que los acompañe a la Feria del Libro. En un momento, aparecen dos chicos corriendo, desbocados y me llevaron corriendo a la salida: venía Borges caminando del brazo de una señora que yo no conocía. Yo lo miraba pasar como un dios, viendo un prócer, un mito. Uno de los chicos me pide que le hable y como yo no quería, me empujaron. Quedé en frente de Borges, así que le tuve que hablar: “Profesor, ¿cómo está? Yo asistía a sus clases de literatura en la Universidad de Mar del Plata”. Me dijo: “Los recuerdo con tanto afecto”. Era una persona normal, eso es lo que veían los chicos también, que no era un bronce. También me dijo que ese día firmaba ejemplares y me preguntó por el rector y no me animé a decirle que ya había muerto. Cuando vamos a la Feria, estaba firmando libros Borges solo. Yo había comprado el libro que escribió con Sábato (“Diálogos”). Le pasé el libro y él con la mano aplanó la hoja y dibujó una firma, era un gesto que siempre hacía. Eso para mí fue histórico.

 

Fuente: La Capital – Mar del Plata

https://www.lacapitalmdp.com/los-pasos-perdidos-de-borges-en-mar-del-plata-como-fueron-sus-clases-de-1966/

 

sábado, 19 de enero de 2019

Borges, profesor



Isaías Lerner

Después de la revolución militar que sacó del poder al presidente Perón en 1955, las universidades argentinas, y en particular la de Buenos Aires, comenzaron un periodo de recuperación y renovación que, por lo menos en la de Buenos Aires, supuso la reincorporación de muchos docentes que el régimen peronista había excluido ya sea por razones políticas o por mero favoritismo; la confirmación de otros, y el nombramiento de nuevos catedráticos que, por complejos motivos, habían permanecido hasta entonces al margen de la docencia universitaria.

La Facultad de Filosofía y Letras, que había sido particularmente castigada durante los años del primer peronismo, recibió como interventor a un destacado historiador, Alberto M. Salas, que inició una tarea de reordenamiento, ahora tal vez algo olvidada, pero que hoy algunos consideramos de extraordinarias y valiosas consecuencias académicas.

Entre sus nombramientos más prestigiosos, y al mismo tiempo más innovadores, estuvo el de Jorge Luis Borges. Si no me equivoco, se le ofreció entonces la cátedra de literatura alemana, ya que había publicado su Antiguas literaturas germánicas «con la colaboración de Delia Ingenieros», porque, creo, era la materia que le hubiera gustado enseñar. Lo cierto es que por esos años (19561957) su vista había desmejorado mucho y no podía leer más solo. Dependía entonces de su madre para la lectura y Leonor de Acevedo no sabía alemán. Podía sí leer inglés y Borges propuso al decano dictar esa materia. Todo esto transgredía muchas banales ordenanzas administrativas, pero para entonces Borges comenzaba a ser una figura internacional de prestigio indiscutido, aunque nada comparable a lo que sería en los años posteriores a la década de los sesenta, y fue aceptada su propuesta.

En esos años estaba al final de mis estudios y me faltaban muy pocos cursos para completar la carrera de letras. Decidí postergar la graduación para poder inscribirme en el curso de Borges. Nunca me he arrepentido de esta, entre las muchas demoras que caracterizan mi conducta. Yo ya era fervoroso lector de su obra y oyente infaltable de sus conferencias y cursillos. Especialmente los del Colegio Libre de Estudios Superiores, institución privada de corte liberal que se había convertido, en los años del gobierno de Perón, en foro para intelectuales desplazados de la universidad y de otras instituciones, por la política cultural y científica del régimen.

La idea de seguir todo un curso sobre literatura inglesa y norteamericana con Borges en la facultad se convirtió en una prioridad sobre cualquier otro proyecto profesional, o así creo que lo veo ahora.

Las expectativas eran grandes, menos por lo que iba a aprender de literatura inglesa que por lo que iba a entender sobre literatura desde la perspectiva personal y antiacadémica de Borges. Pensar un Borges profesor contestatario y rebelde suena disparatado. Particularmente ahora, cuando la opinión que prevalece es la del Borges que han inventado las entrevistas y las banalidades del periodismo que pretende ser cultural. Tampoco creo que lo veían así los jóvenes escritores que se rebelaban contra lo que entonces consideraban el orden establecido por las instituciones culturales consagradas. Pero frente a cierta chatura académica que caracterizaba la universidad de los años en que cursaba mis estudios, y salvo muy raras y honrosas excepciones, las clases de Borges representaron un auténtico aire renovador y un verdadero privilegio. Por lo demás, Borges sospechaba bastante de la metodología académica y así lo declara, con su particular forma irónica, en versos de «Invocación a Joyce»: «Fuimos el imagismo, el cubismo, / los conventículos y sectas / que las crédulas universidades veneran».

En el viejo edificio lindero con el Rectorado de la Universidad, en la calle Viamonte, en donde se había arrinconado la Facultad de Filosofía y Letras, por entonces la más pequeña de todas las facultades, porque todavía no se habían incorporado las ciencias sociales, que la transformaron en una institución multitudinaria y altamente sospechosa para los militares sospechosos de todo pensamiento crítico que volvieron al poder en 1966. En ese edificio, pues, a Borges le asignaron un aula de la planta baja en el pasillo central seguramente para hacerle menos azaroso el acceso. Para entonces, había adquirido Borges una perfecta noción del tiempo de una conferencia. Es decir, cincuenta minutos exactos para desarrollar el tema que se proponía examinar. Borges llegaba minutos antes, siempre rodeado de amigas, colaboradoras y lectoras fieles, fácilmente reconocibles en el mar de rostros jóvenes de los estudiantes que poblaban las aulas y los corredores. De ellas recuerdo que lo acompañaban y asistían a las clases Delia Ingenieros, Rosita Genijovich y Alicia Jurado; no era yo entonces capaz de reconocer a las otras amistades, seguramente del ambiente de la revista Sur, que, por lo demás, tenía su redacción a escasa distancia del edificio de la facultad.

Los alumnos ya estábamos reunidos junto a la puerta del aula a la espera de que terminara la clase inmediatamente anterior, cuando Borges llegaba. En ella, ese año, dictaba clase de literatura española del xvi y del xvii el catedrático Ángel Batistessa, que se demoraba casi siempre más allá del tiempo reglamentario, por pura distracción o por perversa manía. Esto ponía muy nervioso a Borges, que veía la estructura de su clase a punto de ser alterada.

En efecto, la larga experiencia que había adquirido como conferencista le había dado una infrecuente capacidad para dotar a sus clases de un orden riguroso y de una simetría ejemplar basada no solo en el orden de ideas sino también en el tiempo asignado. El placer de reconocer esas virtudes que hicieron de su prosa de creación (en la que naturalmente hay que incluir sus ensayos) el modelo que habría de cambiar la manera de escribir en castellano (o así lo veíamos nosotros) es hasta hoy el mejor recuerdo docente que conservo de sus clases y que traté de aplicar, con resultados no siempre satisfactorios, a mi propio modo de enseñar. Pero no solamente esta deslumbrante arquitectura de la clase casi geométricamente diseñada y con clara conciencia de los elementos que de cada autor quería destacar Borges. La más atractiva enseñanza que se desprendía de sus clases estaba relacionada con lo que me gusta considerar como sus conceptos fundamentales de una teoría general de la escritura; una especie de estética que cada una de sus clases ejemplificaba con otros textos. Por cierto, algo de esto está expuesto de modo fragmentario en sus escritos. Pero la transposición a las clases le otorgaba a sus ideas un dinamismo particular y también un poder mayor de convicción que la inmediatez de los gestos, las curiosas inflexiones de voz, en su particular monotonía y cadencia marcadas por su peculiar stacatto, hacían más convincentes y más retadoras.

Así pues, comenzar el curso con una larga introducción sobre poesía gauchesca para autorizar su lectura de Chaucer; o al revés, utilizar a Virgilio con el propósito de aclarar un texto en apariencia alejado de la imitación de los clásicos, representaba no solamente una nueva manera de leer las literaturas del mundo desde la lejana Buenos Aires, para alumnos muy ignorantes y agobiados por la enseñanza de una historia literaria que solo parecía interesarse por la biografía de los autores tratados, también significaba poner en práctica la idea tan borgiana de la universalidad del acto literario, la posesión universal y despersonalizada de la palabra y de la expresión artística. Es decir, el descubrimiento del universo de la creación. Por ello, en «Otro poema de los dones» mezcla en su agradecimiento al «… divino / laberinto de los efectos y las causas» a Homero y Schopenauer con Sócrates y Swedenborg, a Verlaine con «… aquel sevillano que redactó la Epístola Moral / y cuyo nombre, como él hubiera preferido, / ignoramos» a «… Séneca y Lucano, de Córdoba, / que antes del español escribieron / toda la literatura española» con Walt Withman y Francisco de Asís…

Por ello la elección de autores olvidados o no siempre presentes en el canon tradicional (¿qué hacían Gibbon y su favorito Sir Thomas Browne cuando detenía su repaso de las letras inglesas en el xix?) era un modo de transgresión que no podía confundirse con la arbitrariedad. Era más bien la literatura inglesa de Borges y en esto residía su enseñanza especial.

He hablado de su voz y de sus gestos. De estos últimos es imposible olvidar, porque tenía algo de conmovedor y de idiosincrático al mismo tiempo, el movimiento, al principio de la clase, de sacar su gran reloj de bolsillo y acercarlo peligrosamente al rostro para poder ver las agujas; el acto de acomodar sus manos sobre el pupitre, una cubriendo la otra, como siempre, y que daba a su postura una curiosa dignidad; la mirada de sus ojos claros y casi inmóviles fija en un vacío terriblemente literal, y para nuestro pánico, el movimiento expresivo de los brazos, que marcaban siempre un énfasis didáctico, y que acercaba peligrosamente (y para desesperación de todos) una de sus manos, al perenne vaso de agua que a veces solía tomar. Nunca volví a sentir la inexorabilidad de la próxima ceguera con tanta ansiedad y con mayor sentido de perversa ironía: quien iluminaba los textos elegidos con tan deslumbrante claridad, estaba entrando, literalmente, en la oscuridad.

Por cierto, preparar los exámenes orales era otro de los desafíos. No sabíamos bien lo que Borges quería de nosotros o lo que iba a pedir que supiéramos. Ni siquiera sabíamos cómo poder prepararnos para sus preguntas, pues los apuntes tomados a velocidad de vértigo eran de poca ayuda, porque sonaban tan a Borges. Ahora me parece que tampoco él lo sabía muy bien. La mayoría se decidió por una forma austera de la paráfrasis de sus clases y era esto, en verdad, lo que más habría de apreciar a la hora de contestar sus preguntas definidas por una completa falta de especificidad. Lo sé por experiencia propia, imposible de olvidar.

No sé si llegamos a transmitirle, los que admiramos sus clases, nuestro agradecimiento por lo recibido y tampoco sé si esperaba algo especial a cambio. Sin embargo, la suerte y un misterioso y muy borgeano tejido de casualidades, hizo posible que pudiera expresarle, casi treinta años después y un poco atolondradamente, mi gratitud. Borges había sido invitado a Nueva York para la convención multitudinaria de profesores de lenguas y literaturas de las universidades de Estados Unidos para dar una conferencia magistral. Estaba también en Nueva York Enrique Pezzoni, su amigo y uno de sus mejores críticos, y viejo compañero de avatares docentes en Buenos Aires. En un tranquilo restaurante japonés donde cenamos con María Kodama y Lía Schwartz le dije finalmente a Borges todo lo que había significado su curso y se mostró honestamente sorprendido y particularmente agradecido. Este rasgo de genuina modestia de parte de quien había sido ovacionado horas antes por un vasto auditorio de especialistas y escritores volvió a dar intensa y melancólica actualidad a sus clases en la ruinosa aula de la calle Viamonte, que tal vez ya ni exista.

Lo que hoy recuerdo, alejado de toda comprobación que no esté basada en una vaga y traicionera memoria de la experiencia vivida, es la conciencia clara y firme de una deuda intelectual y estética extraordinaria y de importancia fundamental para mi formación. Finalmente, y como sucede muchas veces en el azaroso mundo de la enseñanza de las humanidades, la literatura inglesa tuve que estudiarla por mi cuenta, cuando fue necesario.

Fuente: Revista Clarin