martes, 28 de enero de 2014

El libro fantasma de Jorge Luis Borges


Recordaba el escritor: “Ahora me parece que (ese relato) pronostica y hasta fija la pauta de otros cuentos que de alguna manera me estaban esperando y en los que se basó mi reputación como cuentista”.

José de la Colina

En 1936 Jorge Luis Borges incluyó en su libro de ensayos titulado Historia de la eternidad una reseña crítica de The approach to Al-Mu’tasim. En 10 páginas reseñaba esa novela de un tal Mir Bahadur Alí publicada en 1932, elogiada particularmente por los severos críticos Philip Guedalla y Cecil Roberts, republicada en 1934 con el sello de la prestigiada editorial londinense de Victor Gollancz y prefaciada por la célebre autora de novelas policiales Dorothy L. Sayers.
¿De qué trataba la novela del tal Mir Bahadur Alí? Borges sinoptizaba el argumento:

A lo largo de una febril trama (que, inscrita en el trasfondo de una vasta conspiración, abarcaba noches, plazas, azoteas, torres, jardines, pueblos, ciudades, multitudes de la India y se desplegaba a través de conflictos raciales, reyertas, espionajes y crímenes entre musulmanes, hindúes, policías, criminales y mendigos), el protagonista, un estudiante de Derecho y militante de un grupo revolucionario, huía a la vez del enemigo y de la Ley e iba conociendo una multitud de personajes en los que percibía gestos o tonos que sugerían una superior condición humana no propia de esos bajos seres, sino acaso de alguien con un espíritu más complejo y refinado. Al final el personaje llegaba a una galería, a una cortina de cuentas y finalmente a un último o primero vasto resplandor, detrás del cual “la increíble voz de Almotásim” hacía presentir a un ser único, acaso a una divinidad.

¿Quién es o sería Almotásim? Los lectores solo intuimos que, a medida que miles de hombres han coincidido en un momento en el que Almotásim pasaba entre ellos, la cuota espiritual y acaso divina de cada uno resultaba acrecentada, y que tal vez todos esos individuos eran partículas de Almotásim, de la misma manera que en una fábula oriental (acaso refundida ¡o inventada? por el mismo Borges en su Manual de zoología fantástica, de 1957) hay una inumerable bandada de pájaros que sobrevuela miles de paisajes buscando al mítico simurg y al final solo algunos lo contemplan y sienten “que ellos son el simurg, y que el simurg es todos ellos”.

El fascinante asunto tenía que interesar a los buenos lectores e incitarlos a buscar el libro: el entonces joven narrador Adolfo Bioy Casares escribió a la editorial de Gollancz solicitando el envío de la novela, y el crítico literario Emir Rodríguez Monegal la registró en su fichero bibliográfico y la buscó en librerías y bibliotecas de varios países. Pero fue en vano: el libro no era sino un fantasma literario suscitado por su “comentarista”, el astuto jugador literario Jorge Luis Borges. Y cuando éste, años después, incluyó la falsa “nota crítica” en un libro de cuentos: El jardín de los senderos que se bifurcan, los buscadores del libro fantasma quedarían más encantados que desengañados de la feliz artimaña borgesiana.

En el Autobiographical Essay, dictado por Borges a Norman Thomas di Giovanni, hallarían la historia del feliz fraude:
“El acercamiento a Almotásim, escrito en 1935, es a la vez un invento y un seudoensayo. Fingía ser la reseña de un libro publicado por primera vez en Bombay, tres años antes. Doté a su segunda y apócrifa edición con un editor real, Victor Gollancz, y con un prefacio de una escritora real, Dorothy L. Sayers. Pero autor y libro son enteramente de mi invención. Aporté el argumento y ciertos detalles de algunos capítulos pidiendo cosas prestadas a Kipling e introduciendo a un mítico persa del siglo XII, Farid ud-Din Attar. Ahora me parece que (ese relato) pronostica y hasta fija la pauta de otros cuentos que de alguna manera me estaban esperando y en los que se basó mi reputación como cuentista.”

El gozable truco de Borges consistía, escribió él mismo, en “simular que un libro ya existe y ofrecer un resumen y un comentario; así procedió Carlyle en Sartor Resartus, así Butler en The Fair haven...” Y, podríamos añadir, así hacía Lovecraft en sus cuentos de espanto en los que inventó varios libros de erudición esotérica, sobre todo el Necronomicon, del que existen fichas bibliográficas en serias bibliotecas y al que aún buscan algunos lectores no resignados a la incredulidad.

Hoy se sabe que para Borges, la literatura era ante todo un juego entre él y los lectores. ¿Y acaso autores y lectores no son fantasmas situados enfrente y detrás de ese espejo de doble faz que es la página escrita, impresa, visible, de la cual, a final de cuentas, resultan coautores?

Fuente : Milenio.com – Firmas




miércoles, 15 de enero de 2014

Una alucinante representación gráfica de “La Biblioteca de Babel”




"La Biblioteca de Babel" es una historia terrible y bella que suguiere que el universo es como una bilioteca infinita que contiene todo el conocimiento del mundo. Gracias a que está descita milimétricamente por Jorge Luis Borges, una firma de arquitectos, en su serie "Arquitectura de cuento de hadas" dibujó lo que para ellos sería la embriagadora descripción gráfica de esta biblioteca.

“Los cuentos de hadas han paralizado a los lectores por miles años, y por muchas razones”, apuntan Kate Bernheimer y Andrew Bernheimer, creadores de Arquitectura de Cuento de Hadas. “Una de las más persuasivas es la promesa de un hogar mágico. ¿Cuántos arquitectos, jóvenes y viejos, han estado inspirados por un héroe o heroína que deba imaginar nuevos reinos y nuevos espacios, nuevas maneras de estar en este extraño mundo?”

Como parte de su deliciosa serie de cuentos de hadas arquitectónicos, la firma Rice+Lipka arquitects, studio SUMO y Bernheimer Arquitecture crearon los esquemas para uno de los cuentos “de hadas” más inabarcables, terribles y hermosos de todos: “La Biblioteca de Babel”, de Jorge Luis Borges. 
  
Este cuento corto permite una representación gráfica, ya que está exquisitamente descrita con detalle matemático. Sin embargo presenta el problema del infinito.

El universo (que otros llaman la Biblioteca) se compone de un número indefinido, y tal vez infinito, de galerías hexagonales, con vastos pozos de ventilación en el medio, cercados por barandas bajísimas. Desde cualquier hexágono se ven los pisos inferiores y superiores: interminablemente. La distribución de las galerías es invariable. Veinte anaqueles, a cinco largos anaqueles por lado, cubren todos los lados menos dos; su altura, que es la de los pisos, excede apenas la de un bibliotecario normal. Una de las caras libres da a un angosto zaguán, que desemboca en otra galería, idéntica a la primera y a todas. A izquierda y a derecha del zaguán hay dos gabinetes minúsculos. Uno permite dormir de pie; otro, satisfacer las necesidades finales. Por ahí pasa la escalera espiral, que se abisma y se eleva hacia lo remoto. En el zaguán hay un espejo, que fielmente duplica las apariencias. Los hombres suelen inferir de ese espejo que la Biblioteca no es infinita (si lo fuera realmente ¿a qué esa duplicación ilusoria?); yo prefiero soñar que las superficies bruñidas figuran y prometen el infinito… La luz procede de unas frutas esféricas que llevan el nombre de lámparas. Hay dos en cada hexágono: transversales. La luz que emiten es insuficiente, incesante.

Lo que hicieron los arquitectos fue dibujar la noción de un infinito sugerida por la “escalera de espiral que se abisma y se eleva hacia lo remoto”, los hexágonos perfectos que vuelven lunáticos a los lectores y bibliotecarios; la impenetrabilidad de un lugar que contiene “todos los libros del mundo” y la ilusión de que todo el conocimiento está de alguna manera cerca pero se aleja de nosotros.
  
Después de analizar el texto, los arquitectos tuvieron cuidado de no desviarse de las descripciones de los espacios y sus relaciones, guardándose de no hacer conjeturas para poder encontrar los huecos en la historia; las aperturas para interpretación. El resultado es bastante lindo, sugestivo perturbador.

Fuente : Pijamasurf

Fairy Tale Architecture: The Library of Babel




Fairy tales have transfixed readers for thousands of years, and for many reasons; one of the most compelling is the promise of a magical home. How many architects, young and old, have been inspired by a hero or heroine who must imagine new realms and new spaces — new ways of being in this strange world?

In three installments this week, we continue a series of architectural fairy tales we began two winters ago. Participating firms — Rice+Lipka Architects, studio SUMO, and Bernheimer Architecture — have produced works exploring the intimate relationship between the domestic structures of fairy tales and the imaginative realm of architecture.

Houses in fairy tales are never just houses; they always contain secrets and dreams. This project presents a new path of inquiry, a new line of flight into architecture as a fantastic, literary realm of becoming. We welcome you to these fairy-tale places.
The Library of Babel

“The Library of Babel” is a terrifying and beautiful story by prophetic Argentine author Jorge Luis Borges, written when he was employed shelving books in the city library.

First published in a shorter version as “The Total Library,” this dense, nine-page story concerns a library that houses all of the books ever written and yet to be written. The Library is arranged non-hierarchically; all of the volumes — from the most rudimentary to the most inscrutable — are equally important in this infinite space. Its rooms are hexagons. Its staircases are broken.

The Library’s many visitors — elated, dogmatic and anguished types are all represented — strangle one another in the corridors. They fall down air shafts and perish. They weep, or go mad. Desperate characters hide in the bathrooms, “rattling metal disks inside dice cups,” hoping to mind-read the call number for a missing canonical text. Others, overcome with “hygienic, ascetic rage,” stand before entire walls of books, denouncing the volumes, raising their fists.

The Library is described exquisitely, with mathematical detail. For readers who have trouble with the math in Alice’s Adventures in Wonderland, this fairy tale also offers a sensation of dread. The Library does not represent completely incomplete beauty and madness: it is completely incomplete beauty and madness. And Borges’s language is everyday — the story is a municipal prayer. To say the world is an infinite library and we are mad pilgrims destined for beauty and failure is not to say an occult thing, but a real thing. Fairy tales are real; the Library of Babel is real. It’s a real story, that is.

I was so delighted when you agreed this tale was a great fit — it seemed to resonate with what I’d seen in your firm’s work. What was it that drew you to the story? A childhood memory? An image? A building you already knew?

We are simply fascinated with the story — with the breadth of possible architectural outcomes given the specificity of Borges’s description of the Library, with the notion that all the books that could ever be written would be accessible (essentially providing access to future knowledge), and with its prediction of our contemporary condition of living with overwhelming access to information.

Was there anything in the fairy tale that presented a specific problem for you from a design perspective, and how did you solve that problem?

Yes, the library’s size. The modest scale of the individual hexagonal library unit gave us an illusionary sense of personal scale and intimacy that seemed both reasonable and understandable. As the extent of the conceit unfolds, the library’s impenetrability becomes clear, and the illusion that all knowledge is somehow close at hand slips away. It was fascinating to analyze the text and mine it for the real, the everyday, the architectural givens of the tale, and at the same time search the story for what is not prescribed. We took care not to veer from the specific descriptions of the spaces and their relationships, and we had to guard against our own assumptions in order to find holes in the story — its openings for interpretation.

Did you consider the built execution in your design? If so, who might execute this? If not, how might you position your architecture within the realm of the unbuilt and imagined?

We did speculate about how this structure might be built — it is at once completely ordinary and impossible. At the scale of the individual unit or unit cluster, it is easy to imagine; yet by extending it to a size that is even a small fraction of what the story suggests, we bumped up against magical glitches in the story. When spacecraft, artificial gravity and space-time warps entered our internal debates, we knew we were missing the point. At best, our understanding of the library, like our understanding of the universe, is limited.

Editors’ Note

Our ongoing series on fairy tale architecture is curated by writer Kate Bernheimer and architect Andrew Bernheimer, featuring designs by Leven Betts, Guy Nordenson and Associates, Abruzzo Bodziak, Solid Objectives – Idenburg Liu (SO – IL), Rice+Lipka and Studio SUMO.

See also “Writ Small,” by Naomi Stead, on architects, architecture and the idea of home in children’s books.

Fuente : Designobserver

Two New Books About “Borges”




Few artists have built grand structures on such uncertain foundations as Jorge Luis Borges. Doubt was the sacred principle of his work, its animating force and, frequently, its message. To read his stories is to experience the dissolution of all certainty, all assumption about the reliability of your experience of the world. Of the major literary figures of the twentieth century, Borges seems to have been the least convinced by himself—by the imposing public illusion of his own fame. The thing Borges was most skeptical about was the idea of a writer, a man, named Borges.

In his memorable prose piece “Borges and I,” he addresses a deeply felt distinction between himself and “the other one, the one called Borges.” “I like hourglasses,” he writes, “maps, eighteenth-century typography, the taste of coffee, and the prose of Stevenson; he shares these preferences, but in a vain way that turns them into the attributes of an actor.” He recognizes almost nothing of himself in the eminent literary personage with whom he shares a name, a face, and certain other superficial qualities. “I do not know which of us has written this page,” he concludes.

This haunting, teasing fragment is reproduced in its entirety in “Borges at Eighty: Conversations,” a collection of interviews from his 1980 trip to the U.S., which has been published in a new edition by New Directions. It’s an instructively ironic context for the piece to turn up in—a transcript of a public event at Indiana University in which a number of Borges’s poems and prose pieces were read aloud in English, followed by a short extemporaneous commentary by the author. When he addresses the audience, he seems to be speaking for the “I,” but it is surely “Borges” who is doing the talking:

    Borges stands for all the things I hate. He stands for publicity, for being photographed, for having interviews, for politics, for opinions—all opinions are despicable I should say. He also stands for those two nonentities, those two impostors failure and success […] He deals in those things. While I, let us say, since the name of the paper is “Borges and I”, I stands not for the public man but for the private self, for reality, since these other things are unreal to me.

For someone who hated being interviewed, Borges was a prolific and garrulous interviewee (although it was perhaps “Borges” who handled that side of things). And yet, to point this out is to risk missing the substance of what he is saying here, which is not simply that he feels himself at odds with his own public persona but that he feels himself profoundly at odds with how little he is at odds with it. (Such paradoxes are an occupational hazard in any encounter with Borges.) One of the collection’s most interesting aspects is the interaction of these incompatible elements: the obvious pleasure Borges takes in the opportunity to present himself for public consumption, and his reflexive skepticism about the necessary fraudulence of the writer as personality.

There’s something fascinatingly Borgesian about the way in which the self-awareness of the performance is itself highly performative. This preoccupation with the divided self veers close to a sort of ontological double act, a one-man odd-couple routine. “Everyone sitting in this audience wants to know Jorge Luis Borges,” begins the interviewer, in the first of this book’s conversations. Borges replies, “I wish I did. I am sick and tired of him.” For a writer, he was not greatly exercised by the topic of himself. He was interested in his interests and not the contingent fact that it was he, Borges, who was interested in them. Being himself was never much more than drudgery. “When I wake up,” he tells one of his interviewees, “I always feel I’m being let down. Because, well, here I am. Here’s the same old stupid game going on. I have to be somebody. I have to be exactly that somebody. I have certain commitments. One of the commitments is to live through the whole day.”

Borges never wrote a work of fiction longer than fourteen pages. “It is a laborious madness and an impoverishing one,” he wrote in 1941, “the madness of composing vast books—setting out in five hundred pages an idea that can be perfectly related orally in five minutes.” But I think, perhaps, that the real reason he never wrote a novel was that the form is largely dependent on character, and Borges had no real interest in, or facility for, the creation of psychologically vivid people. (Try relating Leopold Bloom orally in five minutes, or Mrs. Dalloway, or Anna Karenina. Their greatness as characters arises out of their irreducibility to the facts about themselves.) He wasn’t much for fleshing out, and he was not the kind of writer whose characters ever had a chance of “taking over” from their creator. His most indelible creations—Funes the Memorious, say, or Pierre Menard—are memorable not for the contents of their invented souls but for the situations that he placed them in, the ingenious conceits that worked their way into narrative through the idea of their particular madness. His characters—including the one called Borges, the recurring protagonist of so many of his fictions—tended to be ciphers. They were fictions made from fiction, drawn from reading, not from life. And he himself, the character who he happened to be in the framing narrative called reality, was not much different. “Why on earth,” he asks in another of these conversations, “should I worry what happens to Borges? After all, Borges is nothing, a mere fiction.”

The man we see in these eleven interviews is a person made of books, a librarian who often remarked that his idea of paradise was an endless library—a sort of eternal busman’s holiday. He speaks of himself as a reader first and a writer only secondarily. That this self-conception emerges out of his scrupulous humility and instinct for self-effacement doesn’t make it any less accurate or revealing. Borges’s writing was always, to some degree, a creative form of reading, and many of his best fictions were meditations on the condition of fictionality: reviews of invented books, stories whose central presences were not people but texts. He was a man of letters in the nineteenth-century mode, possessed of a type of encyclopedic erudition that seems not to exist anymore. And this brings us to one of the structural paradoxes at the heart of Borges’s work. He was deeply invested in the past, in the idea of a living and evolving literary tradition. “I think of myself as not being a modern writer,” he says here. “I don’t think of myself as a contemporary of surrealism, or dadaism, or imagism, or the other respected tomfooleries of literature, no? I think of literature in terms of the nineteenth century and the early twentieth century. I am a lover of Bernard Shaw, Henry James.” And yet this strangely totalizing conservatism was the basis of Borges’s radical legacy, a new way of thinking about fiction and its relationship to the world.

That extent to which he was steeped in tradition can also be seen in another new book published by New Directions, “Professor Borges: A Course on English Literature.” The book collects the transcripts of a lecture course on the history of English literature that Borges gave at the University of Buenos Aires in 1966. It’s both shamelessly comprehensive and entirely idiosyncratic, launching with the Anglo-Saxons and coming to rest, twenty-five lectures later, on Robert Louis Stevenson, a writer especially beloved of Borges. Unfortunately, it doesn’t make for particularly gripping reading. His approach to most of the works that he’s lecturing on is largely descriptive, so that we get a fairly exhaustive rundown of what happens in “Beowulf,” say, or some of the more interesting aspects of Boswell’s Johnson, but not nearly the insight into either you’d expect from a great literary mind.

The “Borges” who is revealed, or perhaps performed, in these two books seems like the Platonic ideal of the man of letters: a man who taught himself German because he wanted to read Schopenhauer in the original, and learned it, moreover, by reading the poetry of Heine; a man who taught himself Icelandic in order to pursue his interest in Norse sagas. His loss of sight seems strangely appropriate; in the interviews, he speaks of the “luminous mist” of his blindness as though it were a kind of blessing, a removal of all distraction from what was most important, most real—the life of the mind. (And there was never any shortage of people willing to read to the great writer in his old age.)

But there were things that Borges didn’t see whose invisibility had nothing to do with his physical blindness—things he didn’t see because he wasn’t interested in looking at them. The lecture course in “Professor Borges” doesn’t feature anything written by a woman. It’s a history of English literature that includes no Austen, no Shelley, no Charlotte or Emily Brontë, no Eliot, and no Woolf. He was a great admirer of Emily Dickinson’s poetry, but even that admiration is not without its strain of condescension: in an interview with the collection’s editor, Willis Barnstone, he describes her as “the most passionate of all women who have attempted writing.” I laughed out loud when I read this, and then decided to extend Borges the benefit of the doubt, given the context of an unscripted conversation in a language that—despite his Anglophilic protestations—was not his first. But then I came to this moment, sixteen pages further on, in a conversation with Alastair Reid and John Coleman at the New York PEN Club:

    COLEMAN: Borges, you have spoken of literary men you admire, what about literary women? Could you identify the women in literature whose contribution you consider most significant?

    BORGES: I think I would limit myself to one, to Emily Dickinson.

    COLEMAN: Is that it?

    BORGES: That’s that. Short and sweet.

    REID: I think it should be pointed out, however, that there are more.

    BORGES: Yes, of course. There is Silvina Ocampo, for example, who is translating Emily Dickinson at this moment in Buenos Aires.

Borges’s fictional universe is relentlessly, oppressively male. He wrote very few female characters, and there is a vision of masculinity—violent, fearless, austere—that exists in his work as a counterpoint to its obsessive bookishness, and neither ideal has much room for the presence of women, writers or otherwise. His abstraction meant, among other things, a removal from the heat and chaos of human relationships. There is very little love in his work, very little emotional intensity; its richness and complexity is that of philosophical problems, of theology and ontology, not of human relationships.

And it is certainly not that of the wider human complexity of politics. An aloofness from mere politics seems like a strength in his fiction, but it’s hard to come away from reading these interviews seeing it as anything other than a serious weakness in his life. Understandably, he is often asked to speak about Argentina’s recent history of tyranny and brutality; repeatedly, he finds ways of evading these questions. And the ways in which he says nothing often end up being more revealing than he intends. On “The Dick Cavett Show,” Cavett asked him if he could account for the level of sympathy for the Nazis in Argentina. “Look here,” said Borges. “I don’t profess to understand my country. I am not politically minded, either. I do my best to avoid politics. I belong to no party. I am an individualist.” Pressed on the topic of Hitler, Borges said that “of course I hate and loathe him. His anti-Semitism was very foolish.” This is hard to read because, although we should know better, it’s difficult to stop ourselves expecting wisdom from a person who happens to be a genius. Hitler’s anti-Semitism might well have been foolish, but that was pretty far from being its most remarkable aspect.

Borges’s refusal to engage with politics wouldn’t have been nearly so remarkable had he not lived through two World Wars and, in his own country, six coups d’états and three dictatorships. In an interview revealingly titled “But I Prefer Dreaming,” an audience member asks him what he thinks the role of the artist should be in a threatened society. Rather than saying that the role of the artist should be to make art, he gives an answer that seems itself oddly threatened and elusive. “I have no use for politics,” he says. “I am not politically minded. I am aesthetically minded, philosophically perhaps. I don’t belong to any party. In fact, I disbelieve in politics and in nations. I disbelieve also in richness, in poverty. Those things are illusions. But I believe in my own destiny as a good or bad or indifferent writer.” Borges’s skepticism was deeply felt, but here it does look like a tactical withdrawal from the very real terror and anarchy and injustice of the world, a retreat into the luminous mist of his own blindness. His fiction was no less great for its abstraction, but there is something ultimately sad about this great architect of labyrinths who would not enter into the ramifying complexity of his own century.


Fuente : New Yorker
July 30, 2013


jueves, 2 de enero de 2014

Borges para Rodríguez Fer: sin fronteras




El poeta Claudio Rodríguez Fer es un profundo conocedor de la obra borgeana. Da fe de ello su último libro, Borges y todo (Del Centro Editores), que reúne cuatro poliédricos ensayos escritos a lo largo de más de tres décadas.

No sé cuál de los dos escribe esta página.

Jorge Luis Borges


Resulta difícil retratar a Claudio Rodríguez Fer (Lugo, 1956) en una entradilla, pues sus actividades creativas y científicas, que no son pocas, se entreveran constantemente con su vida. Padre de la lírica erótica galaica (Tigres de ternura, A boca violeta [La boca violeta], Cebra…) y galán dulce pero voluptuoso. Insaciable viajero y especialista en la obra del más universal de los vates gallegos (dirige la Cátedra de Poesía y Estética José Ángel Valente). Hombre comprometido con las víctimas del fascismo y autor de una trilogía poética sobre la memoria histórica (Lugo Blues, Amóte vermella [Te amo roja] y A loita continúa [La lucha continúa]). Fiel amante del cine y autor de textos (poemas, narraciones, artículos, ensayos) que ahondan en los universos de Orson Welles, de Woody Allen o de Jean-Luc Godard…

  
 Rodríguez Fer ha publicado recientemente Borges y todo (Escepticismo y otros laberintos) (Del Centro Editores); en este poliédrico libro, el lucense ha reunido cuatro ensayos sobre las cuestiones que más ha investigado en el genial Jorge Luis Borges (Buenos Aires, 1899-Ginebra, 1986) a lo largo de más de tres décadas: “Su concepción de la literatura fantástica, su relación con Galicia y con la cultura gallega, sus encuentros con Valente y su capacidad caleidoscópica para disfrutar del universo en toda su diversidad, de ahí que se titule Borges y todo”.

P.- En el primero de los ensayos reunidos en Borges y todo, explicas que la enjundia literaria del argentino nace en su radical escepticismo.

R.- El propio Borges dejó claro en Otras inquisiciones que su tendencia “a estimar las ideas religiosas o filosóficas por su valor estético y aun por lo que encierran de singular y maravilloso” es indicio de su “escepticismo esencial”. Por eso toda clase de manifestación del pensamiento humano se muestra relativa y meramente conjetural en su obra, pues, como él mismo declaró, “yo no tengo ninguna certidumbre, ni siquiera la certidumbre de la incertidumbre”.
  
P.- En Borges, como también explicas, casan perfectamente escepticismo y fantasía…

R.- Desde luego, porque lo fantástico, a diferencia de lo extraño —que es lo aparentemente imposible de explicar— y de lo maravilloso —que es lo fehacientemente imposible de explicar—, no implica confianza en la razón ni requiere fe en lo sobrenatural, sino que es al mismo tiempo extraño y maravilloso, porque no se explica ni se deja de explicar por la razón ni por la fe, como postula el escepticismo.


P.- En sintonía con ese radical escepticismo, recoges una cita de Borges que me parece muy reveladora por su mezcla de desmitificación y asombro: Dios es “la máxima creación de la literatura fantástica”. Dicho lo cual, conviene recordar que el argentino siempre se sintió atraído por la teología.

R.- La teología le parecía a Borges una fuente inagotable de fantasía y consideraba que sus creaciones superaban en imaginación a las de los propios escritores fantásticos: el dios creador y todopoderoso de los monoteísmos, los multiplicadores de Budhas de la tradición Mahayana, la infinita sustancia de infinitos atributos postulada por Spinoza, etc.

 
P.- Entre los grandes autores que cultivaron la fantasía, ¿Borges, debido a su radical escepticismo, es quizás el que más se interesó por el misterio, en detrimento de la solución?

R.- Puede ser, porque, para Borges, el misterio es abierta e inaprensiblemente rico, complejo y fascinante, y la solución resulta a menudo empobrecedora, simple y decepcionante. Como escribió en “Abenjacán el Bojarí, muerto en su laberinto”: “El misterio participa de lo sobrenatural y aun de lo divino; la solución, del juego de manos”.

 
P.- La actitud de Borges es estética no sólo hacia la teología, la metafísica, la fantasía…, sino también hacia otras realidades, digamos, más tangibles (la política, la Historia…). En ese sentido, me parece muy oportuno un ejemplo que traes a colación en tu libro: el creador americano, en el cuento “Deutsches Requiem”, llega a homenajear al nazismo, una ideología que él tenía por enemiga.

R.- Borges fue comprometidamente antinazi durante la Segunda Guerra Mundial y, de hecho, suscribió varios manifiestos antifascistas publicados en la revista argentina inequívocamente llamada Antinazi. Pero, al mismo tiempo, era muy amante de la gran cultura alemana, lo que contribuyó a que en “Deutsches Requiem” llegase a homenajear con nobleza la estética del enemigo en el momento de su derrota.

 
“Deutsches Requiem” (“Réquiem alemán”, en la lengua de Nietzsche) es uno de los memorables relatos de El Aleph. Difícilmente el lector sensible no caerá rendido ante líneas tan expresivas como éstas: “Poco diré de mis años de aprendizaje. Fueron más duros para mí que para muchos otros, ya que a pesar de no carecer de valor, me falta toda vocación de violencia. Comprendí, sin embargo, que estábamos al borde de un tiempo nuevo y que ese tiempo, comparable a las épocas iniciales del islam o del Cristianismo, exigía hombres nuevos. Individualmente, mis camaradas me eran odiosos; en vano procuré razonar que para el alto fin que nos congregaba, no éramos individuos”. Conviene recordar que el narrador del cuento, personaje verdaderamente complejo e incluso paradójico (exsubdirector de un campo de concentración, amante de la poesía, de la filosofía y de la música clásica…), está a un día de ser fusilado “por torturador y asesino”.

 
P.- Aun sabiendo de la mirada poliédrica de Borges, considero que Enrique Anderson Imbert exagera al decir del autor de El Aleph: “(…) cree en la belleza de todas las teorías”. (La cita la extraigo de tu ensayo.) Considero exagerada esa tesis, pues, como tú mismo recuerdas con tino en otro pasaje del mismo ensayo, para el genio era horrendo y disparatado el dogma de la Santísima Trinidad.

R.- Supongo que Enrique Anderson Imbert se refería a las grandes teorías en general y no a fenómenos concretos como el de la Santísima Trinidad, que, en efecto, a Borges le parecía un engendro de pesadilla, tal como escribió en Historia de la eternidad: “Imaginada de golpe, su concepción de un padre, un hijo y un espectro, articulados en un solo organismo, parece un caso de teratología intelectual”.

  
P.- Hablemos ahora de la relación del fantástico escritor con Galicia y con la literatura galaica, tema del que te ocupas en el segundo de los ensayos reunidos en Borges y todo. Además de su tendencia a actitudes escépticas y al cultivo del género fantástico —explicas—, existe otro trazo que parece aproximar el universal arte de Borges al trazo atribuido frecuentemente a Galicia y al ser gallego: “simbólicamente, la concepción de la vida y del mundo como laberinto”. Esa atinada observación, unida a la ascendencia portuguesa del propio Borges, es fundamental, creo yo, para acercarnos a la pasión que el maestro sentía por Galicia.

R.- El símbolo más emblemático de la obra de Borges es, sin duda, el del laberinto y, de hecho, Labyrinths fue el título escogido para presentarla en inglés cuando en 1962 se tradujo en Estados Unidos una selección de cuentos de Ficciones y El Aleph. Pero aunque la base del símbolo asiente en el mito griego, que Borges recreó en el relato “La casa de Asterión”, el mismo autor lo buscó en muchas otras culturas y lo llevó a muchos otros lugares, por ejemplo a Babilonia y a Arabia en “Los dos reyes y los dos laberintos” o al Nilo en “Abenjacán el Bojarí, muerto en su laberinto”. Pero algunos de los más importantes cuentos de Borges, como el enciclopédico “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius” o los policíacos “El jardín de los senderos que se bifurcan” y “La muerte y la brújula” son también desarrollos del mito del laberinto, aparte de que su poesía está también absolutamente llena de recreaciones del dédalo. El propio Borges aludió con admiración a los angustiosos laberintos contemporáneos de Kafka, pero creo que su propia concepción del laberinto está más próxima a la lúdica de Poe en “El escarabajo de oro” o en general a la del escocés Stevenson y a la del irlandés Joyce, tres de sus maestros narrativos, los dos últimos de raíces celtas. Análogamente, podríamos conectar el dédalo borgeano con el laberinto más cósmico que caótico y, por tanto, más bien consolador y esperanzador, que encontramos en Galicia, desde los petroglifos rupestres de la Antigüedad hasta el pensamiento, la literatura y el arte contemporáneos.

  
P.- Borges incluía a Santiago de Compostela entre las ciudades inolvidables en donde había estado.

R.- En efecto, Borges incluyó, en Un ensayo autobiográfico, a Santiago de Compostela entre las ciudades más inolvidables que había visitado, junto a otras cuatro europeas, Ginebra, Edimburgo, Estocolmo y Copenhague, y dos norteamericanas, San Francisco y Nueva York. La razón de esta inclusión la ofreció él mismo cuando explicó que, frente a urbes tan recientes como su natal Buenos Aires, ciudades históricas tan antiguas como la escocesa Edimburgo, la inglesa York o la gallega Santiago de Compostela “pueden mentir eternidad”.


Rodríguez Fer me confiesa que desde muy joven siente predilección por “autores universales” como Verne o Borges. De hecho,crdrgz se especializó en la literatura del ourensano José Ángel Valente porque éste, como los autores citados, “también estableció en su obra un diálogo con materias y culturas de todas las épocas y de todos los continentes, Borges incluido”. Precisamente en su último libro, Rodríguez Fer —que dirige la Cátedra de Poesía y Estética José Ángel Valente en la Universidad de Santiago, donde además ejerce la docencia y está al frente del anuario filológico Moenia. Revista Lucense de Lingüística & Literatura— ha incluido un ensayo dedicado a los encuentros físicos y literarios que el autor de Fragmentos de un libro futuro mantuvo con su maestro argentino. “Valente, que trató y admiró mucho a Borges, escribió sobre él a la manera borgeana, concretamente en ‘El otro Borges’ y en ‘Borges y yo’, escritos que tienen al mismo tiempo elementos ensayísticos, narrativos y hasta poéticos, como ocurre en numerosos textos del escritor argentino, sobre todo de El hacedor, libro que, desde luego, dinamita la homogeneidad del género literario. Valente siguió este mismo camino en El fin de la edad de plata, Interior con figuras, Nueve enunciaciones y otros muchos lugares”.

Efectivamente, la prosa “El otro Borges” refleja a la perfección ese estilo borgeano (es decir, sinuoso, proteico, pleno de paradójicas imágenes) con que Valente homenajeó al propio genio argentino. Como explica Rodríguez Fer en su ensayo, Valente incluyó en un libro de crítica (Las palabras de la tribu) el citado texto, y, sin dejar de aportar las claves de la literatura del argentino, utilizó procedimientos absolutamente creativos, como el uso de la segunda persona del singular, que, efectivamente, le sirvió para dialogar con el autor de Ficciones: “¿quién es, en efecto, Borges? Sí, Borges, díganos: ¿Quién es usted? ¿Una invención del ya difunto Roger Caillois, como usted ha supuesto? ¿Un bibliotecario bisoño en barrio extremo de la ciudad de Buenos Aires, cuyo nombre coincidía ya, luengos años hace y por curioso azar, con el de un escritor argentino relacionado en el Espasa? ¿O, simplemente, como para la patricia sociedad porteña de otra época, el hijo de Leonorita Acevedo? ¿Será usted la ilustración perfecta de lo que Hegel llama, aunque usted tan poco hegeliano sea, la identidad en la diferencia? ¿Borges y contra-Borges a un tiempo, para cumplirse así en sí mismo como los libros de Tlön, que no eran libros propiamente, sino encerraban a la vez su contralibro? ¿O sería usted anónimo, en rigor? Pues cierto es que no muy útil resultaría en este trance decir que Borges es Borges, si creemos, como quiere un viejo saber, que el nombre que puede ser nombrado no es el verdadero nombre”.

Por supuesto, el homenajeado Borges jugó con el desdoblamiento de forma exquisita, como prueban estas líneas que extraigo de El hacedor: “Yo he de quedar en Borges, no en mí (si es que alguien soy), pero me reconozco menos en sus libros que en muchos otros o que en el laborioso rasgueo de una guitarra. Hace años yo traté de librarme de él y pasé de las mitologías del arrabal a los juegos con el tiempo y con lo infinito, pero esos juegos son de Borges ahora y tendré que idear otras cosas. Así mi vida es una fuga y todo lo pierdo y todo es del olvido, o del otro. No sé cuál de los dos escribe esta página”.

 
P-. Borges creía que el germen de la narración estaba en el cuento. Para él, una novela incluía, dada su longitud, elementos superfluos, ajenos a la trama: “Yo creo que es imposible escribir una novela sin ripio, pero un buen cuento —de Kipling por ejemplo— puede no contener ningún ripio, que yo sepa. No he escrito novelas porque no soy lector de novelas”. ¿Desmonta esta tesis la vieja creencia popular de que, para ser un buen narrador, hace falta haber leído muchas novelas?

R.- A Valéry le resultaba aburrido leer y más aún escribir trivialidades habituales en las novelas como “La marquesa salió a las cinco”, según recogió Breton en su “Manifiesto del surrealismo” de 1924, y lo mismo le ocurría a Borges. En cambio, en el cuento suele predominar la exigente motivación compositiva de la que hablaba Chejov: si aparece un clavo al principio, alguien se colgará de él al final, porque nada debe ser superfluo nunca. Esta economía de lo imprescindible es la que encontramos en Borges y en sus maestros Poe, Stevenson y Kipling, o en sus verdaderos discípulos, como Julio Cortázar, todos ellos virtuosos del relato breve. En la literatura española se encuentra ese ejemplo en la borgeana narrativa breve de Valente, por cierto lamentablemente oscurecida por la mucho más reconocida producción poética de su autor.

 
P.- En 2010, se supo de la existencia de un manuscrito borgeano de 4 páginas acerca de los nietos desheredados de un héroe de la Guerra de la Independencia. El relato, identificado como Los Rivero, está inacabado, y su descubridor, Julio Ortega (crítico y profesor de la Universidad de Brown), cree que ésa fue la novela que Borges no quiso escribir. Según Ortega, el autor de Libro de arena abortó la empresa de Los Rivero precisamente porque se dio cuenta de que el texto se trataba de una novela y de que, por tanto, necesitaría extenderse. Pero ésa es sólo una hipótesis… ¿Sería descabellado imaginar cómo se movería Borges en la distancia larga?

R.- Borges pensó en más de una ocasión en hacer una novela, por ejemplo cuando proyectó “El congreso”, que luego fue un cuento largo incluido en El libro de arena, pero, en cualquier caso, su novelística nunca abusaría del tedio o de la trivialidad de los detalles, sino que seguramente se parecería a la de su admirado Kafka. Prueba de ello es la kafkiana película de largometraje titulada Invasión, de la que hizo el guión junto a su amigo Adolfo Bioy Casares y al director Hugo Santiago Muchnick.

 
P.- Destacaré una similitud que Borges encontraba entre el cuento y el poema corto: uno y otro —decía— pueden darnos “una sensación de plenitud continuamente”, porque, al contrario que la novela, son ideales para leerse de una sola sentada. Tratándose de algún otro literato, yo probablemente te preguntaría: ¿en qué medida está el poeta presente en sus cuentos, y en qué medida el narrador está presente en su lírica? Pero el americano es un creador integral y rebasa los cánones…

R.- Desde luego, hay muchos temas, como el del laberinto cósmico, y muchas técnicas, como la de la enumeración caótica, que se encuentran por igual en la poesía y en la prosa e Borges, y, dentro de esta, tanto en el cuento como en el ensayo. Toda obra, incluso si es científica, como toda vida, tiende a la plenitud y por tanto a la poesía, tal como explicó el propio Borges: “Buscamos la poesía; buscamos la vida. Y la vida está, estoy seguro, hecha de poesía. La poesía no es algo extraño: está acechando, como veremos, a la vuelta de la esquina. Puede surgir ante nosotros en cualquier momento”. Pues bien, a mi ver, en su obra, la poesía y la vida surgen continuamente.


P.- Al hilo de esa condición de escritor integral, en el último de los ensayos reunidos en Borges y todo, dado a conocer electrónicamente el pasado año en la revista Jot Down, escribes algo que también apreció Valente y que yo, desde luego, suscribo: el creador de El oro de los tigres derrocha genialidad no sólo en el cuerpo central de sus libros, sino también en los prólogos, en los epílogos ¡e, incluso, en las dedicatorias! Difícilmente se puede ser más integral…

R.- En efecto, el escritor, el poeta, el genio, lo es por igual en sus obras mayores y en los paratextos de las mismas, así que se pueden hacer excelentes antologías de prólogos, epílogos o dedicatorias de Borges. De hecho, ya existen volúmenes compilatorios como los titulados Prólogos con un prólogo de prólogos, Biblioteca personal o Prólogos de La Biblioteca de Babel, que contienen auténticas delicias.

 
Son muchos los paratextos borgeanos que ejemplifican la tesis de Rodríguez Fer. Destacaré estas visionarias líneas extraídas del epílogo de El hacedor: “Un hombre se propone la tarea de dibujar el mundo. A lo largo de los años puebla un espacio con imágenes de provincias, de reinos, de montañas, de bahías, de naves, de islas, de peces, de habitaciones, de instrumentos, de astros, de caballos y de personas. Poco antes de morir, descubre que ese paciente laberinto de líneas traza la imagen de su cara”.

  
P.- Hablábamos antes de tus ensayos dedicados a Borges. Pero en tu obra creativa, también has homenajeado (de forma directa u oblicua) al autor de La rosa profunda. De hecho, este mago ya aparece citado en tu primer libro, Poemas de amor sen morte (Poemas de amor sin muerte), publicado en 1979. Y uno de tus Meta-relatos se titula significativamente “A biblioteca de Borges” (“La biblioteca de Borges”). Pondré otro ejemplo más reciente: en Viaxes a ti (Viajes a ti), este micropoema tuyo (se titula “Borges”) es casi una traducción de una frase de El Aleph: “Eu tamén vin / en Inverness / unha muller / que non esquecerei” (“Yo también vi / en Inverness / una mujer / que no olvidaré”).

R.- En efecto, Borges es uno de esos autores con los que establecí contacto desde mi primer libro y con los que he mantenido diálogo permanente. De hecho, la primera cita del primer poema de mi primera obra es precisamente de Borges: “Yo, que tantos hombres he sido…”. El más reciente poema “Borges” surgió, como epifanía erótica y borgeana a un tiempo, cuando visité las Tierras Altas de Escocia, pues allí sentí el maravilloso abismo de estar viviendo la frase alusiva a Inverness de la enumeración caótica de El Aleph.


P.- Amor, humor, teología, literatura, ciencia, filosofía, política, arte, geografía, historia, astronomía… En las páginas de Borges, laten prácticamente todas las inquietudes del hombre (de ahí que el título de tu último libro sea tan oportuno), pero ahora que hablas de tu “epifanía erótica y borgeana”, sería injusto obviar que el erotismo es un tema apenas cultivado por el autor de La cifra…

R.- En la poesía y en la narrativa de Borges aparece muchas veces el amor, pero muy pocas su manifestación erótica explícita, entre otras razones porque este autor fue formado como una especie de pudoroso caballero victoriano y le desagradaba mostrar abiertamente tal dimensión. No obstante, el erotismo aparece en la obra de Borges de una manera sutil y simbólica no exenta tampoco de sensualidad. Por ejemplo, en el precioso cuento “Ulrica”, que sucede en la histórica ciudad de York, los enamorados, un maduro colombiano y una feminista noruega, se acuestan juntos en un cuarto con las paredes empapeladas de un rojo muy profundo, a la manera del diseñador utopista William Morris, lleno de frutos y pájaros entrelazados. Y, en este contexto tan estéticamente erótico, desaparece la espada simbólica de la Saga nórdica de la que habían hablado y que invisiblemente había entre los dos, sugiriéndose a continuación bella y fluidamente la aliteración que brota de la unión sexual: “Secular en la sombra fluyó el amor”.

  
P.- Volvamos a las enseñanzas que recibiste de Borges. En una ocasión, me dijiste que debes al mago “la apertura sin límites a los más variados temas, mundos y autores”. Ciertamente, en tus creaciones no es difícil percibir el gusto por el exotismo borgeano. Verbigracia: el universo imaginario del argentino está poblado de tigres, y tú titulas significativamente tu segundo poemario Tigres de ternura (Premio Nacional de la Crítica de 1982), tomando como fuente de inspiración a Cansinos Assens (“Yo seré como un tigre de ternura”), quien a su vez era un maestro para el propio Borges. Un hermoso triángulo…

R.- Cuenta Borges que cuando iba de pequeño a contemplar el tigre al zoo, a todos los niños les parecía sanguinario y hermoso, pero a su inocente hermana Norah le parecía que estaba hecho para el amor. Luego Borges asoció esta observación al verso de su maestro judío-español Rafael Cansinos Assens, quien en efecto había escrito “Yo seré como un tigre de ternura”. Por todo esto, yo mismo, admirador desde niño de los tigres y lector desde muy joven de Borges y, gracias a Borges, también de los tigréfilos Blake, Chesterton, Kipling y Cansinos, no podía sino titular Tigres de ternura aquel libro lleno de referencias al tigre. Además, al reunir dos elementos aparentemente antagónicos, este título reflejaba muy bien la pasión amorosa, que me parecía que debía reunir la fiereza de lo felino y la dulzura de lo tierno. En este sentido, tanto en el libro como en el título había una dimensión reivindicativa, porque, como es obvio, en la tradición patriarcal de la época en la que yo fui formado, la ternura era vista como un sentimiento más bien femenino e impropio del varón, que se entendía más acorde, en cambio, con la agresiva fortaleza del tigre o del león, cuando no con la del gorila. Y yo pensaba entonces, como por supuesto sigo pensando ahora, que el hombre no es menos ni más hombre por sentir o manifestar ternura, solo, eso sí, es más persona, o sea, es un ser humano más completo y no mutilado o amputado de una dimensión tan necesaria para dar y recibir lo más importante que puede darse y recibirse en la vida, que, naturalmente, es el amor.


P.- ¿Fabulaste alguna vez con la posibilidad de conocer en persona al fabuloso Borges, fallecido en 1986?

R.- Después de leer y releer a un autor muy admirado o simplemente muy próximo aunque no se haya conocido en persona, Borges decía que uno acababa considerándolo como a un amigo. Así lo dijo de Oscar Wilde, por ejemplo: “Pensar en él es pensar en un amigo íntimo, que no hemos visto nunca pero cuya voz conocemos, y que extrañamos cada día”. Al final de “Borges y los regalos del universo”, sin desdecir de mi admiración por muchos grandes escritores, yo digo que a lo largo de mi vida sentí, incluso desde niño o desde adolescente, algo parecido con respecto a narradores como Verne, Cervantes y Tolstoi, o a poetas como Whitman, Rosalía y Dickinson, para concluir que desde muy joven lo sentí siempre respecto a Borges. Ahora bien, en este caso, como en el de otros autores coetáneos, no podemos decir que no los hayamos visto u oído nunca, porque seguramente los hemos visionado y escuchado muchas veces a través de grabaciones audiovisuales, que dan una proximidad todavía mayor, más directa, más personal y más íntima. Así que, en realidad, yo tengo la misma o mayor sensación de haber conocido a Borges o a Cortázar, de quienes leí, vi y oí casi todo, que a otros autores que conocí o que incluso traté personalmente. Como decía Quevedo, otro gran maestro de Borges, a propósito de la lectura, al menos en estos dos casos: “vivo en conversación con los difuntos / y escucho con mis ojos a los muertos”.

Fuente : Revista Universitaria La Huella Digital.com

La pasión según Bodmer




Leonardo Valencia

Martín Bodmer nació en Suiza en 1899, el mismo año que Jorge Luis Borges. Ambos pudieron coincidir en Ginebra, donde Borges vivió parte de su adolescencia, pero Bodmer vivía en Zürich y era, además, miembro de una de las familias más acaudaladas de su país –el origen de los Bodmer se remonta al siglo XVI–. Borges volvió a Buenos Aires en 1921 y publicó sus primeros libros. Bodmer comenzó a coleccionar libros antiguos y terminó trasladándose a Ginebra en 1939. En estos años, cuando Bodmer adquirió prestigio como bibliófilo, Borges escribió sus mayores cuentos y ensayos, que lo ubicarían como uno de los mayores escritores del siglo XX. No sé, no tengo la fuente ni el dato, y en realidad poco importa, si Bodmer y Borges se encontraron alguna vez. Bodmer murió en Ginebra en 1971 y Borges vendría a morir, a la misma ciudad, en 1986. Bodmer cumplió su sueño: creó una de las más importantes colecciones de libros, la Biblioteca Bodmeriana, al punto que Hans Peter Kraus, otro de los mayores coleccionistas de libros del mundo, lo denominó el “rey de los bibliófilos”. ¿Dónde terminaron por encontrarse Borges y Bodmer, aparte de tener a Ginebra como destino final?

Daré un rodeo. La colección de libros de Bodmer estuvo durante muchos años en Zürich, hasta que al trasladarse a Ginebra, la ubicó en el barrio de Cologny, una exclusiva zona residencial ubicada en una colina. Hizo construir dos pabellones para su biblioteca. En 2003 se convirtió en la Fundación Bodmer, y gracias al diseño del arquitecto suizo Mario Botta, se acomodó una especie de búnker subterráneo donde se visita la colección.

No entremos rápidamente a verla. En la parte de arriba lo que más sorprende es lo silencioso y despejado del lugar. Las guías turísticas de Ginebra no suelen incluirla, llegar tampoco es fácil, el horario de apertura es de apenas cuatro horas. Si algún turista entra, a veces lo hace por el paisaje. Desde su mirador se puede ver el lago Lemán y, en la orilla de enfrente, el edificio de las Naciones Unidas, los barrios de Chambésy y Bellevue; si el día está despejado, se contempla la inmensidad del macizo alpino del Jura. El turista terminará marchándose y será el Lector quien bajará las escaleras de este museo que, como ocurre con muchos bancos suizos, tiene una bodega con riquezas que asombrarían al mundo. Solo que las de la Bodmer no son de oro y diamante, sino de papel.

Pero no cualquier papel. A veces ni siquiera es papel, sino pergamino y papiro. Son manuscritos y primeras ediciones de libros que van desde rollos egipcios del Libro de los Muertos hasta la primera Biblia impresa por Gutenberg, pergaminos medievales de La Eneida, de la Divina Comedia (también tienen la primera edición de la obra de Dante impresa por un amigo de Gutenberg, Johann Neumeister, en el siglo XV) y otros libros que parecen flotar en vitrinas blindadas a lo largo de dos pisos oscuros, donde los silenciosos pasos del Lector encienden automáticamente luces apenas suficientes para que se pueda mirar libros en los que murmuran siglos. La iluminación parece una metáfora del lugar: solo el Lector da vida a un libro cuando se le acerca.

Bodmer se planteó cinco pilares para su biblioteca: Homero, la Biblia, Dante, Shakespeare y Goethe. Solo una de las vitrinas está dedicada al Siglo de Oro español. Son cuatro autores en primeras ediciones: Cervantes, Garci de Montalvo, Lope de Vega y Calderón de la Barca. Luego vienen otras maravillas: primeras ediciones de Avicena, Copérnico, Descartes, Pascal, Newton y Schopenhauer (las de estos dos últimos con anotaciones manuscritas de ambos), un ejemplar de Wagner dedicado a Nietzsche, La Metamorfosis de Kafka (con la portada en la que Kafka prohibió que saliera un insecto), Guerra y Paz de Tolstoi, Los Hermanos Karamazov de Dostoievski, Las almas muertas de Gogol, uno de los últimos poemas manuscritos de Rimbaud de 1872, el Elogio de la locura de Erasmo, manuscritos de Proust, de Flaubert.

No sigo enumerando. No es justo. El asombro no se transcribe en unas líneas tan pobres como las mías. Pero si diré lo que ocurrió al final de este recorrido. Una de las últimas vitrinas tiene ediciones de Hemingway, Faulkner, Dos Passos y Kerouac. La última, la que me importa, estaba dedicada exclusivamente a Jorge Luis Borges. Después del Siglo de Oro el salto bibliófilo atravesaba trescientos años y se posaba en los delgados libritos del autor argentino (El aleph, Ficciones, El libro de arena) y tres manuscritos de una caligrafía diminuta, en hojas cuadriculadas de cuaderno escolar, fragilísimas. Como para insistir en lo frágil, pendían de una especie de carrousel, ocho hojitas del original manuscrito del cuento ‘Tlön, Uqbar, Orbis Tertius’ y al lado el cuento El sur y el ensayo ‘Dos semblanzas de Coleridge’.

Latinoamérica no estaba representada en la colección. Ahora la Fundación declara que seguirá buscando más obras del autor de Ficciones, porque Borges se ha convertido en el sexto pilar. Compraron estos ejemplares en subastas en Christie’s y al librero Aizenman de Buenos Aires. No los entregó Borges. No hubo un mítico encuentro, una donación memorable en la que Bodmer y Borges pudieron evocar su adolescencia y los primeros libros raros que leyeron. Borges no se encontró nunca con Bodmer. Pero quiero imaginar que sí, que era inevitable, que estaba previsto que el mayor bibliófilo del mundo hospede a quien se formó allí y murió allí, y que siguen conversando en Ginebra y que en esas oscuras bóvedas el Lector escuchará, entre el murmullo de siglos, un rumor en su propia lengua.

Por supuesto, hay muchos más libros en el enigmático fondo ginebrino. Algún día saldrán a la luz. Entonces tendremos el alcance de la pasión de un suizo que creyó, inspirado en Goethe, en la posibilidad de una literatura del mundo. Bodmer no era un nacionalista, lo demuestra su obra y lo mejor del temperamento suizo: la pasión de aceptar que nadie es perfecto. Esa pasión y sus libros protegen la sabiduría de la humanidad.

    El turista terminará marchándose y será el Lector quien bajará las escaleras de este museo que, como ocurre con muchos bancos suizos, tiene una bodega con riquezas que asombrarían al mundo. Solo que las de la Bodmer no son de oro y diamante, sino de papel.


Fuente : El Universo -Ecuador