Por Carlos Orlando
Nállim *
En el prólogo de El oro de los tigres, se lee, entre otras
cosas interesantes, que «para un verdadero poeta, cada momento de la vida, cada
hecho, debería ser poético, ya que profundamente lo es. Que yo sepa, nadie ha
alcanzado hasta hoy esa alta vigilia». Termina el breve cuan sustancioso
prólogo con estas palabras:
En cuanto a las
influencias que se advertirán en este volumen... En primer término, los
escritores que prefiero he nombrado ya a Robert Browning; luego, los que he leído y
repito; luego, los que nunca he leído pero que
están en mí.
Un idioma es una tradición, un modo de sentir la realidad,
no un arbitrario repertorio de símbolos.1
Bien se sabe la permanente admiración de Borges por
Cervantes: desde que en la niñez leyó el Quijote hasta su muerte. Su
cervantismo no se fundaba en la curiosidad por saber si su lengua se adecuaba a
ciertos cánones filológicos, consuetudinarios o científicos. Le atraía más la
lengua viva y auténtica del escritor que se había propuesto contar cosas y que
lo hizo con maestría. Era un poeta que supo hallar el misterio poético en las
cosas simples, en los sentimientos pero sin sensiblerías, en las virtudes pero
sin moralina, en el ingenio agudo pero sin ostentación. Borges, por ejemplo, no
se preocupó nunca por averiguar si don Quijote respondía a tal o cual modelo
vivo. Le bastaba con la obra, rico testimonio de singular hondura. Después de
leer el verso y la prosa borgeanos alusivos a Cervantes, se concluye que lo
consideró entre los poetas de «alta vigilia». Cualquier lector del escritor
argentino puede observar su admiración ante la obra de Cervantes en especial el Quijote por la
poesía que sugiere y de ella mana, que produce
una conmovedora emoción estética y afectiva. Su cervantismo es fundamentalmente
admiración por la obra del alcalaíno, que es belleza y emoción de las cosas;
por su prosa, basada en imágenes extraídas de sutiles relaciones descubiertas
por la imaginación; y por el lenguaje, a la vez sugestivo y musical.
En El oro de los tigres, como en tantos otros volúmenes, uno
de los escritores siempre presentes es Cervantes. Porque es uno de los que
prefiere, uno de los que ha leído y repite y, por fin, uno de los que están en
él. El castellano, antes que una suma de autores o un catálogo de libros, «es
una tradición, un modo de sentir la realidad, no un arbitrario repertorio de
símbolos». Así lo dijo en 1972. Muchos años antes, con emoción exhortativa y
convincente, en 1927, afirmaba lo mismo, de otra manera: «Digan el pecho y la
imaginación lo que en ellos hay, que no otra astucia filológica se precisa» 2.
El poema que nos sirve de punto de partida dice así:
Sueña Alonso
Quijano
El hombre se
despierta de un incierto
sueño de alfanjes
y de campo llano
se toca la barba
con la mano
se pregunta si
está herido o muerto.
¿No lo perseguirán
los hechiceros
que han jurado su
mal bajo la luna?
Nada. Apenas el
frío. Apenas una
dolencia de sus
años postrimeros.
El hidalgo fue un
sueño de Cervantes
y don Quijote un
sueño del hidalgo.
El doble sueño los
confunde y algo
está pasando que
pasó mucho antes.
Quijano duerme y
sueña. Una batalla:
los mares de Lepanto
y la metralla.
Quizá convenga recordar que este poema vuelve a ser incluido
por Borges, tres años después de El oro de los tigres, en otro libro que, con
el título de La rosa profunda, publica en 1975. No creemos que se trate de un
olvido o una simple reiteración. Por el contrario, nos parece que se trata más
bien de una preferencia por el tema que desea destacar. Creo también que, como
él lo dice en el prólogo de este segundo libro,
...la misión del
poeta será restituir a la palabra, siquiera de un modo parcial, su primitiva y
ahora oculta virtud. Dos deberes tendría todo verso: comunicar un hecho preciso
y tocarnos físicamente, como la cercanía del mar.3
Tal es su afecto por Cervantes, por el Quijote, por «el
doble sueño», que le place decirlo poéticamente y reiterarlo. Es uno de los
pensamientos obsesivos de toda una vida de lector y escritor, expresado y
repetido en numerosas ocasiones, que ha hallado el verso conveniente que nos
informa de un hecho conmovedor y preciso y que nos toca con su invisible mano o
profundo destello. Se trata de la palabra poética reveladora que el poeta,
consciente del hecho, ama y reitera.
El fin está cercano, o por la tristeza ocasionada por la
derrota sufrida en manos del Caballero de la Blanca Luna o por singular
disposición del cielo. Enfermó don Quijote gravemente. El diagnóstico fue
tomado serenamente por el protagonista y llorosamente por los circunstantes. De
todos modos, este ir terminando el camino de la vida parecía natural. Menos
natural y hasta asombroso pareció el despertar sano o, lo que es lo mismo,
cuerdo tras su sueño de muchas horas. La confesión que le hace a la sobrina es,
más que cuerda, sabia:
Las misericordias respondió don Quijote, sobrina, son las que en este instante ha usado Dios conmigo,
a quien, como dije, no las impiden mis pecados. Yo tengo juicio ya, libre y
claro, sin las sombras caliginosas de la ignorancia, que sobre él me pusieron mi amarga y continua leyenda de los detestables
libros de las caballerías. Ya conozco sus disparates y sus embelecos, y no me
pesa sino que este desengaño ha llegado tan tarde, que no me deja tiempo para
hacer alguna recompensa, leyendo otros que sean luz del alma. Yo me siento,
sobrina, a punto de muerte; querría hacerla de tal modo, que diese a entender
que no había sido mi vida tan mala, que dejase renombre de loco; que puesto que
lo he sido, no querría confirmar esta verdad en mi muerte. 4
Es el protagonista que se reconoce cuerdo tras sus locuras,
que culpa a sus abundantes lecturas de libros de caballerías de su lamentable
condición pasada, el que, por fin y bondad de Dios, ha recobrado su juicio
respecto de la tenebrosa ignorancia. Quisiera pagar sus pecados con nuevas
lecturas pero ahora de libros píos y edificantes. En el momento final quiere
obrar juiciosamente para hacer olvidar su pasado de mentecato. El momento de la
muerte es cosa seria. Es el nuevo amanecer de don Alonso Quijano el Bueno, la
resurrección, si se quiere, de aquel personaje del primer capítulo de la
Primera Parte, que aparece para enloquecer muy luego y de quien el autor dice,
socarronamente, no saber muy bien su nombre: ¿Quijada, Quesada o Quejana?
El caballero, en la Primera Parte, muere fiel a su locura,
sin renunciar a su vida aventurera. Del preciso momento de su muerte nada
sabemos, simplemente nos encontramos con unos epitafios y elogios de los
académicos de Argamasilla. Recordemos que en el famoso escrutinio de la librería,
Cervantes, a través del cura y con indisimulada sorna, refiriéndose a Tirante
el Blanco al que llama «el mejor libro del mundo»
afirma: «Aquí
comen los caballeros, y duermen y mueren en sus camas, y hacen testamento antes
de su muerte...» (I, 6)5 . El autor cuidó mucho
que don Quijote no le imitara para así morir en su ley. Mientras que en la
Segunda Parte, don Quijote muere en su cama, llama al cura y al escribano, es
decir, recibe los sacramentos y testa; y vitupera «todas las historias profanas
del andante caballería». Dice «profanas». Lo profano no merece la reverencia
debida a las cosas sagradas, es sinónimo de libertino y hasta de deshonesto e
ignorante, sin autoridad en una materia dada.
En otra ocasión, Borges recuerda un romance de Quevedo «en
el cual se menciona al Quijote» 6 ; «documento de la triste incomprensión del
Quijote en su propio siglo» acota Raimundo Lida. Pues bien, este romance,
«Testamento de don Quijote», termina así:
En esto la
Extremaunción
asomó ya por la
puerta;
pero él, que vio
al sacerdote
con sobrepelliz y
vela,
dijo que era el
sabio propio
del encanto de
Niquea;
y levantó el buen
hidalgo
por hablarle la
cabeza.
Mas, viendo que ya
le faltan
juicio, vida,
vista y lengua,
el escribano se
fue
y el cura se salió
afuera.7
El hidalgo o Cervantes no fueron consecuentes. De haberlo
sido, don Quijote bien pudo terminar sus días como lo imaginó Quevedo en su
«Testamento»: loco. En este sentido coincide Quevedo con Cervantes en la
Primera Parte. De ahí el acierto, la idea genial de Cervantes al término de la
Segunda: el loco recupera el juicio, además se arrepiente y quiere enmendarse.
Un final bello y patético, que implica un sorpresivo vuelco en la corriente
narrativa que venía desarrollándose a través de todo el libro. Por eso Borges
expresa que:
Cualquier otro
autor hubiera cedido a la tentación de que don Quijote muriera en su ley,
combatiendo con gigantes o paladines alucinatorios, reales para él. Almafuerte
ha reprochado a Cervantes la lucidez agónica de su héroe. A ello podemos
contestar que la forma de la novela exige que don Quijote vuelva a la cordura,
y también que este regreso a la cordura es más patético que morir loco. Es
triste que Alonso Quijano vea en la hora de su muerte que su vida entera ha
sido un error y un disparate. El sueño de Alonso Quijano cesa con la cordura y
también el sueño general del libro, del que pronto despertaremos. Antes que
cerremos el volumen y despertemos de ese sueño del arte, don Quijote se nos
adelanta despertando él también y volviendo como nosotros a la mera y prosaica
realidad.8
Don Quijote ha sido vencido. Acepta resignado cumplir con su
promesa de no salir a la aventura por un año y hasta piensa seriamente en
hacerse pastor. No obstante, la tristeza, o la melancolía como quiere el texto,
lo embarga y muere. Advirtamos que primero muere don Quijote y luego Alonso
Quijano el Bueno. En efecto, si leemos con atención el libro, veremos que en el
último capítulo don Quijote deja su lugar a don Alonso: «Yo tengo juicio ya,
libre y claro», antes sólo «sombras caliginosas de la ignorancia» en lenguaje
cervantino; «el sueño de Alonso Quijano cesa con la cordura» en lengua
borgeana.
En su poema, Borges evoca el momento preciso de ese inesperado
y patético despertar. No se trata de despertar de un sueño de más de seis horas
como nos informa el texto, sino también del fin de un sueño artístico que ha
abarcado prácticamente todo el libro y del amanecer de otro personaje, Alonso
Quijano, que lo hace para morir casi de inmediato. El personaje despierta de un
sueño muy especial, que el poeta llama «incierto», porque es inseguro, no
verdadero, tan extraordinario que se acerca a lo desconocido. Este sueño cae en
el campo de lo maravilloso y de lo fantástico; por eso, quizá, en vez de decir
espada o sable, se dice alfanje, vocablo que nos aleja hacia el mundo oriental
tan afín a la fantasía y a la fábula. Sin embargo y de inmediato evoca el
«campo llano», la recia meseta castellana, la Mancha que se nutre de trigales,
viñas y olivares. El héroe adormilado reacciona como cualquier mortal tocándose
la barba, preguntándose por su estado. Los hechiceros de su larga y anterior
historia ya no lo persiguen ni le hacen daño. Está solo en su conciencia, ha
tomado al mundo de lo consciente, ha despertado de un largo sueño que lo alejó
de la realidad de «hidalgo de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y
galgo corredor». Y ha despertado enfermo, enfermo de melancolía. Para la
psiquiatría, se trata de un estado de depresión propio de la psicosis
maníaco-depresiva, caracterizado por postración, abatimiento y pesimismo.
Etimológicamente es la negra bilis de los griegos. Para don Alonso Quijano, es
más bien esa tristeza un tanto inexplicable, vaga, profunda, producida por ese
brusco despertar al mundo de la razón; pero que ha calado tan hondo que lo
llevará a la muerte.
Este patetismo con que Cervantes trata los últimos, el
último capítulo del Quijote, se da, en general, más en la Segunda que en la
Primera Parte. Borges prefiere la Segunda Parte; esto no es novedad ya que
varios cervantistas ya lo habían manifestado y muchos lectores de todos los
tiempos lo hemos pensado. Con Borges podemos decir:
En esa parte,
Cervantes prescinde de esos burdos percances físicos y todo lo que ocurre es
distinto. Es sentimental, es psicológico, ya no hay tantos golpes, ya no hay
tantas tundas ni dudas, ya no hay cosas que eran terribles, graciosas y, al
mismo tiempo, novedosas, como la aventura de los molinos. Podríamos decir
también, que cuando Cervantes empezó a escribir Don Quijote, él lo conocía muy
poco a Alonso Quijano. Quizá eso suceda con todo el libro. Si uno empieza a
escribir un libro, uno va compenetrándose con los personajes; en este caso con
el personaje Alonso Quijano o don Quijote.9
El escritor argentino subraya los diez años que separan la
Segunda de la Primera Parte del libro, tanto que llega a afirmar que Cervantes
en el Quijote de 1605 vio las posibilidades cómicas, en cambio, en el de 1615
vio las posibilidades patéticas. Este padecimiento moral expresado en gustos y
actitudes emocionantes surca con mayor o menor profundidad todo el libro, de
modo especial el de 1615 y, de alguna manera, culmina en el último capítulo.
«Es indudable que en estas líneas, Cervantes sintió la muerte de don Quijote
como algo propio, como algo muy triste». Ningún lector podrá desmentir esta
aseveración. Hay dos vertientes a tener en cuenta: la compenetración del autor
con los personajes, fundamentalmente con don Quijote y Sancho, en particular
con el protagonista, y la emoción creciente, por momentos patética, que muestra
el libro. La muerte de don Quijote es narrada con palabras puntuales y hasta
secas: «el cual, entre compasiones y lágrimas de los que allí se hallaron, dio
su espíritu, quiero decir que se murió». Borges observa el procedimiento: falta
la gran frase literaria, de gran retórica digna del héroe que termina sus días;
y, de inmediato, evoca las palabras de Shakespeare a la muerte de Hamlet. La
emoción de Cervantes por la muerte del héroe no supera la del amigo. Por eso el
final no tolera la posibilidad retórica. Cervantes primero y el lector después
quedan simplemente desolados.
La batalla y la metralla de Lepanto fueron un vivo recuerdo
desde que el joven veinticuatreno intervino audazmente en esa señalada ocasión.
Su recuerdo y su orgullo no eran vanos ni vacía exageración. No miente ni
imagina hechizos de libros de caballerías Cervantes cuando, molesto por la
aparición del Quijote apócrifo y por las ofensas de su autor, reacciona
reflexivamente diciendo que Lepanto es «la más alta ocasión que vieron los
siglos pasados, los presentes, ni esperan ver los venideros». Desde su
particular punto de vista de hombre y soldado que vivió heroicamente la
experiencia, era inimaginable una lid tan grandiosa, ardua y sangrienta como
ésa, con toda la carga emotiva que conlleva en aquel preciso momento una
victoria sobre el Islam, presidido en la ocasión por los turcos otomanos.
Esa experiencia y esa emoción destilan, por ejemplo, sus
palabras de alabanza al soldado cuando en el «Discurso de las armas y las
letras» dice así:
Y si éste parece
pequeño peligro, veamos si le iguala o hace ventajas el de embestirse dos
galeras por las proas en mitad del mar espacioso, las cuales enclavijadas y
trabadas, no le queda al soldado más espacio del que concede dos pies de tabla
del espolón; y, con todo esto, viendo que tiene delante de sí tantos ministros
de la muerte que le amenazan cuantos cañones de artillería se asestan de la
parte contraria, que no distan de su cuerpo una lanza, y viendo que al primer
descuido de los pies iría a visitar los profundos senos de Neptuno, y, con todo
esto, con intrépido corazón, llevado de la honra que le incita, se pone a hacer
blanco de tanta arcabucería, y procura pasar por tan estrecho paso al bajel
contrario...
(I, 38)
.
Si nos remitimos a los documentos sobre Lepanto hallaremos
también dos navíos trabados en fiera lucha que simbolizan dos adversarios, dos
civilizaciones, a través de sus comandantes: Uluch Ali y don Juan de Austria.
Islámicos y cristianos, frente a frente, dos poderosísimas flotas, luchando por
la supremacía en el Mediterráneo y en el mundo cultural conocido de la época.
La batalla empieza en torno a las galeras de los dos jefes supremos, que se
hallaban reunidos por el espolón, formando una sola platea de lucha
encarnizada, que muy pronto se generaliza a otras muchas naves. El golfo de
Corinto, el estrecho de Lepanto, la bahía de Patras se han incendiado en lo que
al principio pareció una mañana tranquila de aquel domingo 7 de octubre de
1571. El calor de la lucha refleja el ardor de muchos miles de hombres que, con
la artillería primero y los arcabuces luego, terminan en la lucha cuerpo a
cuerpo. La metralla de las primeras horas fue paulatinamente cediendo el lugar
a las picas, espadas, alfanjes, lanzas y cuchillos. El coraje de los aliados,
en su mayoría españoles, la fe en Dios fomentada por los jefes y bendecida por
el mismo Papa Pío V, y el poder persuasivo y arrollador de don Juan de Austria
logran convertir a esos soldados en nuevos héroes que pelean «en el santo
nombre de Dios». Y entre estos héroes hay que señalar al arcabucero Miguel de
Cervantes, que, aunque enfermo de cuartanas, ocupa audazmente su lugar en el
esquife de «La Marquesa», hasta que en el asalto definitivo a la galera
capitana enemiga dos arcabuzazos en el pecho y otro en el brazo izquierdo lo
detienen. Un ambiente fantástico de leyendas caballerescas. Quijotescas
aureolas figuran en las cabezas de héroes temerarios y atrayentes hasta el
carisma como don Juan de Austria y Miguel de Cervantes... armadas colosales, mares
de sangre, muertos y heridos por doquier... ardua victoria, milagro del
Auxilium Christianorum, la nueva deprecación de la letanía lauretana... orgullo
de un hombre que fue soldado, cautivo y escritor, a lo grande.
«El hidalgo fue un sueño de Cervantes / Y don Quijote un
sueño del hidalgo», sí, pero también este último sueño reconoce al mismo
artífice, al inmortal escritor. Alonso Quijano en el último capítulo y don
Quijote a través de casi todo el extenso libro ahora se nos muere, ante el
dolor de los circunstantes, del escritor y de nosotros los lectores. Pero se
trata de un personaje de una larga historia, no más. No es un hombre de carne y
hueso, «sino un sueño de Cervantes, un sueño que pudo haber sido inmortal»10 .
Lo que sucede es que a esta altura de la historia, don Quijote ya no es una
ficción, no para el escritor ni para los lectores. El primero, no es extraño,
se ha apasionado por el excepcional personaje, y los lectores también. Uno y
otros lo sentimos tan cerca, tan realmente hombre que nos parece lo más natural
del mundo su mortalidad, debe morir.
Don Quijote no pensó en la larga fábula o ficción, que, de
algún modo, debía terminar. No lo pudieron persuadir sus extrañas y hasta
fantasmagóricas aventuras, tampoco los azotes, ni las desventuras, ni los
«desabrimientos» que incluye el médico en su breve y terminante diagnóstico hoy diríamos «sinsabores» sin más. Entonces, Cervantes, tras la
derrota ante el Caballero de los Espejos, en las playas barcelonesas, lo vuelve
a su aldea manchega y a su casa, e imagina un milagro verosímil, si lo hay,
para los lectores y las creencias populares de aquel tiempo, recobrar el juicio
para luego morir:
...y una de las
señales por donde conjeturaron se moría fue el haber vuelto con tanta facilidad
de loco a cuerdo; porque a las ya dichas razones añadió otras muchas tan bien
dichas, tan cristianas y con tanto concierto, que del todo les vino a quitar la
duda, y a creer que estaba cuerdo.11
Pero más original aún se mostró Cervantes, quien, narrador
sagaz, imagina aquel largo sueño en que cae el caballero enfermo, don Quijote,
para despertar convertido en Alonso Quijano el Bueno. De loco a cuerdo, sueño
mediante: de don Quijote, mentecato o poco más o menos, a Alonso Quijano,
prudente hidalgo. El sueño misterioso e inexplicable ha hecho el señalado
milagro.
De acuerdo: «El hidalgo fue un sueño de Cervantes / Y don
Quijote un sueño del hidalgo. / El doble sueño los confunde y algo»... Quizá la
explicación profunda y obvia la haya dado un docto amigo mío, que concluye un
trabajo iluminador sobre un recurso cervantino, afirmando que «el principal
personaje de la novela no tiene que serlo el protagonista, sino que puede serlo
el narrador, como lo es aquí»12 . Me atrevo a afirmar que Borges estaría de
acuerdo. Cervantes, don Quijote, Alonso Quijano el Bueno: sueño y literatura.
Ab ore ad aurem.
Notas
(1) Jorge Luis
Borges, El oro de los tigres [1972], Obras completas, Buenos Aires, Emecé,
1974, pág. 1081. volver
(2) Jorge Luis
Borges, El idioma de los argentinos, Buenos Aires, Peña del Giudice Editores,
1952, pág. 33. volver
(3) Jorge Luis
Borges, La rosa profunda [1975], Obras completas, Buenos Aires, Emecé, 1989,
II, pág. 77. volver
(4) Miguel de Cervantes
Saavedra, Don Quijote de la Mancha, edición, estudio y notas de Juan Bautista
Avalle-Arce, Madrid, Ed. Alhambra, 1979, 11, Cap. 74. Citaremos por esta
edición. volver
(5) Creemos que el
elogio del libro es sincero, no así esto de dormir y morir los caballeros en
sus camas, por ejemplo. Hago la aclaración porque, leído el párrafo entero
donde se inserta tal aseveración, el sentido no aparece claro a primera vista y
se ha llegado a opinar reiteradamente sobre la oscuridad del pasaje. volver
(6) Vid. «La
pasión literaria», en Diálogos, volumen editado por María Esther Vázquez,
Buenos Aires, 1978, págs. 429-447 [Este diálogo se publicó primeramente en La
Nación, Buenos Aires, 13 de febrero de 1977]. volver
(7) Francisco de
Quevedo, «Testamento de don Quijote», en Poemas satíricos y burlescos, Obras
completas, edición, introducción, bibliografía y notas de José Manuel Blecua,
Barcelona, Planeta, 1963, I, págs. 933-936. volver
(8) Jorge Luis
Borges, «Análisis del último capítulo del Quijote», en Revista de la
Universidad de Buenos Aires, 5.ª época, año I, N.º 1, Buenos Aires, enero-marzo
1956, págs. 31. volver
(9) Vid. Roberto
Alifano, Conversando con Borges, Suplemento de la Revista Siete Días, n.º 748,
Buenos Aires, 1981, pág. 20. volver
(10) Jorge Luis
Borges, op. cit., pág. 29. volver
(11) Hemos dicho
que la opinión popular suponía que los locos recobraban el juicio para luego
morir. Borges, por su parte, precisa que «una superstición escocesa quiere que
los hombres cuerdos que están cerca de la muerte se vuelvan un poco locos y
adquieran virtudes proféticas. Aquí, inversamente, la cercanía de la muerte
devuelve la razón a un loco». Vid. op. cit., p. 33. volver
(12) Juan Bautista
Avalle-Arce, «Cervantes y el narrador infidente», en Arcadia, Estudios y textos
dedicados a Francisco López Estrada, Dicenda, Cuadernos de Filología Hispánica,
Universidad Complutense de Madrid, n.º 7, 1988, pág. 172. volver
(*) En Cervantes
en las letras argentinas, cap. III, Buenos Aires, 1998, págs. 65-81 [antes en
Nueva Revista de Filología Hispánica, tomo XL/2, 1992
Fuente : Instituto Cervantes
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