Billete de dólar de 1974
Corregir a Borges se ha convertido en una tradición
calvinista del culto borgiano, con la intención de demostrar, con mayor o menor
grado de complicidad, que Borges después de todo era humano.
Por
RODRIGO BLANCO
CALDERÓN -
08 septiembre, 2021
Hace poco más de un mes cumplí cuarenta años y hoy acabo de
comprar mi primera revista Playboy. La culpa, por supuesto, es de Borges.
Se trata del número de mayo de 1977. Me informa Amazon que
tomará unas dos o tres semanas en llegar. De modo que puedo aprovechar ese
tiempo para irles contando la historia de esta comedia de enredos cuánticos que
comenzó hace apenas unos días, aunque ya parece que hubieran pasado varios
años.
La guerra cíclica en Afganistán, con la retirada del
ejército de los Estados Unidos, que en algún momento provocará el obligado
retorno de dichas tropas, me hizo recordar una frase de Borges que, como suele
suceder, anticipaba mucho de lo que estaba y está sucediendo en estos días:
“Ahora, las cosas andan mal. Rusia está apoderándose del planeta; América,
trabada por la superstición de la democracia, no se resuelve a ser un imperio”.
La frase pertenece al cuento “El otro”, incluido en El libro
de arena (1975). El relato, como se sabe, narra el encuentro onírico o
fantástico entre un Borges anciano, que está sentado en un banco frente al río
Charles, en Massachusetts, año 1969, y un Borges muy joven, que está junto a
él, aunque su banco se encuentra frente al Ródano, en Ginebra, en el año 1918.
¿Cómo explicar ese insólito encuentro? La historia se
despliega como el intento del Borges de la vejez por convencer a su doble de
que él es real, mientras que el otro, el joven, está soñando.
Por supuesto, releí el cuento completo y reparé por primera
vez en un detalle que me pareció imposible: un error. Una falla que, además,
alteraba la resolución de la trama, convirtiendo a uno de los cuentos más
célebres de Borges en un texto, precisamente, fallido. Me refiero a la escena
que conduce al final, donde Borges le propone a su doble de 19 años un
experimento inspirado en una paradoja de Coleridge: “Alguien sueña que cruza el
paraíso y le dan como prueba una flor. Al despertarse, ahí está la flor. Se me
ocurrió un artificio análogo”.
En lugar de una flor, Borges propone un intercambio de
dinero. Le pide al joven una moneda y él, en cambio, le da “uno de esos
imprudentes billetes americanos que tienen muy diverso valor y el mismo tamaño.
Lo examinó con avidez”.
—No puede ser –gritó–. Lleva la fecha de 1974.
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(Meses después alguien me dijo que los billetes de Banco no
llevan fecha).
Aquí hice una pausa y se encendió la primera alarma. Seguí
leyendo y, al terminar el cuento, confirmé esa impresión. El relato concluye de
esta manera:
Creo haber descubierto la clave. El encuentro fue real, pero
el otro conversó conmigo en un sueño y fue así que pudo olvidarme; yo conversé
con él en la vigilia y todavía me atormenta el recuerdo.
El otro me soñó, pero no me soñó rigurosamente. Soñó, ahora
lo entiendo, la imposible fecha en el dólar.
Abrí una gaveta de mi escritorio y busqué un billete de
dólar que tengo por ahí. Lo revisé y sí tenía fecha. Era de la serie de 2013.
Puse en Google “billete de dólar 1974” y de inmediato me apareció la imagen que
confirmaba que los dólares sí llevan fecha. La conclusión parecía evidente:
Borges había hecho recaer la resolución de su cuento en un dato incorrecto. Y
no se trataba, como suele suceder en otras de sus historias, de datos deliberadamente
falseados sino de una inconsistencia, un error, que dañaba el artefacto
literario.
Me sentí como si hubiera pillado a Dios en falta.
De inmediato, puse un tuit:
Acabo de encontrar un dato erróneo en un cuento de Borges
que, además, implica una falla argumental. Ya veré si escribo sobre eso, para
resetear el universo, o me quedo callado como Tzinacán en su celda.
Lo escribí con humor, burlándome de mi propio fervor por
Borges. Las reacciones, en general, fueron entusiastas pero no faltaron
aquellas que trataban de hacer un control de daños. Gente que me recordaba que
en la literatura todo era posible, que Borges solía insertar errores a
propósito, que mejor revisara diversas ediciones para ver si la culpa no era de
algún editor distraído. Otros, indignados, me mandaron a callar simplemente.
Estos reclamos, por más banales que fueran, sin embargo
tocaban un punto para mí delicado. ¿Qué mérito tiene señalar una inconsistencia
en una obra maestra? ¿Cuál es el sentido de subrayar con un artículo una
distorsión que supuestamente nadie más ha visto? Lejos de ser como quien señala
una verruga desagradable en un rostro que parecía perfecto, se corre el riesgo
de convertirse uno mismo en la verruga. Esta lección me la enseñó Guillermo
Sucre la única vez que fui a su casa. Fui en compañía de Luis Yslas, ya no
recuerdo con qué motivo o excusa. El profe Guillermo (así lo llamábamos) nos
estaba hablando de Mariano Picón Salas y, en algún momento, hizo referencia a
un profesor de la Universidad Simón Bolívar que había escrito un ensayo para
demostrar que Picón Salas se había equivocado en tal o cual referencia.
—Él estaba muy emocionado porque había corregido a Picón
Salas –dijo Sucre, con esa ironía susurrante suya, que hundía de inmediato en
un escarnio íntimo al objeto de su dardo.
También recordé una acotación que el profe Guillermo hizo,
sin ningún énfasis, durante un seminario sobre Borges al que tuve la suerte de
asistir en mi último semestre como estudiante de la escuela de Letras.
Estábamos leyendo “Las ruinas circulares” y Sucre recitó la frase de Lewis
Carroll que sirve de epígrafe, “And if he left off dreaming about you…”, que
Borges sitúa en el capítulo VI de Alicia a través del espejo, cuando en
realidad se encuentra en el IV. El error persiste en mi edición de los cuentos
completos de Borges, publicada por Lumen en 2015 y reimpresa en abril de 2019.
Fue en ese seminario, por cierto, que leímos (que leí por
primera vez) “El otro”.
Corregir a Borges se ha convertido en una tradición
calvinista del culto borgiano. Por ejemplo, el ensayo “Entrevista imaginaria:
siete días con Jorge Luis Borges”, de Francisco Rivera, donde el autor va
señalando las numerosas inconsistencias encontradas en las conferencias
recogidas en el volumen Siete noches. Cabe mencionar también el estudio de Juan
Nuño, La filosofía en Borges, donde se hace una lectura correctiva, pero en el
campo de la especulación filosófica. Esfuerzos parecidos se han replicado en
áreas como la física cuántica y las matemáticas, con la misma intención de
demostrar, con mayor o menor grado de complicidad, que Borges después de todo
era humano.
Por fortuna para mí, ya otros lectores habían reparado en el
desperfecto del cuento “El otro”. En un breve artículo titulado “Borges y el
dólar”, Alberto Rojo, escritor y físico argentino, narra su inquietud al
detectar el error en el relato de Borges y la pesquisa que emprende:
Dado que hoy todos los billetes de dólar tienen fecha, para
aclarar mi duda de una buena vez decidí contactarme con la American Numismatic
Association y conseguir un billete con fecha de 1964. El trámite demoró más de
un año. Fui pasando de un coleccionista a otro, hasta que por fin di con el
correo electrónico de un tal Dugas Kline y compré el tan buscado billete por
PayPal, a un precio bastante exorbitante. En el ínterin encontré una entrevista
de Marcos Benatán [sic] en un libro de 1978, donde Borges reconoce que los
dólares tienen fecha y agrega que “alguien” le había dicho que no. Pregunté
mucho, pero no pude averiguar de quién se trataba. Ahora bien, como puntualiza
Julie James en un artículo de 1999, en la primera edición del cuento el billete
tiene fecha de 1964, pero en algunas ediciones siguientes aparece fechado en
1974. En la primera edición inglesa de “El otro”, publicada en la revista
Playboy en mayo de 1977, el año mencionado es 1964, y la frase “los billetes de
banco no llevan fecha” está omitida. ¿Por qué Borges no cambió la frase si
sabía que los billetes tienen fecha?.[1]
El artículo, publicado en 2010, fue luego recogido en el
libro Borges y la física cuántica. Lo interesante del texto de Rojo, además de
las reflexiones sobre las paradojas temporales de los cuentos cuánticos de
Borges, es la referencia al ensayo de Julie James, que es un análisis brillante
y sugestivo de “El otro” desde la perspectiva que brindan las diversas
anomalías del relato.
Como lo indica el título de su trabajo, “1964 or 1974: Which
is the other?”, James se enfoca en el enigma del cambio de fecha del billete,
que pasa de ser 1964 en la primera edición de El libro de arena, publicado por
Emecé en 1975, en Argentina, a 1974 en la segunda edición, publicada por
Alianza en España, en 1977. Cambio que, como lo indica James, aparece desde la
primera edición en inglés del relato, en el número de mayo de 1977 en la
revista Playboy. Sí, esa misma que compré y la cual, según me acaba de informar
Amazon, ya ha sido despachada.
El móvil de la pesquisa de Julie James, así como de la de
Alberto Rojo y la mía propia y la de tantos otros que han tropezado con la
misma piedra, es la sospecha de que el error esconda un sentido oculto.
Esta reacción es, por una parte, un efecto calculado de los
textos de Borges. Desde Historia universal de la infamia (1933), donde hizo su
calistenia precuentística falseando y tergiversando “ajenas historias”, ya los
lectores saben que muchas veces el error es el algoritmo secreto de su
narrativa. O ni tan secreto, pues en el célebre comienzo de “Tlön, Uqbar, Orbis
Tertius”, Borges, el narrador y personaje, deja caer una hipótesis que permea
como una duda la totalidad de su obra: “Bioy Casares había cenado conmigo esa
noche y nos demoró una vasta polémica sobre la ejecución de una novela en
primera persona, cuyo narrador omitiera o desfigurara los hechos e incurriera
en diversas contradicciones, que permitieran a unos pocos lectores –a muy pocos
lectores– la adivinación de una realidad atroz o banal”.
Puede que esta frase sea la responsable de que exista esa
comunidad presuntuosa de correctores de Borges. Corrigiéndolo, estaríamos más
cerca del Maestro.
Por otra parte, esta suspicacia es también una prueba de la
inequívoca condición de clásico de Borges. Pues no hay manera de acercarnos a
sus páginas sin que consideremos, como dijo el viejo bardo, que en ellas todo
es “deliberado, fatal, profundo como el cosmos y capaz de interpretaciones sin
término”.
Es el caso del cuento del que estoy hablando, Julie James
cita una entrevista con Marcos Barnatán (que no Benatán) donde Borges reconoce el
error: “Creo que alguien me dijo que los billetes de dólar no llevaban año y
que por lo tanto el intercambio de pruebas quedaba invalidado, pero ahora usted
confirma mi sospecha de que sí tienen fecha”.
El caso parece concluido, pero no así para Julie James,
quien, como el Lönnrot de “La muerte y la brújula”, parece encontrar esta
hipótesis “posible, pero no interesante”. Veamos su razonamiento:
Therefore, it seems to have been a simple oversight. But is
it really so simple? Experienced readers of Borges know that he is a meticulous
author and that he would not make such an obvious mistake. Moreover, if this
was a mistake, why didn’t the author remove this sentence from later editions?
[Por lo tanto, parece haber sido un simple descuido. Pero,
¿es en realidad tan simple? Los lectores experimentados de Borges saben que es
un autor meticuloso y que no hubiera cometido un error tan evidente. Más aún,
si esto fue un error, ¿por qué el autor no eliminó la oración de las ediciones
posteriores?].
En este punto, el artículo de Rojo complementa al de James.
De acuerdo a las fuentes que cita, pareciera que James llega al cuento de
Borges, tanto en su versión original como en su traducción al inglés, a través
de lo que fueron en realidad sus respectivas segundas ediciones. “El otro” fue
publicado primero de forma individual en 1972 (y no en 1971), en una plaquette
de una edición privada de Juan O. Viviano y César Pauli, con dos grabados
originales de Ana María Moncalvo. La edición constó de 57 ejemplares numerados.
En la página de AbeBooks veo que la librería Alberto Casares, de Buenos Aires,
tiene un ejemplar a la venta por 2 500 dólares.
En cuanto a su traducción al inglés, James toma la
referencia dada por el polémico traductor de Borges a ese idioma, Norman Thomas
di Giovanni, quien acota que antes de publicarse en The Book of Sand (1977), el
cuento ya había aparecido ese mismo año en la revista Playboy. Sin embargo, da
la impresión de que James no leyó esa versión publicada en la revista, donde,
según Rojo, la frase de la discordia (“Meses después alguien me dijo que los
billetes de Banco no llevan fecha”) sí fue eliminada. Cuando tenga la revista
en mis manos podré, al fin, verificar si lo señalado por Rojo es correcto. De
ser así, y en vista de que la versión de “The other” incluida en The Book of
Sand sí contiene la frase, no sería descabellado suponer que un riguroso editor
de mesa de la revista Playboy haya detectado el error y procedido de forma
inmediata a eliminarlo.
El problema que plantea la traducción, sin embargo, es
secundario con respecto al cuento en su versión en español y sus modificaciones
en las sucesivas ediciones. Creo que sería de mucha ayuda poder revisar el
texto de esa plaquette y ver si en efecto la frase está allí o no. Di Giovanni,
según cita James, habría hecho su traducción a partir de esa primerísima
versión. Sin embargo, hasta no comprobarlo, me queda la duda. La respuesta que
Borges le da a Marcos Barnatán hace pensar que ese “alguien” le hizo el
comentario después de leer el cuento en su primera versión, donde me atrevo a
especular que la frase no estaba.
Esta interpretación pareciera querer salvar a como dé lugar
a Borges del error, pues en principio este habría sido inducido por “alguien”
más. No obstante, me parece plausible que sea así. De hecho, la frase luce como
injerto posterior con respecto a la escritura original del cuento. Esta
ajenidad se expresa verbalmente, “Meses después alguien me dijo…”, y
tipográficamente: es la única oración del relato que está entre paréntesis.
Según esta conjetura, el cuento en su primerísima versión
era un cuento redondo. Pudiera ser que incluso la última frase (“El otro me
soñó, pero no me soñó rigurosamente. Soñó, ahora lo entiendo, la imposible
fecha en el dólar”) también haya sido añadida después para hacerla congeniar
con la corrección incorrecta, como lo delataría esa acotación “ahora lo
entiendo”, demasiado retórica. De modo que la imposibilidad de “la fecha
imposible del dólar” radicaría no en el dato errado de que los billetes de banco
no tienen fecha, sino en el hecho de que el joven Borges, que cree estar en un
parque frente al Ródano en 1918, pueda tener ese papel de otra época en sus
manos. El adjetivo “imposible” ya se menciona antes para describir el estupor
del muchacho: “Noté que apenas me prestaba atención. El miedo elemental de lo
imposible y sin embargo cierto lo amilanaba”.
El cambio en la fecha del billete, de 1964 a 1974, me parece
que es bien interpretado por James. Poner una fecha imposible para ambos
personajes, pues la anécdota, se nos dice en la primera línea, habría sucedido
en febrero de 1969, erosiona las certezas del Borges narrador con respecto a su
propia realidad.
Borges joven y viejo Montaje de Yeyebooks | Rialta
Borges joven y viejo (collage de Yeyebooks)
Estas especulaciones mías puede confirmarlas o desbaratarlas
quien tenga acceso a esa plaquette. E, incluso, aun si en la plaquette el error
ya apareciera, no podríamos descartar que “alguien” en el círculo cercano del
autor haya podido leer el borrador y sugerirle la insidiosa y desafortunada
“corrección”. En uno u otro caso, saber eso no aclararía el misterio de por
qué, en los años inmediatamente posteriores a la publicación de El libro de
arena, cuando ya Borges se había percatado de la falla, no la enmendó. Quizás
el error quedaba absorbido en el vasto sistema de correspondencias y conjeturas
borgeanas, fortaleciéndolo con una contradicción evidente. Quizás la errada
acotación de ese alguien lo puso sobre la pista del verdadero sentido del
relato: la necesidad de invalidar la prueba del billete para así acentuar la
zozobra infinita del narrador. El trabajo de Julie James apunta en este
sentido.
A pesar de lo interesante que es esta lectura, encontré más
estimulante un patrón que Julie James identifica en los últimos cuentos de
Borges y en el que yo no había reparado: la preocupación por la pérdida de la
memoria. En “El otro” es evidente, pues la mitad del enigma recae en el posible
olvido del joven Borges de haber soñado un encuentro con su doble anciano. Lo
que lleva al muchacho a preguntarle qué tal está su memoria. Y antes de esta
conversación directa al respecto, el encuadre del relato nos habla de una
conciencia y una memoria alteradas:
Serían la diez de la mañana. Yo estaba recostado en un
banco, frente al río Charles. A unos quinientos metros a mi derecha había un
alto edificio, cuyo nombre no supe nunca. El agua gris acarreaba largos trozos
de hielo. Inevitablemente, el río hizo que yo pensara en el tiempo. La
milenaria imagen de Heráclito. Yo había dormido bien, mi clase de la tarde
anterior había logrado, creo, interesar a los alumnos. No había un alma a la
vista.
Sentí de golpe la impresión (que según los psicólogos
corresponde a los estados de fatiga) de haber vivido ya aquel momento.
Este pasaje constituye la primera anomalía del relato. El
personaje ve el río, su agua gris que arrastra trozos de hielo, y piensa en
Heráclito y su famosa metáfora que asimila el tiempo a un río en el que no nos
bañamos dos veces. Y sin embargo, inmediatamente después de recuperar esta
imagen clásica que habla de la imposibilidad de ser los mismos en dos instantes
sucesivos, Borges neutraliza la sabiduría de la metáfora: tiene la impresión de
haber vivido ya ese momento. De haberse bañado previamente en esas aguas.
Más que a un estado de fatiga, los neurólogos han
descubierto que los episodios de déjà vu se corresponden con episodios
epilépticos en el lóbulo temporal del cerebro. Son el gato negro que se repite
en la escalera y que Neo detecta en su primera incursión en la Matriz, después
de que ha sido rescatado por Morpheus.
“Normalmente, un déjà vu es una falla técnica en la Matriz.
Sucede cuando han cambiado algo”, le explica Trinity.
En el mundo virtual de la Matriz, la falla o déjà vu marca
la presencia de lo sobrenatural. El Arquitecto como un dios punitivo y letal,
que ha diseñado hasta el último milímetro de esa gran prisión o laberinto que
es “el desierto de lo real”. Lo sobrenatural se manifiesta, entonces, para
detectar y eliminar la aparición cíclica de la anomalía humana.
En el caso de “El otro”, Borges es al mismo tiempo Borges y
lo borgiano. El rebelde y el sistema. Es Neo y es el Arquitecto. Desde este
punto de vista, podemos imaginar que “El otro” narra el intento de Borges,
hacia el final de su vida, de zafarse del mundo creado por sus propias
ficciones haciendo uso de su miedo mayor: la desmemoria. Extrañamente, sus más
devotos lectores, o “los más experimentados”, como diría Julie James, cumplen
la función de centinelas. Como avatares del agente Smith, salen en busca de los
errores para disolverlos en las encrucijadas lógicas de su obra. “Espejos”,
“laberintos”, “universos paralelos”, “paradojas temporales” son los comandos
activados para anular los intentos de rebeldía de Borges (lo humano) contra lo
borgiano (lo sobrehumano, lo fantástico, lo inexplicable, lo perfecto).
El poema “Borges y yo”, perteneciente al libro El hacedor,
da buena fe de sus intentos de fuga.
Como suele suceder en estas comedias de enredos, Borges ha
tenido poca responsabilidad en su endiosamiento. No solo supo renegar de hasta
tres de sus libros de juventud, sino que no tuvo empachos en sus últimos años
de corregir, cambiar y reescribir muchas de sus páginas. A medida que se
expandía su fama y su influencia, que se sumaban los viajes, el reconocimiento
y los premios, Borges se defendía sin pausa de ese malentendido, de esa
incomprensión que es la gloria. De ello dan testimonio todas las entrevistas
donde desdeña una y otra vez, con cortesía y humor, los motes de genio o maestro.
La concepción de Valéry de que la historia de la literatura
era la de un mismo Espíritu que debía prescindir de los nombres propios, la
sostuvo Borges desde su primer libro, Fervor de Buenos Aires, donde ya atribuía
al azar que él fuera el autor y no el lector de esas páginas, hasta el último
proyecto en el que participó. Se trató de una colección de “cien clásicos
imprescindibles” publicada por Hyspamérica en 1985, cuya selección estuvo a
cargo de Borges, quien solo llegó escribir sesenta y cuatro prólogos antes de
morir en 1986. Estos prólogos fueron reunidos en 1988 bajo el título Biblioteca
personal. Uno de los libros de esa colección fue Lo trágico cotidiano. El
piloto ciego. Palabras y sangre de Giovanni Papini.
En el respectivo prólogo a esta obra de Papini, Borges dice:
Yo tendría diez años cuando leí, en una mala traducción
española, Lo trágico cotidiano y El piloto ciego. Otras lecturas los borraron.
Sin sospecharlo, obré del modo más sagaz. El olvido bien puede ser una forma
profunda de la memoria. Hacia 1969, compuse en Cambridge la historia fantástica
“El otro”. Atónito y agradecido, compruebo ahora que esa historia repite el
argumento de “Dos imágenes en un estanque”, fábula que incluye este libro.
Este párrafo, que anuda los dos olvidos del joven Borges,
tanto en la realidad como en la ficción, debería bastar para invalidar por
adelantado (por innecesaria) la prueba de la plaquette original del cuento.
Solo me queda esperar, con la fruición imposible de un
adolescente de cuarenta años, a que llegue mi revista Playboy.
Notas:
[1] Debo agradecer a Luis Yslas tanto la referencia del
ensayo de Francisco Rivera como la del artículo de Alberto Rojo.
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Fuente: Rialta
https://rialta.org/borges-y-el-otro-una-comedia-de-enredos/