martes, 2 de febrero de 2021

Borges, dos veces

Alex Aillón Valverde Periodista y escritor

El autor recuerda el encuentro de su padre con el autor de El Aleph, recuerda el suyo propio con María Kodama, a partir de la publicación del libro sobre la visita de Borges a Ecuador, realizada por el poeta Javier Lara.

 

Hace unos meses me sorprendí de manera muy grata al conocer que Javier Lara, un amigo mío, poeta ecuatoriano, a quien conocí hace un par de años en Chile en un encuentro organizado por el también poeta Héctor Hernández Montesinos, estaba editando un libro sobre la visita de Jorge Luis Borges a Ecuador, en 1978.

 

Esta visita, desconocida por muchos, ha quedado plasmada ahora en Un Espejo en el tiempo: Borges en Ecuador, que se presentó la semana pasada en Quito, en una ceremonia que recuerda los 120 años del nacimiento del autor de Los senderos que se bifurcan.

 

Pues bien, lo interesante de esto es que este hermoso volumen se basa en las fotografías de un amigo de mi padre, el argentino Jorge Aravena, a quien conocí de niño y quien era un gran guitarrero (le puso música de zamba argentina a un poema de mi viejo, que Savia Nueva remusicalizaría años después) y un gran anfitrión, dueño del Fortín Gaucho que quedaba en la avenida Colón de la capital ecuatoriana, una churrasquería a la que asistía gran parte de la escena literaria de esos años, entre ellos gente entrañable como Euler Granda, Marco Antonio Rodríguez, el maestro Nilo Yépez (pintor) y, claro, mi padre, Eliodoro Aillón, que trabajó en El Comercio durante más de 20 años.

 

Lo que no sabía Javier, y no lo registró su libro, era que mi padre fue uno de los que entrevistó a Jorge Luis Borges en Ecuador. La foto que acompaña esta pequeña memoria, muestra a Don Eliodoro de un brazo del escritor argentino, y del otro a María Kodama, caminando en el antiguo aeropuerto. Mi padre publicó esa entrevista años después en varios periódicos de Bolivia y yo guardo el casete con la voz de Borges, recitando, como muchos saben, de memoria, Peregrina paloma imaginaria, de Ricardo Jaimes Freyre, el boliviano modernista que él tanto admiraba.

 

Mi padre comenzó en El Comercio, en una pequeñísima columna que se llamaba Desde el aeropuerto; su fotógrafo se llamaba Vicente Mena, y fue quien tomó estas fotos y quien luego llegó a ser un gran amigo de la familia y graficó nuestro crecimiento en el exilio quiteño.

 

Mena habría sido de los primeros en retratar a Borges allá. ¿Qué habrá sido de don Vicente? Seguro ya ha muerto, la última vez que lo vi, fue en 1995, seguía trabajando en el aeropuerto, ya viejo, cansado y enfermo, y me tomó una foto, cuando regresaba de haber hecho mi investigación de tesis en Ciespal.

 

Quiero por intermedio de esta nota, pues, honrar también a este obrero desconocido de la memoria. Cuando le comenté esto a Javier, se emocionó, generosamente me pidió que le mandara la foto, cosa que no he hecho hasta el momento (me disculpo por ello) y me ofreció, como el caballero que es, incluirla en caso de que hubiera otra edición del libro que acaban de presentar. Ahora mismo, hace una mención muy generosa en las redes sociales, sobre lo que en estos párrafos les refiero. Muchas gracias,  Javier.

 

Mi padre, en ese tiempo, entrevistó a muchos escritores, artistas y personalidades cuando apenas pisaban tierra ecuatoriana. Sus despachos, sin embargo, eran pequeños párrafos que acompañaban las fotografías de los visitantes. Mi padre guardó muchas de estas entrevistas y quizás la que más amaba, fue la hecha a JLB, que para él, en ese entonces y creo que a lo largo de toda su vida, consideró poco menos que un dios.

 

Mi recuento quizás terminaría aquí de no ser porque una mañana, muchos años después, en Washington, me levantó la llamada del editor de Tiempos del Mundo, José Emilio Castellanos, un venezolano que no hacía mucho, mejor dicho no hacía nada, pero le encantaba la buena comida, el buen trago y era especialista en el bolero cubano y amigo de Olga Guillot, para decirme que debía ir a cubrir a la OEA la inauguración del Festival de Cine Latinoamericano, y que el invitado de honor de ese año, era nada menos que Anthony Quinn. Él y una señora a la que no conocía.

 

Ya solo con la promesa de que iba a conocer a Zorba, el griego, me paré emocionado y me largué a la OEA.  Tengo fijo el recuerdo de la llegada de Quinn, todo un machote, enorme el tipo. Todos se abalanzaron a él, apenas salió de su limusina, pero nadie notó a la señora que bajó del otro automóvil, y que pasó por su lado, como una muñeca frágil, casi de porcelana. Era María Kodama.

 

La segunda invitada era ella y nadie, o casi nadie la conocía. Corrí tras ella y le pedí una entrevista. Me dijo que los únicos que se la habían pedido eran los del Washington Post y que si la esperaba, luego del acto y de que charlara con ellos, pues conversaba conmigo.

 

Lo que ocurrió en la conferencia de prensa es materia de otro cuento, pero recuerdo que luego de ella estuvimos media hora solos, en la sala de grabación en el sótano oscuro de la OEA, organismo donde nadie, o casi nadie, hace nada. Hace 20 años fue el centenario de Borges y Kodama me contó esa mañana que el acto que más le gustó fue el que realizó un cuentacuentos en la plaza central de Marrakesh, que era un relato que hablaba de él que contaba un cuento de Borges que a la vez era contado por Borges.

 

Al finalizar mi entrevista le recordé que mi padre lo había entrevistado en Quito. Ah, sí –me dijo–, un señor muy simpático y educado. ¿Qué fue de él,  me preguntó. Se lo conté, y me dijo con mucha simpatía, –Ah, mirá, cómo venimos a encontrarnos aquí, después de tanto tiempo, eso también es borgiano–, terminó, y se despidió con una sonrisa muy Kodama, la misma que le habrá regalado al Maestro tantas veces, pensé.

 

Ahí termina la historia. He pensado mucho en si ponerme borgiano al final de esta pequeña crónica. Pero como él mismo diría, ya pasada cierta edad, todo cambio es un símbolo detestable del pasaje del tiempo.

 

Me levanto de mi escritorio, miro esta ciudad, como un laberinto roto. Observo en mi tarco un pájaro que es a su modo todos los pájaros. Pienso en mi padre que se fue hace incontables lunas, igual que Borges, y me consuela saber que se fueron en su momento, pues dilatar la vida de los hombres es dilatar su agonía y el número de sus muertes.

 

Y doy gracias, al incesante y vasto universo, por Borges, por mi padre, por esta memoria que, a su tiempo, como todas las cosas, también será olvido.

 

Fuente: Pagina Siete

https://www.paginasiete.bo/letrasiete/2019/9/22/borges-dos-veces-231512.html

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