sábado, 11 de septiembre de 2021

Franco Maria Ricci: el hombre del laberinto de Babel


10.9.21

Jorge Carrión

A un año de su partida, recordamos el legado del diseñador, coleccionista y bibliófilo italiano que fue uno de los colaboradores más cercanos a Borges. Un hombre cuya vida estuvo dedicada a la edición como si fuera un arte de joyería. Fundador de la revista FMR, creador de la colección de literatura fantástica La Biblioteca de Babel y de un laberinto, que incluye un museo y una biblioteca —Labirinto della Massone—, que sigue generando cultura aún después de su muerte.

 

Si este perfil fuera un cuento de Borges, se centraría sobre todo en el momento en que Franco Maria Ricci se enfrentó a su destino; es decir, cuando, en 1962, el joven aristócrata —que había cumplido ya veinticinco años y se había licenciado en Geología—, descubrió la figura de Giambattista Bodoni, el legendario impresor y tipógrafo del siglo XVIII, también natural de Parma. Y se identificó con él. Tras estudiar su obra y admirarla, decidió llevar a cabo un proyecto que, en principio, no tenía nada que ver con las piedras ni los minerales: la publicación del Manual tipográfico, obra póstuma de Bodoni fechada en 1818, en una edición de lujo: novecientos ejemplares numerados, con el nombre impreso de la persona que lo adquiría en un exlibris cedido por la Biblioteca Palatina. Novecientos auténticos cofres del tesoro, con tres volúmenes en un estuche negro, impresos en papel Fabriano y encuadernados en seda, ribetes de oro y piel.

 

El éxito de esta obra para bibliófilos cambió el rumbo de la vida de Ricci, porque hizo que se decidiera a abandonar la geología para dedicarse al coleccionismo y la edición. Tal vez el giro no fuera radical, sino coherente, porque los libros que hizo durante los siguientes cincuenta años son claramente obra de alguien que ha estudiado la dimensión material del mundo, que ha entendido cómo se forman las piedras preciosas o los estratos que conectan el pasado con el futuro.

 

Hasta entonces, había sido aficionado a pilotar coches de carreras y a recorrer cuevas subterráneas. Pero, en vez de comprarse el Ferrari con el que soñaba, adquirió dos máquinas offset que le permitieron firmar su primera obra maestra y proyectar las siguientes; en vez de seguir con la espeleología o la búsqueda de petróleo, como había hecho en años previos, la balanza se inclinó a favor de sus otras pasiones: el diseño, el papel, la impresión, la literatura y el arte. Su origen noble y la vasta biblioteca familiar le habían regalado el archivo de saberes, relaciones, etiqueta y cortesía que, si no garantizaba el éxito, al menos lo volvía muy probable.  La formación geológica le permitía cultivar la edición como una forma de joyería e imaginar laberintos que no fueran de piedra, sino de papel.

 

Elena Foster, la fundadora y directora de la exquisita editorial internacional de libros de arte Ivorypress, lo recuerda “gentil, cortés y comedido; sereno, observador, culto y con una conversación parca pero agradabilísima”. Jorge Herralde, el legendario editor de Anagrama, que conoció a Ricci en una de sus primeras Ferias del Libro de Frankfurt —tal vez en 1970—, me cuenta también por e-mail que era “inteligente, cultísimo, algo tímido e inevitablemente dandy, aunque, como para desconcertar, emergía del ojal de su chaqueta una vistosa rosa roja… de plástico, que nunca le abandonó”.

 

La flor destaca en todas las fotografías en que aparece con americana, que son la mayoría. El pelo, peinado hacia atrás, se va volviendo cano; la sonrisa se va borrando a medida que la vejez le contrae la mandíbula; los hombros, gráciles en el joven deportista, se van sobrecargando a medida que pasan las décadas. Pero la rosa sigue ahí: idéntica a sí misma. Amuleto y emblema, signo de distinción y de extravagancia, ¿no es además cada rosa un laberinto en miniatura?

 

Después del Manual tipográfico de su maestro, Ricci duplicó la apuesta. Decidió editar en facsímil y sin reparar en gastos ni más ni menos que la Enciclopedia de Diderot y D’Alembert. Dieciocho volúmenes, el último de ellos con textos de autores como Marcel Proust o Roland Barthes. Tardó diez años en completar la empresa, desde 1970 hasta 1980. Pero mereció la pena: vendió cerca de cinco mil enciclopedias literalmente ilustradas.

 

La nube de algunos de los nombres de las colecciones que impulsó durante esos años y a lo largo de las siguientes tres décadas de trayectoria profesional lo retratan tan bien como la rosa en la solapa o la sombra de Bodoni: Morgana, Luxe, calme et volupté, Curiosa, Iconographia, La Biblioteca Blu, Guide Impossibili, Grand Tour. La literatura y el arte antiguos se encuentran en su catálogo con sus versiones modernas; lo fantástico, con lo realista; los clásicos, con los nuevos; la tradición del Siglo de las Luces, con la intertexualidad moderna y posmoderna de Italo Calvino y Jorge Luis Borges. Italia dialoga en sus libros con Europa y el mundo entero. Su gran aportación a la edición se podría formular en esos términos: en contra de la tendencia de la mayoría de los proyectos editoriales a mantenerse en el interior de los países y las lenguas donde han sido alumbrados, Ricci generó series de libros que se tradujeron y atravesaron todas las fronteras.

 

Recuerda el escritor letraherido Alberto Manguel en Una historia de la lectura que una tarde del verano de 1978, cuando él trabajaba como redactor de lenguas extranjeras en la sede de la editorial de Ricci en Milán, llegó un paquete grande y misterioso. En vez de contener un manuscrito, estaba lleno de “páginas ilustradas que representaban objetos y operaciones detalladas pero curiosas, acompañadas de textos escritos en una lengua que ninguno de los redactores reconoció”. Por supuesto, era un idioma inventado. También lo era el mundo del que hablaba la obra, que simulaba ser una enciclopedia o un compendio medieval de ese universo inexistente. El autor del Codex Seraphinianus era el artista, arquitecto y diseñador industrial Luigi Serafini. Ni corto ni perezoso, Ricci publicó la obra en dos lujosos volúmenes, con prólogo del mismísimo Calvino.

 

Cuenta la leyenda que Ricci se subió a un avión con destino a Buenos Aires inmediatamente después de leer por primera vez a Borges. Era 1972, de modo que pudo encontrarlo en la Biblioteca Nacional de Argentina. Lo recibió en su despacho de dirección, le enseñó el edificio y en la sala de lectura le dijo, con su ironía distraída, que allí estaba el centro del laberinto donde él esperaba ser sacrificado y, no obstante, liberado. Eso ocurriría al año siguiente, cuando volviera del exilio el general Perón. Hay que recordar lo que dijo el autor de Ficciones sobre los peronistas: “No son buenos ni malos, son incorregibles”. Y, precisamente, lo que hicieron fue corregir su cargo público de director de biblioteca: lo convirtieron en inspector de aves de corral del mercado municipal.

 

Ricci lo invitó a Italia, a donde Borges fue en 1973 en compañía de María Esther Vázquez y Horacio Armani. Empezaron a tramar una nueva colección, La Biblioteca de Babel, que debería reunir sus lecturas favoritas de literatura fantástica (como Las muertes concéntricas, de Jack London, El amigo de la muerte, de Pedro Antonio de Alarcón, o El buitre, de Franz Kafka). La siguiente vez que regresó a Italia y se alojó en las residencias del editor en Milán y Parma, el escritor lo hizo en compañía de María Kodama. Cuando, en 1986, ambos se trasladaron a Ginebra a causa del cáncer terminal del Borges, Ricci los visitó en varias ocasiones y, de hecho, actuó de celestino. En una entrevista para La Nación contó que el viejo escritor ciego le repetía: “Franco, convencela a María de que se case conmigo, yo quiero morir sabiendo que María es mi mujer”. Y que él le hizo ese favor definitivo.

 

Tal vez fuera un regalo todavía mejor al que le hizo por su cumpleaños, dos años antes. Ricci lo invitó a Nueva York para que oficiara de padrino de la edición estadounidense de su revista de arte FMR en la Biblioteca Pública, junto a Jackie Kennedy. Y le entregó, para la ocasión, 84 monedas de oro, una por cada uno de los años que acababa de cumplir.

 

La colección La Biblioteca de Babel se convirtió en un proyecto internacional mediante alianzas con sellos de diversos países y lenguas. En 1977 se publicó su primer volumen en francés; en 1985, nacieron la versión española y la alemana; durante la década de los noventa también editores japoneses y turcos se sumaron a la aventura; y ya en el siglo XXI, la editorial Presença de Lisboa ha publicado diecisiete de los treinta títulos originales. En todas sus encarnaciones se han respetado el espíritu y la selección original.

 

Jacobo Siruela, responsable de la versión española, no sólo compró los derechos de los prólogos y la selección de Borges, sino el diseño de Ricci. Solo encargó las traducciones: “No había nada que agregar a una colección que ya era un lujo”.


 La colección de la Biblioteca de Babel.

 

Cuando Ricci conoció a Borges, el editor tenía 35 años y el escritor, 73. Siruela había cumplido veintiocho cuando viajó para negociar a Milán en 1982; Ricci, 44: “Fue amable, cordial y cercano”, recuerda por correo electrónico, “había una especie de complicidad natural entre nosotros y cierto paternalismo de su parte”. Lo caracterizaban su amabilidad, su elegancia y su refinada cultura visual. Su trabajo recoge, afirma, “toda la buena tradición italiana con un estilo inconfundible, muy personal”.

 

En 1984 Siruela invitó a Borges y a Calvino como ponentes de un curso de literatura fantástica para la universidad Menéndez Pelayo en Sevilla: “Borges estaba muy anciano, por encima ya de los asuntos mundanos profesionales, y la verdad es que intimé más con María Kodama; recuerdo que lo único que me dijo sobre la colección fue que respetara el diseño original”.

 

De la revista FMR —que debe su nombre a las iniciales de su creador y nació en 1982— Ricci creó hasta el logo. No fue el único que elaboró, porque muchas de las marcas que representan a la ciudad de Parma y a la industria italiana de la segunda mitad del siglo XX le confiaron su emblema e imagen, desde Moda a Parma o Ceramica Gresparma hasta la empresa metalúrgica Cometal. Como diseñador supo siempre conectar lo clásico con lo pop, la cultura más elevada con la publicidad. Los anuncios que publicó en revistas de los años setenta y ochenta y muchas de las portadas de sus libros recurren tanto a tipografías antiguas como a explosivas mezclas, incluso psicodélicas, de formas y colores. Pero en FMR se decidió por una elegancia atemporal: portadas siempre negras y una cabecera en letras blancas que, en vez de una rosa, mostraba un trébol de tres hojas.

 

Mensualmente, la aristocrática publicación viajaba por el arte de todas las épocas y los cinco continentes, para mostrar en tricotomía imágenes de cuadros, esculturas, tejidos, joyas, antigüedades, muebles y libros de grandes maestros, acompañadas de artículos de escritores y eruditos. Todas las fotografías tenían a su alrededor un fondo negro. Y la tipografía, por supuesto, era Bodoni.

FMR se adelantó varias décadas a lo que ahora se conoce como cultura de la suscripción. La revista no se podía encontrar en quioscos o librerías: o bien te llegaba a casa por correo postal o bien viajabas para conseguirla a algunas de las ciudades italianas, París, Ciudad de México o Nueva York, donde Ricci había abierto librerías exclusivas, en consonancia con el espíritu cosmopolita del proyecto y con las ediciones en diversos idiomas que se tiraban en paralelo.

 

Encuentro en la red una fotografía de la fachada de la sede parisina de Éditions FMR, en cuyo escaparate se ven varios números de la publicación. Como la puerta está abierta, se puede pasar y casi entrar a esa atmósfera de galería de arte, tienda anticuaria, gabinete de estudio, bombonería. Los muebles son negros, de modo que la librería reproduce y amplía la estética de la portada de la revista. Très chic.

 

Escribiendo este perfil o esta despedida, he recordado que yo coleccioné fugazmente minerales, de niño; y que después, durante la adolescencia, cultivé dos fugaces colecciones de objetos de papel —sellos y marcapáginas—. Fueron el preludio de la única colección física importante de mi vida: mi biblioteca.

 

En su célebre conferencia “La edición como género literario”, Roberto Calasso afirma que un buen editor es alguien con la “capacidad de dar forma a una pluralidad de libros como si fueran los capítulos de un único libro”. Crear un catálogo, una biblioteca, que se perciba como una única, extensa lectura.

 

Ricci vendió Edizioni FMR a Marilena Ferrari en 2002 y durante los trece años siguientes se dedicó a diseñar y construir un laberinto. Se inauguró en 2015 en Fontanellato, provincia de Parma. Doscientas mil plantas de bambú, que crecen verticales compitiendo mutuamente por la luz solar, componen el diseño en tres dimensiones que le sobrevivirá y que ha dejado como legado, junto con la fundación que lleva su nombre.

 Franco Maria Ricci creó un laberinto no de piedra sino de papel: rodeado de bambú. La idea de que lo construyera se lo dio Borges en los ochenta.


La idea de que construyera un laberinto se la dio Borges en los años ochenta. La idea de que éste conviviera con un museo, una biblioteca y un archivo que retribuyeran a su región natal parte de lo que ella le había dado fue enteramente de Franco Maria Ricci. También lo fue la dimensión turística del lugar, su restaurante de cocina local y sus suites de lujo, que garantizaron ingresos constantes para que la fundación pudiera seguir generando cultura después de su muerte, que ocurrió allí mismo, el 10 de septiembre de 2020.

 

En un último gesto extravagante, al mismo tiempo clásico y viral, la materia del laberinto no es geológica, de piedra, sino enteramente vegetal. Como, en su origen, lo fueron los libros.

 

Fuente: Gatopardo

https://gatopardo.com/perfil/franco-maria-ricci-el-hombre-del-laberinto-de-babel/

 

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