La ciudad suiza acoge la tumba de Borges, quien en ese enclave vio despuntar su instinto artístico, acaso su destino.
Pablo Perantuono
Ginebra
14 de junio de 2022
Hace algo menos de seis meses, el 28 de enero de 2022, la revista dominical del diario Le Monde publicó en su portada un retrato en blanco y negro a toda página de una mujer de unos 50 años con el pelo cortado al ras, que no mira a cámara sino ligeramente hacia su izquierda, y que ofrece un imperceptible rictus que parece transmitir serenidad.
Ese rostro desnudo es el de Grisélidis Réal (1929-2005), cuya vida fue lo opuesto a esa placidez que emana de la foto. Poetisa, ensayista, pintora, activista feminista, la obra de Réal orbitó y se nutrió del trabajo que llevó adelante durante casi 40 años, la prostitución.
Nacida en Lausanna, Suiza, e hija de padres intelectuales, Réal estudio Arte en la Universidad de Zúrich, vivió en Alejandría, también en Múnich —donde cayó presa—, y murió en Ginebra, cuyas calles y sábanas trepidó durante infinitas madrugadas. Madre de tres hijos, está enterrada en el célebre cementerio de los Reyes, en el 10 de la Rue des Rois, un predio arbolado y bucólico de unos 300 metros de ancho por 400 de largo que, como casi todo en esta ciudad, brinda pocas señales de su fama. Aquí, entre lápidas discretas y espaciadas entre sí, están enterrados Jean Piaget, Juan Calvino, Alberto Ginastera y un puñado de próceres locales, entre ellos expresidentes, médicos y militares.
Visceral, directa, iconoclasta, la obra y la aventura vital de Réal ha sido objeto, en los últimos años, de un puñado de documentales (el más reciente, Belle de nuit, se exhibió en 2016 en el Bafici) y hoy su figura es reivindicada como un ícono del feminismo en Occidente. Ella se autoproclamaba “puta revolucionaria”. Por eso en su lápida, rodeada de sauces, cipreses, robles y pinos centenarios, se lee: “Grisélidis Réal, Escritora, pintora, prostituta”. Fue un pedido suyo, estar ahí, que diga eso. Lo que no está claro —lo que sus hijos nunca señalaron— es si eligió ese preciso lugar a propósito, acaso como una última manifestación de su audacia y rebeldía. Delante suyo, a sólo cuatro metros, descansa un célebre colega cuya vida, como un espejo invertido, no podría haber estado más en sus antípodas: el único, infinito Jorge Luis Borges.
Aquí estamos, en junio de 2022, a 36 años de la muerte del gran escritor argentino, y esa coincidencia, la de que la antimateria de los cuerpos de JLB y de Réal casi puedan rozarse, no solo parece una mueca del destino, sino que es una más de las tantas paradojas subrepticias que guarda esta bella y confidencial ciudad.
Borges eligió este enclave de Suiza para morir y ser enterrado por un puñado de razones. Estudió aquí, pero no por elección, sino porque quedó atrapado entre el ruido de bayonetas de la Primera Guerra Mundial. Había acompañado a su padre para que este se hiciera un tratamiento de avanzada contra la ceguera y los sorprendió el inicio de la batalla. Anclados en Ginebra, el joven Jorge fue al colegio, donde aprendió francés, alemán y latín, se hizo de amigos, se enamoró del zigzagueo de las calles del barrio viejo, del imperial lago Lemán, el más grande de Europa occidental, y vio despuntar su instinto artístico, acaso un destino. Lo fascinó el espíritu cosmopolita de Ginebra, el sonido de sus campanarios y la sensación de ser un posible centro de la cultura de su civilización. Esa inspiración le permitió pergeñar sus primeros poemas. El recuerdo de esa ciudad amable, discreta y colorida —aún cuando a su alrededor Europa estallaba en pedazos— permaneció engolfado en su memoria; los años no hicieron más que macerarlo y por eso, ya enfermo y acompañado por María Kodama, vivió aquí los últimos meses de su vida.
Integrante de la Academia Francesa de Letras, el argentino Héctor Bianciotti, de cuyo fallecimiento se cumplieron 10 años el sábado pasado, frecuentó al autor de Ficciones durante su suave agonía en la ciudad. Miembro de la prestigiosa editorial Gallimard, Bianciotti contó que durante esas últimas semanas el ánimo de Borges, a quien visitó en el sanatorio y luego en su departamento sin número sobre la Gran-Rue, en el casco antiguo, no se volvió crepuscular ni se vio humedecido por la autocompasión y la melancolía, pese a que era consciente de que el dolor y tal vez la muerte se cernían sobre él. “En el hospital, Borges no expresaría ni siquiera la irritación habitual de estar allí. Hizo bromas sobre la comida que le daban, sopas y purés cuyos sabores eran indefinibles. ‘Podría’, dijo, ‘estar hecho de seda, de mármol, de un extracto de nubes’. Estaba animado por esta conversación, y Maria Kodama y yo le preguntamos si se levantaría y caminaría con nosotros por el pasillo. No sin algunos temores, aceptó. Al principio temblando, terminó por mantenerse erguido y firme. Sonrió, y con una voz que era débil pero que se volvía pesada, discordante y fuerte cuando recitaba textos anglosajones o islandeses, justo cuando nosotros salíamos del pasillo, cantó —podría decirse que entonó— un verso de la balada de Maldon:
Soltó a su amado halcón en el bosque.
y entró en la batalla”.
La escena relatada por Bianciotti tuvo lugar en abril de 1986, dos meses antes de la muerte de Borges, pero terminó siendo gravitante en la narrativa posterior. El poema entonado por ese Borges de los últimos días aborda la batalla entre sajones y vikingos que tuvo lugar en agosto del año 911 en las costas de Maldon, en el condado de Essex, sur de Inglaterra. Admirador, como Tolkien, de la literatura, la cultura y la épica medieval, Borges creía que esos versos concentraban algunos de los grandes atributos de la especie humana: el coraje, el esfuerzo, la lucha, la muerte heroica y trágica. Parte de ese poema es lo que puede leerse en su lápida del cementerio de los Reyes, tumba que Kodama mandó construir semanas más tarde. Debajo de una imagen de siete soldados que empuñan sus espadas y martillos aparece tallada la frase “AND NE FORTHEDON NA”, que significa “y que no temieran”. Es un fragmento de la liturgia guerrera que el caudillo del ejército sajón, en desventaja, predicó ante sus hombres minutos antes de la batalla final.
En el libro Siete guerreros nortumbrios, su autor, Martín Hadis, desentraña algunos de los misterios cifrados en las inscripciones de la lápida, cuya razón de ser tienen que ver, justamente, con una combinación entre los recuerdos familiares de Borges y su fascinación por la valentía guerrera. Filólogo y estudioso de la vasta obra del autor de El Aleph, Hadis cree que “los dibujos y textos de la lápida remiten, a través de un combate sajón y medieval, a los antepasados criollos de Borges, a los compadritos y cuchilleros del barrio de Palermo, a Evaristo Carriego, y a la ‘secta del cuchillo y el coraje’ que fueron tan significativos en su obra. Lo nórdico y lo sajón están directamente emparentados en la obra de Borges con la Argentina. Por eso todo el conjunto es tan apropiado. Borges sentía un profundo cariño por Buenos Aires, pero era a la vez un hombre reservado, y cuanto más cariño sentía por algo, menos probable era que representara o nombrara de manera explícita en sus textos”.
Pero volvamos al verde arbolado del cementerio. Desde la tumba de Réal, lo que se observa es la espalda algo informe de la piedra sepulcral borgeana, en donde también se detectan un par de leyendas en apariencia extrañas pero que, cómo no, están vinculadas íntimamente con el universo literario del poeta porteño. En la parte superior de esa piedra ajada por la lluvia y el tiempo, puede leerse, en nórdico antiguo, “Hann tekr sverðit Gram ok leggr í meðal þeira bert” (“Él toma la espada Gram y la coloca entre ellos desenvainada”), que es el epígrafe del cuento ‘Ulrica’, que JLB publicó en 1975 en el Libro de la arena. A su vez, la frase está tomada de la Völsunga Saga (saga noruega del siglo XIII), que cuenta la historia del héroe Sigurd, quien comparte lecho con Brynhild, deseada por el hermano de su esposa, y para no tentarse interpone la espada entre ambos. En la misma cara de la piedra, debajo de un dibujo de una barca, se observa la inscripción: “De Ulrica a Javier Otálora”. Ulrica y Otálora son los protagonistas del relato, cuya excepcionalidad reside no solo en su calidad literaria sino en que es único en su especie: Borges no escribía cuentos de amor, por más que la pieza pueda interpretarse como un relato onírico o incluso con ribetes erógenos. Más probable aún es que la apelación a esos dos personajes haya sido elección de Kodama como homenaje a la relación sentimental que para mediados de los años setenta, fecha de escritura del cuento, Borges y ella ya habían consolidado. El impreciso contenido erótico del cuento referido en el reverso de la lápida también es materia de interpretaciones. El filósofo y escritor Juan Jacinto Muñoz Rengel, escribió al respecto: “Cuando Borges inició su idilio con Kodama, él tenía 75 y ella 38. Por esa, y por otras muchas razones, el visitante de la tumba de Borges pudiera conjeturar que el mensaje de la espada desnuda está cargado de implicaciones sexuales, pero yo no avendré en esas disquisiciones, porque al fin y al cabo Borges ya murió, y con él la suma del intolerable universo”.
Es una mañana soleada de un jueves de junio y el de los Reyes más que un cementerio parece un parque público, como muchos de los que serpentean Ginebra. Una mujer lee descalza en un banco, un bombero escudriña su celular, una joven en calzas pasa haciendo jogging hundida en el sonido ambiente de sus headphones. Además de sus ilustres vecinos, solo los árboles y los pájaros acompañan al gigante argentino. La primavera suiza está en su apogeo. A metros de aquí, en el parque de los Bastiones, se levanta el monumental muro dedicado a los reformadores, entre los que descolla el de Juan Calvino, factótum de la reforma protestante. Fundada por él en 1559, el Colegio Calvino es la escuela secundaria pública más antigua de la ciudad y es a la que asistió Borges durante aquella estadía adolescente que sellaría para siempre su amor por la ciudad. “En Ginebra me siento extrañamente feliz. Eso nada tiene que ver con el culto de mis mayores y con el esencial amor a la patria. Me parece extraño que alguien no comprenda y respete esta decisión de un hombre que ha tomado, como cierto personaje de Wells, la determinación de ser un hombre invisible”, escribió en una carta unas semanas antes de morir. La idea de la invisibilidad, siendo él un hombre ciego, parece otra de las tantas paradojas de su mundo, pero esa era su necesidad por aquel tiempo, la de escapar de su amada Buenos Aires donde se sentía abrumado. Tras un viaje por Italia, llegó con Kodama a Ginebra a comienzos de 1986 y le dijo que no se irían más.
Tras hospedarse algunas semanas en un hotel, y luego de superar aquella internación por el agravamiento de su estado de salud, Borges y Kodama se mudaron a un departamento sobre la Rue Grand. Hoy, una placa en el 28 de esa calle, colocada a unos tres metros de altura, conmemora su paso por el lugar. A pasos de allí, entre galerías de arte y negocios de anticuarios, se levanta una de las librerías más importantes de Ginebra. Está emplazada en la que fuera la casa de Jean-Jacques Rousseau, otro de los ginebrinos cuya reputación contribuyó a alimentar el magnetismo intelectual de la ciudad, ese carácter de cuna del conocimiento que tanto atrajo al autor de Emma Zunz.
Cercana tanto a Italia como a Francia —la frontera con ambos países se encuentra a menos de una hora en auto—, Borges se sentía atraído por el soplo ecuménico de Ginebra, su eclecticismo cultural. Acaso también por la vibra que se intuye hoy, una rara mezcla entre lo nuevo y lo viejo, lo sagrado y lo profano, el cielo de la Ilustración y el supuesto subsuelo prostibulario, el de Grisélidis Réal y el de Ferdinand de Saussure, el almidonado mundo de la ONU o la OMS, cuyas sedes están aquí, y el de las chicas que aún hoy se ofrecen en las calles a plena luz del día, como si sus cuerpos fueran relojes o chocolates, objetos de deseo por los que Suiza ganó fama mundial. Todo eso a metros del imponente lago Lemán, en cuya bahía basculan los yates y aletean las cigüeñas, y desde donde puede observarse la cima blanca del Mont Blanc. El lago fue uno de los motivos capitales por los que Borges vino aquí a apagarse y a morir. De acuerdo a Bianciotti, JLB buscaba atrapar algo de su esencia, sentir la brisa milenaria que baja por los Alpes y que lo atraviesa. Tal vez imaginar, como le contó una vez Macedonio Fernández al observar la desmesura de la Pampa argentina, que viendo el lago era posible asistir a la revelación de la verdad. Para ello, decía su amigo Macedonio, era necesario olvidarse del mundo, de sí mismo y de todo lo que buscaba. Era algo parecido a la muerte. Algo parecido a la eternidad.
Fuente: Coolt
https://www.coolt.com/libros/borges-muerte-en-ginebra_633_102.html
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