El cuento “El inmortal” narra la búsqueda de una ciudad
perdida en el desierto, urbe magnífica que el tribuno militar Marco Flaminio
Rufo persigue afanosamente. La expedición del romano culmina con un doble
descubrimiento: el de la añorada urbe, que lejos de corresponder a la imagen
excelsa que se había formado de ella Rufo, presenta la cara de un atroz e
insensato laberinto que desafía toda racionalidad; y la no menos inesperada
revelación de sus arquitectos, una casta de inmortales que, retirados del mundo
físico y del uso de la palabra, languidecen en el eterno sopor de
especulaciones metafísicas.
La quiebra de las esperanzas de Rufo, que después de ganar
la inmortalidad recorrerá el mundo y los siglos para despojarse de ella, es
significativa, puesto que responde a la confrontación entre la expectativa de
un ideal, derivada en abstracto de la hipótesis de la inmortalidad, y la realización
de esa hipótesis, cuyo resultado diverge del ideal pero constituye un riguroso
cumplimiento de las premisas de la hipótesis.
El tribuno romano espera encontrar, en la ciudad de los
inmortales, la cumbre de la civilización, pero todo lo que le espera es el
ingreso en una forma particular de barbarie. Esta barbarie está decretada por
la anulación del yo individual como consecuencia de una ley inquebrantable, que
rige la existencia de los inmortales: “Sabía (la república de los inmortales)
que en un plazo infinito le ocurren a todo hombre todas las cosas. Por sus
pasadas o futuras virtudes, todo hombre es acreedor a toda bondad, pero también
a toda traición, por sus infamias del pasado o del porvenir” (579). Anulado por
los hechos del pasado y los del futuro, el momento presente, el instante de
agencia para el sujeto, se aniquila al transmutarse en réplica de lo ya
acontecido o en prefiguración del porvenir: “No hay cosa que no esté como
perdida entre infatigables espejos” (580).
Las consecuencias de esta lógica para la identidad del
sujeto son análogas: “Nadie es alguien, un solo hombre inmortal es todos los
hombres” (579). Si un solo hombre inmortal es todos los hombres, entonces es
lícito deducir que la limitada tribu de los inmortales, compuesta por un número
finito de sujetos, constituye en realidad una imagen completa, incluso
redundante, de la humanidad pasada y futura: si basta un solo inmortal para
escenificar el tránsito interminable de las generaciones, la sucesión de
innumerables individuos, entonces la existencia simultánea de una comunidad de
estos seres implica una potencial reproducción de lo idéntico, lo cual abunda
-innecesaria y enfáticamente- en la aniquilación de la individualidad.
En “El inmortal” el motivo de la sociedad secreta es puesto
a prueba, radicalizado hasta alcanzar sus propios límites y volverse
intrascendente. La pregunta que produce esta radicalización del tropo indaga en
los criterios de inclusión y de exclusión de la sociedad secreta: ¿quiénes
pertenecen a ella, quiénes quedan fuera? “En la arena había pozos de poca
hondura; de esos mezquinos agujeros (y de los nichos) emergían hombres de piel
gris, de barba negligente, desnudos” (573): los inmortales, a quienes Rufo
confunde inicialmente con trogloditas, constituyen una estirpe, habitan un
espacio delimitado, y si carecen de identidad individual, ya que son -a la vez-
todos los hombres y nadie, sí poseen una identidad colectiva, marcada por un
solo rasgo: su inmortalidad. Así como la práctica del rito secreto entre los sectarios
del Fénix; así como la consagración a la misión de soñar en “Las ruinas
circulares”; y así como la tarea de crear un planeta imaginario, todos estos
factores únicos de pertenencia que bastan para justificar la membresía a la
sociedad secreta, es suficiente padecer de inmortalidad para integrarse a esta
casta del desierto que gasta sus días en una casi perfecta inmovilidad del
cuerpo, aunque en constante ejercicio del pensamiento.
La inmortalidad, en tanto signo de pertenencia, resulta
paradójica, puesto que no aporta ninguna marca singularizadora ni
diferenciadora, sino que más bien opera una disolución de la subjetividad cuyo
efecto es una magnificación de la membresía, que se amplía hasta incluir un
conjunto imaginario y utópico: incluye, totalizadoramente, a todos los seres
humanos del pasado y a todos los posibles habitantes del futuro. Sin embargo,
esta última declaración no es completamente válida; existe otra marca que,
aunque omitida en el discurso explícito, se revela como prevalente: al igual
que en todos los cuentos analizados páginas atrás, la membresía a la sociedad
de los inmortales está restringida a los hombres, a los participantes del
género masculino. Se trata de una sociedad exclusivamente viril que acarrea,
además, una cierta concepción de la autoría: si todos los actos y palabras
imaginables son, en el mundo de los inmortales, bien una réplica o bien una
prefiguración, entonces la creación equivale a una reproducción constante en la
cual la totalidad de lo realizable se presenta como una red de copias sin
original, sin posible gesto fundador.
La dramatización arquitectónica de esta comprensión de la
autoría es la ciudad de los inmortales, en la que el diseño material del
espacio trasunta una concepción del universo. La proliferación de corredores
sin salida, altas ventanas inalcanzables, aparatosas puertas que dan a una
celda o un pozo, y de increíbles escaleras inversas, responde a la
imposibilidad de plantear y seguir un designio previo, un plano preliminar,
pues este llevaría inscrita la autoridad de un origen y la preeminencia de un
supra-autor.
Fuente: Notas de lectura de Luis Hernán Castañeda
No hay comentarios:
Publicar un comentario