jueves, 22 de marzo de 2018

“El inmortal” de Jorge Luis Borges




El cuento “El inmortal” narra la búsqueda de una ciudad perdida en el desierto, urbe magnífica que el tribuno militar Marco Flaminio Rufo persigue afanosamente. La expedición del romano culmina con un doble descubrimiento: el de la añorada urbe, que lejos de corresponder a la imagen excelsa que se había formado de ella Rufo, presenta la cara de un atroz e insensato laberinto que desafía toda racionalidad; y la no menos inesperada revelación de sus arquitectos, una casta de inmortales que, retirados del mundo físico y del uso de la palabra, languidecen en el eterno sopor de especulaciones metafísicas.

La quiebra de las esperanzas de Rufo, que después de ganar la inmortalidad recorrerá el mundo y los siglos para despojarse de ella, es significativa, puesto que responde a la confrontación entre la expectativa de un ideal, derivada en abstracto de la hipótesis de la inmortalidad, y la realización de esa hipótesis, cuyo resultado diverge del ideal pero constituye un riguroso cumplimiento de las premisas de la hipótesis.

El tribuno romano espera encontrar, en la ciudad de los inmortales, la cumbre de la civilización, pero todo lo que le espera es el ingreso en una forma particular de barbarie. Esta barbarie está decretada por la anulación del yo individual como consecuencia de una ley inquebrantable, que rige la existencia de los inmortales: “Sabía (la república de los inmortales) que en un plazo infinito le ocurren a todo hombre todas las cosas. Por sus pasadas o futuras virtudes, todo hombre es acreedor a toda bondad, pero también a toda traición, por sus infamias del pasado o del porvenir” (579). Anulado por los hechos del pasado y los del futuro, el momento presente, el instante de agencia para el sujeto, se aniquila al transmutarse en réplica de lo ya acontecido o en prefiguración del porvenir: “No hay cosa que no esté como perdida entre infatigables espejos” (580).

Las consecuencias de esta lógica para la identidad del sujeto son análogas: “Nadie es alguien, un solo hombre inmortal es todos los hombres” (579). Si un solo hombre inmortal es todos los hombres, entonces es lícito deducir que la limitada tribu de los inmortales, compuesta por un número finito de sujetos, constituye en realidad una imagen completa, incluso redundante, de la humanidad pasada y futura: si basta un solo inmortal para escenificar el tránsito interminable de las generaciones, la sucesión de innumerables individuos, entonces la existencia simultánea de una comunidad de estos seres implica una potencial reproducción de lo idéntico, lo cual abunda -innecesaria y enfáticamente- en la aniquilación de la individualidad.

En “El inmortal” el motivo de la sociedad secreta es puesto a prueba, radicalizado hasta alcanzar sus propios límites y volverse intrascendente. La pregunta que produce esta radicalización del tropo indaga en los criterios de inclusión y de exclusión de la sociedad secreta: ¿quiénes pertenecen a ella, quiénes quedan fuera? “En la arena había pozos de poca hondura; de esos mezquinos agujeros (y de los nichos) emergían hombres de piel gris, de barba negligente, desnudos” (573): los inmortales, a quienes Rufo confunde inicialmente con trogloditas, constituyen una estirpe, habitan un espacio delimitado, y si carecen de identidad individual, ya que son -a la vez- todos los hombres y nadie, sí poseen una identidad colectiva, marcada por un solo rasgo: su inmortalidad. Así como la práctica del rito secreto entre los sectarios del Fénix; así como la consagración a la misión de soñar en “Las ruinas circulares”; y así como la tarea de crear un planeta imaginario, todos estos factores únicos de pertenencia que bastan para justificar la membresía a la sociedad secreta, es suficiente padecer de inmortalidad para integrarse a esta casta del desierto que gasta sus días en una casi perfecta inmovilidad del cuerpo, aunque en constante ejercicio del pensamiento.

La inmortalidad, en tanto signo de pertenencia, resulta paradójica, puesto que no aporta ninguna marca singularizadora ni diferenciadora, sino que más bien opera una disolución de la subjetividad cuyo efecto es una magnificación de la membresía, que se amplía hasta incluir un conjunto imaginario y utópico: incluye, totalizadoramente, a todos los seres humanos del pasado y a todos los posibles habitantes del futuro. Sin embargo, esta última declaración no es completamente válida; existe otra marca que, aunque omitida en el discurso explícito, se revela como prevalente: al igual que en todos los cuentos analizados páginas atrás, la membresía a la sociedad de los inmortales está restringida a los hombres, a los participantes del género masculino. Se trata de una sociedad exclusivamente viril que acarrea, además, una cierta concepción de la autoría: si todos los actos y palabras imaginables son, en el mundo de los inmortales, bien una réplica o bien una prefiguración, entonces la creación equivale a una reproducción constante en la cual la totalidad de lo realizable se presenta como una red de copias sin original, sin posible gesto fundador.

La dramatización arquitectónica de esta comprensión de la autoría es la ciudad de los inmortales, en la que el diseño material del espacio trasunta una concepción del universo. La proliferación de corredores sin salida, altas ventanas inalcanzables, aparatosas puertas que dan a una celda o un pozo, y de increíbles escaleras inversas, responde a la imposibilidad de plantear y seguir un designio previo, un plano preliminar, pues este llevaría inscrita la autoridad de un origen y la preeminencia de un supra-autor.

Fuente: Notas de lectura de Luis Hernán Castañeda

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