Por Cristian Vázquez
Según escribió H. P.
Lovecraft hace casi un siglo, uno de los pocos ejemplares que se conservan del
Necronomicón está en Buenos Aires. Ahora, una película y un libro conjeturan
qué fue de esa obra maldita. Un capítulo más para una historia de ficción tan bien
lograda que muchos creen que es real.
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Howard Philips Lovecraft (1890-1937) imaginó la existencia de
un libro maldito, un libro cuyo contenido podía convocar a seres antiquísimos y
todopoderosos y acabar con nuestro mundo. Imaginó que fue escrito alrededor del
año 730 por un árabe loco llamado Abdul Alhazred, que su título original árabe
era Al-Azif, y que en el mundo quedan solo cinco ejemplares de la obra
completa, los cuales llevan el título con el cual se tradujo en Occidente:
Necronomicón. Lovecraft imaginó también que uno de esos ejemplares está en
Buenos Aires.
Quién sabe cuál fue el motivo que lo llevó a pensar en esta
ciudad. Las otras ubicaciones del libro parecen lógicas. Uno de los ejemplares
tenía que estar en la Universidad de Miskatonic, en Arkham: esa imaginaria
ciudad de Estados Unidos aparece en casi todas las historias relacionadas con
los mitos de Cthulhu, la saga de relatos que giran en torno al Necronomicón,
escritos no solo por Lovecraft y otros autores, que conforman el llamado
Círculo de Lovecraft. Las otras tres copias están en neurálgicos de la cultura
occidental: la Biblioteca Widener, de la Universidad de Harvard, el Museo
Británico y la Biblioteca Nacional de París. Pero ¿Buenos Aires?
Es probable que, hace noventa años, mientras escribía El
horror de Dunwich, Lovecraft haya juzgado conveniente que hubiera un ejemplar
más, sito en algún lugar inhóspito, lo más alejado posible de las grandes
capitales del mundo. Y que entonces haya desplegado un planisferio y llevado
sus ojos bien abajo, y que le haya gustado la musicalidad del nombre de esa
ciudad, o quizás el hecho de que contenga las cinco vocales, o, quién sabe, la
discordancia entre el significado del nombre y el horroroso contenido del libro
en cuestión. El caso es que esa fue su decisión. “La Universidad de Buenos
Aires”, escribió en el comienzo del capítulo V del relato.
Tampoco está claro cómo es que la tradición mudó ese
ejemplar de la Universidad a la Biblioteca Nacional de Buenos Aires. Y, menos
aún, por qué tuvo que pasar tanto tiempo para que en Argentina —donde, como en
casi todas partes, los cultores de Lovecraft son legión— un grupo de personas
se animara a recoger el guante arrojado por el padre de Cthulhu hace tantos
años y añadiera al universo lovecraftiano un capítulo más.
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Es probable que esa tardanza se debiera a que algunos de los
más influyentes lectores argentinos siempre miraron a Lovecraft con cierto
desdén. En sus “Notas sobre lo gótico en el Río de la Plata”, de 1975, Cortázar
señala que el prestigio de la obra de Lovecraft lo “ha dejado siempre
perplejo”. “La monótona reiteración de su vocabulario pueril y de sus
escenarios tópicos —apunta— basta para despertar mi tedio más invencible”.
Borges, por su parte, en los sucintos párrafos de su
Introducción a la literatura norteamericana (en colaboración con Esther
Zamborain, publicada en 1967), señala que el autor de El color que cayó del
cielo “estudiosamente imitó el patético estilo y las resonancias de Poe”. Unos
años después, en el epílogo de El libro de arena, explica: “El destino que,
según es fama, es inescrutable, no me dejó en paz hasta que perpetré un cuento
póstumo de Lovecraft, escritor que siempre he juzgado un parodista involuntario
de Poe. Acabé por ceder; el lamentable fruto se titula se titula There Are More
Things”, un cuento dedicado de manera explícita a la memoria de Lovecraft.
La leyenda que une a estos dos autores, sin embargo, va
mucho más allá.
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Una de las mayores curiosidades en torno al Necronomicón es
que muchas personas han creído en su existencia real, por fuera de las
ficciones de Lovecraft y su Círculo. Han creído que de verdad es obra del tal
Abdul Alhazred (que no es más que un juego de palabras con el inglés All has
read, “el que lo ha leído todo”), y que tiene poderes sobrenaturales, y que
algunas pocas copias sobreviven diseminadas por el mundo.
En una ocasión, Clark Ashton Smith, miembro del Círculo de
Lovecraft, le preguntó en broma a un librero de viejo de Nueva York si tenía el
Necronomicón. La respuesta fue: “Por supuesto que lo tenemos”. A Smith se le
heló la sangre durante algunos segundos. “Resultó que el libro existía
realmente, aunque solo en una edición refundida y dudosa”, explica Alexander
Pechmann en su divertido La biblioteca de los libros perdidos, de 2007, una
recopilación de historias de libros que se extraviaron o que nunca se llegaron
a escribir. Hoy en día, de hecho, cuando uno busca “necronomicón” en tiendas
online como Iberlibro, Mercado Libre o eBay obtiene decenas de resultados.
Además de homenajes, plagios y estafas (quién sabe cuántos
desprevenidos habrán pagado fortunas por supuestos originales del libro
maldito), hay bromas. En 1960 se descubrió la ficha del Necronomicón en la
Biblioteca General de la Universidad de California, obra de algún estudiante
bromista. La leyenda borgeana afirma que el autor de El Aleph, amante de hablar
de libros ficticios como si fueran reales, hizo lo mismo: durante su mandato como
director de la Biblioteca Nacional de Buenos Aires (entre 1955 y 1973), también
habría catalogado el Necronomicón, como si el ejemplar soñado por Lovecraft
realmente estuviera entre los anaqueles de aquel lugar.
Cuentan los empleados de la Biblioteca que han recibido, y
siguen recibiendo, incontables consultas de personas que se presentan o llaman
por teléfono o escriben por correo electrónico para preguntar si pueden leer el
Necronomicón. “No, no lo tenemos”, responden los empleados con suma cordialidad.
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Y así llegamos a nuestros días, en los que el cineasta
argentino Marcelo Schapces cumplió el sueño de su adolescencia: llevar a la
pantalla el universo de Lovecraft. Así nació Necronomicón, el libro del
infierno, película cuya trama se desarrolla en una Buenos Aires de pesadilla,
una Ciudad Gótica del tercer mundo donde no solo nunca deja de llover, sino que
además las napas subterráneas han subido hasta anegar los sótanos de los
edificios, entre ellos el de la Biblioteca Nacional. Esto provoca la caída de
una pared, detrás de la cual se descubre un recinto hasta entonces desconocido
en el que se conservan libros secretos…
El estreno fue acompañado por el lanzamiento de
Necronomicón, el libro maldito, un bello volumen publicado por Utopía Editorial,
que reúne magníficas ilustraciones de Salvador Sanz y Aldo Requena y textos
—relacionados con el universo lovecraftiano y, desde luego, con el film—
firmados por el propio Schapces y por los escritores Ricardo Romero y Luciano
Saracino, guionistas de la película. Incluye, entre otras cosas, reseñas de
algunos de los libros supuestamente hallados en la cámara tapiada junto con el
Necronomicón. Casi todos tienen varios siglos de antigüedad, salvo uno, que es
del siglo XX, se titula El rumor de los insectos por la noche (que es el
significado literal del árabe Al-Azif, el título original del libro maldito) y
cuyo autor sería Jorge Luis Borges.
“Puede tratarse de una traducción o una interpretación
borgeana del Necronomicón. […] También puede ser una transcripción exacta del
texto de Abdul Alhazred. […] Se dice que existe una prueba de imprenta
realizada en los talleres gráficos de la editorial Emecé. […] Hay quien dice
que la pequeña decena de ejemplares que lograron encuadernarse como prueba de
galera fueron quemados o que el mismísimo Borges mandó a ocultarlos en un
pabellón posteriormente tapiado de la Biblioteca Nacional…”
La película muestra el momento en que el bibliotecario Luis
(interpretado por Diego Velázquez) encuentra, en los estantes de la cámara
tapiada, uno de esos escasos ejemplares del libro que Borges nunca publicó. Y
ahora yo, mientras escribo estas líneas, también tengo junto a mí un ejemplar
de El rumor de los insectos por la noche. El que se ve en la foto. Es una de
esas situaciones en las que resulta muy difícil no creer en la existencia real
de un libro, aunque se sepa que es ficticio.
¿Qué harán, ahora que su vasto catálogo sí incluye este
libro titulado Necronomicón, los empleados de la Biblioteca Nacional de Buenos
Aires cuando alguien les pregunte si lo pueden leer? Quizás dejen de lado su
amable “no, no lo tenemos” y hagan suyas las palabras de aquel librero
neoyorkino: “Por supuesto que lo tenemos”. Y tal vez de esa forma, durante
algunos segundos, llenen de vana esperanza o les hielen la sangre a los que
consultan. Será una forma de expandir todavía un poco más el universo
lovecraftiano en este arrabal sudamericano.
Fuente: Letras Libres
- México
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