Sergio Ramírez
Alguien cuenta de Borges que alguna vez escribió, o dijo,
que cuando había leído la traducción del Quijote al inglés se dio cuenta de que
la versión en español era inferior; apreciación que irrita o divierte, depende
de si se quiere o no perdonar a los genios -y éste es el genio latinoamericano
que tenemos para enseñar al mundo- sus extravagancias, como son también
extravagancias suyas dedicar un libro a Nixon, por ejemplo. De sus rarezas,
opiniones críticas, gustos, odios y preferencias, constantes de su literatura y
de su vida, da cuenta el libro Conversations with Jorge Luis Borges (Discus
Book, Avon, 1970), uno de los más amenos y ricos que puede encontrarse en la
extensa, y muchas veces cargante bibliografía sobre Borges. Un estudiante de la
Universidad de Brandeis, Richard Burgin, supo en el año de 1967 que Borges
llegaba a Cambridge para una estancia de algunos meses, y se propuso
entrevistarlo. El resultado de sus varias sesiones de pláticas sobre temas
múltiples es esta obra breve, de apenas unas ciento cincuenta páginas, pláticas
que Burgin conduce con precisión, frescura e inteligencia (para las fechas de
su encuentro con Borges tenía apenas veinte años de edad, pues nació en 1947,
noticia que doy para quienes opinan mal de los jóvenes demasiado jóvenes,
metidos a cosas de hombre) y en las que logra aproximaciones fundamentales a lo
que ya puede llamarse el mundo borgiano, (como hay un mundo kafkiano que se ha
trasegado incluso al lenguaje diario), haciendo saltar de la conversación las
entretejidas imágenes de laberintos, tigres y espejos de su universo cerrado.
Quizás lo que Borges revela como mayor constancia a lo largo
del diálogo con Burgin, es la equiparación que hace del mundo de la creación
artística al mundo de la existencia real, absorbido el primero a través de la
dilatada experiencia de la lectura, un mundo libresco que se erige por sí solo
y cobra autonomía para desafiar, y oponerse al otro que en Borges, esfuminado
por su ceguera, se torna un complejo de ilusiones, menos real a veces que el ya
definido de sus lecturas y sus creaciones. Esa ceguera, es la que en definitiva
condiciona su concepción del universo, y cuando su genio habla, se le adivina
ajeno a la realidad circundante (de su infancia casi no recuerda a ningún amigo
y la única imagen verdadera es la de su madre), intocado por lo que le rodea,
excepto cuando alguien le menciona a Perón, o a Evita, y es frente a ella que
se muestra humano a lo largo de todas las pláticas, porque se deshace, única
vez Borges, en insultos al sólo recordarla.
Dudas más que certidumbres, nada de claro y preciso
entendimiento, la filosofía como una organización esencial de las perplejidades
del hombre; y a partir de allí, planos de la realidad paralelos a la aparente
que vivimos, laberintos que desembocan en otros niveles que no se conocen y
solo se pueden vislumbrar, acaso, la vida del hombre repitiéndose en otras
vidas, el deseo de no ser nunca más Borges, de olvidar todo lo que Borges ha
sido: y todavía no has escrito el poema. Provocaciones en forma de opiniones,
agudas provocaciones de una mente abierta a todos los ingenios en su clausura
interior. García Lorca: palabras, nada más que un arte de hacer sonar,
combinándolas, las palabras. Neruda: un gran poeta, sin que le interese como
hombre (le debieron dar el premio Nobel en 1967, dice, en lugar de otorgárselo
«a ése», y ése «ése» innombrado es Miguel Ángel Asturias).
El único latinoamericano que alguna vez ha alcanzado ejercer
influencia sobre toda una generación de escritores de lengua inglesa, en los
Estados Unidos e Inglaterra, es Borges; sus jardines de senderos que se
bifurcan en realidades distintas, los libros que ya no leeremos nunca, el tigre
que anda junto al Ganges en el momento en que él lo describe, el otro tigre que
existe al mismo tiempo en sus líneas, un mundo borgiano que se reproduce en
otros artistas, de acuerdo a las leyes suyas, de encuentros fortuitos en el
tiempo, y trastoques involuntarios. Aunque el suyo sea un universo que nadie
más puede compartir.
Berlín, mayo de 1975.
Fuente: Cervantes Virtual
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