Olga Fernández Latour
de Botas
1. Ecos del
Centenario
Las magnas conmemoraciones del Centenario de Mayo marcaron,
en la Argentina, un hito para la constitución de su conciencia de identidad.
Aquel tiempo potenciado por el mito (reverdecer de fuentes narrativas y
rituales sobre el origen de la patria) reunió antecedentes diversos: los
avances realizados en ese sentido por los primeros ensayistas (desde Domingo
Faustino Sarmiento1 hasta Joaquín V. González2), el comienzo de la tarea
sistemática emprendida por los hombres de la generación del 80 y la transferencia
de los valores que, desde las más variadas procedencias, endógenas y exógenas,
aparecían como modélicos para las artes, para la educación y hasta para las
costumbres y la vida cotidiana de los argentinos. Entre esos rasgos, cuya
condición de valores es, en nuestros días, apta para la discusión, sobresalía
un culto generalizado al gauchismo que floreció tanto en el alto magisterio de
Ricardo Rojas3 y de Leopoldo Lugones4, como en el pintoresco circo criollo y en
el teatro de sainetes y dramas para consumo popular, más tarde completado con
la irrupción de compañías de bailes y cantos a la manera criollista que
siguieron a la empresa de don Andrés Chazarreta5.
La proliferación de impresos funcionalmente semejantes a la
llamada «literatura de cordel», apuntaba a hacer las delicias de nativos e
inmigrantes, como lo comprendieron, libres de prejuicios, los ilustres
estudiosos germanos Rudolph Lenz6, radicado en Chile, y Robert Lehmann-Nitsche7
de cuyos afanes bibliográficos centralizados en la Argentina surgió la famosa y
nunca totalmente estudiada Biblioteca Criolla que se encuentra, hasta hoy, como
legado suyo, en el Instituto Iberoamericano de Berlín8. Allí campeaban las
ideas del anarquismo, letras de tonadillas españolas, poesías en dialecto
napolitano y tangos anónimos, o adoptados, desde el anonimato de su nacimiento
como música instrumental, por autores profesionales que, con el correr del
tiempo, les fueron adosando letras. Las composiciones en verso que contenían
aquellos impresos trataban sobre temas propios de la vida en los barrios
marginales de las ciudades, particularmente de Buenos Aires y de Rosario de
Santa Fe9. Pero sobre todo se divulgaban en ellos historias sangrientas de
payadas entre rivales «fantásticos»10, duelos a cuchillo entre matones, ajustes
de cuentas entre malevos. Eran versos en los que -con utilización exacerbada de
una lengua rústica que remedaba la usada en su habla común por los históricos
gauderios o por los gauchos entonces aún vigentes -se pretendía recoger la
herencia de lo que parecía destinado a convertirse en verdadero sucedáneo de la
poesía tradicional: el poema Martín Fierro.
El éxito extraordinario del Martín Fierro de José
Hernández11, poema gauchesco cuya primera parte, El gaucho Martín Fierro había
aparecido en Buenos Aires en 1872 y cuya segunda entrega, La vuelta de Martín
Fierro, data de 1879, abarcaba por entonces a todas las capas sociales y, ya lo
ha hecho notar Carlos Vega12, fue sin duda el más importante de los elementos
desencadenantes del movimiento tradicionalista en la Argentina. La lucidez de
Vega, demostrada en toda su obra de etnomusicólogo, historiador y folklorista
insigne, ilumina hasta los rincones más apartados del cambio cultural
manifiesto en primer lugar en la resignificación semántica de ciertas palabras,
que se obró en nuestro país y que perduró, intensificándose, hasta la
actualidad. Así es como la voz «gaucho», a principios del siglo XIX, era
portadora de ideas de valentía, libertad y patriotismo solamente en la campaña
porteña, en la Banda Oriental y en lo que hemos llamado la «isla de los gauchos
buenos» que, por ser territorio de la acción de los «gauchos de Güemes»,
comprende la Frontera, en la provincia de Salta, y parte de Jujuy. En el
interior del país, resto del Noroeste, Nordeste, Cuyo y sectores occidentales
de la Pampa y la Patagonia, la hemos oído usada, hasta mediados del siglo XX,
con claro sentido negativo: allí el gaucho era el forajido, el bandolero, es
decir, de acuerdo con las etimologías de ambos vocablos, el marginal, el hombre
buscado por la justicia a causa de sus delitos.
Por otra parte, incluso si consideramos específicamente al
área pampeana, como tan bien lo ha sintetizado Carlos Vega, el Martín Fierro es
un poema fronterizo en varios sentidos:
Cuando Hernández lo concibe, hacia 1871-1875, hay una clase
rural -la del gaucho- que está viva y prolífica, y no se percibe en el poema la
extinción que la amenaza; inmediatamente después del lanzamiento de la segunda
parte del poema (1879) se siente por los campos la muerte del gaucho
tradicional y su reemplazo por el neo-gaucho y por el extranjero13.
La virtud del poema obra casi inmediatamente sobre la
sociedad, por lo que el mismo Vega, al referirse a la etapa de cambio
compulsivo en la sociedad rioplatense que coincide con el florecimiento de la
llamada Generación del 80, expresa:
Pero ya ha cantado Martín Fierro y, por virtud de su canto,
se inicia la nueva vida del gaucho y de las cosas que mueren con él. Empieza la
exhumación, se siente la añoranza, aparecen los estudios, se oyen los clamores
póstumos, empiezan las conmemoraciones...; se distiende al prenuncio de los
monumentos que vendrán después. Es entonces cuando los tradicionalistas se
posesionan del arquetipo extinto para vitalizarlo como símbolo. Es necesario oponer
el símbolo a la invasión que desnaturaliza al país. El gaucho significa un
ideal de vida y de conducta. Ni siquiera importa si el verdadero gaucho fue
siempre el hombre ideal. Lo que importa es crear el hombre que cada uno
quisiera ser, el hombre que todos quisieran ver en cada uno. Y se admite
entonces con razón que el gaucho de las llanuras, en sus buenos tiempos y con
pocas excepciones, es creyente, generoso, respetuoso, digno, honrado y
valiente; y las mujeres, piadosas, sufridas, trabajadoras, fieles esposas,
madres ejemplares. José Hernández se esmera en presentarnos también al otro
gaucho, al gaucho malo, pero a nadie le interesa, porque todos saben que el
poeta ama a sus héroes (que están sufriendo injusticia) y eligen al gaucho
bueno para exaltarlo hasta la idealización en un notable impulso de aspiración
hacia el bien14.
Es el triunfo artístico del «senador Martín Fierro»15 ya
que, como lo advirtió el eminente crítico don Ángel Battistessa16, «Hernández
pudo salvar al gaucho, pero en el orden de la estética, no en el de la
justicia»17.
Hoy, las juventudes de las distintas áreas culturales de la
Argentina, sin distinciones, no aceptan connotación negativa para la palabra
«gaucho». Hacen prevalecer en ella la idea de la injusticia que ejerce la
sociedad sobre el hombre y, paradójicamente, en esta época en que proliferan
bandas de rock y conjuntos de cumbia con nombres provocativos, contrarios a las
instituciones oficiales, alentadores del consumo de drogas, etc., no se concibe
que el lexema «gaucho» pueda llevar consigo un significado ligado a la
transgresión y al delito. «El tiempo está muy trocado...» diría el payador
tradicional. Hasta los internautas de habla española, reunidos en reciente
cónclave virtual18, han elegido como la más bella palabra de nuestro riquísimo
idioma a la voz rioplatense «malevo», de indudable eufonía. Y este hecho ha
sido visto como un triunfo artístico de Jorge Luis Borges19, ya que por influjo
de su obra, que sin ensalzarlo lo instala como tema, y acaso también por influencia
de algunas letras de tango, se ha enaltecido a una figura mala si las hay,
desde la génesis etiológica de su representación del compadre cuchillero hasta
la raíz etimológica, derivada de mal, de su configuración léxica.
Triunfos artísticos, hemos dicho, de Hernández y de Borges,
triunfos lingüísticos, debidos más que nada a la afectuosa alteridad que ambos
escritores experimentaban respecto del gaucho y del malevo, respectivamente.
¿Tiene sentido acaso, tratar de establecer algún tipo de relaciones entre las
obras de esos dos influyentes escritores argentinos? ¿Es posible hacerlo?
En este año 2009 en que se cumplen 130 de la aparición de La
Vuelta de Martín Fierro y 110 del nacimiento del autor de Elogio de la sombra,
cuando, en vísperas de conmemorar la gesta bicentenaria, todo nos induce a
profundizar en los temas trascendentes para nuestro país, hemos querido volver
la mirada sobre dos de sus personalidades más relevantes de todos los tiempos:
José Hernández y Jorge Luis Borges, escritores argentinos.
Mínimas referencias
biográficas
José Rafael Hernández y Pueyrredon, nació en la Chacra de su
tío don Juan Martín de Pueyrredon sita en el «caserío de Perdriel», cerca de
Buenos Aires, el 10 de noviembre20 de 1834 y falleció en el barrio-pueblo de
Belgrano, el 21 de octubre de 1886. Periodista, militar, político y poeta
argentino, es conocido en la historia de las Letras universales como el máximo
exponente de la literatura gauchesca. Partidario de Urquiza se alistó en su
ejército y luchó en las batallas de Cepeda y Pavón. En 1863 publicó en el
diario El Argentino, fundado por él en Paraná (Entre Ríos), su Vida del Chacho,
biografía del general Ángel Vicente Peñaloza. En 1869 fundó en Buenos Aires el
periódico El Río de la Plata, desde cuyas páginas defendió al gaucho,
oponiéndose a su reclutamiento forzoso en el ejército, opiniones que lo
enemistaron con Domingo Faustino Sarmiento (quien ejerció la Presidencia de la
Nación entre 1868 y 1874); en 1870 debió suspender la edición de dicho órgano
de prensa. De esa actitud reivindicatoria de los derechos del habitante de la
campaña surgió su poema El gaucho Martín Fierro (1872), cuya segunda parte, La
vuelta de Martín Fierro, apareció, como se ha dicho, en 1879. La suma de esas
dos partes es conocida como el Martín Fierro y considerada por muchos críticos
y por el público en general, como el gran poema nacional argentino.
Jorge Luis Borges nació en Buenos Aires, en el barrio de
Palermo, el 24 de agosto de 1899 y falleció en Ginebra, Suiza, el 14 de junio
de 1986. Por influencia de su abuela inglesa, fue alfabetizado en inglés y en
español. En 1914, viajó con su familia a Europa y se instaló en Ginebra, donde
cursó el bachillerato y se interesó por el expresionismo alemán. Pasó en 1919 a
España y allí entró en contacto con el movimiento ultraísta. Al regresar a
Buenos Aires, en 1921, se vinculó con las revistas Prisma, Proa y Martín
Fierro, y dotó de expresión nueva a los viejos temas porteños en los poemarios
Fervor de Buenos Aires (1923), Luna de enfrente (1925) y Cuaderno San Martín
(1929). Con Historia universal de la infamia (1935) comenzó su carrera de
narrador dentro del género fantástico: El jardín de senderos que se bifurcan
(1941), Ficciones (1944), El Aleph (1949), El hacedor (1960), en prosa y verso;
El informe de Brodie (1970), El libro de arena (1975), Los conjurados (1985).
La originalidad de sus relatos va aparejada con su cultura enciclopédica y su
atracción por las cuestiones metafísicas y enmascara, a veces, con genialidad,
ejercicios y juegos recreadores de lecturas. Así, su narrativa se funde con su
labor crítica y ensayística: i (1925), Evaristo Carriego (1930), Discusión
(1932), Historia de la eternidad (1936), Otras inquisiciones (1952). Entre sus
obras en colaboración se destaca Antología de la literatura fantástica (1940)
con Adolfo Bioy Casares. Enfermo de los ojos, desde su juventud sufrió
múltiples operaciones y solía referirse a su ceguera como «un lento crepúsculo
que ya dura más de medio siglo». Más de medio siglo de trabajo incesante media,
efectivamente, entre la publicación de su primer libro y la de sus Obras
completas. Escribió también, o dictó a quienes con él colaboraron, numerosos
prólogos y traducciones, pronunció memorables conferencias y recibió altas
distinciones, doctorados honoris causa y condecoraciones de distintos gobiernos
extranjeros. Su labor ha sido universalmente reconocida como la de un auténtico
escritor argentino y gran transformador de la literatura en lengua española.
José Hernández y Jorge Luis Borges. Los nombres de ambos
escritores se encuentran enlazados indisolublemente en nuestro espíritu, sin
duda por obra del que, de entre ellos, fue nuestro contemporáneo. Cuanto más se
ahonda en el pensamiento borgesiano, a fuerza de testimonios publicados por quienes,
con razón o sin ella, no quieren que de él se pierda nada, más claramente surge
la «preocupación» que Jorge Luis Borges sintió siempre respecto de la obra de
Hernández, de su génesis, de sus protagonistas, de su ambiente, de su destino.
En realidad, la actitud de Borges respecto de la literatura gauchesca debería
definirse ajustadamente como «ocupación» ya que se trató de una presencia viva,
que «le daba quehacer», que concurría a su pensamiento, a sus palabras y a sus
acciones con harta frecuencia. Así, en el grueso volumen titulado Borges, obra
póstuma de Adolfo Bioy Casares21 puede sorprender la gran cantidad de páginas
en las que están mencionados el gaucho, José Hernández, el poema Martín Fierro,
sus personajes, las consecuencias de su divulgación en círculos populares e
ilustrados, los mitos que crecieron en torno de esta obra, sin contar las citas
y las reflexiones sobre otros escritores gauchescos y sus obras, en las que
suelen campear no solo la curiosidad y la admiración sino también el humor y la
ironía.
Cabe por ello insistir en el interés que siguen teniendo los
planteos tendientes a situar a Jorge Luis Borges en el panorama crítico del
Martín Fierro.
2. La poesía
gauchesca ante la crítica
En obligada síntesis, que no dudo en llamar empobrecedora de
la cuestión, trataré de abarcar el estado de situación de este tópico en las
primeras décadas del siglo XX tras una toma de posición personal sobre el tema.
Dos son las actitudes que pueden advertirse en una historia
de la crítica de la obra poética de los escritores que Ricardo Rojas englobó
bajo la denominación de Los gauchescos. La más generalizada entre teóricos y
legos, caracterizada por un desconocimiento real o fingido de toda otra actitud
respecto del tema, parte de una falsa y peligrosa sinonimia. La expresión
poesía gauchesca sirve allí para designar, por una parte, a la literatura oral
en verso de los gauchos (diríamos su folklore poético22, si los mismos
críticos, siguiendo a la mayoría de las grandes voces españolas, con la excepción
del lúcido Federico de Onís23, no se empeñaran en separarla de la poesía
tradicional) y, por otra parte, a los poemas escritos por autores urbanos en un
lenguaje «a la manera gaucha». De acuerdo con estos críticos, la primera, la
oral, se ha perdido, pero la segunda, continuadora fiel de la «prehistórica»,
según se decía, está representada por obras conocidas desde las de Bartolomé
Hidalgo (consagrado «su Homero» por Bartolomé Mitre) hasta el Martín Fierro de
José Hernández, cumbre del género. La otra posición, que sólo adoptan quienes
llegan a estos temas a través de las ciencias de la cultura, cataloga de
distinta manera a la poesía que en buena parte ha sido recuperada por
beneméritos recolectores con interés científico. Allí están las obras precursoras
de Ventura Robustiano Lynch24 y de Ciro Bayo25, los Cancioneros de Juan Alfonso
Carrizo26, de Jorge M. Furt27, de Orestes Di Lullo28, de Juan Draghi Lucero29,
del musicólogo Alberto Rodríguez30, de Guillermo Alfredo Terrera31, de Ismael
Moya32, entre otros, donde se documentan las piezas de aquel cancionero popular
tradicional que constituyó, en determinada época, parte del patrimonio cultural
del jinete ganadero de las pampas y de las cuchillas, así como la que fue, y
es, del pastor de la puna, del arriero cuyano o cordobés, del mariscador del
Iberá o del agricultor vallisto salteño. Esa poesía es simplemente folklore y,
por lo tanto, no debe ser clasificada aparte de la poesía tradicional ya que es
también tradicional, además de ser popular, de transmisión oral por medio del
canto y de llegarnos embozada en caracterizadora anonimia. Los de esta segunda
posición se empeñan, por lo tanto, en desterrar la aplicación del calificativo
gauchesca de todo tipo de poesía del folklore argentino y en reservarlo para
las obras escritas por autores urbanos que, inspirados en la vida y la
personalidad del gaucho, presentan determinadas e inconfundibles
particularidades, especialmente en el aspecto idiomático, plenamente cumplidas
en los grandes del género: Hidalgo33, Araucho34, Ascasubi35, Pérez36, del
Campo37, Hernández, Lussich38...
Embanderada como he estado desde mi juventud en la segunda
de las posiciones mencionadas, por convencimiento y por escuela (a través de
mis maestros Juan Alfonso Carrizo, Bruno C. Jacovella39 y Augusto Raúl
Cortazar40), repasé en aquellos años, con creciente desaliento, los trabajos de
los más acreditados críticos hasta llegar a Borges. Cumbre reconocida de las
letras de mi país, el admirado y querido amigo de mi padre41 -por cuyo intermedio
tenía yo el privilegio de frecuentarlo- solía ser considerado, por su
universalismo, un escritor extranjerizante. Hallé entonces que, abriéndose paso
entre las confusas nociones popularizadas de nativismo y de indigenismo, por un
lado, y las anquilosadas tesis de ciertos cenáculos literarios, por otro,
Borges tenía, desde hacía tiempo, la plena percepción del problema poesía
gauchesca y su clave. Mi tesis llamó acaso la atención porque, hasta entonces,
desde tal enfoque, no se había planteado formalmente este tema. Hoy, ante su
obra completa y, especialmente frente a los testimonios a veces descarnados y
agraviantes pero siempre estremecedoramente verosímiles dejados por A. B. C.42
en Borges por Bioy advertimos, en esa intimidad profunda que, yo creo, no se
imaginó nunca violada, la condición constante de referentes literarios en que
mantuvo el autor de El hacedor a las obras «gauchescas», a sus autores y a su
protagonista: el gaucho rioplatense.
3. Los hallazgos de
Borges
En su tiempo, Borges fue el único escritor no folklorista
que supo caracterizar el fenómeno más original de la literatura rioplatense, la
poesía gauchesca. Fue tal vez, aun considerando a los folkloristas, el primer
analista que explicó satisfactoriamente los mecanismos que la originaron. En el
proceso de esta elaboración crítica por parte del autor de Fervor de Buenos
Aires han intervenido los conocimientos y las experiencias que Borges recogió
posteriormente tanto en el Río de la Plata como en el exterior y no es
arriesgado afirmar que la atmósfera imperante en los años que siguieron al
Centenario nutrió su espíritu con las raciones de identidad y de otredad
necesarias para ver claramente un fenómeno tan complejo.
Superados los tiempos iniciales, los esporádicos rechazos y
las frecuentes loas43, y aun después de instalarse la tesis de Rojas y
especialmente la del influyente Leopoldo Lugones tras la aparición de El
payador (1916) es a partir de 1926 cuando la crítica del Martín Fierro comienza
a tomar formas nuevas y, alrededor del tema y sus derivaciones, voces jóvenes
se levantan en la Argentina para proponer verdades, para inaugurar caminos. Una
voz entre todas, precisamente la de Jorge Luis Borges, ya por entonces porteña
y universal como ninguna, define su postura intelectual para siempre al
manifestar, en el artículo «Las coplas acriolladas», publicado en la
movilizadora revista Nosotros a principios de ese año, la necesidad de que el
original espíritu criollo no conozca otro horizonte que el que demarca toda la
cultura universal. Molestaba al joven poeta y escritor la cortedad de miras que
suponía, para la literatura argentina, el considerar al Martín Fierro como
nuestro clásico (clarín cuyo llamado debiera seguirse ineluctablemente) y la
derivación de esta tendencia hacia una literatura vulgar, gauchesca o
nativista, que hoy no preocupa a ningún escritor de vanguardia pero que por
entonces (y desde hacía más de cincuenta años, como lo demuestran los embates
del Anuario bibliográfico de Navarro Viola, por ejemplo) invadía todos los
sectores de la cultura del país. Por eso Borges se empeñaba en derribar el
cerrado autoctonismo («Una de las tantas virtudes que hay en la copla criolla
es la de ser copla peninsular») y tras un rápido y divertido análisis de piezas
llegaba, más por segura intuición que por sistema, a conclusiones totalmente
válidas con respecto a la originalidad de nuestros cantares de viril valentía
(«todavía queremos y padecemos en español, pero en criollo sabemos alegrarnos y
hombrear») y barría con los símbolos superficiales de la nacionalidad («El
cacharro incásico, las lloronas, el escribir velay, no son la patria»), para
afirmar como conclusión, tal como se ha dicho, que «lo inmanente es el espíritu
criollo y la anchura de su visión será el universo».
Jorge Luis Borges, que era consagrado en ese mismo año por
Ildefonso Pereda Valdés44, desde las páginas del número citado de Nosotros,
como «poeta de Buenos Aires», no desairaba el fenómeno de la poesía gauchesca,
sino que habría de mantener durante toda su vida la inquietud por explicarlo.
Algunos de sus hallazgos sobre tal género, expresados en distintos momentos de
su producción y con frecuencia fuera del período que nos ocupa, son (aunque aún
se los olvida) ineludibles para la comprensión del tema.
Pero 1926 había de ser, también, el año en que viera la luz
la primera de las obras sistemáticas salvadoras del patrimonio tradicional de
la poesía popular argentina: Antiguos cantos populares argentinos. Cancionero
de Catamarca, del maestro piedrablanqueño Juan Alfonso Carrizo.
Sin puntos de contacto social ni político (más bien ubicados
siempre en sectores antípodas) son notables las coincidencias que tuvieron
Borges y Carrizo en lo referente a la poesía gauchesca, a partir de aquel año
1926.
Las metas de cada uno de ellos eran diversas. Borges quería,
ya por entonces, lo que habría de sostener veinticinco años más tarde: que el
escritor argentino lo fuera de manera fatal, que ensayara todos los temas y que
la anchura de su visión fuera el universo (El escritor argentino y la
tradición, 1951). Carrizo deseaba restaurar los valores religiosos, morales,
éticos y estéticos de la poesía española de los siglos de oro que había
generado en la Argentina, como en toda Hispanoamérica, el cultivo de formas
entonces olvidadas por la filología hispánica -dedicada a los romances y las
coplas45-: el universo de la glosa y de la estrofa que le era más
característica, la décima espinela. Ambos coinciden sin embargo, en una actitud
de impaciencia no sólo ante la voracidad vulgar por consumir ecos decadentes de
lo que había sido buena poesía popular, sino también, y sobre todo, ante la
postura universitaria liderada por la justamente respetada autoridad de Ricardo
Rojas que, curiosamente, parecía cerrarse en torno de sus propias elaboraciones
y más caso hacía de erróneos juicios peninsulares que de la realidad observable
en la cultura nacional.
Carrizo, el investigador, demuestra que ha descubierto, en
el pensamiento de Borges, el poeta, las claves que apoyarían su tesis, y así lo
dice en un artículo aparecido también en Nosotros, dos años después. A Carrizo,
según noticias de su biógrafo Jacovella46, las armas blancas lo obsesionan. A
Borges también, pero ello se traduce en fascinación. Carrizo cierra las puertas
al aluvión gauchesco y mira hacia el país de antes y de adentro. Borges se abre
ante su fuerza, se mete él mismo en el mundo de su más logrado exponente, el
Martín Fierro, escribe ensayos memorables sobre el poema47, prologa la edición
facsimilar de sus dos partes48 y redacta cuentos cuyos protagonistas son los
personajes creados por Hernández, a quienes hace transitar inéditas etapas de
sus vidas49.
Carrizo aplica el método histórico-cultural y se aboca a la
reconstrucción de los patrimonios desintegrados. Borges utiliza los
instrumentos de la tradición: adopta, adapta, hace suyo lo recibido, lo devora
y genera, a partir de sí mismo, una nueva tradición viva50. Por ello es que
comprende a la poesía gauchesca como proceso, se adentra en los mecanismos de
su producción genérica y va elaborando así las claves que publica finalmente en
1960. Su propia palabra es aquí irreemplazable.
Borges instala a la poesía gauchesca en la gran historia de
la literatura universal:
La poesía gauchesca es uno de los acontecimientos más singulares
que la historia de la literatura registra. No se trata, como su nombre puede
sugerir, de una poesía hecha por gauchos: personas educadas, señores de Buenos
Aires o de Montevideo, la compusieron. A pesar de este origen culto, la poesía
gauchesca es, ya lo veremos, genuinamente popular, y este paradójico mérito no
es el menor de los que descubriremos en ella.
Niega todo determinismo geográfico respecto de su génesis:
Quienes han estudiado las causas de la poesía gauchesca se
han limitado generalmente a una: la vida pastoril que, hasta el siglo XX, fue
típica de la pampa y de las cuchillas. Esta causa, apta sin duda para la
digresión pintoresca, es insuficiente; la vida pastoril ha sido típica de
muchas regiones de América, desde Montana y Oregón hasta Chile, pero estos
territorios, hasta ahora, se han abstenido enérgicamente de redactar El gaucho
Martín Fierro. No bastan, pues, el duro pastor y el desierto.
Acierta con el camino crítico cuando apela a su intuición y
se equivoca cuando no desecha el prejuicio y recurre al repertorio, algo
acotado en esto, de sus conocimientos:
Algunos historiadores de nuestra literatura -Ricardo Rojas
es el ejemplo más evidente- quieren derivar la poesía gauchesca de los
payadores o improvisadores de la campaña. La circunstancia de que el metro
octosílabo y las formas estróficas (sextina, décima, copla) de la poesía
gauchesca coincidan con las de la poesía payadoresca parece justificar esta
genealogía. Hay, sin embargo, una diferencia fundamental. Los payadores de la
campaña no versificaron jamás en un lenguaje deliberadamente plebeyo y con
imágenes derivadas de los trabajos rurales; el ejercicio del arte es, para el
pueblo, un asunto serio y hasta solemne. La segunda parte del Martín Fierro nos
ofrece, a este respecto, un no señalado testimonio. El poema entero está
escrito en un lenguaje rústico, o que estudiosamente quiere ser rústico; en los
últimos cantos, el autor nos presenta una payada en una pulpería y los dos
payadores olvidan el pobre mundo pastoril en que viven y abordan con inocencia
o temeridad grandes temas abstractos: el tiempo, la eternidad, el canto de la
noche, el canto del mar, el peso, la medida. Es como si el mayor de los poetas
gauchescos hubiera querido mostrarnos la diferencia que separa su trabajo
deliberado de las irresponsables improvisaciones de los payadores.
La puerta se había abierto, aunque el gran crítico no
alcanza allí a captar lo que podría haber sido otro «no señalado testimonio»,
que ahora registramos: el de que Hilario Ascasubi, en su Paulino Lucero, había
insertado una payada con artificios entre un entrerriano, un porteño y un
correntino en la que resulta evidente la exclusión de términos deliberadamente
gauchescos, y lo había hecho en 1872, es decir siete años antes de que
Hernández escribiera su famosa payada en sextinas publicada en el canto XXX de
La vuelta de Martín Fierro, la segunda parte del poema. No obstante, y esto es
lo trascendente, Borges había llegado a la clave genética del fenómeno al
centrarla en lo lingüístico y, sobre todo, al captar la delicada relación entre
los polos rural y urbano del continuo cultural rioplatense de aquel tiempo:
Cabe suponer que dos hechos fueron necesarios para la
formación de la poesía gauchesca. Uno, el estilo vital de los gauchos; otro, la
existencia de hombres de ciudad que se compenetraron de él y cuyo lenguaje
habitual no era demasiado distinto. Si hubiera existido el dialecto gauchesco
que algunos filólogos (por lo general españoles) han estudiado o inventado, la
poesía de Hernández sería un pastiche artificial y no la cosa auténtica que
sabemos.
Por fin, Borges define la naturaleza convencional de la
poesía gauchesca y la valoriza en la obra de los grandes del género:
La poesía gauchesca, desde Bartolomé Hidalgo hasta José
Hernández, se funda en una convención que casi no lo es a fuerza de ser
espontánea. Presupone un cantor gaucho, un cantor que, a diferencia de los
payadores genuinos, maneja deliberadamente el lenguaje oral de los gauchos y
aprovecha los rasgos diferenciales de este lenguaje, opuesto al urbano. Haber
descubierto esta convención es el mérito capital de Bartolomé Hidalgo, un
mérito que vivirá más que las estrofas redactadas por él y que hizo posible la
obra ulterior de Ascasubi, de Estanislao del Campo, de Hernández.
Las afirmaciones fundamentales contenidas en estos párrafos
de Borges son, sin duda, irrebatibles y casi todas ellas resultaban, para el
momento en que fueron expresadas, absolutamente originales. Aún en lo que
respecta a las características que distinguen poesía gauchesca de poesía
popular tradicional, ya señaladas por folkloristas, es destacable el hecho de
que Borges sea el primero en advertir que en el poema de Hernández están
ejemplificados ambos tipos de poesía. Lo más importante de la página
transcripta es, sin embargo, que Borges haya redescubierto y comprendido bien
la por él llamada «convención que casi no lo es a fuerza de ser espontánea» que
consiste en presuponer «un cantor que, a diferencia de los payadores genuinos,
maneja deliberadamente el lenguaje oral de los gauchos y aprovecha los rasgos
diferenciales de este lenguaje, opuesto al urbano».
Nadie había notado antes que él este hecho capital sólo
ubicable entre quienes tuvieran lo que llamo «opción cultural», que nunca se produce
en el individuo auténticamente folk, para quien las respuestas culturales
vigentes, localizadas, colectivas y anónimas como resultado del proceso
generacional de transmisión oral o empírica que conocemos como
tradicionalización, constituyen su único horizonte prestigioso, por seguro y
posible. El fenómeno es semejante a otro, advertido por quien esto escribe en
una ponencia presentada ante el Primer Congreso Internacional de Folklore de
Buenos Aires (1960), que ocurre en la poesía nativista influenciada por el
paisajismo romántico, con la incorporación de elementos ajenos a la temática
folklórica que es esencialmente humanista. Tales temas (añoranza del pago y de
la niñez en él pasada, descripción de costumbres o del paisaje nativo como
finalidad de la composición poética) necesitan, para surgir, de un poeta que
conozca y ame el folklore pero cuya propia cultura lo mantenga suficientemente
alejado de él para advertir sus rasgos diferenciales y destacarlos en su
evocación.
Para quien ha llegado a las conclusiones antedichas por el
camino de la crítica técnica, tras la revisión de cientos de cantares
folklóricos y su comparación con otros tantos de procedencia urbana o
promociones nuevas, la lectura de Borges solo produce satisfacción cuando se
atenúa la primera impresión molesta, comparable a la de quien ha trepado
esforzadamente en procura de la cima de una escarpada montaña y que, ya en
ella, se encuentra con un feliz y despreocupado excursionista que ha sabido
hallar un buen camino para su automóvil. Porque en 1951, en el transcurso de su
conferencia El escritor argentino y la tradición, Borges había dicho:
Gibbon observa que en el libro árabe por excelencia, en el
Alcorán, no hay camellos; yo creo que si hubiera alguna duda sobre la
autenticidad del Alcorán, bastaría esta ausencia de camellos para probar que es
árabe. Fue escrito por Mahoma, y Mahoma, como árabe, no tenía por qué saber que
los camellos son especialmente árabes, eran para él parte de la realidad, no
tenía por qué distinguirlos; en cambio, un falsario, un turista, un
nacionalista árabe, lo primero que hubiera hecho es prodigar camellos,
caravanas de camellos en cada página pero Mahoma, como árabe, estaba tranquilo,
sabía que podía ser árabe sin camellos.
Y antes, en 1928, en Ascendencia del tango, había observado
un fenómeno equivalente, en que se reemplaza el factor paisaje por el factor
tiempo, motivos ambos de usual remembranza. En un paréntesis dice:
El tango fue primeramente un plano del baile, una indicación
de cortes y de floreos, una actualidad que no se preocupa; el contemporáneo
-esto es decir el realmente viejo- cuida recuerdos ya. Una conciencia adulta
del tiempo carga sobre él.
Estas reflexiones de Borges acerca de la toma de conciencia
del paisaje y del tiempo como consecuencias de alejamientos que, agregamos, van
casi siempre aparejados a procesos de desarraigo respecto de la sociedad o de
nostalgia respecto de la época, no son casuales. Existe una relación muy
estrecha entre ellos y la indudable autenticidad de Borges en cuanto escritor
argentino. Su conferencia El escritor argentino y la tradición, ya citada, es,
en este sentido, ampliamente reveladora, pero pueden encontrarse muchas otras
alusiones a este tema a lo largo de su obra.
Ha dicho Borges: «O somos argentinos de manera fatal, es
decir espontáneamente, o pretendemos demostrar que lo somos con posturas
nacionalistas: en este sentido habremos procedido artificialmente; habremos
creado algo artificial», y el crítico español Fernando Quiñones, en su artículo
La argentinidad de Jorge Luis Borges, comenta:
Tal concepto a favor de las realidades espontáneas y no
forzadas aplicado asimismo por Borges a su refutación de la expresión «hombre
moderno» -tan contemporánea y abusada- no hace más que subrayar y precisar el
talante de la argentinidad literaria del escritor, que es una argentinidad
improcurada, visceral, del todo gratuita, y que cobra súbitos naturales
reflejos en su obra (sobre todo en su obra narrativa) de manera tan variada
como natural y orgánica.
El mismo carácter universal de los motivos borgesianos
-destaca el citado crítico- es una característica de su argentinidad de
intrincada trama, «hija directa de la intrincada argentinidad misma». Dice
también Quiñones:
Evidentemente el cósmico mundo virginal de un César Vallejo,
de un Rómulo Gallegos, de un Migue Ángel Asturias o de un Pablo Neruda, sola y
específicamente americanos, no se da en la obra de Borges: ésta tampoco es una
selva, sino un laberinto creado por el hombre, de sabia e incesante elaboración.
Nosotros podríamos agregar que esa América virgen no fue
tampoco tema de nuestros payadores, que eran argentinos aunque, como lo pintó
Hernández, trataran en sus versos el canto del mar, el peso y la medida, o,
como lo documentan nuestros Cancioneros folklóricos, mencionaran a Diana, a
Cupido, a Carlomagno, a Salomón, a Nabucodonosor, a Carlos Quinto y a San
Agustín51. Y no puedo dejar de pensar aquí, llevada por mi oficio, que en esa
universalidad de temas, elaborados y dichos de manera puramente argentina, que
se da en Borges, se conjugan, en un particular proceso unipersonal, elementos
característicos de todo folklore literario: universalidad y profundidad secular
de los temas; regionalidad ligada al acontecer cultural de unidades mayores como
nación y civilización y, en el caso de Borges lograda no «pese» a ser porteño
sino por serlo en plenitud; derecho a la adopción y adaptación de elementos de
cualquier procedencia y siempre, sin quererlo, total autenticidad.
Se ha sostenido alguna vez que Borges ensayista cuidó más el
detalle que lo fundamental. Debo contradecir eso, por lo menos en el caso de su
tratamiento de la poesía gauchesca. Es sólo en el detalle donde, a veces, se ha
mostrado impreciso, como extendiendo una mano generosa para dejar lugar a
algunos aportes de nuestra «nueva crítica»:
-No es un acierto decir, por ejemplo, como lo hace en las
páginas de El Martín Fierro transcriptas más arriba, que la sextina del poema
fue forma estrófica propia de los payadores de la campaña, cuando su
introducción en nuestras letras comienza con Hernández (sin reconocer siquiera
identidad respecto de las sextinas gaúchas riograndenses que lucen otras rimas
y son, generalmente, breves romances).
-Tampoco lo es afirmar que es un error derivar la poesía gauchesca
de la poesía de los versificadores rurales, cuando lo verdaderamente erróneo es
identificar ambos tipos de poesía.
-No se mejora la idea de Mitre que llamó a Hidalgo el
«Homero» de Hernández52, con la comparación adoptada por Borges: «El iniciador,
el Adán, es Bartolomé Hidalgo, montevideano». No se mejora porque, mientras que
Adán no conoce pasado humano alguno, en la poesía gauchesca rioplatense, lo
mismo que en los poemas homéricos, un pasado riquísimo de cantares anónimos se
hace voz en la persona cierta o ficcional, de un poeta y porque, además, hay
piezas precursoras de la expresión gauchesca, tanto en Canta un guaso en estilo
campestre el triunfo del Excmo. Señor Don Pedro Ceballos atribuida a Juan
Baltasar Maciel (1778) como en El amor de la estanciera (circa 1779), El
valiente fanfarrón y criollo socarrón (circa 1814) y Las bodas de Chivico y
Pancha (circa 1821), tres sainetes que circularon como anónimos y que he
considerado cíclicos por referirse a personajes de una la misma familia entre
fines del siglo XVIII y principios del XIX.
Y no es ocioso señalar, como lo he hecho en mi reciente
estudio preliminar a la Obra completa de Bartolomé Hidalgo53, que las primeras
composiciones en las que un autor utiliza el habla del gaucho y presenta personajes
explícitamente «gauchos», son los Cielitos que Bartolomé Hidalgo escribió en
Buenos Aires a partir de 1818, y que sus gauchos -Ramón Contreras y Jacinto
Chano- eran de la provincia de Buenos Aires, eran gauchos porteños.
Para quien esto escribe no es un total acierto permanecer,
como Borges lo ha hecho, en la idea de que el Martín Fierro es una novela,
surgida en el marco del tiempo novelístico por excelencia, el siglo XIX -que
según esclarecedores estudios recientes de Pedro Luis Barcia54, pertenece a
Calixto Oyuela y data de 188555-. Tal vez sí lo sea recalar en ese puerto y
proseguir viaje por los cauces lingüísticos que nos marca el autor del poema56.
Así arribamos -como lo he explicado antes de ahora extensamente- a la
conclusión de que este largo cantar o ciclo de cantares narrativos responde a
la función de lo que en los medios rurales era el vehículo reconocido del
relato en verso, crónica de la realidad inmediata o ficción épico-lírica, que
es el argumento. En realidad, llama la atención que Borges no se me haya
adelantado a observar la presencia de esa palabra no casualmente usada por
Hernández tanto en el Canto I de El gaucho Martín Fierro, cuando dice:
Me siento en el plan de un bajo
A cantar un argumento,
Como si soplara un viento
Hago tiritar los pastos,
Con oros, copas y bastos
Juega allí mi pensamiento
como en el Canto XIII, también de la primera parte al
expresar:
En este punto el cantor
Buscó un porrón pa consuelo,
Echó un trago como un cielo,
Dando fin a su argumento;
Y de un golpe, al estrumento
Lo hizo astillas contra el suelo.
La gran diferencia entre el argumento y la novela reside en
que, necesariamente, el primero es, lo mismo que el Martín Fierro de Hernández,
una composición en verso cuya externación natural supone la práctica del canto.
En los mismos textos de argumentos que se han hallado impresos se indica con
frecuencia la especie musical recomendada y es ejemplo que he incorporado al
tema en trabajos anteriores57 y cito nuevamente aquí el «Argumento sobre el
asesinato/ del/ general D. Juan F. Quiroga/ por Liberato Orqueda/ Año 1835/»
(Para cantar por cifra). Tampoco el maestro Carrizo, desde su irritación contra
el género gauchesco, pudo ver este nexo interesante entre el gran poema de José
Hernández y los cantares narrativos que él mismo había recogido de las fuentes
vivas de nuestra poesía popular tradicional.
De todos modos, tales imprecisiones técnicas no dañan en lo
fundamental la obra de Borges, cuyas observaciones respecto de la poesía
gauchesca sirven, sobre todo, para jerarquizar cualquier tratamiento posterior
de este tema, rodeado de tabúes tanto sociales como estéticos.
¿Podemos aventurarnos, en tren de analizar procesos, a
intentar la comprensión de cómo llegó Borges a esas verdades?
El primer paso hacia esa comprensión lo encuentro en una de
sus frases más trascendentes y por lo tanto más citadas por los tratadistas
borgesianos:
En mi corta experiencia de narrador he comprobado que saber
cómo habla un personaje es saber quién es, que descubrir una voz, una
entonación, una sintaxis personal, es haber descubierto un destino.
Borges supo descubrir la voz del criollo y, volviendo por
necesidad al estudioso catamarqueño, es significativo que Juan Alfonso Carrizo,
en lucha contra las posturas indigenistas imperantes en su hora, lo cite en una
nota crítica publicada en Nosotros en 1928, para fortalecer su tesis sobre el
cancionero tradicional. Borges, como se ha visto ya había hecho conocer su
posición al respecto dos años antes en «Las coplas acriolladas», artículo
aparecido en la misma revista y años más tarde (1945) diría en una conferencia
sobre literatura gauchesca pronunciada en Montevideo:
No menos necesario para la formación de ese género que la
pampa y que las cuchillas fue el carácter urbano de Buenos Aires y de
Montevideo. Las guerras de la Independencia, la guerra con el Brasil, las
guerras anárquicas, hicieron que hombres de cultura civil se compenetraran con
el gauchaje; de la azarosa conjunción de esos dos estilos vitales, del asombro
que uno produjo en el otro, nació la literatura gauchesca.
Y de esa frase de Borges parece surgir la segunda clave para
nuestro intento de aproximación a una visión interpretativa del tema: Borges
comprendió aquella azarosa conjunción de estilos porque, como poeta de Buenos
Aires que supo oír en ambas orillas del Plata la voz del cantor rural, la
sintió en sí mismo, gracias a una capacidad de asombro no desgastada por sus
constantes evasiones a la literatura universal.
Estudioso, crítico y gustador de toda la poesía gauchesca,
Jorge Luis Borges no se sustrajo a la magia de su obra cumbre: el Martín Fierro
de José Hernández. Como se ha visto, la analizó, la valoró, quiso neutralizar
su influencia literaria, contribuyó a su difusión, como antes he dicho, e hizo
aún algo más: entró él mismo en la tradición de narrativa escrita que ella ha
suscitado.
Efectivamente, si el Martín Fierro tuvo muchas secuelas en
las cuales escritores de variados valores imaginaron nuevas historias de este
gaucho, de su mujer, de sus hijos y hasta de sus nietos, así como del sargento
Cruz y de Picardía58, a Borges le pertenecen al menos dos de esas narraciones
ficcionales integrantes del ciclo. Una es la detallada «Biografía de Tadeo
Isidoro Cruz (1829-1874)»59. La otra, «El fin»60 (en que un negro vengador, en
combate singular, da muerte a Martín Fierro), complemento de la primera,
resulta tal vez más trascendente. En ambas aparecen motivos fundamentales de la
obra de Borges. «Comprendió su íntimo destino de lobo, no de perro gregario;
comprendió que el otro era él», dice acerca de Cruz, y sobre el hermano del
moreno vengado expresa: «Cumplida su tarea de justiciero ahora era nadie. Mejor
dicho era el otro, no tenía destino sobre la tierra y había matado a un hombre».
Esa identificación en cadena de los destinos, esa
multiplicación de variantes en infinitos círculos concéntricos puede llevarnos
a los temas básicos de la obra borgesiana. No es ese mi objetivo. Me interesa,
en cambio, destacar cómo se produce la vinculación entre los dos cuentos de
Borges inspirados en personajes del Martín Fierro y la obra de donde proceden.
Con el mismo derecho que desde siempre ha hecho valer el pueblo en sus procesos
de adaptación folklórica, con el mismo poder con que un narrador rural cambia
los incidentes de un cuento, transforma su desenlace, prosifica el romance
(como lo hizo Sarmiento en el Facundo) y lo transmite en su lengua, Borges
asimila episodios del Martín Fierro de Hernández, los cuenta en llana prosa
argentina sin matices gauchescos, los hace suyos en su totalidad.
Ambos relatos, admitidos por Jorge Luis Borges en su
rigurosa Antología personal, representan tal vez la etapa culminante de la
relación Borges-poesía gauchesca y sugieren el análisis de otro postulado de inquietante
interés: Borges-narrativa tradicional.
4. Epílogo
El enunciado «La poesía gauchesca y la intuición de Borges»
tiene varias lecturas. Una es la consideración directa de esta relación entre
el escritor argentino Jorge Luis Borges y ese género literario rioplatense.
Otra, que aquí nos interesa directamente por la proximidad del Bicentenario,
puede derivar de la reflexión sobre el clima social y cultural generado por las
conmemoraciones del Centenario de Mayo: un clima propenso a la fecundidad en
las ideas, al goce de la libertad, a la apertura hacia el resto del mundo, a la
afirmación de los valores simbólicos con que se había construido la Patria
Vieja cien años atrás.
Borges resulta una figura insoslayable en el período
1910-1930 precisamente porque su presencia juvenil trasunta con osadía un
estilo argentino muy propio de aquel tiempo, en el que la literatura gauchesca
alcanzaba con prestigio de símbolo a todos los estamentos de la sociedad sin
convertirse en obstáculo, sin cerrar, para las nuevas generaciones, las puertas
de la más creativa y revolucionaria originalidad. Así como Sarmiento fue
literalmente, hijo de Mayo, puede decirse que Borges es hijo del Centenario,
menos desde el punto de vista de sus circunstancias cronológicas que desde el
de su postura ante la humanidad: la de una orgullosa identidad no buscada, una
argentinidad como aceptación de destino. Una feliz fatalidad.
La literatura de Borges, a nuestro entender, no podría ser
llamada post-colonial como lo he visto en algún congreso reunido en Europa.
Vive en ella la plenitud de ser sin condicionamientos. Una plenitud que ha
hecho decir al crítico chileno Jorge Edwards en el marco del III Congreso
Internacional de la Lengua Española reunido en 2004 en Rosario de Santa Fe:
Estamos acostumbrados a ver la literatura de nuestra lengua
como literatura del realismo, de la picaresca, y ocurre que las páginas de más
exaltada fantasía de toda la narrativa europea se escribieron en la España de
comienzos del siglo XVII, del primer barroco.
El llamado realismo mágico procede de allí, aunque se lo
haya atribuido a un grupo de autores latinoamericanos recientes. Y el autor
moderno más emparentado con esta fantasía cervantina no es Alejo Carpentier,
tampoco García Márquez, sino Borges. La pluma de Cervantes y la de Borges están
empapadas de la misma tinta.
Palabras que agradecemos, compartimos y proponemos como un
llamado a la reflexión: ¿qué pensamiento vuela entre nosotros con la libertad,
la autenticidad y la originalidad cervantina y borgesiana hacia los próximos
días del Bicentenario de Mayo?
Un estremecimiento del ser argentino es el eco de tal
pregunta, pero no su respuesta
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Fuente: Biblioteca virtual Cervantes
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