miércoles, 20 de mayo de 2020

La poesía gauchesca y la intuición de Borges. Nueva mirada crítica




Olga Fernández Latour de Botas

1. Ecos del Centenario

Las magnas conmemoraciones del Centenario de Mayo marcaron, en la Argentina, un hito para la constitución de su conciencia de identidad. Aquel tiempo potenciado por el mito (reverdecer de fuentes narrativas y rituales sobre el origen de la patria) reunió antecedentes diversos: los avances realizados en ese sentido por los primeros ensayistas (desde Domingo Faustino Sarmiento1 hasta Joaquín V. González2), el comienzo de la tarea sistemática emprendida por los hombres de la generación del 80 y la transferencia de los valores que, desde las más variadas procedencias, endógenas y exógenas, aparecían como modélicos para las artes, para la educación y hasta para las costumbres y la vida cotidiana de los argentinos. Entre esos rasgos, cuya condición de valores es, en nuestros días, apta para la discusión, sobresalía un culto generalizado al gauchismo que floreció tanto en el alto magisterio de Ricardo Rojas3 y de Leopoldo Lugones4, como en el pintoresco circo criollo y en el teatro de sainetes y dramas para consumo popular, más tarde completado con la irrupción de compañías de bailes y cantos a la manera criollista que siguieron a la empresa de don Andrés Chazarreta5.

La proliferación de impresos funcionalmente semejantes a la llamada «literatura de cordel», apuntaba a hacer las delicias de nativos e inmigrantes, como lo comprendieron, libres de prejuicios, los ilustres estudiosos germanos Rudolph Lenz6, radicado en Chile, y Robert Lehmann-Nitsche7 de cuyos afanes bibliográficos centralizados en la Argentina surgió la famosa y nunca totalmente estudiada Biblioteca Criolla que se encuentra, hasta hoy, como legado suyo, en el Instituto Iberoamericano de Berlín8. Allí campeaban las ideas del anarquismo, letras de tonadillas españolas, poesías en dialecto napolitano y tangos anónimos, o adoptados, desde el anonimato de su nacimiento como música instrumental, por autores profesionales que, con el correr del tiempo, les fueron adosando letras. Las composiciones en verso que contenían aquellos impresos trataban sobre temas propios de la vida en los barrios marginales de las ciudades, particularmente de Buenos Aires y de Rosario de Santa Fe9. Pero sobre todo se divulgaban en ellos historias sangrientas de payadas entre rivales «fantásticos»10, duelos a cuchillo entre matones, ajustes de cuentas entre malevos. Eran versos en los que -con utilización exacerbada de una lengua rústica que remedaba la usada en su habla común por los históricos gauderios o por los gauchos entonces aún vigentes -se pretendía recoger la herencia de lo que parecía destinado a convertirse en verdadero sucedáneo de la poesía tradicional: el poema Martín Fierro.

El éxito extraordinario del Martín Fierro de José Hernández11, poema gauchesco cuya primera parte, El gaucho Martín Fierro había aparecido en Buenos Aires en 1872 y cuya segunda entrega, La vuelta de Martín Fierro, data de 1879, abarcaba por entonces a todas las capas sociales y, ya lo ha hecho notar Carlos Vega12, fue sin duda el más importante de los elementos desencadenantes del movimiento tradicionalista en la Argentina. La lucidez de Vega, demostrada en toda su obra de etnomusicólogo, historiador y folklorista insigne, ilumina hasta los rincones más apartados del cambio cultural manifiesto en primer lugar en la resignificación semántica de ciertas palabras, que se obró en nuestro país y que perduró, intensificándose, hasta la actualidad. Así es como la voz «gaucho», a principios del siglo XIX, era portadora de ideas de valentía, libertad y patriotismo solamente en la campaña porteña, en la Banda Oriental y en lo que hemos llamado la «isla de los gauchos buenos» que, por ser territorio de la acción de los «gauchos de Güemes», comprende la Frontera, en la provincia de Salta, y parte de Jujuy. En el interior del país, resto del Noroeste, Nordeste, Cuyo y sectores occidentales de la Pampa y la Patagonia, la hemos oído usada, hasta mediados del siglo XX, con claro sentido negativo: allí el gaucho era el forajido, el bandolero, es decir, de acuerdo con las etimologías de ambos vocablos, el marginal, el hombre buscado por la justicia a causa de sus delitos.

Por otra parte, incluso si consideramos específicamente al área pampeana, como tan bien lo ha sintetizado Carlos Vega, el Martín Fierro es un poema fronterizo en varios sentidos:

Cuando Hernández lo concibe, hacia 1871-1875, hay una clase rural -la del gaucho- que está viva y prolífica, y no se percibe en el poema la extinción que la amenaza; inmediatamente después del lanzamiento de la segunda parte del poema (1879) se siente por los campos la muerte del gaucho tradicional y su reemplazo por el neo-gaucho y por el extranjero13.


La virtud del poema obra casi inmediatamente sobre la sociedad, por lo que el mismo Vega, al referirse a la etapa de cambio compulsivo en la sociedad rioplatense que coincide con el florecimiento de la llamada Generación del 80, expresa:

Pero ya ha cantado Martín Fierro y, por virtud de su canto, se inicia la nueva vida del gaucho y de las cosas que mueren con él. Empieza la exhumación, se siente la añoranza, aparecen los estudios, se oyen los clamores póstumos, empiezan las conmemoraciones...; se distiende al prenuncio de los monumentos que vendrán después. Es entonces cuando los tradicionalistas se posesionan del arquetipo extinto para vitalizarlo como símbolo. Es necesario oponer el símbolo a la invasión que desnaturaliza al país. El gaucho significa un ideal de vida y de conducta. Ni siquiera importa si el verdadero gaucho fue siempre el hombre ideal. Lo que importa es crear el hombre que cada uno quisiera ser, el hombre que todos quisieran ver en cada uno. Y se admite entonces con razón que el gaucho de las llanuras, en sus buenos tiempos y con pocas excepciones, es creyente, generoso, respetuoso, digno, honrado y valiente; y las mujeres, piadosas, sufridas, trabajadoras, fieles esposas, madres ejemplares. José Hernández se esmera en presentarnos también al otro gaucho, al gaucho malo, pero a nadie le interesa, porque todos saben que el poeta ama a sus héroes (que están sufriendo injusticia) y eligen al gaucho bueno para exaltarlo hasta la idealización en un notable impulso de aspiración hacia el bien14.



Es el triunfo artístico del «senador Martín Fierro»15 ya que, como lo advirtió el eminente crítico don Ángel Battistessa16, «Hernández pudo salvar al gaucho, pero en el orden de la estética, no en el de la justicia»17.

Hoy, las juventudes de las distintas áreas culturales de la Argentina, sin distinciones, no aceptan connotación negativa para la palabra «gaucho». Hacen prevalecer en ella la idea de la injusticia que ejerce la sociedad sobre el hombre y, paradójicamente, en esta época en que proliferan bandas de rock y conjuntos de cumbia con nombres provocativos, contrarios a las instituciones oficiales, alentadores del consumo de drogas, etc., no se concibe que el lexema «gaucho» pueda llevar consigo un significado ligado a la transgresión y al delito. «El tiempo está muy trocado...» diría el payador tradicional. Hasta los internautas de habla española, reunidos en reciente cónclave virtual18, han elegido como la más bella palabra de nuestro riquísimo idioma a la voz rioplatense «malevo», de indudable eufonía. Y este hecho ha sido visto como un triunfo artístico de Jorge Luis Borges19, ya que por influjo de su obra, que sin ensalzarlo lo instala como tema, y acaso también por influencia de algunas letras de tango, se ha enaltecido a una figura mala si las hay, desde la génesis etiológica de su representación del compadre cuchillero hasta la raíz etimológica, derivada de mal, de su configuración léxica.

Triunfos artísticos, hemos dicho, de Hernández y de Borges, triunfos lingüísticos, debidos más que nada a la afectuosa alteridad que ambos escritores experimentaban respecto del gaucho y del malevo, respectivamente. ¿Tiene sentido acaso, tratar de establecer algún tipo de relaciones entre las obras de esos dos influyentes escritores argentinos? ¿Es posible hacerlo?

En este año 2009 en que se cumplen 130 de la aparición de La Vuelta de Martín Fierro y 110 del nacimiento del autor de Elogio de la sombra, cuando, en vísperas de conmemorar la gesta bicentenaria, todo nos induce a profundizar en los temas trascendentes para nuestro país, hemos querido volver la mirada sobre dos de sus personalidades más relevantes de todos los tiempos: José Hernández y Jorge Luis Borges, escritores argentinos.


Mínimas referencias biográficas

José Rafael Hernández y Pueyrredon, nació en la Chacra de su tío don Juan Martín de Pueyrredon sita en el «caserío de Perdriel», cerca de Buenos Aires, el 10 de noviembre20 de 1834 y falleció en el barrio-pueblo de Belgrano, el 21 de octubre de 1886. Periodista, militar, político y poeta argentino, es conocido en la historia de las Letras universales como el máximo exponente de la literatura gauchesca. Partidario de Urquiza se alistó en su ejército y luchó en las batallas de Cepeda y Pavón. En 1863 publicó en el diario El Argentino, fundado por él en Paraná (Entre Ríos), su Vida del Chacho, biografía del general Ángel Vicente Peñaloza. En 1869 fundó en Buenos Aires el periódico El Río de la Plata, desde cuyas páginas defendió al gaucho, oponiéndose a su reclutamiento forzoso en el ejército, opiniones que lo enemistaron con Domingo Faustino Sarmiento (quien ejerció la Presidencia de la Nación entre 1868 y 1874); en 1870 debió suspender la edición de dicho órgano de prensa. De esa actitud reivindicatoria de los derechos del habitante de la campaña surgió su poema El gaucho Martín Fierro (1872), cuya segunda parte, La vuelta de Martín Fierro, apareció, como se ha dicho, en 1879. La suma de esas dos partes es conocida como el Martín Fierro y considerada por muchos críticos y por el público en general, como el gran poema nacional argentino.

Jorge Luis Borges nació en Buenos Aires, en el barrio de Palermo, el 24 de agosto de 1899 y falleció en Ginebra, Suiza, el 14 de junio de 1986. Por influencia de su abuela inglesa, fue alfabetizado en inglés y en español. En 1914, viajó con su familia a Europa y se instaló en Ginebra, donde cursó el bachillerato y se interesó por el expresionismo alemán. Pasó en 1919 a España y allí entró en contacto con el movimiento ultraísta. Al regresar a Buenos Aires, en 1921, se vinculó con las revistas Prisma, Proa y Martín Fierro, y dotó de expresión nueva a los viejos temas porteños en los poemarios Fervor de Buenos Aires (1923), Luna de enfrente (1925) y Cuaderno San Martín (1929). Con Historia universal de la infamia (1935) comenzó su carrera de narrador dentro del género fantástico: El jardín de senderos que se bifurcan (1941), Ficciones (1944), El Aleph (1949), El hacedor (1960), en prosa y verso; El informe de Brodie (1970), El libro de arena (1975), Los conjurados (1985). La originalidad de sus relatos va aparejada con su cultura enciclopédica y su atracción por las cuestiones metafísicas y enmascara, a veces, con genialidad, ejercicios y juegos recreadores de lecturas. Así, su narrativa se funde con su labor crítica y ensayística: i (1925), Evaristo Carriego (1930), Discusión (1932), Historia de la eternidad (1936), Otras inquisiciones (1952). Entre sus obras en colaboración se destaca Antología de la literatura fantástica (1940) con Adolfo Bioy Casares. Enfermo de los ojos, desde su juventud sufrió múltiples operaciones y solía referirse a su ceguera como «un lento crepúsculo que ya dura más de medio siglo». Más de medio siglo de trabajo incesante media, efectivamente, entre la publicación de su primer libro y la de sus Obras completas. Escribió también, o dictó a quienes con él colaboraron, numerosos prólogos y traducciones, pronunció memorables conferencias y recibió altas distinciones, doctorados honoris causa y condecoraciones de distintos gobiernos extranjeros. Su labor ha sido universalmente reconocida como la de un auténtico escritor argentino y gran transformador de la literatura en lengua española.

José Hernández y Jorge Luis Borges. Los nombres de ambos escritores se encuentran enlazados indisolublemente en nuestro espíritu, sin duda por obra del que, de entre ellos, fue nuestro contemporáneo. Cuanto más se ahonda en el pensamiento borgesiano, a fuerza de testimonios publicados por quienes, con razón o sin ella, no quieren que de él se pierda nada, más claramente surge la «preocupación» que Jorge Luis Borges sintió siempre respecto de la obra de Hernández, de su génesis, de sus protagonistas, de su ambiente, de su destino. En realidad, la actitud de Borges respecto de la literatura gauchesca debería definirse ajustadamente como «ocupación» ya que se trató de una presencia viva, que «le daba quehacer», que concurría a su pensamiento, a sus palabras y a sus acciones con harta frecuencia. Así, en el grueso volumen titulado Borges, obra póstuma de Adolfo Bioy Casares21 puede sorprender la gran cantidad de páginas en las que están mencionados el gaucho, José Hernández, el poema Martín Fierro, sus personajes, las consecuencias de su divulgación en círculos populares e ilustrados, los mitos que crecieron en torno de esta obra, sin contar las citas y las reflexiones sobre otros escritores gauchescos y sus obras, en las que suelen campear no solo la curiosidad y la admiración sino también el humor y la ironía.

Cabe por ello insistir en el interés que siguen teniendo los planteos tendientes a situar a Jorge Luis Borges en el panorama crítico del Martín Fierro.

2. La poesía gauchesca ante la crítica

En obligada síntesis, que no dudo en llamar empobrecedora de la cuestión, trataré de abarcar el estado de situación de este tópico en las primeras décadas del siglo XX tras una toma de posición personal sobre el tema.

Dos son las actitudes que pueden advertirse en una historia de la crítica de la obra poética de los escritores que Ricardo Rojas englobó bajo la denominación de Los gauchescos. La más generalizada entre teóricos y legos, caracterizada por un desconocimiento real o fingido de toda otra actitud respecto del tema, parte de una falsa y peligrosa sinonimia. La expresión poesía gauchesca sirve allí para designar, por una parte, a la literatura oral en verso de los gauchos (diríamos su folklore poético22, si los mismos críticos, siguiendo a la mayoría de las grandes voces españolas, con la excepción del lúcido Federico de Onís23, no se empeñaran en separarla de la poesía tradicional) y, por otra parte, a los poemas escritos por autores urbanos en un lenguaje «a la manera gaucha». De acuerdo con estos críticos, la primera, la oral, se ha perdido, pero la segunda, continuadora fiel de la «prehistórica», según se decía, está representada por obras conocidas desde las de Bartolomé Hidalgo (consagrado «su Homero» por Bartolomé Mitre) hasta el Martín Fierro de José Hernández, cumbre del género. La otra posición, que sólo adoptan quienes llegan a estos temas a través de las ciencias de la cultura, cataloga de distinta manera a la poesía que en buena parte ha sido recuperada por beneméritos recolectores con interés científico. Allí están las obras precursoras de Ventura Robustiano Lynch24 y de Ciro Bayo25, los Cancioneros de Juan Alfonso Carrizo26, de Jorge M. Furt27, de Orestes Di Lullo28, de Juan Draghi Lucero29, del musicólogo Alberto Rodríguez30, de Guillermo Alfredo Terrera31, de Ismael Moya32, entre otros, donde se documentan las piezas de aquel cancionero popular tradicional que constituyó, en determinada época, parte del patrimonio cultural del jinete ganadero de las pampas y de las cuchillas, así como la que fue, y es, del pastor de la puna, del arriero cuyano o cordobés, del mariscador del Iberá o del agricultor vallisto salteño. Esa poesía es simplemente folklore y, por lo tanto, no debe ser clasificada aparte de la poesía tradicional ya que es también tradicional, además de ser popular, de transmisión oral por medio del canto y de llegarnos embozada en caracterizadora anonimia. Los de esta segunda posición se empeñan, por lo tanto, en desterrar la aplicación del calificativo gauchesca de todo tipo de poesía del folklore argentino y en reservarlo para las obras escritas por autores urbanos que, inspirados en la vida y la personalidad del gaucho, presentan determinadas e inconfundibles particularidades, especialmente en el aspecto idiomático, plenamente cumplidas en los grandes del género: Hidalgo33, Araucho34, Ascasubi35, Pérez36, del Campo37, Hernández, Lussich38...

Embanderada como he estado desde mi juventud en la segunda de las posiciones mencionadas, por convencimiento y por escuela (a través de mis maestros Juan Alfonso Carrizo, Bruno C. Jacovella39 y Augusto Raúl Cortazar40), repasé en aquellos años, con creciente desaliento, los trabajos de los más acreditados críticos hasta llegar a Borges. Cumbre reconocida de las letras de mi país, el admirado y querido amigo de mi padre41 -por cuyo intermedio tenía yo el privilegio de frecuentarlo- solía ser considerado, por su universalismo, un escritor extranjerizante. Hallé entonces que, abriéndose paso entre las confusas nociones popularizadas de nativismo y de indigenismo, por un lado, y las anquilosadas tesis de ciertos cenáculos literarios, por otro, Borges tenía, desde hacía tiempo, la plena percepción del problema poesía gauchesca y su clave. Mi tesis llamó acaso la atención porque, hasta entonces, desde tal enfoque, no se había planteado formalmente este tema. Hoy, ante su obra completa y, especialmente frente a los testimonios a veces descarnados y agraviantes pero siempre estremecedoramente verosímiles dejados por A. B. C.42 en Borges por Bioy advertimos, en esa intimidad profunda que, yo creo, no se imaginó nunca violada, la condición constante de referentes literarios en que mantuvo el autor de El hacedor a las obras «gauchescas», a sus autores y a su protagonista: el gaucho rioplatense.




3. Los hallazgos de Borges

En su tiempo, Borges fue el único escritor no folklorista que supo caracterizar el fenómeno más original de la literatura rioplatense, la poesía gauchesca. Fue tal vez, aun considerando a los folkloristas, el primer analista que explicó satisfactoriamente los mecanismos que la originaron. En el proceso de esta elaboración crítica por parte del autor de Fervor de Buenos Aires han intervenido los conocimientos y las experiencias que Borges recogió posteriormente tanto en el Río de la Plata como en el exterior y no es arriesgado afirmar que la atmósfera imperante en los años que siguieron al Centenario nutrió su espíritu con las raciones de identidad y de otredad necesarias para ver claramente un fenómeno tan complejo.

Superados los tiempos iniciales, los esporádicos rechazos y las frecuentes loas43, y aun después de instalarse la tesis de Rojas y especialmente la del influyente Leopoldo Lugones tras la aparición de El payador (1916) es a partir de 1926 cuando la crítica del Martín Fierro comienza a tomar formas nuevas y, alrededor del tema y sus derivaciones, voces jóvenes se levantan en la Argentina para proponer verdades, para inaugurar caminos. Una voz entre todas, precisamente la de Jorge Luis Borges, ya por entonces porteña y universal como ninguna, define su postura intelectual para siempre al manifestar, en el artículo «Las coplas acriolladas», publicado en la movilizadora revista Nosotros a principios de ese año, la necesidad de que el original espíritu criollo no conozca otro horizonte que el que demarca toda la cultura universal. Molestaba al joven poeta y escritor la cortedad de miras que suponía, para la literatura argentina, el considerar al Martín Fierro como nuestro clásico (clarín cuyo llamado debiera seguirse ineluctablemente) y la derivación de esta tendencia hacia una literatura vulgar, gauchesca o nativista, que hoy no preocupa a ningún escritor de vanguardia pero que por entonces (y desde hacía más de cincuenta años, como lo demuestran los embates del Anuario bibliográfico de Navarro Viola, por ejemplo) invadía todos los sectores de la cultura del país. Por eso Borges se empeñaba en derribar el cerrado autoctonismo («Una de las tantas virtudes que hay en la copla criolla es la de ser copla peninsular») y tras un rápido y divertido análisis de piezas llegaba, más por segura intuición que por sistema, a conclusiones totalmente válidas con respecto a la originalidad de nuestros cantares de viril valentía («todavía queremos y padecemos en español, pero en criollo sabemos alegrarnos y hombrear») y barría con los símbolos superficiales de la nacionalidad («El cacharro incásico, las lloronas, el escribir velay, no son la patria»), para afirmar como conclusión, tal como se ha dicho, que «lo inmanente es el espíritu criollo y la anchura de su visión será el universo».

Jorge Luis Borges, que era consagrado en ese mismo año por Ildefonso Pereda Valdés44, desde las páginas del número citado de Nosotros, como «poeta de Buenos Aires», no desairaba el fenómeno de la poesía gauchesca, sino que habría de mantener durante toda su vida la inquietud por explicarlo. Algunos de sus hallazgos sobre tal género, expresados en distintos momentos de su producción y con frecuencia fuera del período que nos ocupa, son (aunque aún se los olvida) ineludibles para la comprensión del tema.

Pero 1926 había de ser, también, el año en que viera la luz la primera de las obras sistemáticas salvadoras del patrimonio tradicional de la poesía popular argentina: Antiguos cantos populares argentinos. Cancionero de Catamarca, del maestro piedrablanqueño Juan Alfonso Carrizo.

Sin puntos de contacto social ni político (más bien ubicados siempre en sectores antípodas) son notables las coincidencias que tuvieron Borges y Carrizo en lo referente a la poesía gauchesca, a partir de aquel año 1926.

Las metas de cada uno de ellos eran diversas. Borges quería, ya por entonces, lo que habría de sostener veinticinco años más tarde: que el escritor argentino lo fuera de manera fatal, que ensayara todos los temas y que la anchura de su visión fuera el universo (El escritor argentino y la tradición, 1951). Carrizo deseaba restaurar los valores religiosos, morales, éticos y estéticos de la poesía española de los siglos de oro que había generado en la Argentina, como en toda Hispanoamérica, el cultivo de formas entonces olvidadas por la filología hispánica -dedicada a los romances y las coplas45-: el universo de la glosa y de la estrofa que le era más característica, la décima espinela. Ambos coinciden sin embargo, en una actitud de impaciencia no sólo ante la voracidad vulgar por consumir ecos decadentes de lo que había sido buena poesía popular, sino también, y sobre todo, ante la postura universitaria liderada por la justamente respetada autoridad de Ricardo Rojas que, curiosamente, parecía cerrarse en torno de sus propias elaboraciones y más caso hacía de erróneos juicios peninsulares que de la realidad observable en la cultura nacional.

Carrizo, el investigador, demuestra que ha descubierto, en el pensamiento de Borges, el poeta, las claves que apoyarían su tesis, y así lo dice en un artículo aparecido también en Nosotros, dos años después. A Carrizo, según noticias de su biógrafo Jacovella46, las armas blancas lo obsesionan. A Borges también, pero ello se traduce en fascinación. Carrizo cierra las puertas al aluvión gauchesco y mira hacia el país de antes y de adentro. Borges se abre ante su fuerza, se mete él mismo en el mundo de su más logrado exponente, el Martín Fierro, escribe ensayos memorables sobre el poema47, prologa la edición facsimilar de sus dos partes48 y redacta cuentos cuyos protagonistas son los personajes creados por Hernández, a quienes hace transitar inéditas etapas de sus vidas49.

Carrizo aplica el método histórico-cultural y se aboca a la reconstrucción de los patrimonios desintegrados. Borges utiliza los instrumentos de la tradición: adopta, adapta, hace suyo lo recibido, lo devora y genera, a partir de sí mismo, una nueva tradición viva50. Por ello es que comprende a la poesía gauchesca como proceso, se adentra en los mecanismos de su producción genérica y va elaborando así las claves que publica finalmente en 1960. Su propia palabra es aquí irreemplazable.

Borges instala a la poesía gauchesca en la gran historia de la literatura universal:

La poesía gauchesca es uno de los acontecimientos más singulares que la historia de la literatura registra. No se trata, como su nombre puede sugerir, de una poesía hecha por gauchos: personas educadas, señores de Buenos Aires o de Montevideo, la compusieron. A pesar de este origen culto, la poesía gauchesca es, ya lo veremos, genuinamente popular, y este paradójico mérito no es el menor de los que descubriremos en ella.



Niega todo determinismo geográfico respecto de su génesis:

Quienes han estudiado las causas de la poesía gauchesca se han limitado generalmente a una: la vida pastoril que, hasta el siglo XX, fue típica de la pampa y de las cuchillas. Esta causa, apta sin duda para la digresión pintoresca, es insuficiente; la vida pastoril ha sido típica de muchas regiones de América, desde Montana y Oregón hasta Chile, pero estos territorios, hasta ahora, se han abstenido enérgicamente de redactar El gaucho Martín Fierro. No bastan, pues, el duro pastor y el desierto.



Acierta con el camino crítico cuando apela a su intuición y se equivoca cuando no desecha el prejuicio y recurre al repertorio, algo acotado en esto, de sus conocimientos:

Algunos historiadores de nuestra literatura -Ricardo Rojas es el ejemplo más evidente- quieren derivar la poesía gauchesca de los payadores o improvisadores de la campaña. La circunstancia de que el metro octosílabo y las formas estróficas (sextina, décima, copla) de la poesía gauchesca coincidan con las de la poesía payadoresca parece justificar esta genealogía. Hay, sin embargo, una diferencia fundamental. Los payadores de la campaña no versificaron jamás en un lenguaje deliberadamente plebeyo y con imágenes derivadas de los trabajos rurales; el ejercicio del arte es, para el pueblo, un asunto serio y hasta solemne. La segunda parte del Martín Fierro nos ofrece, a este respecto, un no señalado testimonio. El poema entero está escrito en un lenguaje rústico, o que estudiosamente quiere ser rústico; en los últimos cantos, el autor nos presenta una payada en una pulpería y los dos payadores olvidan el pobre mundo pastoril en que viven y abordan con inocencia o temeridad grandes temas abstractos: el tiempo, la eternidad, el canto de la noche, el canto del mar, el peso, la medida. Es como si el mayor de los poetas gauchescos hubiera querido mostrarnos la diferencia que separa su trabajo deliberado de las irresponsables improvisaciones de los payadores.



La puerta se había abierto, aunque el gran crítico no alcanza allí a captar lo que podría haber sido otro «no señalado testimonio», que ahora registramos: el de que Hilario Ascasubi, en su Paulino Lucero, había insertado una payada con artificios entre un entrerriano, un porteño y un correntino en la que resulta evidente la exclusión de términos deliberadamente gauchescos, y lo había hecho en 1872, es decir siete años antes de que Hernández escribiera su famosa payada en sextinas publicada en el canto XXX de La vuelta de Martín Fierro, la segunda parte del poema. No obstante, y esto es lo trascendente, Borges había llegado a la clave genética del fenómeno al centrarla en lo lingüístico y, sobre todo, al captar la delicada relación entre los polos rural y urbano del continuo cultural rioplatense de aquel tiempo:

Cabe suponer que dos hechos fueron necesarios para la formación de la poesía gauchesca. Uno, el estilo vital de los gauchos; otro, la existencia de hombres de ciudad que se compenetraron de él y cuyo lenguaje habitual no era demasiado distinto. Si hubiera existido el dialecto gauchesco que algunos filólogos (por lo general españoles) han estudiado o inventado, la poesía de Hernández sería un pastiche artificial y no la cosa auténtica que sabemos.



Por fin, Borges define la naturaleza convencional de la poesía gauchesca y la valoriza en la obra de los grandes del género:

La poesía gauchesca, desde Bartolomé Hidalgo hasta José Hernández, se funda en una convención que casi no lo es a fuerza de ser espontánea. Presupone un cantor gaucho, un cantor que, a diferencia de los payadores genuinos, maneja deliberadamente el lenguaje oral de los gauchos y aprovecha los rasgos diferenciales de este lenguaje, opuesto al urbano. Haber descubierto esta convención es el mérito capital de Bartolomé Hidalgo, un mérito que vivirá más que las estrofas redactadas por él y que hizo posible la obra ulterior de Ascasubi, de Estanislao del Campo, de Hernández.



Las afirmaciones fundamentales contenidas en estos párrafos de Borges son, sin duda, irrebatibles y casi todas ellas resultaban, para el momento en que fueron expresadas, absolutamente originales. Aún en lo que respecta a las características que distinguen poesía gauchesca de poesía popular tradicional, ya señaladas por folkloristas, es destacable el hecho de que Borges sea el primero en advertir que en el poema de Hernández están ejemplificados ambos tipos de poesía. Lo más importante de la página transcripta es, sin embargo, que Borges haya redescubierto y comprendido bien la por él llamada «convención que casi no lo es a fuerza de ser espontánea» que consiste en presuponer «un cantor que, a diferencia de los payadores genuinos, maneja deliberadamente el lenguaje oral de los gauchos y aprovecha los rasgos diferenciales de este lenguaje, opuesto al urbano».

Nadie había notado antes que él este hecho capital sólo ubicable entre quienes tuvieran lo que llamo «opción cultural», que nunca se produce en el individuo auténticamente folk, para quien las respuestas culturales vigentes, localizadas, colectivas y anónimas como resultado del proceso generacional de transmisión oral o empírica que conocemos como tradicionalización, constituyen su único horizonte prestigioso, por seguro y posible. El fenómeno es semejante a otro, advertido por quien esto escribe en una ponencia presentada ante el Primer Congreso Internacional de Folklore de Buenos Aires (1960), que ocurre en la poesía nativista influenciada por el paisajismo romántico, con la incorporación de elementos ajenos a la temática folklórica que es esencialmente humanista. Tales temas (añoranza del pago y de la niñez en él pasada, descripción de costumbres o del paisaje nativo como finalidad de la composición poética) necesitan, para surgir, de un poeta que conozca y ame el folklore pero cuya propia cultura lo mantenga suficientemente alejado de él para advertir sus rasgos diferenciales y destacarlos en su evocación.

Para quien ha llegado a las conclusiones antedichas por el camino de la crítica técnica, tras la revisión de cientos de cantares folklóricos y su comparación con otros tantos de procedencia urbana o promociones nuevas, la lectura de Borges solo produce satisfacción cuando se atenúa la primera impresión molesta, comparable a la de quien ha trepado esforzadamente en procura de la cima de una escarpada montaña y que, ya en ella, se encuentra con un feliz y despreocupado excursionista que ha sabido hallar un buen camino para su automóvil. Porque en 1951, en el transcurso de su conferencia El escritor argentino y la tradición, Borges había dicho:

Gibbon observa que en el libro árabe por excelencia, en el Alcorán, no hay camellos; yo creo que si hubiera alguna duda sobre la autenticidad del Alcorán, bastaría esta ausencia de camellos para probar que es árabe. Fue escrito por Mahoma, y Mahoma, como árabe, no tenía por qué saber que los camellos son especialmente árabes, eran para él parte de la realidad, no tenía por qué distinguirlos; en cambio, un falsario, un turista, un nacionalista árabe, lo primero que hubiera hecho es prodigar camellos, caravanas de camellos en cada página pero Mahoma, como árabe, estaba tranquilo, sabía que podía ser árabe sin camellos.



Y antes, en 1928, en Ascendencia del tango, había observado un fenómeno equivalente, en que se reemplaza el factor paisaje por el factor tiempo, motivos ambos de usual remembranza. En un paréntesis dice:

El tango fue primeramente un plano del baile, una indicación de cortes y de floreos, una actualidad que no se preocupa; el contemporáneo -esto es decir el realmente viejo- cuida recuerdos ya. Una conciencia adulta del tiempo carga sobre él.



Estas reflexiones de Borges acerca de la toma de conciencia del paisaje y del tiempo como consecuencias de alejamientos que, agregamos, van casi siempre aparejados a procesos de desarraigo respecto de la sociedad o de nostalgia respecto de la época, no son casuales. Existe una relación muy estrecha entre ellos y la indudable autenticidad de Borges en cuanto escritor argentino. Su conferencia El escritor argentino y la tradición, ya citada, es, en este sentido, ampliamente reveladora, pero pueden encontrarse muchas otras alusiones a este tema a lo largo de su obra.

Ha dicho Borges: «O somos argentinos de manera fatal, es decir espontáneamente, o pretendemos demostrar que lo somos con posturas nacionalistas: en este sentido habremos procedido artificialmente; habremos creado algo artificial», y el crítico español Fernando Quiñones, en su artículo La argentinidad de Jorge Luis Borges, comenta:

Tal concepto a favor de las realidades espontáneas y no forzadas aplicado asimismo por Borges a su refutación de la expresión «hombre moderno» -tan contemporánea y abusada- no hace más que subrayar y precisar el talante de la argentinidad literaria del escritor, que es una argentinidad improcurada, visceral, del todo gratuita, y que cobra súbitos naturales reflejos en su obra (sobre todo en su obra narrativa) de manera tan variada como natural y orgánica.



El mismo carácter universal de los motivos borgesianos -destaca el citado crítico- es una característica de su argentinidad de intrincada trama, «hija directa de la intrincada argentinidad misma». Dice también Quiñones:

Evidentemente el cósmico mundo virginal de un César Vallejo, de un Rómulo Gallegos, de un Migue Ángel Asturias o de un Pablo Neruda, sola y específicamente americanos, no se da en la obra de Borges: ésta tampoco es una selva, sino un laberinto creado por el hombre, de sabia e incesante elaboración.



Nosotros podríamos agregar que esa América virgen no fue tampoco tema de nuestros payadores, que eran argentinos aunque, como lo pintó Hernández, trataran en sus versos el canto del mar, el peso y la medida, o, como lo documentan nuestros Cancioneros folklóricos, mencionaran a Diana, a Cupido, a Carlomagno, a Salomón, a Nabucodonosor, a Carlos Quinto y a San Agustín51. Y no puedo dejar de pensar aquí, llevada por mi oficio, que en esa universalidad de temas, elaborados y dichos de manera puramente argentina, que se da en Borges, se conjugan, en un particular proceso unipersonal, elementos característicos de todo folklore literario: universalidad y profundidad secular de los temas; regionalidad ligada al acontecer cultural de unidades mayores como nación y civilización y, en el caso de Borges lograda no «pese» a ser porteño sino por serlo en plenitud; derecho a la adopción y adaptación de elementos de cualquier procedencia y siempre, sin quererlo, total autenticidad.

Se ha sostenido alguna vez que Borges ensayista cuidó más el detalle que lo fundamental. Debo contradecir eso, por lo menos en el caso de su tratamiento de la poesía gauchesca. Es sólo en el detalle donde, a veces, se ha mostrado impreciso, como extendiendo una mano generosa para dejar lugar a algunos aportes de nuestra «nueva crítica»:

-No es un acierto decir, por ejemplo, como lo hace en las páginas de El Martín Fierro transcriptas más arriba, que la sextina del poema fue forma estrófica propia de los payadores de la campaña, cuando su introducción en nuestras letras comienza con Hernández (sin reconocer siquiera identidad respecto de las sextinas gaúchas riograndenses que lucen otras rimas y son, generalmente, breves romances).
-Tampoco lo es afirmar que es un error derivar la poesía gauchesca de la poesía de los versificadores rurales, cuando lo verdaderamente erróneo es identificar ambos tipos de poesía.
-No se mejora la idea de Mitre que llamó a Hidalgo el «Homero» de Hernández52, con la comparación adoptada por Borges: «El iniciador, el Adán, es Bartolomé Hidalgo, montevideano». No se mejora porque, mientras que Adán no conoce pasado humano alguno, en la poesía gauchesca rioplatense, lo mismo que en los poemas homéricos, un pasado riquísimo de cantares anónimos se hace voz en la persona cierta o ficcional, de un poeta y porque, además, hay piezas precursoras de la expresión gauchesca, tanto en Canta un guaso en estilo campestre el triunfo del Excmo. Señor Don Pedro Ceballos atribuida a Juan Baltasar Maciel (1778) como en El amor de la estanciera (circa 1779), El valiente fanfarrón y criollo socarrón (circa 1814) y Las bodas de Chivico y Pancha (circa 1821), tres sainetes que circularon como anónimos y que he considerado cíclicos por referirse a personajes de una la misma familia entre fines del siglo XVIII y principios del XIX.
Y no es ocioso señalar, como lo he hecho en mi reciente estudio preliminar a la Obra completa de Bartolomé Hidalgo53, que las primeras composiciones en las que un autor utiliza el habla del gaucho y presenta personajes explícitamente «gauchos», son los Cielitos que Bartolomé Hidalgo escribió en Buenos Aires a partir de 1818, y que sus gauchos -Ramón Contreras y Jacinto Chano- eran de la provincia de Buenos Aires, eran gauchos porteños.

Para quien esto escribe no es un total acierto permanecer, como Borges lo ha hecho, en la idea de que el Martín Fierro es una novela, surgida en el marco del tiempo novelístico por excelencia, el siglo XIX -que según esclarecedores estudios recientes de Pedro Luis Barcia54, pertenece a Calixto Oyuela y data de 188555-. Tal vez sí lo sea recalar en ese puerto y proseguir viaje por los cauces lingüísticos que nos marca el autor del poema56. Así arribamos -como lo he explicado antes de ahora extensamente- a la conclusión de que este largo cantar o ciclo de cantares narrativos responde a la función de lo que en los medios rurales era el vehículo reconocido del relato en verso, crónica de la realidad inmediata o ficción épico-lírica, que es el argumento. En realidad, llama la atención que Borges no se me haya adelantado a observar la presencia de esa palabra no casualmente usada por Hernández tanto en el Canto I de El gaucho Martín Fierro, cuando dice:


Me siento en el plan de un bajo                             
A cantar un argumento,                             
Como si soplara un viento                         
Hago tiritar los pastos,                 
Con oros, copas y bastos                            
Juega allí mi pensamiento                         



como en el Canto XIII, también de la primera parte al expresar:


En este punto el cantor                              
Buscó un porrón pa consuelo,                 
Echó un trago como un cielo,                   
Dando fin a su argumento;                        
Y de un golpe, al estrumento                   
Lo hizo astillas contra el suelo.                 



La gran diferencia entre el argumento y la novela reside en que, necesariamente, el primero es, lo mismo que el Martín Fierro de Hernández, una composición en verso cuya externación natural supone la práctica del canto. En los mismos textos de argumentos que se han hallado impresos se indica con frecuencia la especie musical recomendada y es ejemplo que he incorporado al tema en trabajos anteriores57 y cito nuevamente aquí el «Argumento sobre el asesinato/ del/ general D. Juan F. Quiroga/ por Liberato Orqueda/ Año 1835/» (Para cantar por cifra). Tampoco el maestro Carrizo, desde su irritación contra el género gauchesco, pudo ver este nexo interesante entre el gran poema de José Hernández y los cantares narrativos que él mismo había recogido de las fuentes vivas de nuestra poesía popular tradicional.

De todos modos, tales imprecisiones técnicas no dañan en lo fundamental la obra de Borges, cuyas observaciones respecto de la poesía gauchesca sirven, sobre todo, para jerarquizar cualquier tratamiento posterior de este tema, rodeado de tabúes tanto sociales como estéticos.

¿Podemos aventurarnos, en tren de analizar procesos, a intentar la comprensión de cómo llegó Borges a esas verdades?

El primer paso hacia esa comprensión lo encuentro en una de sus frases más trascendentes y por lo tanto más citadas por los tratadistas borgesianos:

En mi corta experiencia de narrador he comprobado que saber cómo habla un personaje es saber quién es, que descubrir una voz, una entonación, una sintaxis personal, es haber descubierto un destino.

Borges supo descubrir la voz del criollo y, volviendo por necesidad al estudioso catamarqueño, es significativo que Juan Alfonso Carrizo, en lucha contra las posturas indigenistas imperantes en su hora, lo cite en una nota crítica publicada en Nosotros en 1928, para fortalecer su tesis sobre el cancionero tradicional. Borges, como se ha visto ya había hecho conocer su posición al respecto dos años antes en «Las coplas acriolladas», artículo aparecido en la misma revista y años más tarde (1945) diría en una conferencia sobre literatura gauchesca pronunciada en Montevideo:

No menos necesario para la formación de ese género que la pampa y que las cuchillas fue el carácter urbano de Buenos Aires y de Montevideo. Las guerras de la Independencia, la guerra con el Brasil, las guerras anárquicas, hicieron que hombres de cultura civil se compenetraran con el gauchaje; de la azarosa conjunción de esos dos estilos vitales, del asombro que uno produjo en el otro, nació la literatura gauchesca.



Y de esa frase de Borges parece surgir la segunda clave para nuestro intento de aproximación a una visión interpretativa del tema: Borges comprendió aquella azarosa conjunción de estilos porque, como poeta de Buenos Aires que supo oír en ambas orillas del Plata la voz del cantor rural, la sintió en sí mismo, gracias a una capacidad de asombro no desgastada por sus constantes evasiones a la literatura universal.

Estudioso, crítico y gustador de toda la poesía gauchesca, Jorge Luis Borges no se sustrajo a la magia de su obra cumbre: el Martín Fierro de José Hernández. Como se ha visto, la analizó, la valoró, quiso neutralizar su influencia literaria, contribuyó a su difusión, como antes he dicho, e hizo aún algo más: entró él mismo en la tradición de narrativa escrita que ella ha suscitado.

Efectivamente, si el Martín Fierro tuvo muchas secuelas en las cuales escritores de variados valores imaginaron nuevas historias de este gaucho, de su mujer, de sus hijos y hasta de sus nietos, así como del sargento Cruz y de Picardía58, a Borges le pertenecen al menos dos de esas narraciones ficcionales integrantes del ciclo. Una es la detallada «Biografía de Tadeo Isidoro Cruz (1829-1874)»59. La otra, «El fin»60 (en que un negro vengador, en combate singular, da muerte a Martín Fierro), complemento de la primera, resulta tal vez más trascendente. En ambas aparecen motivos fundamentales de la obra de Borges. «Comprendió su íntimo destino de lobo, no de perro gregario; comprendió que el otro era él», dice acerca de Cruz, y sobre el hermano del moreno vengado expresa: «Cumplida su tarea de justiciero ahora era nadie. Mejor dicho era el otro, no tenía destino sobre la tierra y había matado a un hombre».

Esa identificación en cadena de los destinos, esa multiplicación de variantes en infinitos círculos concéntricos puede llevarnos a los temas básicos de la obra borgesiana. No es ese mi objetivo. Me interesa, en cambio, destacar cómo se produce la vinculación entre los dos cuentos de Borges inspirados en personajes del Martín Fierro y la obra de donde proceden. Con el mismo derecho que desde siempre ha hecho valer el pueblo en sus procesos de adaptación folklórica, con el mismo poder con que un narrador rural cambia los incidentes de un cuento, transforma su desenlace, prosifica el romance (como lo hizo Sarmiento en el Facundo) y lo transmite en su lengua, Borges asimila episodios del Martín Fierro de Hernández, los cuenta en llana prosa argentina sin matices gauchescos, los hace suyos en su totalidad.

Ambos relatos, admitidos por Jorge Luis Borges en su rigurosa Antología personal, representan tal vez la etapa culminante de la relación Borges-poesía gauchesca y sugieren el análisis de otro postulado de inquietante interés: Borges-narrativa tradicional.

4. Epílogo

El enunciado «La poesía gauchesca y la intuición de Borges» tiene varias lecturas. Una es la consideración directa de esta relación entre el escritor argentino Jorge Luis Borges y ese género literario rioplatense. Otra, que aquí nos interesa directamente por la proximidad del Bicentenario, puede derivar de la reflexión sobre el clima social y cultural generado por las conmemoraciones del Centenario de Mayo: un clima propenso a la fecundidad en las ideas, al goce de la libertad, a la apertura hacia el resto del mundo, a la afirmación de los valores simbólicos con que se había construido la Patria Vieja cien años atrás.

Borges resulta una figura insoslayable en el período 1910-1930 precisamente porque su presencia juvenil trasunta con osadía un estilo argentino muy propio de aquel tiempo, en el que la literatura gauchesca alcanzaba con prestigio de símbolo a todos los estamentos de la sociedad sin convertirse en obstáculo, sin cerrar, para las nuevas generaciones, las puertas de la más creativa y revolucionaria originalidad. Así como Sarmiento fue literalmente, hijo de Mayo, puede decirse que Borges es hijo del Centenario, menos desde el punto de vista de sus circunstancias cronológicas que desde el de su postura ante la humanidad: la de una orgullosa identidad no buscada, una argentinidad como aceptación de destino. Una feliz fatalidad.

La literatura de Borges, a nuestro entender, no podría ser llamada post-colonial como lo he visto en algún congreso reunido en Europa. Vive en ella la plenitud de ser sin condicionamientos. Una plenitud que ha hecho decir al crítico chileno Jorge Edwards en el marco del III Congreso Internacional de la Lengua Española reunido en 2004 en Rosario de Santa Fe:

Estamos acostumbrados a ver la literatura de nuestra lengua como literatura del realismo, de la picaresca, y ocurre que las páginas de más exaltada fantasía de toda la narrativa europea se escribieron en la España de comienzos del siglo XVII, del primer barroco.

El llamado realismo mágico procede de allí, aunque se lo haya atribuido a un grupo de autores latinoamericanos recientes. Y el autor moderno más emparentado con esta fantasía cervantina no es Alejo Carpentier, tampoco García Márquez, sino Borges. La pluma de Cervantes y la de Borges están empapadas de la misma tinta.



Palabras que agradecemos, compartimos y proponemos como un llamado a la reflexión: ¿qué pensamiento vuela entre nosotros con la libertad, la autenticidad y la originalidad cervantina y borgesiana hacia los próximos días del Bicentenario de Mayo?

Un estremecimiento del ser argentino es el eco de tal pregunta, pero no su respuesta


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Fuente: Biblioteca virtual Cervantes

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