Por Guillermo David
10 de marzo de 2024
No hay mapa inocente. El accionar humano lo vuelve territorio y como tal rubrica regiones con alta condensación simbólica. Sus puntos cardinales señalan universos conceptuales complejos: buscamos el norte de nuestro destino, nos desorientamos y hacemos del occidente el polo civilizatorio dominante. El Sur, por su parte, es una metáfora de una potencia que no cesa.
Para la geopolítica es la Patagonia imaginaria y aventurera, los bravíos mares australes, la utopía antártica, el fin del mundo. Que, para las corrientes emancipatorias, será el recomienzo. La flecha hacia abajo que fue la marca de la revista Sur de Victoria Ocampo señaló un rumbo que centraba en un aquí perentorio el punto de mira con que se entablaba el diálogo con todas las culturas. Es decir, un programa soberano, que Borges tematizó en El escritor argentino y la tradición. En los cuarenta Joaquín Torres García dio vuelta el mapa del continente en su obra América Invertida. Con esa imagen disruptiva postulaba un movimiento artístico autárquico, emancipado de patrones culturales provenientes de los países centrales. “Nuestro Norte es el Sur” -tal su consigna-, significó un llamado a la creación heroica de los pueblos que habrían de transitar un sendero de búsquedas estéticas autóctonas.
Pero para un habitante de la ciudad de Buenos Aires como Jorge Luis Borges el Sur indicaba apenas el suburbio más allá de la avenida Rivadavia y la zona por entonces semi-rural emplazada sobre el Ferrocarril Roca. Aunque se trataba de un territorio cercano, su distancia social y cultural lo proponía como ámbito de experiencias singulares que le suscitaban una curiosidad casi etnográfica. Recorrer el sur de la ciudad era ir hacia lo otro y hacia el otro. La geografía era metáfora de su busqueda de la alteridad sustancial. Ser el otro es, en definitiva ser el mismo. Ese confín dialéctico que linda con la pampa mitológica era tierra de malevos, gauchos y compadritos, es decir, la zona donde la épica aún perduraba y que, ciertamente, alimentaría no pocas de sus ficciones. Adrogué es uno de esos puntos cruciales.
Situada a 23 km al sur de la Capital, sobre la línea del Roca, fue fundada por Esteban Adrogué, propietario del Hotel La Delicia del que los Borges serían huéspedes asiduos. Años antes, durante la infancia del escritor, su padre alquilaba la quinta La Rosalinda donde pasaban los veranos. “De regreso de Europa mi madre edificó una casita frente a la plaza Almirante Brown, que tuvimos que vender. Me acordaré siempre de las cadenas y de las anclas y de la estatua”. Hoy funciona allí el museo Casa Borges.
En su conferencia Adrogué en mis libros, de 1977, recordó: “Aquí aprendí a andar en bicicleta y paseé entre los árboles, los eucaliptus y las verjas”. Como en una reminiscencia proustiana, narró un episodio de memoria involuntaria sucedido durante su adolescencia suiza: “En 1918, hacia el fin de la Guerra, Europa fue asolada por la peste española. La municipalidad de Ginebra hizo quemar eucaliptos en grandes calderos en las plazas de la ciudad. De pronto sentí estar en Adrogué, estaba de nuevo en Adrogué, había vuelto. O mejor dicho: no me había alejado nunca, porque de algún modo yo siempre estuve aquí, siempre estoy aquí. Los lugares se llevan, los lugares están en uno”. En el poema Adrogué, de El hacedor, escribe: “Su olor medicinal dan a la sombra / Los eucaliptos: ese olor antiguo / Que, más allá del tiempo y del ambiguo / Lenguaje, el tiempo de las quintas nombra”. (…) “Pero todo esto ocurre en esta suerte/ De cuarta dimensión, que es la memoria. // Y en ella y sólo en ella están ahora/ Los patios y jardines”.
El Hotel La Delicia fue el sitio donde tuvo ciertas vivencias cruciales que inspiraron algunos de sus textos más conocidos. Una de ellas fue su intento de suicidio. Un amor contrariado, de los tantos que padecería, le indujo la idea, demasiado literaria, con la que coqueteaba en los textos de Schopenhauer. El verano del ‘35 Borges compró un revolver y una botella de ginebra Bols, sacó un pasaje de ida a Adrogué en Constitución y se alojó, irónico, en el cuarto n.º 48 (il morto qui parla). Tendido en el lecho apuró el trago hasta vaciar la botella, se llevó el caño a la sien y gatilló. La bala rozó sus cabellos. Se quedó dormido. En 25 de Agosto de 1983, texto en el que sueña un encuentro con su doble joven y suicida -el revólver sustituido por un frasco de píldoras, el hotel por la quinta- concluye: “Huí de la pieza. Afuera no estaba el patio ni las escaleras de mármol, ni la gran casa silenciosa ni los eucaliptus, ni las estatuas ni la glorieta ni las fuentes, ni el portón de la verja de la quinta en el pueblo de Adrogué”.
En Tlön, Uqbar, Orbis Tertius, uno de sus personajes es Herbert Ashe, ingeniero de los ferrocarriles del sur, cuyo “recuerdo limitado y menguante persiste en el hotel de Adrogué, entre las efusivas madreselvas y en el fondo ilusorio de los espejos ”. Ese inglés “alto y desganado” que, “en vida, como tantos ingleses, padeció de irrealidad y muerto no es siquiera el fantasma que ya era entonces”, está basado en Mr. William Foy, un habitante espectral y lacónico de La Delicia al que recordaba con un libro de matemáticas bajo el brazo, que solía jugar ajedrez con el padre de Borges,.
Se dice que Funes, el memorioso nació de una noche de insomnio en el hotel. Pero donde mayor presencia cobra hasta ser una de las claves del cuento, es en La muerte y la brújula, cuya quinta Triste Le-Roy no es otro que La Delicia. “Entre el interminable olor de los eucaliptus” el detective Lönnrot va descubriendo la clave teológica de una sucesión de crímenes que lo tendrán, inesperadamente, como la última víctima -sobre todo, de su propia perspicacia. En el relato espiga aquí y allá imágenes de rombos -en algún momento dice losanges, en otros menciona arlequines-, que le inducirán el mapa triangular que une los tres primeros asesinatos. Estos requieren -postulan- un cuarto para completar el Tetragramaton, el nombre tácito de Dios, cuyo enigma Lönnrot había intentado descifrar en los libros cabalísticos que, sugestivos, acompañaban al primer muerto. Un compás y una brújula le indicaron el sitio de la cita final, a la que acudirá para cerrar el rombo previsto, “donde una exacta muerte lo espera”. “Vista de cerca, la casa de la quinta de Triste-le-Roy abundaba en inútiles simetrías y en repeticiones maniáticas: una Diana glacial en un nicho lóbrego correspondía en un segundo nicho otra Diana; un balcón se reflejaba en otro balcón; dobles escalinatas se abrían en doble balaustrada. (…) Lönnrot exploró la casa. Por antecomedores y galerías salió a patios iguales y repetidas veces al mismo patio. (…) Por una escalera subió al mirador. La luna de esa tarde atravesaba los losanges de las ventanas. Lo detuvo un recuerdo asombrado y vertiginoso”. Una fotografía clásica muestra al ya anciano Borges, durante una visita a Adrogué, junto a la Diana Cazadora.
En largas caminatas con su padre y con su amigo Félix Della Paolera el joven Borges llegaba hasta Turdera, en uno de cuyos almacenes de ramos generales ambienta el cuento El Sur. “Una de las costumbres de su memoria era la imagen de los eucaliptos balsámicos y de la larga casa rosada que alguna vez fue carmesí”. En Turdera oyó alguna vez la historia de los hermanos Iberra, que según la leyenda disputaban guapeza y una misma mujer. Es el argumento de La intrusa y de la Milonga de los hermanos, que reza: “Traiga cuentos la guitarra / De cuando el fierro brillaba, / Cuentos de truco y de taba, / De cuadreras y de copas, / Cuentos de la Costa Brava / Y el Camino de las Tropas” (Alude al rancho donde vivían, cerca del Puente Viejo, hoy Avenida Frías). “Cuando Juan Iberra vio / Que el menor lo aventajaba / La paciencia se le acaba / Y le armó no sé qué lazo / Le dio muerte de un balazo / Allá por la Costa Brava. // Sin demora y sin apuro / Lo fue tendiendo en la vía / Para que el tren lo pisara / El tren lo dejó sin cara / Que es lo que el mayor quería.”
En la apertura de La intrusa Borges advierte que se trata de una versión desplazada, corregida y aumentada por el rumor, la memoria y el olvido. “En Turdera los llamaban los Nilsen”. “El barrio los temía a los colorados: no es imposible que debieran alguna muerte. Se dice que el menor tuvo un altercado con Juan Iberra, en el que no llevó la peor parte”. La historia es conocida: acaban por compartir mujer y sórdidos recelos; la venden a un prostíbulo de Morón, pero deciden recuperarla. Fue peor. Un domingo la cargaron en un carro, tomaron por el Camino de las Tropas y junto a un pajonal, uno de ellos dijo: “A trabajar, hermano. Después nos ayudarán los caranchos”.
Jorge Luis Borges alguna vez fantaseó con un destino más modesto, pero no menos entrañable, del que le cupo en suerte. En un reportaje había dicho: “Yo le tengo cariño al Sur: me gustaría ser Director de la Biblioteca de Lomas de Zamora”. Otra Biblioteca, infinita y eterna, junto con la noche, lo estaban esperando.
Fuente: Pagina12
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