Isaías Lerner
Después de la revolución militar que sacó del poder al
presidente Perón en 1955, las universidades argentinas, y en particular la de
Buenos Aires, comenzaron un periodo de recuperación y renovación que, por lo
menos en la de Buenos Aires, supuso la reincorporación de muchos docentes que
el régimen peronista había excluido ya sea por razones políticas o por mero
favoritismo; la confirmación de otros, y el nombramiento de nuevos catedráticos
que, por complejos motivos, habían permanecido hasta entonces al margen de la
docencia universitaria.
La Facultad de Filosofía y Letras, que había sido particularmente
castigada durante los años del primer peronismo, recibió como interventor a un
destacado historiador, Alberto M. Salas, que inició una tarea de
reordenamiento, ahora tal vez algo olvidada, pero que hoy algunos consideramos
de extraordinarias y valiosas consecuencias académicas.
Entre sus nombramientos más prestigiosos, y al mismo tiempo
más innovadores, estuvo el de Jorge Luis Borges. Si no me equivoco, se le
ofreció entonces la cátedra de literatura alemana, ya que había publicado su
Antiguas literaturas germánicas «con la colaboración de Delia Ingenieros»,
porque, creo, era la materia que le hubiera gustado enseñar. Lo cierto es que
por esos años (1956‑1957) su vista había
desmejorado mucho y no podía leer más solo. Dependía entonces
de su madre para la lectura y Leonor de Acevedo no sabía alemán. Podía sí leer
inglés y Borges propuso al decano dictar esa materia. Todo esto transgredía
muchas banales ordenanzas administrativas, pero para entonces Borges comenzaba
a ser una figura internacional de prestigio indiscutido, aunque nada comparable
a lo que sería en los años posteriores a la década de los sesenta, y fue
aceptada su propuesta.
En esos años estaba al final de mis estudios y me faltaban
muy pocos cursos para completar la carrera de letras. Decidí postergar la
graduación para poder inscribirme en el curso de Borges. Nunca me he
arrepentido de esta, entre las muchas demoras que caracterizan mi conducta. Yo
ya era fervoroso lector de su obra y oyente infaltable de sus conferencias y
cursillos. Especialmente los del Colegio Libre de Estudios Superiores,
institución privada de corte liberal que se había convertido, en los años del
gobierno de Perón, en foro para intelectuales desplazados de la universidad y
de otras instituciones, por la política cultural y científica del régimen.
La idea de seguir todo un curso sobre literatura inglesa y
norteamericana con Borges en la facultad se convirtió en una prioridad sobre
cualquier otro proyecto profesional, o así creo que lo veo ahora.
Las expectativas eran grandes, menos por lo que iba a
aprender de literatura inglesa que por lo que iba a entender sobre literatura
desde la perspectiva personal y antiacadémica de Borges. Pensar un Borges
profesor contestatario y rebelde suena disparatado. Particularmente ahora,
cuando la opinión que prevalece es la del Borges que han inventado las
entrevistas y las banalidades del periodismo que pretende ser cultural. Tampoco
creo que lo veían así los jóvenes escritores que se rebelaban contra lo que
entonces consideraban el orden establecido por las instituciones culturales
consagradas. Pero frente a cierta chatura académica que caracterizaba la
universidad de los años en que cursaba mis estudios, y salvo muy raras y
honrosas excepciones, las clases de Borges representaron un auténtico aire
renovador y un verdadero privilegio. Por lo demás, Borges sospechaba bastante
de la metodología académica y así lo declara, con su particular forma irónica,
en versos de «Invocación a Joyce»: «Fuimos el imagismo, el cubismo, / los conventículos
y sectas / que las crédulas universidades veneran».
En el viejo edificio lindero con el Rectorado de la
Universidad, en la calle Viamonte, en donde se había arrinconado la Facultad de
Filosofía y Letras, por entonces la más pequeña de todas las facultades, porque
todavía no se habían incorporado las ciencias sociales, que la transformaron en
una institución multitudinaria y altamente sospechosa para los militares
sospechosos de todo pensamiento crítico que volvieron al poder en 1966. En ese
edificio, pues, a Borges le asignaron un aula de la planta baja en el pasillo
central seguramente para hacerle menos azaroso el acceso. Para entonces, había
adquirido Borges una perfecta noción del tiempo de una conferencia. Es decir,
cincuenta minutos exactos para desarrollar el tema que se proponía examinar.
Borges llegaba minutos antes, siempre rodeado de amigas, colaboradoras y
lectoras fieles, fácilmente reconocibles en el mar de rostros jóvenes de los
estudiantes que poblaban las aulas y los corredores. De ellas recuerdo que lo
acompañaban y asistían a las clases Delia Ingenieros, Rosita Genijovich y
Alicia Jurado; no era yo entonces capaz de reconocer a las otras amistades,
seguramente del ambiente de la revista Sur, que, por lo demás, tenía su redacción
a escasa distancia del edificio de la facultad.
Los alumnos ya estábamos reunidos junto a la puerta del aula
a la espera de que terminara la clase inmediatamente anterior, cuando Borges
llegaba. En ella, ese año, dictaba clase de literatura española del xvi y del
xvii el catedrático Ángel Batistessa, que se demoraba casi siempre más allá del
tiempo reglamentario, por pura distracción o por perversa manía. Esto ponía muy
nervioso a Borges, que veía la estructura de su clase a punto de ser alterada.
En efecto, la larga experiencia que había adquirido como
conferencista le había dado una infrecuente capacidad para dotar a sus clases
de un orden riguroso y de una simetría ejemplar basada no solo en el orden de
ideas sino también en el tiempo asignado. El placer de reconocer esas virtudes
que hicieron de su prosa de creación (en la que naturalmente hay que incluir
sus ensayos) el modelo que habría de cambiar la manera de escribir en
castellano (o así lo veíamos nosotros) es hasta hoy el mejor recuerdo docente
que conservo de sus clases y que traté de aplicar, con resultados no siempre
satisfactorios, a mi propio modo de enseñar. Pero no solamente esta
deslumbrante arquitectura de la clase casi geométricamente diseñada y con clara
conciencia de los elementos que de cada autor quería destacar Borges. La más
atractiva enseñanza que se desprendía de sus clases estaba relacionada con lo
que me gusta considerar como sus conceptos fundamentales de una teoría general
de la escritura; una especie de estética que cada una de sus clases
ejemplificaba con otros textos. Por cierto, algo de esto está expuesto de modo
fragmentario en sus escritos. Pero la transposición a las clases le otorgaba a
sus ideas un dinamismo particular y también un poder mayor de convicción que la
inmediatez de los gestos, las curiosas inflexiones de voz, en su particular
monotonía y cadencia marcadas por su peculiar stacatto, hacían más convincentes
y más retadoras.
Así pues, comenzar el curso con una larga introducción sobre
poesía gauchesca para autorizar su lectura de Chaucer; o al revés, utilizar a
Virgilio con el propósito de aclarar un texto en apariencia alejado de la
imitación de los clásicos, representaba no solamente una nueva manera de leer
las literaturas del mundo desde la lejana Buenos Aires, para alumnos muy
ignorantes y agobiados por la enseñanza de una historia literaria que solo
parecía interesarse por la biografía de los autores tratados, también
significaba poner en práctica la idea tan borgiana de la universalidad del acto
literario, la posesión universal y despersonalizada de la palabra y de la
expresión artística. Es decir, el descubrimiento del universo de la creación.
Por ello, en «Otro poema de los dones» mezcla en su agradecimiento al «… divino
/ laberinto de los efectos y las causas» a Homero y Schopenauer con Sócrates y
Swedenborg, a Verlaine con «… aquel sevillano que redactó la Epístola Moral / y
cuyo nombre, como él hubiera preferido, / ignoramos» a «… Séneca y Lucano, de
Córdoba, / que antes del español escribieron / toda la literatura española» con
Walt Withman y Francisco de Asís…
Por ello la elección de autores olvidados o no siempre
presentes en el canon tradicional (¿qué hacían Gibbon y su favorito Sir Thomas
Browne cuando detenía su repaso de las letras inglesas en el xix?) era un modo
de transgresión que no podía confundirse con la arbitrariedad. Era más bien la
literatura inglesa de Borges y en esto residía su enseñanza especial.
He hablado de su voz y de sus gestos. De estos últimos es
imposible olvidar, porque tenía algo de conmovedor y de idiosincrático al mismo
tiempo, el movimiento, al principio de la clase, de sacar su gran reloj de
bolsillo y acercarlo peligrosamente al rostro para poder ver las agujas; el
acto de acomodar sus manos sobre el pupitre, una cubriendo la otra, como
siempre, y que daba a su postura una curiosa dignidad; la mirada de sus ojos
claros y casi inmóviles fija en un vacío terriblemente literal, y para nuestro
pánico, el movimiento expresivo de los brazos, que marcaban siempre un énfasis
didáctico, y que acercaba peligrosamente (y para desesperación de todos) una de
sus manos, al perenne vaso de agua que a veces solía tomar. Nunca volví a
sentir la inexorabilidad de la próxima ceguera con tanta ansiedad y con mayor
sentido de perversa ironía: quien iluminaba los textos elegidos con tan
deslumbrante claridad, estaba entrando, literalmente, en la oscuridad.
Por cierto, preparar los exámenes orales era otro de los
desafíos. No sabíamos bien lo que Borges quería de nosotros o lo que iba a
pedir que supiéramos. Ni siquiera sabíamos cómo poder prepararnos para sus
preguntas, pues los apuntes tomados a velocidad de vértigo eran de poca ayuda,
porque sonaban tan a Borges. Ahora me parece que tampoco él lo sabía muy bien.
La mayoría se decidió por una forma austera de la paráfrasis de sus clases y
era esto, en verdad, lo que más habría de apreciar a la hora de contestar sus
preguntas definidas por una completa falta de especificidad. Lo sé por
experiencia propia, imposible de olvidar.
No sé si llegamos a transmitirle, los que admiramos sus
clases, nuestro agradecimiento por lo recibido y tampoco sé si esperaba algo
especial a cambio. Sin embargo, la suerte y un misterioso y muy borgeano tejido
de casualidades, hizo posible que pudiera expresarle, casi treinta años después
y un poco atolondradamente, mi gratitud. Borges había sido invitado a Nueva
York para la convención multitudinaria de profesores de lenguas y literaturas
de las universidades de Estados Unidos para dar una conferencia magistral.
Estaba también en Nueva York Enrique Pezzoni, su amigo y uno de sus mejores
críticos, y viejo compañero de avatares docentes en Buenos Aires. En un
tranquilo restaurante japonés donde cenamos con María Kodama y Lía Schwartz le
dije finalmente a Borges todo lo que había significado su curso y se mostró
honestamente sorprendido y particularmente agradecido. Este rasgo de genuina
modestia de parte de quien había sido ovacionado horas antes por un vasto
auditorio de especialistas y escritores volvió a dar intensa y melancólica
actualidad a sus clases en la ruinosa aula de la calle Viamonte, que tal vez ya
ni exista.
Lo que hoy recuerdo, alejado de toda comprobación que no
esté basada en una vaga y traicionera memoria de la experiencia vivida, es la
conciencia clara y firme de una deuda intelectual y estética extraordinaria y
de importancia fundamental para mi formación. Finalmente, y como sucede muchas
veces en el azaroso mundo de la enseñanza de las humanidades, la literatura
inglesa tuve que estudiarla por mi cuenta, cuando fue necesario.
Fuente: Revista Clarin
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