Antonio Correa Losada
El azar -que podríamos llamar aquí objetivo- me llevó a ser
el anfitrión de Jorge Luis Borges a los 28 años en el Ecuador, durante siete
días entre noviembre y diciembre de 1978. Esta experiencia asombrosa e
inesperada ha estado en mi cabeza como una gota de aceite durante 20 años.
Borges en Quito
La ciudad estaba dividida en dos partes, al sur la parte
antigua, histórica, que en los años 70 se movía con la lentitud de la Colonia,
iglesias y calles adoquinadas. Al norte la ciudad fluía moderna en un tráfico
moderado. También hacia el norte el aeropuerto Mariscal Sucre, a donde fui con
Virginia Donmarco para recibir a Jorge Luis Borges y a María Kodama. Ese
domingo 25 de noviembre de 1978 era un día soleado y de viento frío.
En la escalerilla del avión Borges erguido en sus 78 años,
el cabello blanco de ralos mechones hacia atrás, vestido oscuro de sutiles
líneas azules, camisa y corbata a tono le imprimían una sobria elegancia. Al
acercarnos vi su rostro levantado, un ojo semicubierto por el párpado y el otro
abierto y de mirada neutra. Como saludo las líneas de la boca se distendieron
en un apretado murmullo Argentino y al soltar nuestras manos el bastón de
madera pulida en el antebrazo retornó a su mano derecha. Acompañándolo María
Kodama, menuda de rasgos orientales, afable, de cabellera larga y grandes ojos
acuciosos.
El primer acto público de Borges fue en la Universidad
Católica de Quito. Los estudiantes abarrotaban el auditorio y una calle
espontánea y expectante lo condujo hacia la mesa central donde lo acompañamos
con el poeta español Juan Luis Panero.
El encargado de las palabras de presentación era un
patriarca del periodismo en el Ecuador, exdiplomático en Buenos Aires, donde
había conocido a Borges en la Biblioteca Nacional. Ante el largo y erudito
discurso Borges me dijo impaciente, confío en que termine pronto, estoy
fatigado con el inventario de mi vida.
Borges habló con esa lúcida cadena de hechos literarios que
sólo su maestría podía hacer. Un tono fluido y suave con algunas interjecciones
que llamaba alterna-damente: ah, vaguedad, ironía, vanidad, fue iluminando las
literaturas, sus formas de escribir, y señaló como su más alto crisol a la
poesía. El público en silencio estalló en aplausos. Fue cuando percibí en
Borges un secreto movimiento que se traducía al hacer girar con parsimonia su
bastón y noté que lloraba.
Un estudiante preguntó: maestro, ¿qué diferencia siente
usted cuando escribe en español o en inglés? Si usted tiene un dolor de muela,
¿cómo siente el dolor, en inglés o en español? Fue la respuesta apoyada en una
leve sonrisa.
En la suite del hotel Colón Internacional donde estaba
Borges con María Kodama -tenía el privilegio de entrar sin anunciarme- encontré
a Borges en la sala principal como si estuviese en visita, y a María con un
libro en las manos en sillas separadas. Hablamos de la programación del
Encuentro y Borges me pidió poner la hora exacta en su reloj de leontina.
Mientras giraba la cuerda pregunté, ¿de dónde es el reloj? De Italia,
respondió, fue un obsequio de Italia. Confundido miré la luna del reloj,
aparecía grabado un humeante ferrocarril y en letras negras y finas
Ferrocarriles Argentinos. Le recordé que en el lobby del hotel lo esperaban los
escritores para saludarlo. Se levantó y sin encontrar ningún obstáculo en su
ceguera, entró al lavamanos que continuó oscuro con la puerta abierta. Desde la
silla en que me encontraba frente al baño, con asombro lo vi enjabonarse el
rostro y con la mano abierta palpar y extender meticulosamente la piel de sus
mejillas para dar espacio y dirigir la barbera como si se afeitase ante un
espejo. Luego fue al closet de su habitación, sacó una corbata azul y preguntó
a María, ¿está bien esta corbata? María levantó sus ojos del libro, vio la
corbata y dijo, sí, está bien Borges.
Era el exacto código de comunicación entre Borges y María,
en esa exactitud percibí su ternura. Días antes María me había recomendado,
nunca le digas maestro o Jorge Luis, dile Borges, es el único nombre que
acepta, los demás los detesta.
Nos dirigimos al primer piso, en el ascensor le pregunté:
cuando habló de Macedonio Fernández lo llamó genio, ¿qué es genio para usted?
Ah, aquel que desperdicia la inteligencia, me respondió.
Se abrió la puerta. Le presenté al escritor colombiano
Alvaro Mutis, al saludarlo le preguntó qué hacía -cuento y poesía, respondió
Mutis-. Ah, exclamó, nuestro infortunio: yo también hago lo mismo.
Saludó al escritor ecuatoriano Vásconez Hurtado y a cada uno
de los invitados. Sentí en Borges cierto tenso malestar cuando le presenté a
Emir Rodríguez Monegal del Uruguay. Después supe que había escrito una
biografía de Borges que no había sido de su agrado. En el amplio salón estaban
el catalán Luis Goytisolo con un habano en su boca y la timidez a flor de piel,
don Pedro Gómez Valderrama en su grato don de la conversación con el profesor
Anderson Imbert, de figura pequeña e inconfundible sombrero de fieltro.
Rodríguez Monegal en derroche de humor y Angel Rama con su proverbial
afabilidad. Alvaro Mutis con Juan Luis Panero entre carcajadas y whisky, María
y Borges contentos, discretos, conversando.
Al día siguiente le entregué el tomo de sus obras completas
editado por el Círculo de Lectores para que lo firmara. Timbraron en la suite.
María abrió, una delegación militar de la Embajada Argentina en Ecuador informó
que venían a presentar un saludo al maestro Borges y a invitarlo a una
recepción oficial. María desde la puerta llamó a Borges. Dejó el libro firmado
en mis manos y fue hacia ella. Los militares saludaron, el respondió sin mover
sus manos de la empuñadura del bastón. Sin traspasar el umbral el grupo reiteró
la invitación. Yo escuchaba a prudente distancia. Borges se limitó a decirles
que estaba invitado por el Círculo de Lectores, y por lo tanto no tenían que
hablar con él sino con el representante del Círculo. Agradeció y se retiró.
María antes de hacerlo me presentó a los oficiales. Expliqué que era imposible
aceptar eventos fuera del Encuentro porque el exceso de actividad y la altura
lo fatigaban fácilmente.
El encuentro había cumplido con su programación en Quito y
me encontraba coordinando el viaje de algunos escritores hacia Guayaquil,
Cuenca, Ambato y otras provincias. Además, debía confirmar la lista de los
viajeros que se embarcarían por tres días hacia las islas Galápagos en los
buques de la Armada Nacional. Recibí una llamada por teléfono. Una dama
cortésmente me pedía disculpas por no dar su nombre, prefería decirme que
conocía y admiraba a Borges y que el objeto de su llamada era poner a su
disposición un yate anclado en la bahía de Guayaquil por el tiempo y para el
número de invitados que él determinara. Si aceptaba pedía que me comunicara con
un número telefónico en Guayaquil.
Fui al hotel, encontré a María leyendo, le comenté las dos
propuestas e inmediatamente llamó a Borges que estaba en otra de las
habitaciones. Escuchó con atención los planes, dudó, dirigió el rostro hacia
María, ¿qué opinas?, ella respondió rápido, es muy sencillo Borges, Antonio ha
expuesto dos situaciones, A y B. Decide entonces entre A o B. Borges suavemente
dijo B.
Borges en Guayaquil
Dos días antes del viaje de Borges llegué a Guayaquil
buscando un hotel con una habitación que en vez de ducha tuviese tina. Borges
me había explicado que no soportaba el golpe del agua en sus espaldas. Recorrí
la ciudad que parecía bombardeada, las calles levantadas por el drenaje para el
nuevo acueducto del puerto. Hacía un calor agobiante, el atardecer se
refrescaba con el viento del río Guayas. Tratando de alejar el pesimismo y
gozar del espíritu abierto de los costeños tan distantes de la forma de ser de
los serranos, me deleitaba a sorbos con un trago de ron. El mesero se acercó y
me informó que el gerente del hotel del frente me solicitaba. Miré el sólido y
nuevo edificio del Suite Boulevard. El gerente me ofreció lo mejor de su
establecimiento, le pregunté si tenía bañera, por supuesto, dijo, y si es para
el escritor Borges, el hotel se siente honrado en recibirlo, invitado por
nuestra casa. Había algo de magia en todo esto, el calor, Guayaquil, sus gentes,
Borges; bajé a tomarme otro ron en el bar.
Borges y María llegaron. Subí a saludarlos y al salir María
me llamó, Antonio, Borges te invita a tomar un té a las siete de la tarde.
¿Dónde? pregunté, ¿en el hotel? No, no, fuera, en un salón de té, respondió
Borges. En la administración nadie sabía de salones de té. Lo más que podían
hacer era habilitarme un salón exclusivo con servicio de té. Salí a caminar por
la calle de almacenes de tela de los turcos y al fondo, entre columnas
escondidas apareció un auténtico y espléndido salón de té en Guayaquil. No
podía creerlo, lo confirmé con los dueños orientales y reservé una mesa para
más tarde. A las siete estábamos sentados Borges, María y yo. Borges alegre,
vigoroso, y María con ojos chispeantes de complicidad. Tomábamos el té cuando
Borges dijo: ¿cierto María que es igual a la bombonería de Buenos Aires? María
miró alrededor -se diferencia en que no tiene esa columna de la izquierda-. Las
tazas se llenaban a cada instante. Estoy viendo, dijo lenta y argentinamente
Borges dirigiéndose a María, como hablando con sí mismo, ese color es rojo.
María miró hacia el lugar que señalaba Borges. Sí, es rojo, respondió María.
Allá hay un morado, cierto? Sí, es morado. En la mesa baja y de asientos
cómodos Borges era otro individuo. Pidió un plato de arroz caliente con
mantequilla. Con la palma de la mano extendida corría el arroz a una parte del
plato y así amontonado con una cuchara se lo llevaba a la boca. Al terminar
tomó más té y apoyando su barbilla en las dos manos que agarraban el bastón,
cantó en un tono silbante, la más sentida e irónica milonga: ...600 sogas al
cuello ya le dan vuelta...y el reo está preocupado... Fue lo que pude escuchar
de su cantar.
Al salir la brisa del anochecer era confortante. Recordé su cuento
Guayaquil. ¿Qué es Guayaquil?, le pregunté. Guayaquil es una palabra,
respondió. Olvidándome que Borges no veía le dije: los invito a conocer el
monumento del abrazo de Bolívar y San Martín. Borges y María estaban felices. A
la derecha ella, él en el centro y yo a la izquierda aferrado a su brazo como
pedía que lo hiciese cuando caminábamos. Avanzamos hacia la rotonda que estaba
a varias cuadras. Hablamos. Pregunté: Borges, ¿cómo está Adolfo Bioy Casares?
Bien, respondió, desde que está durmiendo en el suelo. Al sentir que mi mano se
distendió de su brazo y que María lo interpeló con ojos de asombro, concluyó,
es que tiene problemas en la columna vertebral.
Continuamos caminando entre obstáculos y montículos de
tierra en la semioscuridad de las calles de Guayaquil. La rotonda no aparecía,
temí haberme extraviado y comenté con María que prefería preguntar, pasé a la
acera del frente y en la tienda me dijeron: no señor, usted va hacia el
cementerio. Ubicado, seguí en dirección del monumento. Los perros aullaban
lastimeramente a lo largo del malecón. Borges se detuvo y exclamó: ah, los
perros, los perros, tan ajenos a toda filología. Borges avanzaba sereno,
imperturbable, sin muestras de cansancio, con el inaudible golpe del bastón
sobre el andén.
De improviso giró su cabeza hacia la columnata de entrada de
una de las antiguas y bellas casas del puerto y se detuvo. Nos acercamos en
semicírculo, la débil luz de la noche permitía apreciar una especie de escudo
de familia, un mosaico de armónicos arabescos. Es igual a la portada del libro
que van a editar en Chile, le dijo a María. María observando dijo sí, muy
parecida.
Divisé luces y vi la rotonda a dos cuadras. En ella se
levantaba el imponente monumento de Bolívar y San Martín. Sentados en los
bancos ubicados alrededor del monumento escuchamos los sonidos del puerto. Me
levanté y di la vuelta observando las inmensas figuras en bronce. Borges
preguntó, ¿vió el monumento? Sí, le respondí. ¿Cómo es Bolívar? Bolívar es un
hombre de estatura pequeña, cabello ensortijado, mirada penetrante y gran
bailarín. Borges se sacudió en cortas y continuas carcajadas y levantando el
bastón dijo, ah, usted es colombiano, y siguió riéndose con María Kodama. ¿Qué
más ha visto? Me preguntó al rato. Di nueva vuelta al monumento y le dije, en
el abrazo no se tocan. Ah, comentó, es el abrazo más mentiroso de la historia.
No volví a ver a Borges. Salí hacia Cuenca para acompañar a
Luis Goytisolo y a Emir Rodríguez Monegal, y luego me embarqué para las islas
Galápagos. Siempre lo supuse en su yate conversando interminablemente con su
arsenal de ironías. El viernes 13 de junio de 1986 supe que había muerto en
Ginebra.
© Antonio Correa Losada
Fuente : Triplov.com – Revista Agulha
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