Jean François Daveti
Université Paris VIII
Borges enseñó la literatura norteamericana a los estudiantes
porteños e inició al joven público norteamericano en los placeres de los textos
argentinos. Simboliza un cosmopolitismo que durante más de 80 años lo llevará a
frecuentar un sinnúmero de literaturas y de autores, antes de terminar su vida
en Ginebra, su Ginebra, la de El Otro, la que acoge en sus años de
adolescencia, sus amistades, sus amores frustrados, pero también la de Los
Conjurados, donde se mezclan el desencanto de los últimos instantes, la
búsqueda confusa y febril de un modelo de hermandad a la vez utópico, desusado
y conmovedor. Escritor paradójico, casi indiferente a las simbiosis raciales
que han podido conocer ciertos países de América, Borges, en su visión a veces
anacrónica del mundo, no habrá cesado de identificar casi exclusivamente
Estados Unidos con Nueva Inglaterra, dando la impresión, con razón o sin ella,
de vivir en un universo reducible al solo mundo occidental, a imagen de
aquellos griegos antiguos que limitaban el cosmos a Grecia. Niega el influjo
del contexto (político e histórico) en la literatura, citando a menudo la frase
de Whistler, «Art happens», afirmando que el arte es independiente de toda
contingencia. Sin embargo, a imitación del Mark Twain de Huckleberry Finn (1885),
quien asienta definitivamente la escritura norteamericana en su especificidad,
Borges intentará afirmar con fuerza, en su juventud, su americanismo. Es la
época de Inquisiciones, El Tamaño de mi esperanza, El Idioma de los Argentinos
y Evaristo Carriego. No logra verdaderamente imponer su modelo, basado en un
criollismo urbano y en la figura del compadre. Recupera las isotopías del duelo
y del coraje constitutivos del gaucho e intenta quitarle su importancia a éste
en el proceso de identificación nacional. Al mismo tiempo, anuncia con
perspicacia la hora de los escritores sudamericanos. Recalca «la influencia
irrecusable que los norteamericanos han ejercido y ejercen en la literatura
europea» (1) así como el alcance universal de Emerson , Walt Whitman y Poe.
Unos cuarenta años más tarde, en Introducción a la
literatura norteamericana, insiste en los fundamentos teológicos y puritanos de
la nación americana; subraya la importancia de una aproximación estética y la
preeminencia del individuo, mientras celebra Estados Unidos como primera
democracia de los tiempos modernos. Se detiene en el Transcendentalismo, en su
carácter polifacético que abarca teología, poesía, educación, utopías
comunitarias. El movimiento, cuyo mascarón de proa es Emerson, brota en reacción
contra la escuela de teología de Harvard, acusada de reflejar la imagen de una
sociedad petrificada, alejada de las realidades democráticas del momento y de
los ideales revolucionarios frente a la ola del capitalismo naciente. Desemboca
sobre una antinomia ambigua que junta política y mística, solipsismo y
universalismo, edificación de las masas y ejemplaridad de los héroes del
pensamiento. También vuelve a encontrar la inspiración alegórica de los
teólogos del siglo XVII. Procede de aquella Nueva Inglaterra predilecta de
Borges y que tanto tiene que ver con la Old England. Tal es, en parte, el
mantillo sobre el cual crecen las obras de Borges y James. En su prólogo a La
Humillación de los Northmore de James, Borges destaca el cosmopolitismo de este
neoyorquino educado sucesivamente en Inglaterra, Francia e Italia, la
multiplicidad de sus centros de interés, el fracaso de sus tentativas de
escritura teatral y la relativa indiferencia con que la crítica británica acoge
su producción literaria. Señala que se radicó en Inglaterra a los veintiséis
años; los viajes casuales que emprendió hacia América lo llevaron a lo máximo
hacia Nueva Inglaterra. En sus diálogos con Osvaldo Ferrari (2), Borges hace
recordar a su interlocutor que James, si bien nunca fue considerado por sus
contemporáneos como un americano, tampoco fue aceptado como un europeo de pleno
derecho. Esa ambigüedad infiltra toda la obra, compuesta sobre la oposición
entre la moral convencional artísticamente estéril de Estados Unidos y el bullicio
intelectual de las metrópolis europeas amenazadas insidiosamente por la
decadencia moral.
Hecho revelador, Borges incluye a James en su Introducción a
la literatura inglesa en la que le dedica una página y quien vuelve a figurar
en Introducción a la literatura norteamericana donde se hace hincapié en los
relatos cortos, juzgados superiores a las novelas. Borges describe de manera
sintética un trayecto que va desde las relaciones entre europeos y americanos
hasta una temática más universal, la de «la perplejidad humana ante el
universo» (3). Ese dilema, en el que se debatió James lo asemeja a Borges. El
escritor argentino se encuentra también apartado dentro del ámbito literario
latinoamericano. Pobló su soledad con Poe, Emerson, Melville, Thoreau, anteriores
a la novela, al realismo. Celebró el culto a los antepasados y cultivó la épica
durante toda su vida. Recibió una educación inglesa marginal en el Río de la
Plata, donde las élites tradicionales solían impregnarse de cultura francesa.
Se puede decir de Borges que es un escritor americano en el sentido de que a
imitación de aquellos, tiene que asumir su condición de expatriado del
interior; se mueve en un espacio intelectual que poco tiene que ver con el
mundo referencial, si no es para invertirlo, subvertirlo o pervertirlo.
Acechado por el infinito, se refugia en una literatura del solipsismo. Borges y
James son paradigmáticos de esta soledad del escritor americano, debida a la
ausencia de un entorno cultural estable que constituyera una referencia común:
Hemos nacido americanos- hay que aceptarlo. Considero que es
una gran ventaja, y pienso que ser americano es un medio excelente para
adquirir cultura. Como raza, poseemos excepcionales disposiciones y me parece
que superamos a las razas europeas ya que podemos, de un modo más independiente
que ninguna de ellas, interesarnos por formas de civilización ajenas, podemos
ser exigentes, en fin (en el ámbito estético) podemos reivindicar nuestro bien
sea donde sea que lo encontremos. (4)
Al estar en posición acentuada de desfase con respecto a una
sociedad que no corresponde a sus mayores aspiraciones, se niegan a pintarla.
Entonces, arman un mundo ficticio de alcance metafísico, moral, allegado a los
mitos bíblicos y cristianos, a una actitud transcendentalista y alejada de todo
realismo. Cada texto encierra su enigma, su paradoja, su búsqueda espiritual.
¿Cómo no pensar aquí en los relatos alegóricos de Hawthorne
-verbigracia Wakefield- condicionados por la huella puritana en «un mundo de
castigos enigmáticos y de culpas indescifrables?» (5). ¿Cómo no pensar tampoco,
y sobre todo, en el prefacio de Un retrato de mujer, en que James compara la
ficción a un edificio dotado de un número infinito de ventanas, a las que se
asoma el escritor, pero al que le hace falta una puerta callejera para
liberarse? Las biografías de Borges y James comparten esa soledad esencial del
escritor americano. A una toma de conciencia desde el interior en el caso de
Borges, corresponde un estatuto de expatriado para James. Quisiéramos ahora
averiguar cómo ambos transcienden en un plano estético su condición propia.
Siempre en el prólogo a La Humillación de los Northmore,
Borges nota la extrañeza de esta obra. Ubica a James al lado de los
«profesionales de lo irreal» que son Kafka, Melville y Léon Bloy. Según él, la
especificidad del texto jamesiano estriba en una extrañeza a primera vista
insignificante, debida a omisiones perfectamente calculadas, que fomentan
ambigüedad y pérdida de identidad.
En «La Esquina alegre» (The Jolly Corner), un hombre,
Spencer Brydon vuelve a Nueva York tras 33 años de ausencia en Europa y se
pregunta con insistencia quién hubiera podido ser al quedarse en la ciudad. Su
casa nativa de Manhattan, espacio aislado, pronto se transforma en un espantoso
espacio laberíntico, en el que yerra su doble. El protagonista duda
constantemente de su presencia al mismo tiempo que el lector ignora si las
visiones invaden el mundo referencial o si por lo contrario, Brydon está
penetrando un mundo de fantasmas. De esta red de incertidumbres, concretada por
un sinnúmero de puertas del que consta la casa, nace lo fantástico. Éste a su
vez permite preguntarse sobre el fenómeno de la identidad.
La coyuntura que sostiene el relato de James, es un elemento
estructural que revela las múltiples visiones metafóricas del destino. James
deja que su personaje se encierre dentro de su propio mundo imaginario. La
asombrosa multiplicación de puertas debida, como lo señala no sin humor James,
a un fenómeno de moda en la época de la construcción de la casa, prepara el
estado de alucinación del protagonista. Estas puertas, suerte de ajuste
simbólico del paso progresivo de lo real hacia lo super numerario, del exterior
hacia el interior, acompañan un lento proceso de cosificación de la persona, un
vértigo de la conciencia. Brydon está totalmente sometido a la configuración
espacial, a esta esquina alegre, en la que las puertas, proyecciones de su
conciencia acaban por apostrofarlo cómicamente. La lucha interior desemboca
primero sobre una renuncia. La imposibilidad de penetrar este mundo fantasmal
impide el acceso a la memoria y se traduce por una contracción, un
estrechamiento del tiempo que figura el decurso de una vida fatalmente
limitada. Espacio, tiempo e identidad flaquean y se desvanecen. Como Borges,
James cree en un pasado y un futuro modificables que intenta dramatizar. La
aparición de su doble, en el que no se reconoce, que lo espanta, confirma la
inexistencia de una identidad propia. La onirogénesis, (recordemos que la misma
visión ocupa, en el mismo momento, el sueño de Alicia Staverton, amiga de
Brydon), refuerza la incertidumbre en cuanto a la naturaleza de la
interpenetración entre mundo virtual y real, entre el mundo fantasmal y el
humano. Brydon encarna la oposición entre lo accidental y lo esencial, entre
ser y devenir. Intenta sitiar, rodear a su propia alteridad que acaba por
acosarlo, por arrinconarlo literalmente. Llevándolo hacia un estado avanzado de
alucinación, su búsqueda lo deja sin respuesta. El desvanecimiento de Brydon, que
marca el final de su odisea acerca de la identidad, sugiere esa misma «Nadería
de la personalidad» borgeana.
En este artículo, Borges intenta demostrar la incongruencia
de la noción de personalidad para sacar algunas consecuencias estéticas. Afirma
la negación del yo como conciencia unificadora, considerándolo como un estado
presente, determinado por una situación particular, en un momento particular.
Además, la memoria es incapaz de asentar al yo, ya que sólo produce olvido y
deformación del pasado. No es en absoluto una estratificación exhaustiva de
momentos presentes y de estados anímicos aleatorios procedentes de la
contingencia. Esta oposición entre lo uno y lo múltiple, Borges piensa
resolverla uniendo las paradojas, fusionando los contrarios y presentando la
individualidad movediza, inestable, huidiza y, de hecho condenada a tambalear
según las circunstancias. Echada afuera de un pasado imposible de alcanzar,
fuese por intermedio de la memoria, proyectada sin cesar hacia un futuro
igualmente ilusorio, la individualidad participa de un movimiento perpetuo que
es preciso abarcar bien que mal. Luego, volviendo sobre la estética del siglo
XIX, Borges reafirma que fue la de la subjetividad triunfadora, de la ilusoria
aprensión por intermedio de la palabra, de una realidad una e indivisible, a la
que opone irónicamente un espacio meta ficticio, procedente de la lectura.
Considera al héroe realista como una individualidad ametafísica, cuya sombra
basta para aplastar el espacio limitado de una sociedad que pretende ser el
único cosmos posible. Antes que inscribir a su protagonista dentro de una
esfera sociológica, prefiere el campo metafísico, en el que ya no es más la
duración, el tiempo devorador, sino el instante fugaz, incierto, lábil el que
podría en rigor revelarle de manera milagrosa su razón de ser.
Estas virtualidades jamesianas, estas soluciones imaginarias
(recordemos que se trata del hombre que Brydon hubiera podido ser, al haberse
quedado en Nueva York), Borges las explota de manera hiperbólica, desde un
punto de vista personal y autobiográfico en "Borges y yo" y "El
Otro". A la coyuntura de James, corresponde la conjetura de Borges. Con
«El Otro», Borges, imagina un encuentro entre el joven y el viejo «Borges», y
despoja su fantástico de todo espanto. Fiel a su concepción elástica del
tiempo, escoge una forma de diálogo que acerca dos ocurrencias efectivamente
realizadas. Superando la extrañeza que experimenta para el adolescente que fue
en aquellos años, logra transformar el relato en un lugar de conversación
refinado que gira en torno a un conflicto de generaciones. Humor distanciado e
ironía, permiten exponer de manera difractada una axiología y una estética.
Desengañan el concepto de texto sagrado e imponen un relativismo mordaz, que se
repite con una incansable regularidad a lo largo de toda la obra. Relato seudo
etiológico, «El Otro» bebe en las fuentes del mito personal para denunciar
mejor su naturaleza quimérica. Es la crónica de un intento abortado de juntar
dos fragmentos de una misma persona. Espacio textual en el que la alegoría le
gana de mano al símbolo, enuncia con brillo la nulidad y la insignificancia del
yo, del continuum ontológico. Para Borges, sólo la literatura puede colmar esta
grieta enorme. Es lo que lo justifica.
La lección del maestro (1888), trata de los tormentos
propios a la creación literaria. Expone la relación entre el escritor y la
crítica o el público. Plantea el problema de la posición económica y social del
escritor. Siguiendo los consejos de un maestro, Henry St George, incapaz de
contentarse con un público limitado, y que reconoce haber sacrificado su obra a
cambio de una vida mundana dirigida del todo por su mujer, un joven escritor,
Paul Overt renuncia a la mujer que ama, Mrs Fancourt y se aleja de Londres dos
años para dedicarse plena y enteramente a su obra. Al regresar, Overt se entera
de que se han casado Saint George y Mrs Fancourt. Este guión, que no supera una
mera obra de teatro ligero, vale por la escenificación de la ilusión, de lo
oculto. Socava los cimientos de la percepción. Relato costumbrista, denuncia la
superficialidad de la vida londinense que no permite profundizar la meta
artística. Nos enseña a un Saint George veleidoso que va de inauguraciones en
exposiciones y confiesa ser acaparado por lo mundano. «¡Demasiadas cosas!
¡Demasiadas cosas!», exclama y repite St George. La cosa, palabra clave del
léxico jamesiano, (6) metaforiza ese especie de perdido-recuperable que
infiltra el texto con insistencia. Se adentra a hurtadillas, inquieta al personaje
y se cierne sobre la integridad del texto, amenazado continuamente con la
délitescence fuera de lo fantástico, y con la revelación de que constituye su
propio secreto. También es cuestión aquí, de la renuncia a cierta existencia
posible, a ciertos accidentes. El lector tiene la impresión de que al aconsejar
la ascesis a su discípulo, además de urdir una intriga que lo aleja de Mrs
Fancourt, St George concreta de manera oculta y por poderes, a semejanza del
mago de «Las Ruinas circulares» de Borges, uno de sus posibles destinos, que no
pudo nunca realizar. Es emblemático de la situación del escritor no sólo con
respecto a sus personajes, sino también de la figura del propio autor, que está
perfilándose detrás de la máscara de la ficción. Saint George es la exacta
inversión de James, que en Borges, ilustra la puesta en tela de juicio de la
concepción bohemia del artista y del triunfo fácil; «Flaubert y Henry James nos
han acostumbrado a suponer que las obras de arte son infrecuentes y de
ejecución laboriosa» (7), afirma el comentarista de «Examen de la obra de
Herbert Quain».
«La verdad de un hombre estriba en primer lugar en lo que
oculta» afirma un viejo dicho anónimo que hubiera podido ser el epígrafe de «La
imagen en la alfombra» (The Figure in the Carpet). El relato evoca, más allá de
las relaciones entre el escritor y la crítica, el misterio del proceso
creativo. Un joven crítico, el narrador de la ficción, se asombra cuando se
entera, de la propia boca del gran novelista Hugh Vereker, de que el artículo
que le dedicó a su último libro, prescinde por completo de lo esencial. Luego
Vereker le explica que su obra se basa en un «pequeño hallazgo», un motivo
desarrollado de libro en libro, que le parece evidente, pero que la crítica
nunca ha notado. La entrevista entre Vereker y el narrador-crítico registra
sobre el modo humorístico, la impotencia del periodista y su insistencia fuera
de lugar frente al secreto que preside a la elaboración de toda obra de arte.
Esa búsqueda de verdad exagerada asimila el crítico a una forma hiperbólica de
lector más cercana del perro rastreador o del detective que del esteta. Le
niega toda dimensión hedonista a la lectura, la reduce al simple ejercicio de
la racionalidad, del logos. Notemos de paso que una banal historia de crítica
literaria es capaz, bajo la pluma de un Henry James, de provocar muchos
estragos. Poco después de la mitad del relato, el ritmo se acelera. Tras un
largo viaje iniciador a las Indias, Corvick, amigo del narrador, quien ha
penetrado el secreto, y su mujer a quien lo ha comunicado, se mueren sin
trasmitirlo a nadie y dejando al narrador en el más profundo estado de
desesperación. Afirmando la primacía de «una forma de verdad, no una verdad
coherente y central, sino más bien lateral y dividida», para retomar las
palabras de Thomas de Quincey, el texto jamesiano arguye el fracaso de toda
revelación absoluta. Refuta de antemano su carácter místico y se refugia dentro
del esoterismo, entendido como enseñanza reservada a una minoría de discípulos.
De la misma manera que Saint George le proponía a Overt escribir sólo para un
puñado de personas (dos o tres), Vereker considera que sólo puede comentar su
obra un círculo limitado cuyo acceso permanece supeditado a la aprobación del
maestro. Más que una crítica, James instaura aquí una metafísica del texto, una
teoría del conocimiento de éste, intuitiva y suprarracional, trascendental. Su
philosophia perennis somete a discusión la realidad del secreto entendido como
aclaración a toda costa. Admite la impotencia del pensamiento, la necesidad de
callar lo indecible. Entonces, la derrota del narrador, en ese timo que lo
opone al autor intratextual, consiste esencialmente en creer que ignorar el
secreto -¡ si es que hay un secreto único!- equivale a la incapacidad de legitimarse
como lector.
En su «Epílogo» a El Hacedor, Borges relata la alegoría de
un hombre que se propone dibujar el mundo y al que antes de morir le está
revelado que sólo ha dibujado su rostro. Como los de James, los textos de
Borges son metaficticios, son discursos sobre el lenguaje, lo inefable.
Demuestran que es el habla la que condiciona, en última instancia, la índole
fantástica de la ficción. En «El espejo y la máscara», la absoluta, la infinita
belleza que encierra un poema provoca el suicidio del poeta y la huida del rey
que de repente se vuelve vagabundo. Este texto, metafórico del recorrido
literario de Borges, escenifica las muertes simbólicas del joven ultraísta o
del escritor nacionalista que encontraremos dramatizado de nuevo en «El Sur».
El personaje realiza dentro del texto, la cristalización de unas máscaras de
orígenes diversos (literarias, espaciales, temporales, metafísicas) entendidos
como los diferentes modos de actuar de su autor, portador de una verdad que lo
destruye y que enfrenta por medio de la literatura. Dahlmann, en «El Sur»,
asume una dimensión autobiográfica. Simboliza el Borges de la época de ensayos
tales como «La Pampa y el suburbio son dioses» por poco que dentro del trozo
siguiente, se quiera sustituir Borges a Dahlmann y el espacio literario
borgeano de los años veinte y treinta al paisaje del Sur:
Alguna vez durmió y en sus sueños estaba el ímpetu del tren.
[...] También el coche era distinto; no era el que fue en Constitución, al
dejar el andén: la llanura y las horas lo habían atravesado y transfigurado.
Afuera la móvil sombra del vagón se alargaba hacia el horizonte. No turbaban la
tierra elemental ni poblaciones ni otros signos humanos. Todo era vasto, pero
al mismo tiempo era íntimo y, de alguna manera, secreto. En el campo desaforado,
a veces no había otra cosa que un toro. La soledad era perfecta y tal vez
hostil, y Dahlmann pudo sospechar que viajaba al pasado y no sólo al Sur. (8)
Entonces, nos parece que la muerte de Dahlmann significa el
entierro del escritor del criollismo urbano. «El Sur» representa la imposible
aproximación y la no menos imposible reconstitución de un pasado caduco que
sería acrónico querer exhumar, como lo atestigua «la imagen hierática y
atemporal del protagonista, en medio de la llanura, como un daguerrotipo de
antaño» (9). Es una de las posibles significaciones de la muerte de Dahlmann,
especie de fantasma literario que hubiera podido ser Borges, al no haber optado
por un cambio de rumbo.
Se puede afirmar con fuerza la existencia muy temprana de
una literatura americana cuya peculiaridad consiste en trabajar en la mezcla
para entregar un texto teratológico, trabajado por lo infinito:
El recurso al relato de fundación, en el esquema puritano
[...], significa la voluntad de reformar, regenerar la literatura europea en
América a partir del fragmento textual separado de ella. Esa recomposición del
lenguaje europeo inadecuado -alejado de la Palabra- exige que se retome sin
cesar una actualización de la experiencia original e imposible de representar
de la Fundación: la exégesis infinita del texto en tanto como espacio y del
espacio dentro del texto. (10)
Borges no dice otra cosa cuando intenta definirse como
europeo: «Nosotros somos unos europeos exiliados y además exiliados lo
suficientemente lejos [Subrayado nuestro] como para tener la visión de Europa»
(11). Se trata pues de la definición de una americanismo estrictamente cultural
y que sabe no poder prescindir de un pasado de una riqueza excepcional, al
mismo tiempo que se otorga el derecho, sino el deber de una mirada crítica sin
concesión hacia esa misma Europa. Asimismo Borges no elige entre Valéry y
Whitman sino que considera a ambos como símbolos de su continente con sus
calidades y deficiencias, carencias que parodia en «Pierre Ménard, autor del
Quijote» o «El Aleph». El nacimiento del género fantástico americano
corresponde a una pérdida de puntos de referencia espaciales y temporales,
culturales y a la búsqueda de un orden nuevo. Su misión consiste en dar cuenta
de la ausencia considerada como objeto. Enseñar la nadería, tal es la proeza
del texto fantástico. Almotasim no revela nada, sino unos tenues reflejos de
reflejos rebuscados de manera accidental; Pierre Ménard, el plagiario escapa de
la ley y del tribunal; nadie ve a Hládick en «El Milagro secreto» terminar su
drama y Aureliano, en «Los Teólogos» perpetra una denuncia cuyos móviles
quedarán para siempre desconocidos para sus contemporáneos. Más cerca de
nosotros, Borges inscribe a Carriego dentro de la ecclesia invisibilis de las
letras. Toma a broma ciertas prácticas pleitistas y echa a perder el «todo
interpretable» ante el cual el texto se retracta. El estallido del espacio y
del tiempo origina y favorece las utopías polimorfas del continente. Aislado,
fragmentario y fragmentado, inasible por su tamaño mismo, implica una
subversión del orden europeo ordinario, al que se sustituye lo extraordinario,
lo desmesurado de las Américas que encarna Buckley, ese millonario megalómano y
desdeñoso, deseoso de sustituirse a la divinidad, creando un universo inverso
al nuestro, y atormentado por la obsesión del secreto.
James construye «Otra Vuelta de Tuerca» (The Turn of the
Screw), alrededor de una multiplicidad de misterios que envuelven a cada uno de
los personajes. La discreción es la norma que recorre todo el relato y
condiciona su existencia. A partir del momento en que la narradora
autodiegética, un aya, rompe el pacto de buena conducta que reside en proteger
a los niños, a partir del momento en que los interroga de manera brusca, el
relato se desvanece, desaparece. La muerte del niño, Milton, al final de la
ficción dramatiza la desaparición del texto, bajo el ataque de la
interpretación. Muerte del personaje y final de un texto que remite sin cesar a
su propio funcionamiento coinciden perfectamente. Ya en el prólogo, el texto
promete al lector, bajo el modo irónico del overstatement, más y más en cuanto
a fantástico. Esa insistencia anuncia un texto autotélico que desenmascara la
letra es decir el lenguaje como único proveedor de lo fantástico. James prefigura
a Borges, el cual señalará la frontera entre realidad y ficción en un cosmos
pensado de entrada como literario, y en el que la referencia bibliográfica,
real o apócrifa, condiciona la duda del lector. «Otra Vuelta de Tuerca», con
sus atosigadoras visiones de espectros, plantea también el asunto del
conocimiento de la mirada ajena (en el caso la de los dos niños) y del punto de
vista, constitutivos del relato. La búsqueda del aya se limita a dilucidar -sin
lograrlo nunca- el grado de inteligencia, entre los niños y los espectros: de
ahí el sinfín de preguntas.¿Tal vez sean los niños seres sobrenaturales?
¿Intentan juntarse con los espectros que les inculcaron el mal y podrían
destruirlos en cualquier momento? El lector encuentra de nuevo como en «La
lección del maestro» o «La imagen en la alfombra» la idea de que un individuo
puede manipular a otro, pero retomada aquí de manera abismal. ¿Manipularán los
dos niños al aya, como ésta lo piensa a veces? ¿O ella será objeto de sus
propias alucinaciones? ¿Acaso esas neurosis no traicionan un amor secreto e
imposible de confesar? ¿Existen realmente los espectros? Tantas preguntas que
en última instancia recaen sobre el lector, convidado a despecho suyo a
participar de este universo teratológico donde el monstruo de lo indecible
acecha en cada página. Comparte esta distancia insondable entre él y el mundo
que experimenta el personaje y que materializan la ausencia y el duelo.
En Borges planea la presencia inquebrantable de
los muertos y de sus secretos que quedan por desenterrar: Quain, Ménard,
Hládick, Cartaphilus son unos cuantos espectros que ocupan el campo textual y
se corresponden al aya o a los domésticos de «Otra vuelta de tuerca», al
retrato de la novela «El sentido del pasado» o al recuerdo de Corvick quien descifra,
en «La imagen en la alfombra» un misterio estético perdido para siempre.
Depositario del manuscrito del aya de Bly, Douglas consiente a exhumarlo -no
sin rodeos- para leerlo ¡cuán ceremoniosamente! a sus invitados. Un doble
movimiento que tiende a toda costa a alcanzar el secreto y que al mismo tiempo
lo protege, anima el texto. Douglas, intermediario entre el mundo de los
espectros y de los vivientes, mediatiza la relación al igual que los
narradores-comentaristas de Borges, encargados de cultivar la memoria de los
difuntos, pero también de extirpar su secreto. Existe sin embargo una
diferencia esencial entre los dos universos. En Borges, el personaje no tiene
en absoluto conciencia de la atmósfera fantástica en la que está sumergido. Es
el punto de partida de situaciones aberrantes que él considera a priori usuales
y que se empeña en provocar y luego en prolongar, sin ningún límite. La irónica
sagacidad de un narrador con un grado de omnisciencia mudable, ayuda a entender
sus actos, juzgados fantásticos sólo por el lector. Por el contrario en James,
el personaje se inquieta y se interroga continuamente -y con él el lector- por
la condición sobrenatural o no de su entorno. A la connivencia más o menos
natural entre el narrador y el lector que establece Borges, a despecho del personaje, James opone una identidad de
situación entre lector y protagonista.
* * *
En lo que atañe al concepto de América, se nota en Borges un
desfase nítido. Aunque no tenga términos bastante duros y excesivos para
estigmatizar la falta de madurez política del continente sudamericano (12), es
perfectamente consciente, y esto muy temprano, de la realidad de una vida
cultural fidedigna: En «El otro Whitman», denuncia la primacía de Europa y de
París en el ámbito artístico: «Los hombres de las diversas Américas
permanecemos tan incomunicados que apenas nos conocemos por referencia,
contados por Europa» (13). Clausurar la serie de relatos cortos de Historia
Universal de la Infamia con «Hombre de la esquina rosada» es afirmar de modo
implícito la presencia real y deseable de una épica argentina dentro de la
literatura universal. El texto que yo considero fundador de la poética
borgeana, «Sentirse en muerte», donde Borges afirma tutear la eternidad, remite
claramente a un espacio americano: "La vereda era escarpada sobre la
calle, la calle era de barro elemental, barro de América no conquistado
aún". Es decir que aquí coinciden texto originario y continente de los
orígenes. En «El fin», cuento que rescribe el «Martín Fierro», Recabaren
«acepta los rigores y las soledades de América». El viaje que emprende Dahlmann
hacia el Sur significa conquista y búsqueda de identidad. El infierno en el que
se mueve, su estadía en una clínica por unos días que se confunden con siglos,
la indeterminación entre sueño y realidad, la nebulosidad espacial, todo
contribuye a borrar y a duplicar el esquema actancial y a inscribir el relato
dentro de lo simbólico alegórico. Pasamos del actor al arquetipo, del relato al
mito. «Al fin me encuentro con mi destino sudamericano» piensa Francisco
Laprida en medio de las balas que zumban. El Sur significa barbarie, orillas de
la ciudad y cuchilleros cultores de coraje, pero también encuentro con el
arriesgado destino propio y colectivo (14), desprendimiento de Europa
considerados como una perspectiva lejana, difícil de aceptar, un reto que puede
resultar mortal. El nacionalismo popular y el peronismo, que ya están
preparando de antemano la toma del poder, expresan alejamiento y aislamiento
con respecto a las democracias sajonas. Poema cifrado, «El poema conjetural»
asienta a Borges en tanto como opositor tenaz a Perón si no con las armas, por
lo menos con el verbo. Dahlmann y Laprida permiten escrutar pasado y porvenir.
Encontrarse con su destino sudamericano significaba para todos los argentinos
la necesidad urgente de enfrentarse con la realidad política confusa de estos
años cuarenta y cincuenta. Significaba también para todo el continente,
ubicarse de manera decente en un tablero político internacional que sólo ofrecía
unas perspectivas dramáticas e inciertas. Significaba en fin, un proceso de
maduración política en un continente que Borges, desconsolado, juzgaba
predestinado a producir caudillos.
Según Edel, «En 1904-05, Henry James vuelve a ver a Estados
Unidos tras una ausencia de veinte años. Descubre otra vez Nueva York.[...]
Nueva Inglaterra [...] Acude a Washington Place [...] donde un nuevo edificio
había provocado la desaparición de su antigua casa [...] Inspeccionó la Quinta
Avenida en la que había jugado en su niñez» (15). Espejo de tinta, «La Esquina
alegre» recuerda desde un punto autobiográfico, la identidad del escritor
minada por la diferencia creciente entre Europa y América. Se puede considerar
como un relato mítico-fantástico inspirado en parte por el alegórico Rip Van
Winkle, de Washington Irving. ¿Qué representan para Brydon sus orígenes
norteamericanos? Un punto de partida, para conquistar nuevos e inmensos
horizontes que se renuevan al infinito o por lo contrario un redil, el hogar
hacia el cual replegarse a imitación del recorrido de Ulises. Brydon sacó
durante más de tres décadas unos recursos sustanciales de sus casas
neoyorquinas pero se considera como un modesto rentista. Hombre del pasado,
quiere cumplir tardíamente con su «destino americano», con el afán de
modernidad, de desarrollo capitalista, que anima al país. «La Esquina alegre»,
en inglés, The Jolly Corner. Ya el título, polisémico fomenta cierta
ambigüedad. Corner significa también en el dialecto de Wall Street el
monopolio, el acaparamiento, el trust, los malos negocios. La visión monstruosa
que acosa al protagonista es dual. El espectro se llena de una carga simbólica
insospechada. Brydon se encuentra descuartizado entre su repulsión pasada,
heredada de sus antepasados, y su fascinación presente por el Sueño Americano
que se vuelve pesadilla. Es una especie de resucitado, de intranjero para
retomar el neologismo de Jean Bellemin-Noël. Plantea no sólo el problema de la
identidad sino también de la ubicación, del lugar y derechos de los
expatriados. La amistosa presencia de Alicia Staverton, que nunca dejó su
paraíso, su país de las maravillas de Irving Place permitirá un regreso decente
(16).
Borges y Henry James, Henry James y Borges, dos destinos
literarios, dos soledades construyen su práctica de la escritura fantástica, en
parte sobre el origen mítico e imposible de representar de la Independencia del
continente americano. Los espectros de James establecen que el sueño americano
no es el sueño estadounidense; Borges, plenamente instalado en la cultura
occidental, trabaja para forjar un europeísmo que según dijo Octavio Paz, no
sin astucia y perspicacia, es muy americano.
Notas
(1). "Guillermo de Torre. Literaturas europeas de
Vanguardia in Martín Fierro,segunda época, Buenos Aires, Año 2,número 20, 5 de
Agosto de 1925.
(2). "Sur Henry James", in Nouveaux dialogues avec
Osvaldo Ferrari, Pocket, "Agora", Paris, 1990, p 56-62.
(3). Jorge Luis Borges, Obras Completas en Colaboración,
Buenos Aires, Emecé Editores, 1997, p 1019.
(4). Carta a Perry, citada por Lucette Veza, Henry James, le
champ du regard, Paris, La Table Ronde, 1989, p 294.
(5). Jorge Luis Borges, Obras Completas 2, Emecé, Buenos
Aires, 1989, p 55.
(6). Véase Bernard Terramorsi, Henry James ou le sens des
profondeurs. Essai sur les nouvelles fantastiques, L’Harmattan, Paris, 1996, p
287.
(7). Jorge Luis Borges, Obras Completas 1,op cit p 461.
(8). Jorge Luis Borges, Obras Completas1,op cit p 527-528.
(9). Maryse Renaud, "El gaucho en los cuentos de Borges
o de los ritos de la memoria a la celebración de lo pasional" in América,
p 211.
(10). Bernard Terramorsi, Le Mauvais Rêve américain. Les
origines du fantastique et le fantastique des origines aux
Etats-Unis,L’Harmattan, Paris, 1994, p 28. Traducción nuestra.
(11). Jorge Luis Borges, Borges A/Z, Selección, prólogo, y
notas de Antonio Fernández Ferrer, Ediciones Siruela, coll «La Biblioteca de
Babel», Madrid, 1988, p 95
(12). «Lo que se ha hecho en América del Sur puede
importarnos a nosotros y a España también. El modernismo, por ejemplo. Pero al
resto del mundo, no. Es decir, que si no existiera América del Sur no ocurriría
nada...El «descubrimiento», claro. Si América del Sur no hubiera sido descubierta
no existiríamos ni usted ni yo -le decía a María Kodama. Pero, al mismo tiempo,
es más importante el descubrimiento del Oriente. [...] Creo que todavía somos
un espejo bastante pálido de Europa y de los Estados Unidos, desde luego, sí.
¡Hasta ahora la historia sudamericana es tan rara! : por un lado, las personas
que se hacen llamar «el supremo», «el supremo entrerriano», «el salvador de las
leyes»; en mi tiempo Perón era «el primer trabajador», su mujer oficialmente
«el hada rubia». No creo que se den esos excesos en otras partes del mundo,
¿no? in Jorge Luis Borges, Borges A/Z, op cit, p 253-254.
(13). Publicado por primera vez en La Vida literaria en
enero de 1929. Luego integra Discusión. Véase Obras Completas1,Buenos Aires,
Emecé, 1989, p 206.
(14). Véase Horacio Salas, Borges. Una biografía, Buenos
Aires, Editorial Planeta, 1994, p 209 y passim.
(15). L. Edel, Prólogo a «The Jolly Corner», in The Ghostly
Tales of Henry James, citado por Bernard Terramorsi, Henry James ou le sens des
profondeurs. Essai sur les nouvelles fantastiques. L’Harmattan, Paris, 1996, p
164 y passim.
(16). Véase el análisis de Bernard Terramorsi, Henry James
ou le sens des profondeurs. Essai sur les nouvelles fantastiques, op cit, p
164, passim.. Essai sur les nouvelles fantastiques. L’Harmattan, Paris, 1996, p
287.
Fuente : Lehman
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