Una historia circular, como las que le gustaban. Una nota
debut a los 18 años que llevó al periodista desayunar en su living, y el viaje
a Ginebra para cubrir su muerte. Y un diálogo imaginario, paradojal, sobre un
tema que odiaba: el fútbol
Por Hugo Asch
Beatriz Guido llevaba su Mont Blanc y un cuaderno escolar a
los bares más concurridos y ruidosos de Buenos Aires para escribir sus cuentos.
Ella necesitaba ese ir y venir de la gente, el murmullo constante, para lograr
concentración. Como tenía que pensar un buen tema para escribir en Infobae, el
periodista se propuso imitarla. Fue en vano.
La gente lo distraía fatalmente y las ideas no aparecían.
Antes de terminar su cortado con sacarina había cambiado de planes. Volvería a
su biblioteca y releería por enésima vez Crear una pequeña flor es un trabajo
de siglos, de Abelardo Castillo, un cuento perfecto que suele inspirarlo
mágicamente.
Entonces apareció él y se sentó en la silla vacía, justo
enfrente. Pensarlo es otro de sus trucos favoritos. Le pasa seguido, desde
junio de 1986. Nada grave.
‒Lo noto algo perturbado. ¿No quiere que charlemos? El tedio
de la inmortalidad es infinito, como bien podrá imaginar. Quería morir y dejar
de ser Borges, pero no resultó. Aquí me tiene, viajando por la eternidad. Qué
desgracia. Tal vez podamos ayudarnos. Yo intentaré darle un tema y a cambio le
preguntaré sobre ciertos detalles de la comunicación moderna que ignoro. Lo
invito a casa. Desayunemos. Fanny debe tener todo listo. Acepte mi invitación,
se lo ruego.
Siempre Borges ¿Cómo decirle que no?
El periodista lo vio por primera vez a los 18 años,
compartiendo con él un inesperado desayuno formal en el 6° B de Maipú 998. Fue
a pedirle una composición tema La Vaca, o algo parecido, escrito en la
primaria, para publicar en la revista Siete Días de los años '70. Era su nota
debut y no había leído ni una solapa de sus libros.
Cuando Borges apareció en el living, traje gris, bastón con
empuñadura de plata, le temblaron las piernas. Solo Dios y el viejo escritor
sabrán que charlaron tan animadamente durante casi una hora y media.
Borges se disculpó por no haber tocado ese tema en sus
textos infantiles (una fina ironía que, entonces, el jovencito no entendió),
mientras bebía su té con leche sobre una carpetita con la Union Jack, y hundía
la cuchara en el plato sopero de corn flakes en leche blanca, apenas tibia. Las
tostadas desaparecieron en manos del invitado, melena hippie, anteojos a lo
Lennon color marrón, con menos aumento de lo necesario.
Preocupado por dejar al joven cronista sin nada en su
primera nota, Borges llamó a Norah, su hermana, y le explicó que "un
amigo" pasaría a buscar un libro inglés de fines del siglo XIX que ella
guardaba, y donde él había dibujado tigres con cerillas de color amarillo.
El look del periodista no provocó ningún gesto de sorpresa
en Norah. Ella conocía a su hermano, capaz de pasar una tarde con alumnos de un
secundario y dejar plantado a un enviado del New Yorker. El libro fue
fotografiado y la nota, por suerte, fue un éxito.
‒¿Te con leche?
‒Por supuesto, maestro. Me encanta volver a ese primer
desayuno. Ya no uso melena, pero sí lentes con el aumento correcto. Además…
tengo toda su obra en la cabeza.
‒Aaah, nadie es perfecto. ¿Todavía escribe sobre football?
¿Conserva esa exótica costumbre?
‒No, ya no lo hago, al menos por ahora. En este país nadie
sabe nunca nada. ¿Por qué lo pregunta? Para usted siempre fue "ese
estúpido invento de los ingleses", pero cada vez que nos cruzamos en algún
ensueño como éste, se muestra muy curioso sobre el juego. ¿Tiene algún plan
para sorprenderme?
‒Quiero ser comentarista. ¿Sería tan amable de asistirme con
algunos sanos consejos?
‒¡Pero cómo no!
‒¿Le parece que podré hacerlo? No olvide mi ceguera…
‒¡Pero absolutamente! ¿Cuál es el problema, Borges? Solo
debe adaptarse a una técnica muy simple basada en la repetición y en un
concepto esencial: la inexistencia teórica del error. Todo error cometido por
los futbolistas, técnicos y árbitros, será siempre intencional, deliberado.
‒Qué notable.
‒Los delanteros "desperdician" goles, o los
pierden; como si los tuvieran y, por algún desdén inexplicable, los dejaran
escapar. Los defensores "regalan". Atesoran, dominan la situación,
pero por otro inexplicable designio, se la dejan servida a los rivales,
"dejan solo" al delantero. Los arqueros "regalan su palo",
si la pelota pasa entre en el hueco del vertical y su cuerpo. Todo se juzga
voluntario. Eso debe ser marcado con énfasis por el buen comentarista que se
parapeta detrás del escudo de la perfección y opina desde la virtud, asistido
por una docena de cámaras.
‒Caramba. ¿Y aquellos intrusos que corren detrás de los que
juegan y paran el juego con un silbato? ¿Alguien se fija en esos esforzados
agentes del orden? ¿Qué importancia tienen?
‒Mucha. Antes tenían poco protagonismo. Hoy son estrellas y
hasta firman autógrafos. Dicen que "juegan" aunque ni la toquen. Eso
es raro. Pero son juzgados con la máxima crueldad imaginable. Los árbitros
fallan, pero tienen prohibido fallar.
‒Una idea circular. Como la del tiempo del eterno retorno.
‒¡El tiempo! Mire, me lo sacó de la boca. Si un equipo gana,
en los minutos finales "hace tiempo". Debería criticarlo.
‒¿Hacer tiempo? La idea de una confección propia del tiempo
no deja de ser asombrosa. ¿Qué es el tiempo? Si no me lo preguntan, lo sé; si
me lo preguntan, lo ignoro, decía San Agustín. ¡Qué exótico es el football!
Mejor continúe, le ruego.
‒Gracias, Maestro. El concepto de la dádiva funciona menos
con los árbitros. Ellos "perjudican". También funcionan como
proveedores o acopiadores, según el caso. "Dan" o "no dan"
penales, tiros libres, goles. En el peor de los casos, pasan a ser apropiadores.
"El árbitro nos robó el partido" o "Nos metió la mano en el
bolsillo", se indignan todos los protagonistas.
‒Qué audacia denunciar eso tan valientemente, ¿verdad?
‒Más o menos, Borges. Porque lo dicen mientras aclaran que
de ninguna manera dudan de su honorabilidad. No hay delito. Es un slalom; un
juego extraño donde la cuerda se tensa y se afloja. A lo sumo, un árbitro deja
de dirigir un fin de semana, y después vuelve. Así la historia se repite con
unos y otros.
‒¿Y qué sucede con esos sujetos que, me cuentan, saltan y
gritan desde un costado del campo? ¿Acaso ellos manejan a su pequeño ejército
como hábiles titiriteros?
‒Ni ahí. Ellos paran un equipo, la pelota rueda y todos se
mueven. Gritan, pero casi nadie los puede escuchar. Sin embargo, los que más se
desgañitan tienen fama de entrenadores sapientes. Los callados cometen un
pecado fatal: dejarle el protagonismo a los futbolistas y eso conspira contra
su propio trabajo. Salvo que ganen. Si ganan, todo bien. Serán tácticos,
cerebrales, maestros que han sabido transmitirle a los suyos la complejidad de
sus ideas.
‒¿Y si pierden?
‒Todo mal. Serán unos ineptos que hicieron todo mal y los
despedirán. Ojo, es muy importante el tono, Borges. Antes, los hinchas tenían
como espejo al periodismo para comprender las cosas, ya que la pasión los
cegaba e impedía cualquier análisis racional. Ahora, la clave del buen
panelista es repetir lo que el hincha tiene en la cabeza, que es más bien nada,
y con la lógica de un chico de 10 años. Todo al revés. Por eso, se grita tanto.
‒Mmm… La última vez que grité fue con Bioy, en la calle
Florida. Un admirador nos paró y pretendía darnos una carpeta enorme con poemas
y cuentos. Nos miramos con Bioy, y yo le pregunté cortésmente: "Perdón
joven, ¿qué hora tiene?". Miró su reloj, aún con las carpetas en mano y
contestó: "Las tres y media". Entonces le dije a Bioy: "Caramba,
a esta hora nosotros siempre corremos" Y le grité: ¡Vamos, vamos…!".
Escapamos al trote. No creo que yo funcione con tanto grito. No es lo mío.
‒Hay lugar para todos, Borges. Sea irónico, y los demás
gritarán por usted.
‒Si usted lo dice… Hay más cosas en ese curioso lenguaje del
football que me sorprenden y querría señalárselas.
‒Por favor.
‒He notado una marcada preferencia por el
"concepto", en tanto unidad cognitiva de significado. "¡Flor de
concepto tiraste!", se elogian mutuamente periodistas o players. O
repiten, admirados: "¡Qué pedazo de concepto metió el Flaco!".
‒¡Qué concepto me tiró, Borges!
‒Oh, perdón. Qué torpe. Mire, la "cosa" es otro
punto que me desvela. No la cosa-en-sí kantiana, pero sí la cosa como objetivo
único, recurrente, indefinido. "Hicimos bien las cosas. Son cosas del
fútbol. Queremos pelear cosas importantes". También me llaman la atención
los "referentes", que hablan en nombre de todos. Significado,
significante. La lingüística no les es ajena, parece. Lo mismo cuando la
emprenden contra la negatividad dialéctica. Jamás un footballer responde
"No, o sí". Elijen la incertidumbre. Si la pregunta es "¿Es usted
es un patadura que no le hace un gol ni al arco iris?" La respuesta será
"No sé si soy un patadura que no le hace un gol ni al arco iris…".
Extraordinario.
‒No se preocupe. Es más sencillo de lo que parece. Mire, si
hay una jugada en un área, rechazan, la pelota va hacia el otro campo y todos
corren desesperados, usted aguarde el desenlace del relato. Una de dos. Si es
gol dirá que la defensa estaba muy mal parada. Si no lo es, los delanteros
resolvieron mal y despilfarraron una oportunidad única. Fácil.
‒Me deja más tranquilo. Usted es muy gentil conmigo. Desde
aquella tarde en Plainpalais, en Ginebra, cuando tuvo aquel gesto que le
agradecí en silencio, dadas las particulares circunstancias por las que
atravesaba, usted me sabrá comprender.
‒Siempre admiré su humor, Borges. Se lo dije un millón de
veces, ¿no?
El sábado 14 de junio de 1986 el periodista pasó, en menos
de cinco horas, de las góndolas de un supermercado a un avión que lo llevaba
rumbo a Ginebra. Había muerto Borges.
Meses antes, lo había visto en un bar de Córdoba y San
Martín, solo, en una mesa y tuvo un pensamiento algo rebuscado: "Todos
aquí respiramos el mismo aire que alguien que será nombrado dentro de 500, mil
años. Esto debe ser lo más cercano a la inmortalidad…". Lo era.
Ezeiza y, 20 horas más tarde, la visión de la cama en la
habitación 661 del octavo piso del Hospital Cantonal Universitario, donde fue
internado de urgencia. De allí fue trasladado a su piso de Gran Rue 28, en el
corazón de la Veille Ville, donde murió aquel sábado de madrugada. A las ocho
llegó el doctor Jean François Balavoine, y firmó el certificado de defunción.
Los ginebrinos del barrio recordaban sus últimos paseos con
María Kodama por la ciudad, donde Borges vivió siendo un adolescente.
Caminaban, ella tomada de su brazo, deteniéndose en cada lugar.
‒¿Qué ve, María?
Y María, los ojos de Borges, describía los mismos frentes,
las mismas esquinas.
‒Allí la cúpula, más allá la calle, la plaza y el farol.
¿Cómo está ahora, María? ¿Verdad que no ha cambiado nada? ‒Borges volvía a su
adolescencia, volvía a ser 'El Otro'.
Rue des Rois, 1204, en la ciudad vieja. María Kodama,
vestido blanco largo, zapatos lilas, los ojos más tristes del mundo, presidía
el cortejo fúnebre en Plainpalais, el cementerio de los Reyes. Estaba furiosa
con los periodistas que trataron su boda con Borges al estilo de la prensa
rosa. Se lo dijo al periodista en un largo monólogo.
Frente a la fosa abierta, una cruz de madera con una pequeña
chapa de bronce: Jorge Luis Borges 1899-1986. Silencio profundo. Se oyen los
clicks de los pocos fotógrafos presentes, cuando se despide la viuda.
El periodista esperó pacientemente a que se retiraran todos.
Se escondía el sol cuando lo hizo. Arrojó la última flor. Sintió una alegría
feroz, pese al dolor. Necesitaba hacer eso con el hombre que le abrió la puerta
de su casa siendo un adolescente. A esa gentileza se refería el Borges
ensoñado, el viajero del tiempo.
‒Creo que usted me toma demasiado en serio Asch, cosa que
jamás aconsejaría. Insisto: ¿por qué llaman Conferencia de Prensa a esos
balbuceos post match? De prensa, quizá, no lo sé. Pero, ¿conferencia? ¿No es un
exceso llamarla así?
‒Es lo que hay, Borges.
‒Curiosamente, de esa vacuidad rescaté dos axiomas que me
remitieron a los griegos. "Hasta el pitazo final todo es posible",
dicen. ¡Hablan del devenir, lo que fluye en Heráclito! Y también afirman:
"Partidos son partidos"; y entonces traen el racionalismo de
Parménides: "Lo que es es; lo que no es, no es". ¿Qué le parece?
‒Me parece que usted es un genio, Borges; que puede hablar
de lo que quiera incluyendo el maldito fútbol, que me dio una idea, que nunca
hay que dejar de leerlo y que cada día lo necesitamos más acá abajo, tan vacíos
como estamos. ¡No se le ocurra morirse, nunca más!
‒Caramba. No ceda ante la tentación de la desmesura, le
ruego. Solo falta que me diga que cada día escribo mejor, como dicen de Gardel,
ese compadrito.
‒Es que usted es Gardel, Borges; y viceversa. ¡Y no hablemos
más!
Fuente: Infobae - 3 de marzo de 2019
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