El fallecido crítico
literario estadounidense consideraba que el escritor argentino se encontraba
entre los grandes genios de la literatura, al mismo nivel que Chéjov, Faulkner
o Dante. En esta nota, un recorrido por el pensamiento del autor de “El canon occidental”
con respecto al padre de “El Aleph”
Por Patricio Zunini
Si Borges es lo que él ha escrito más lo que otros
escribieron de él, Borges, entonces, es una figura que se compone de sí mismo,
pero también de las lecturas que de él hicieron Bioy, Sarlo, Pauls, Molloy,
Gamerro, y, cómo negarlo, Harold Bloom. El crítico norteamericano ha escrito
varios artículos sobre Borges y, con la distancia que permite leerlo sin la
crispación que la política y la coyuntura marca, a veces, a la crítica
vernácula, ha hecho ciertas interpretaciones muy productivas sobre el autor de
El Aleph.
El Aleph, de hecho, es uno de los cuentos borgianos
favoritos de Bloom, junto con Tlön, Uqbar, Orbis Tertius, Pierre Menard, autor
del Quijote, La muerte y la brújula, El Sur y El Inmortal. Así lo dice en Cómo
leer y por qué (2001), un libro bellísimo y ecuménico, a pesar de ese título
procazmente autoritario. Si en El escritor argentino y la tradición, Borges
hacía una declaración que ponía a la literatura argentina en pie de igualdad
con la del resto del mundo —“creo que nuestra tradición es toda la cultura
occidental, y creo también que tenemos derecho a esta tradición”—, en Cómo leer
y por qué, Bloom convalida ese estatuto al situar la obra de Borges a la altura
de Turguéniev, Chéjov, Nabokov, Calvino.
En la primera parte de ese libro, que está dedicada al
cuento, Bloom define que en el siglo XX —y podríamos decir que para lo que va
del XXI— hay dos paradigmas: el impresionismo de Chéjov y las fantasmagorías de
Borges: “Jorge Luis Borges (…) reemplazó a Chéjov como influencia mayor en la
cuentística de la segunda mitad del siglo veinte. Hoy los cuentos tienden a ser
chejovianos o borgianos; sólo en raras ocasiones son ambas cosas”.
A diferencia de otros críticos tan relevantes como él, Bloom
era muy joven cuando se dio el boom latinoamericano. Por eso su mirada hacia
Shakespeare —una de sus grandes pasiones, si no la mayor— estuvo siempre minada
por la literatura de América Latina, que, como dice en El canon occidental
(1994), era “posiblemente más vital que la norteamericana”. Pero, si bien lee
con interés a Cortázar, García Márquez, Vargas Llosa, Vallejo, Paz, Guillén, y
otros autores, cuando tiene que pensar la literatura de nuestro continente
identifica a tres padres fundadores: Neruda, Carpentier y Borges. Por supuesto,
los tres son mayores —precursores—que los escritores del boom.
“Al envejecer”, dice Bloom en El canon occidental, “Borges
comenzó a preferir la opinión de que la literatura canónica es algo más que una
continuidad, de hecho es un inmenso poema compuesto por muchas manos a través
de los siglos”. Una imagen bellísima, un panteísmo literario con la que Borges
construye libro a libro, escritor a escritor, un laberinto sin centro, o, en el
caso de que lo tuviera, uno que no encierra al minotauro como peligro.
Si cabían dudas sobre la importancia que Bloom le da a
Borges, vuelve a mencionarlo en Genios (2003). Entre Hemingway y Faulkner,
entre Dante y Shakespeare, Borges regresa ahora como un escritor filosófico
lector de De Quincey y Chesterton que hace el interrogante clave: ¿qué es el
hombre? El genio de Borges, dice Bloom, radica en su capacidad para encontrar
ejemplos en numerosos cuentos —pero en especialmente dos: Everything and
nothing y La memoria de Shakespeare— para esa respuesta: “el hombre es el
sujeto y el objeto de su búsqueda”.
Fuente: Infobae
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