domingo, 29 de diciembre de 2019

Retrato de familia de una mujer vanguardista




Artista de avanzada, pintora, grabadora, dibujante; hermana de Jorge Luis Borges. En este perfil de su vida cotidiana, la recuerda el hijo de la artista.

Por Miguel de Torre Borges *

Norah Borges pintó y dibujó desde siempre hasta que, ya entrada en los noventa años, el pulso empezó a fallarle. Pintaba todos los días, solamente con la luz natural de la mañana. El domingo no tocaba lápices ni pinceles. Tardaba varios meses en terminar un óleo; una vez listo, lo mostraba a la familia y a algunas amigas; luego lo ponía aparte sobre una tarima, con otras pinturas, en espera de algún interesado.

Cuando a la larga llegaba un posible comprador y preguntaba por el precio del cuadro, mi madre se sentía muy incómoda y decía: “Yo no sé… Dígame usted”. El interesado daba una cifra (generalmente bajísima), y ella contestaba: “¿Tanto? Es demasiado. Deme menos”. Si después se le reprochaba no haber pedido lo que realmente valía su obra, ella se defendía diciendo: “mejor es algo que nada…”. Desde luego, nunca tuvo marchand.

Es sabido que practicó exitosamente el grabado sobre madera y sobre linóleo; ensayó también la litografía: las pocas que se conservaron están reproducidas en el libro Norah, prologado por Jorge Luis Borges y publicado por Il Polifilo, en Milán.

En agosto de 1934, diseñó el vestuario para Égloga de Plácida y Vitoriano, de Juan del Encina, representada en Santander por el Grupo Teatral La Barraca, dirigido por García Lorca. En 1967, ideó la escenografía y los figurines de Las falsas confidencias, de Marivaux, representado en un cine, ya desaparecido, de Santa Fe al 1600, con la dirección de Luisa Vehil. Arregló, en dos temporadas, vidrieras de Harrodʼs.

Pintó frescos, realizó collages, hizo tapices –bordados con lanas o con aplicaciones de telas, y también combinados–, y pintó a la acuarela dos dibujos animados, para lo cual había estudiado expresamente la técnica. Estos cartoons eran muy breves; durarían apenas tres o cuatro minutos, y solo recuerdo la última escena de uno de ellos: dos chicos que tiraban de un cracker que estalla… Lástima que no se conservaran, pero, de tanto pasarlos en un proyector muy primitivo que había en casa quedaron completamente destruidos. Decoró al óleo dos biombos de madera de tres paneles –¿dónde estarán ahora, si es que todavía existen?–.

Fue una gran dibujante y excelente retratista, aunque solo dibujaba los rostros que para ella eran “interesantes” o “sutiles”, cuyos rasgos iba buscando siempre, como rastreándolos, por la calle, en un té, en un tranvía. (Sus instrumentos eran un lápiz Faber nº 2, una gillette, una gran goma blanda y una cartulina blanca que cortaba en línea recta con una tijera, sin ningún trazado previo). Cuando una amiga rica le propuso retratar en un stand a gente que estuviera de paso por el Plaza Hotel, ella rechazó la oferta porque no podía saber de antemano si esas caras iban a “decirle algo”. Qué contraste con ciertos pintores y fotógrafos que se interesan por cualquier persona meramente famosa que se les ponga a tiro.

Dibujó, además, ex libris (solamente para mi padre), pintó un abecedario y un santoral (están en colecciones particulares), tarjetas de felicitación para las fiestas y ornamentaciones publicitarias de editoriales (colección La Esfinge, Juventud Argentina, 1941) y revistas, sin saber, seguramente, que estaba haciendo “publicidad”. Encuadernó algunos libros; hay uno expuesto en el Malba.

Los norahístas no ignoran que ilustró muchos libros –tapas e interiores–. (La lista está en Norah Borges: la vanguardia enmascarada, de May Lorenzo Alcalá). Pero también ilustró otros títulos, que quedaron inéditos. Esta es la relación: Los jóvenes visitantes, de Daisy Ashford (los originales están en una colección particular); El puñal de Orión, de Sergio Piñero (perdidos); The Wonderful Visit, de Wells (colección particular); Rosaura, de Güiraldes (perdidos), Charles Blanchard, de Charles Louis Philippe (colección particular); Poemas, de Carmen Conde (1935, perdidos); Cuentos para niños, de José Moreno Villa (1936, perdidos); El príncipe feliz, de Wilde (1939, poseo dos de las ilustraciones); Romancero gitano (1940, perdidos).

Concluyendo, le interesaban todas las artes visuales, salvo la escultura, que, con la sola excepción de Henry Moore, me parece que no le llamaba demasiado la atención.

Le interesó también la arquitectura: Las casas de Buenos Aires con alegorías de yeso: columnas, el cuerno de la abundancia, sirenas y Las casas blancas de Le Corbusier, inclinación que heredó, con el salto de una generación, mi hijo menor Fernando, que, además de arquitecto, lleva un minucioso registro digital de toda su obra.

Le gustaba la música, pero conocía muy poco (éramos una familia para nada musical), aunque sospecho que le interesaban más la forma de los instrumentos –el arpa, el violonchelo–, el poder evocador de las palabras –clavecín, laúd, clavicordio, espineta– y de los nombres –Wanda Landowska, Bach, Albéniz, Vivaldi, Stravinski, Joaquín Rodrigo– que la música misma. En casa había muy pocos discos, ella jamás habría comprado alguno y, salvo que la invitaran, raramente iba a conciertos. Las estridencias operísticas le parecían risibles. Un rasgo para destacar: el acorde de una guitarra y la voz de Gardel (en Mis flores negras, en Sus ojos se cerraron, por ejemplo) podían emocionarla hondamente. Les feuilles mortes, por Edith Piaf, también […]

Lectora y relectora. Otros pintores.

Aunque decía que no necesitaba leer porque entre su marido y su hermano lo habían leído todo, era una gran lectora; leía y en especial releía constantemente, y, como mi tío, prefería decididamente lo inglés: The Wonderful Visit de Wells, Conan Doyle, Katherine Mansfield, Galsworthy, Kim de Kipling, Wilde, los cuentos del padre Brown, Wilkie Collins, Los papeles de Aspern y Otra vuelta de tuerca, Dickens, Drácula (Frankenstein no), las hermanas Brontë, Kangaroo de Lawrence, los cuentos con fantasmas ingleses (“Mrs. Veal”, “Carmilla”), Flush de Virginia Woolf, The Lilac Fairy Book de Andrew Lang…

Los hermanos también eran devotos de Eça de Queiroz, y con una de sus novelas se produjo una vez un equívoco muy divertido: para cierta revista le preguntaron a mi madre qué libros se leían en su casa cuando ellos eran chicos, y ella, confundiendo los títulos, nombró La gloria de don Ramiro en vez de La ilustre casa de Ramires. Cuando Tío se enteró, se molestó mucho con que alguien pudiera pensar que en su casa tuvieran cabida los libros de Larreta…, pero a mi madre le gustaba La gloria de don Ramiro (especialmente el final, cuando aparece Santa Rosa de Lima).

En Ginebra había leído casi exclusivamente en francés: Cartas desde mi molino, Juan Cristóbal, La Cartuja de Parma, El gran Meaulnes, Pablo y Virginia, Las cuevas del Vaticano, Bouvard y Pécuchet, Viaje al centro de la Tierra, Ramuntcho y El pescador de Islandia, Felipe Derblay, Petit Bob, El lirio rojo, El conde de Montecristo, La Atlántida, El fantasma de la Ópera, El misterio del cuarto amarillo y El perfume de la dama de negro… Después, El diablo en el cuerpo, El baile del conde de Orgel, La sinfonía pastoral, Los Thibault, Los niños terribles, Los hombres de buena voluntad… Algunos de estos libros los conservó siempre en sus contados estantes, encuadernados en media tela azul, con las iniciales N. B. T. en el lomo.

Dejo aparte En busca del tiempo perdido, que siempre releía, citando de memoria comentarios del narrador y muchas expresiones de los otros personajes (ahora me pregunto: ¿leería las escenas entre los sodomitas y entre las gomorritas, o se las saltearía?). Decía que muchas de las cosas que nos suceden ya habían sido descritas y analizadas proféticamente por Proust, que parecía haber encontrado por milagro las palabras buscadas por los lectores, para expresar situaciones asombrosamente parecidas. (Años después, Roland Barthes puso por escrito esta idea).

* Fragmentos del capítulo “Norah Borges de Torre”, del libro Apuntes de familia, de Miguel de Torre Borges, publicado por editorial Losada. La exposición Norah Boges, una mujer en la vanguardia, con curaduría de Sergio Baur, sigue en el MNBA, Libertador 1473, hasta el 1º de marzo.


Fuente: Pagina 12

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