En sus tramas, en sus metáforas, el autor de El Aleph
anticipó muchos de los postulados a los que más tarde llegaría la ciencia; un
ejemplo de que la ficción y la poesía pueden ser instrumentos certeros para
indagar el universo
Por Alberto Rojo
Mis ejemplos favoritos de irradiación de la literatura de
Borges a la ciencia involucran laberintos. Uno es de la física y el otro, de la
economía (sí, diré que la economía es una ciencia).
Herbert Simon, premio Nobel de Economía en 1978 por sus
trabajos sobre la teoría de toma de decisiones, dedica un capítulo de su biografía
a la gravitación de Borges en su obra. Para Simon, el laberinto es metáfora de
la vida. En consecuencia, la resolución de problemas supone "la búsqueda a
través de un vasto laberinto de posibilidades". En uno de sus trabajos
técnicos de 1956, con entonación borgeana, dice Simon: "El espacio vital
de un organismo no es una superficie continua, sino un sistema en ramificación,
como un laberinto, donde cada punto de ramificación representa un punto de
decisión". Años después, en una carta al escritor argentino donde le pide
una entrevista personal en Buenos Aires, Simon, admirador de "La
biblioteca de Babel" y de otro cuento icónico, "El jardín de senderos
que se bifurcan", le escribe: "Usted concibe la vida como una
búsqueda a través de un laberinto".
Borges se interesa mucho por las matemáticas, pero no venera
la ciencia, y reemplaza el rol que otros autores asignan a la curiosidad
científica por el humor, la ironía y, siempre, la duda. El resultado es una
imaginación que transgrede los límites del conocimiento parcial y una ficción
que invade la realidad.
En "El jardín...", el autor de El libro de arena
se anticipa a una teoría de la física de un modo pasmosamente literal. De
acuerdo con la teoría de la mecánica cuántica (junto con la relatividad, una de
las teorías más revolucionarias del siglo XX), las partículas microscópicas
tienen una llamativa ambivalencia: pueden estar simultáneamente en varios
lugares y sólo pasan a estar en un lugar definido cuando se las observa (o se
las mide) con algún detector del mundo macroscópico. La idea de estar en algún
lugar implica una realidad objetiva que no existe en la teoría cuántica, según
la cual la ubicación de la partícula, antes de la medición, está objetivamente
indeterminada. En cualquier caso, la teoría (extensamente confirmada por el
experimento) anticipa la probabilidad de encontrar la partícula en un lugar
dado sólo luego de ser detectada.
Una explicación coherente para esto -aunque extravagante
para muchos- es la llamada "Interpretación de los muchos mundos", una
teoría que el físico Hugh Everett III publicó, con otro nombre, en 1957 (la
expresión "muchos mundos" fue acuñada por Bryce DeWitt años después).
Según esta teoría, en el momento mismo de la medición el universo se divide y
se multiplica en varias copias, una por cada resultado posible. Sin embargo, el
primero en concebir universos paralelos que se multiplican no fue Everett sino
Borges en "El jardín...", publicado en 1942. Allí, el escritor
propone un laberinto temporal en el que, cada vez que uno se enfrenta con
varias alternativas, en vez de optar por una y eliminar otras, "opta
-simultáneamente- por todas. Crea así diversos porvenires, diversos tiempos,
que también proliferan y se bifurcan".
Las correspondencias entre el cuento de Borges y el trabajo
de Everett llegan incluso a las metáforas botánicas, ya que Borges habla de un
jardín de senderos y Everett, como Herbert Simon, de un árbol ramificado: la
"trayectoria" de las configuraciones de la memoria de un observador
que realiza una serie de mediciones no es una secuencia lineal sino un árbol
que se ramifica, dice. Si uno pone los párrafos lado a lado, en el de Everett
la ciencia suena a ficción y, en el de Borges, la ficción se lee como ciencia.
Hoy, los mundos paralelos son parte de la lengua franca de
la ciencia ficción, pero Borges es el primero en formular esta alternativa al
tiempo lineal, al menos la más aproximada a la teoría de Everett. En 1999 le
pregunté a DeWitt (Everett ya había muerto) si tenían conocimiento de "El
jardín..." cuando escribieron sus artículos. Me dijo que no, que se había
enterado del cuento un año después gracias a la mediación de Lane Hughston, un
físico de la Universidad
de Oxford. En una compilación editada por DeWitt y publicada en 1973 hay una
referencia a "El jardín...". Hay también una cita de William James, a
quien Borges leyó por influjo paterno: "Las realidades parecen flotar en
un mar de posibilidades más ancho que aquel de donde fueron escogidas, y en
algún lugar, dice el indeterminismo, esas posibilidades existen y forman una
parte de la verdad".
En 1971, la revista Primera Plana publicó el diálogo que
Herbert Simon y Borges tuvieron en su despacho de la Biblioteca Nacional.
Ante un Simon curioso por entender el origen y la lógica de los laberintos borgeanos,
el escritor, fiel a los planteos fantásticos antes que a la búsqueda de
respuestas, da una clave de la transmigración de su ficción a la realidad:
"Cuando escribo no pienso en términos de enseñar. Pienso que mis
historias, de algún modo, me son dadas y mi tarea es narrarlas. Tampoco busco
connotaciones implícitas ni parto de ideas abstractas. No soy un cazador de
símbolos".
Mi primer encuentro con este cúmulo de citas borgeanas fue
en Thermal Physics, de Charles Kittel, un libro de texto que usábamos en el
Instituto Balseiro en mis tiempos de estudiante de física. Kittel alude a
"La biblioteca de Babel" como un "estudio
literario-científico". En un encuentro circunstancial que tuve con Borges
una mañana de julio de 1985, se lo comenté, y me dio una respuesta
desconcertante que yo habría de repetir hasta el cansancio en conversaciones
con mis colegas: "¡No me diga! Fíjese qué curioso, porque lo único que yo
sé de física viene de mi padre, que me enseñó cómo funcionaba el
barómetro".
Lo dijo con modestia oriental, moviendo las manos como si
dibujara ese aparato en el aire. Y luego agregó: "¡Qué imaginativos son
los físicos!".
Fuente : Diario La
Nación – Buenos Aires
15 de noviembre de 2013
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