Leonardo Valencia
Martín Bodmer nació en Suiza en 1899, el mismo año que Jorge Luis Borges. Ambos pudieron coincidir en Ginebra, donde Borges vivió parte de su adolescencia, pero Bodmer vivía en Zürich y era, además, miembro de una de las familias más acaudaladas de su país –el origen de los Bodmer se remonta al siglo XVI–. Borges volvió a Buenos Aires en 1921 y publicó sus primeros libros. Bodmer comenzó a coleccionar libros antiguos y terminó trasladándose a Ginebra en 1939. En estos años, cuando Bodmer adquirió prestigio como bibliófilo, Borges escribió sus mayores cuentos y ensayos, que lo ubicarían como uno de los mayores escritores del siglo XX. No sé, no tengo la fuente ni el dato, y en realidad poco importa, si Bodmer y Borges se encontraron alguna vez. Bodmer murió en Ginebra en 1971 y Borges vendría a morir, a la misma ciudad, en 1986. Bodmer cumplió su sueño: creó una de las más importantes colecciones de libros, la Biblioteca Bodmeriana, al punto que Hans Peter Kraus, otro de los mayores coleccionistas de libros del mundo, lo denominó el “rey de los bibliófilos”. ¿Dónde terminaron por encontrarse Borges y Bodmer, aparte de tener a Ginebra como destino final?
Daré un rodeo. La colección de libros de Bodmer estuvo
durante muchos años en Zürich, hasta que al trasladarse a Ginebra, la ubicó en
el barrio de Cologny, una exclusiva zona residencial ubicada en una colina.
Hizo construir dos pabellones para su biblioteca. En 2003 se convirtió en la Fundación Bodmer,
y gracias al diseño del arquitecto suizo Mario Botta, se acomodó una especie de
búnker subterráneo donde se visita la colección.
No entremos rápidamente a verla. En la parte de arriba lo
que más sorprende es lo silencioso y despejado del lugar. Las guías turísticas
de Ginebra no suelen incluirla, llegar tampoco es fácil, el horario de apertura
es de apenas cuatro horas. Si algún turista entra, a veces lo hace por el
paisaje. Desde su mirador se puede ver el lago Lemán y, en la orilla de
enfrente, el edificio de las Naciones Unidas, los barrios de Chambésy y Bellevue;
si el día está despejado, se contempla la inmensidad del macizo alpino del
Jura. El turista terminará marchándose y será el Lector quien bajará las
escaleras de este museo que, como ocurre con muchos bancos suizos, tiene una
bodega con riquezas que asombrarían al mundo. Solo que las de la Bodmer no son de oro y
diamante, sino de papel.
Pero no cualquier papel. A veces ni siquiera es papel, sino
pergamino y papiro. Son manuscritos y primeras ediciones de libros que van
desde rollos egipcios del Libro de los Muertos hasta la primera Biblia impresa
por Gutenberg, pergaminos medievales de La Eneida, de la Divina Comedia
(también tienen la primera edición de la obra de Dante impresa por un amigo de
Gutenberg, Johann Neumeister, en el siglo XV) y otros libros que parecen flotar
en vitrinas blindadas a lo largo de dos pisos oscuros, donde los silenciosos
pasos del Lector encienden automáticamente luces apenas suficientes para que se
pueda mirar libros en los que murmuran siglos. La iluminación parece una metáfora
del lugar: solo el Lector da vida a un libro cuando se le acerca.
Bodmer se planteó cinco pilares para su biblioteca: Homero, la Biblia, Dante, Shakespeare
y Goethe. Solo una de las vitrinas está dedicada al Siglo de Oro español. Son
cuatro autores en primeras ediciones: Cervantes, Garci de Montalvo, Lope de
Vega y Calderón de la
Barca. Luego vienen otras maravillas: primeras ediciones de
Avicena, Copérnico, Descartes, Pascal, Newton y Schopenhauer (las de estos dos
últimos con anotaciones manuscritas de ambos), un ejemplar de Wagner dedicado a
Nietzsche, La
Metamorfosis de Kafka (con la portada en la que Kafka
prohibió que saliera un insecto), Guerra y Paz de Tolstoi, Los Hermanos
Karamazov de Dostoievski, Las almas muertas de Gogol, uno de los últimos poemas
manuscritos de Rimbaud de 1872, el Elogio de la locura de Erasmo, manuscritos
de Proust, de Flaubert.
No sigo enumerando. No es justo. El asombro no se transcribe
en unas líneas tan pobres como las mías. Pero si diré lo que ocurrió al final
de este recorrido. Una de las últimas vitrinas tiene ediciones de Hemingway,
Faulkner, Dos Passos y Kerouac. La última, la que me importa, estaba dedicada
exclusivamente a Jorge Luis Borges. Después del Siglo de Oro el salto
bibliófilo atravesaba trescientos años y se posaba en los delgados libritos del
autor argentino (El aleph, Ficciones, El libro de arena) y tres manuscritos de
una caligrafía diminuta, en hojas cuadriculadas de cuaderno escolar,
fragilísimas. Como para insistir en lo frágil, pendían de una especie de
carrousel, ocho hojitas del original manuscrito del cuento ‘Tlön, Uqbar, Orbis
Tertius’ y al lado el cuento El sur y el ensayo ‘Dos semblanzas de Coleridge’.
Latinoamérica no estaba representada en la colección. Ahora la Fundación declara que
seguirá buscando más obras del autor de Ficciones, porque Borges se ha
convertido en el sexto pilar. Compraron estos ejemplares en subastas en
Christie’s y al librero Aizenman de Buenos Aires. No los entregó Borges. No
hubo un mítico encuentro, una donación memorable en la que Bodmer y Borges
pudieron evocar su adolescencia y los primeros libros raros que leyeron. Borges
no se encontró nunca con Bodmer. Pero quiero imaginar que sí, que era
inevitable, que estaba previsto que el mayor bibliófilo del mundo hospede a
quien se formó allí y murió allí, y que siguen conversando en Ginebra y que en
esas oscuras bóvedas el Lector escuchará, entre el murmullo de siglos, un rumor
en su propia lengua.
Por supuesto, hay muchos más libros en el enigmático fondo
ginebrino. Algún día saldrán a la luz. Entonces tendremos el alcance de la
pasión de un suizo que creyó, inspirado en Goethe, en la posibilidad de una
literatura del mundo. Bodmer no era un nacionalista, lo demuestra su obra y lo
mejor del temperamento suizo: la pasión de aceptar que nadie es perfecto. Esa
pasión y sus libros protegen la sabiduría de la humanidad.
El turista
terminará marchándose y será el Lector quien bajará las escaleras de este museo
que, como ocurre con muchos bancos suizos, tiene una bodega con riquezas que
asombrarían al mundo. Solo que las de la Bodmer no son de oro y diamante, sino de papel.
Fuente : El Universo -Ecuador
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