Atlas. Publicado en
1984, este libro de Borges y María Kodama se convirtió en una gran muestra
fotográfica; podrá verse en la Feria del Libro en el espacio de Ñ.
Por Diego Erlan
El de estas imágenes es otro Borges. Un Borges que no oculta
la sonrisa de niño a punto de emprender, por primera vez, un viaje en globo por
el Valle de Napa, en California; un Borges con la Mezquita Azul de fondo; un
Borges fascinado con el camello que no puede ver ante las pirámides de Egipto;
un Borges en busca de la iluminación junto a los monjes budistas en Izumo,
Japón, y en su notoria y aterrada felicidad sentado junto a un tigre de Bengala
en el zoológico de Cutini, cerca de Luján. Este es un Borges en condición de
viajero frecuente.
Antes de la muestra que podrá verse en la Feria, sin
embargo, Atlas fue el libro que Borges publicó originalmente en 1984 junto a
María Kodama. Luce en su portada la fotografía de ese viaje en globo. Es el
comienzo de una aventura caprichosa, exótica y singular como la del libro
mismo. Para Borges, toda palabra presupone una experiencia compartida. “Si
alguien no ha visto nunca el rojo, es inútil que yo lo compare con la
sangrienta luna de San Juan el Teólogo o con la ira; si alguien ignora la
peculiar felicidad de un paseo en globo es difícil que pueda explicársela. He pronunciado
la palabra felicidad; creo que es la más adecuada”, compone Borges en el
comentario dedicado a esa aventura.
Atlas no es evocación ni viaje imaginario sino
desplazamiento físico. Es el álbum de múltiples viajes, realizados a finales de
los años setenta y principios de los ochenta, el continuo deambular por
ciudades de un Borges ya celebrado en el mundo entero, que lo agasaja en sedes
culturales, editoriales y casas de estudio. Aquí hay “un flotar”, según lo
describe la escritora y ensayista Sylvia Molloy en uno de los trabajos que
integran su libro Las letras de Borges . Ella advierte que este Atlas , editado
como un libro de mesa y de cierto lujo, está compuesto más por momentos que por
lugares: en sus páginas conviven el monumento y lo trivial, la pirámide y la
brioche , el vacío y el genio, el objeto y la intimidad. Es el libro de las
pequeñas felicidades transitorias. Es cierto. A pesar de su inclusión rara
dentro de la soberbia obra del autor de El Aleph , este Atlas sin mapas es un
libro sobre la felicidad. Eso pretendió Kodama que fuera: un compendio de los
instantes de diversión durante las giras que hacía Borges para dar conferencias
en universidades y encuentros protocolares. Nada de esos encuentros se registra
en el libro. Sus páginas se enfocan más bien en los momentos de ocio y paseos.
“Escribo porque no hay felicidad o dolor que sean solo físicos, siempre
intervienen el pasado, las circunstancias, el asombro y otros hechos de la
conciencia”, entiende Borges. Ese viaje en globo de solo hora y media no era
para él una simple actividad turística; constituía también una exploración por
ese “paraíso perdido” que es el siglo XIX y por la suntuosa imaginación de los
hermanos Montgolfier (inventores del artefacto), pero también era volver de un
modo sensorial a sus lecturas de Julio Verne, Edgar A. Poe y H. D. Wells.
Durante una cena de agosto de 1983, tanto el poeta Alberto
Girri como el editor Enrique Pezzoni intervinieron, con responsabilidad dispar,
en la confección de este álbum. Aunque la principal impulsora haya sido Kodama,
que se casaría con Borges vía Paraguay en 1986. Un atlas como pretexto, un
atlas como respuesta, un atlas como registro de la felicidad de Borges. En la
lujosa primera edición a cargo de Sudamericana dos años antes de la muerte del
escritor, no se incluye el epílogo firmado por Kodama. Este recién aparece en
la posterior realizada por Emecé en 1995 y cierra ese viaje con el recuerdo de
aquellos momentos vividos: “Roma será para mí su voz recitando las Elegías de
Goethe y Venecia, para usted, lo que yo le transmití un atardecer, en San
Marcos, escuchando un concierto. París será usted niño, terco, encerrado en un
hotel comiendo chocolate mientras leía a Hugo, su manera de descubrir París”.
En la negación que desliza Borges en el prólogo (que este
libro “ciertamente no es un atlas”), encontramos una cita a Magritte para
convertir al objeto en un problema. Las fotografías con pulso amateur tienen
valor por la presencia de Borges. Es él quien las modifica. “La fotografía también
es emblemática de la paradoja fecunda que anima este curioso libro, producto de
un turismo privado de visión”, sostiene Molloy. Es “la mirada oblicua” de
Borges la que vuelve transformada en texto. Cada título se sucede aquí como
“unidad hecha de imágenes y de palabras”. No solo imágenes. También juegan las
sensaciones. Son varios los momentos en los que Borges, envuelto en esa clara
neblina que ven los ojos de los ciegos, se dedica a percibir a través del tacto
los objetos alrededor de una habitación de hotel y a encontrar allí un sentido,
como el de la felicidad por el momento de revelación de las formas geométricas
que encuentra al abrazar una columna. En su concepción, podríamos decir que
Atlas se ubica como un objeto anómalo de la obra borgeana, al menos por lo
sentimental. Es el dictado de una voz, que es la de Borges, que puede usar el
pensamiento ancestral de China o de Spinoza para pensar sobre el arquetipo que
produce una brioche comprada en una panadería de Ginebra. Sin embargo, el libro
también atesora destellos de genialidad habituales en Borges. Por ejemplo, en
fragmentos como “El desierto”: “A unos trescientos o cuatrocientos metros de la
Pirámide me incliné, tomé un puñado de arena, lo dejé caer silenciosamente un
poco más lejos y dije en voz baja: ‘Estoy modificando el Sahara’. El hecho era
mínimo, pero las no ingeniosas palabras eran exactas y pensé que había sido
necesaria toda mi vida para que yo pudiera decirlas.” “ Atlas –arriesga Molloy–
es una invitación a la literatura.” Por otra parte, en algunos tramos el libro
parece formular la máxima de Francis Bacon: que los viajes en la juventud son
parte de la educación y en la vejez, parte de la experiencia. El viaje que
Borges efectúa aquí es, además, una inmersión en su memoria: “Para no ver no es
imprescindible estar ciego o cerrar los ojos; vemos las cosas de memoria, como
pensamos de memoria repitiendo idénticas formas o idénticas ideas”. Así vuelve
a las islas del Delta, donde muere su amigo el pintor Xul Solar, vuelve a la
biblioteca de Almagro Sur donde leyó a Leon Bloy y vuelve incluso a Ginebra,
lugar que sintetiza para él otra vez la felicidad. Allí fue donde, en 1914, se
le revelaron el latín, el francés, el alemán, el expresionismo, la doctrina de
Buda, del taoísmo y la nostalgia de Buenos Aires. Y supo entonces que Ginebra
sería el lugar al que volvería “quizás después de la muerte del cuerpo”.
Fuente : Clarin - Revista Ñ
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