Pablo de Santis
Abundan en la literatura fantástica los libros malditos,
como El rey de amarillo de Robert Chambers o el Necronomicón deH.P. Lovecraft,
que enloquecen a quien los lee. No hay en cambio cuentos que hablen de libros
intangibles como fantasmas. De existir, no hablarían de libros destruidos y
vueltos a la vida con deseos de venganza. Hablarían de libros prometidos, de
libros no escritos. Porque el verdadero fantasma de un libro no exige fuego:
exige una pluma que se detiene, el silencio de una máquina de escribir. Un
fantasma puede asustar a cualquiera. Pero estos libros espectrales sólo podrían
asustar a una persona: a su autor.
Que yo sepa, el único autor que dedicó un volumen entero a
sus abandonos es el gran crítico George Steiner. Su ensayo Los libros que no he
escrito es casi una autobiografía contada a partir de las obras que planeó y no
empezó o no terminó. “Un libro no escrito es algo más que un vacío –escribió
Steiner–. Acompaña a la obra que uno ha hecho como una sombra irónica y
triste”.
En la literatura argentina no han faltado esas sombras
irónicas y tristes, que suelen dejar huellas ligeras, como de pájaros. Borges
reseña en sus cuentos varios libros nunca escritos, como los volúmenes que
integran la Biblioteca de Babel, las obras de Herbert Quain, el Quijote de
Menard o el libro de arena. Pero su libro prometido era de naturaleza muy
distinta. En un artículo titulado “Teoría de Almafuerte”, publicado en La
Nación en 1942, Borges cuenta: “Entre las obras que no he escrito ni escribiré
(pero que de algún modo, siquiera misterioso y rudimental, me justifican) hay
una cuyo título es el de esta nota. Borradores de caligrafía pretérita prueban
que ese libro irreal me visita desde 1932. Consta de unas cien páginas en
octavo; imaginarle más es afantasmarlo indebidamente”.
Al imaginarle más páginas se lo “afantasma”: estos libros
irreales crecen al revés; cuantas más páginas tienen menos terrenales son. En
su libro fantasma Borges considera a Almafuerte un renovador de los problemas
de la ética. Comienza por señalar, cosa insólita en Borges, tan poco proclive a
cuestiones sexuales, la castidad del poeta; le bastan unos versos para probar
que esta castidad viene de la frustración. “Otros –Boileau, Swift, Kropotkin,
Ruskin, Carlyle– han padecido como Pedro Palacios; nadie ha concebido como él
una doctrina general de la frustración, una vindicación y una mística”. Borges
admira también el rechazo del perdón. “Lo consideró –nos dice Borges– por lo
que hay en él de pedantería, de condescendencia altanera, de Juicio Final
ejercido por un hombre sobre otro”.
También Adolfo Bioy Casares tuvo su libro pendiente: la
novela Irse. En una entrevista de fines de los años setenta bosquejó el
argumento: un sabio de barrio se ausenta de la familia y se encierra en un
altillo a fabricar una máquina fabulosa. La ciencia ficción escrita en
Argentina siempre ha tenido ese rasgo de intimidad: no se trata de viajes
espaciales, sino de misteriosos institutos en medio del campo o en algún barrio
o sabios encerrados en altillos. La ciencia ficción escrita en inglés suele
hablar de la sociedad y del futuro, y su modo es la ironía. La literatura
fantástica habla del individuo y del pasado, y su tono es melancólico. Pero la
ciencia ficción argentina siempre ha sido una especie de literatura fantástica
amueblada con máquinas inexplicables. En Bioy estas innovaciones técnicas
siempre están relacionadas con el pasado: de lo que en realidad se trata es de
recuperar a una mujer. Su ciencia desconoce otra utopía que no sea la
restauración de un pasado idealizado.
Cuando Bioy publicó Una magia modesta, uno de sus últimos
libros, los lectores encontramos un cuento llamado “Irse”. Contaba una historia
muy distinta del argumento que había prometido. Aquella novela del altillo
nunca se desarrolló. La novela Irse había cumplido con su título.
Otros libros no tienen nombre, como la novela que Rodolfo
Walsh comenzó a escribir en 1967 y que nunca terminó. Durante unos cuantos
meses el editor Jorge Alvarez le pagó un sueldo, con el fin de publicarla en
1969. ¿Pero era un novelista? Walsh quería ser Borges: escribió cuentos
policiales, reunió la primera antología del cuento policial argentino, y una
brillante Antología del cuento extraño. Ejerció, además, el periodismo con maestría
y fervor narrativo. Las urgencias políticas –pasó del nacionalismo al peronismo
y luego a Montoneros– lo llevaron a postergar su novela y a malgastar su
inmenso talento en las oscuras rutinas de la clandestinidad. En 1977 Walsh fue
baleado en la esquina de San Juan y Entre Ríos y ya no se supo de él; la casa
que habitaba en San Vicente fue saqueada y sus papeles robados o destruidos. De
esa novela sabemos que constaba de varios relatos cruzados, que atravesaban
nuestra historia. El relato central contaba la marcha a caballo de un hombre
por el lecho del Río de la Plata a fines del siglo XIX, durante una bajante
extraordinaria.
La novela imposible de Walsh resume o condensa las
contradicciones entre la tradición literaria que había elegido y su voluntad política.
A fines de los 60 los escritores del boom podían repartirse entre la izquierda
y la literatura, sin que nadie señalara una mínima incoherencia. Pero ya en los
años 70, y a los ojos de la izquierda radicalizada, la literatura aparecía como
un oficio vergonzante, burgués. Aunque los años han construido engañosamente un
lazo entre literatura y la izquierda, cuyo emblema es Cortázar, los sectores
más extremistas miraban con desprecio toda forma de escritura no partidaria.
Estas tensiones agobiaban a Walsh, cuyo modelo estilístico, de modo
involuntario pero tenaz, seguía siendo Borges, que estaba en sus antípodas
ideológicas. Aun en la desesperación y el peligro, Walsh seguía aferrado al
credo de Borges: la concisión, la elegancia, la elipsis, la simetría.
Muchos son los libros que interrumpe la muerte, pero en
algún caso esa interrupción tiene un peso simbólico, como si el mismo libro
hubiera jugado un papel en el final. Como si el libro fuera –al igual que
cierto Atlas imaginado por el checo Leo Perutz en su novela El maestro del
juicio final– un libro asesino. Así ocurre en el caso de Leopoldo Lugones, que
se mató sin terminar una biografía de Julio Argentino Roca. Se detuvo no sólo
en mitad de un capítulo, de un párrafo, de una frase, sino en mitad de una
palabra: un homenaje a la interrupción. Poco antes de morir, Lugones le dijo a
Leonardo Castellani, que solía visitarlo en la Biblioteca del Maestro: “No me
apure, Padrecito: yo me confesaré, yo comulgaré, yo me retractaré de mis
errores y yo corregiré mis obras”. No corrigió nada de lo ya publicado y viajó
al recreo del Tigre llevando por equipaje un frasco de cianuro. Según el padre
Castellani, Lugones sabía que no podía completar la segunda parte de su libro,
dedicada al Roca estadista; como si a ese libro no le faltara el final por la
muerte de su autor, sino por haber nacido así, trunco e imposible. Pero es
fácil hacer profecías con el pasado: tienden a cumplirse.
El libro que Ricardo Piglia prometió nos presenta un enigma
que no podemos resolver, pero que nos permite trazar algunas conjeturas. En el
año 2000 la editorial brasileña Companhia das Letras anunció una colección
titulada "Literatura o morte", donde una serie de reconocidos
narradores escribirían novelas policiales sobre autores clásicos. Entre estos
títulos, habría una novela de Piglia sobre Tolstói.
Este anuncio tuvo lugar, como dijimos, en el año 2000. Sin
embargo, quien recorra las páginas del segundo tomo de los diarios de Piglia,
que lleva por título Los años felices y que termina en 1975, encontrará muchos
apuntes sobre la vida y sobre la figura de Tolstói. Es posible que la idea de
hacer algo con Tolstói lo persiguiera desde la juventud, y cuando Luiz
Schwarcz, director de la editorial, le propuso trabajar para su colección,
Piglia encontrara la oportunidad de poner en práctica su antigua obsesión. Yo
propongo otra solución: que Piglia haya “falsificado”, su propio diario.
Que hay materiales fuera de época en su diario es algo que
está fuera de duda. Por ejemplo, Piglia cuenta que vio el film Excalibur, de
John Boorman, el 30 de diciembre de 1971. En realidad esta versión de la
leyenda del rey Arturo se estrenó en 1980. Que se hable de Juan José Saer y de
Thomas Pynchon como autores clásicos, cuando eran todavía muy jóvenes, también permite
pensar en agregados posteriores. En apoyo de esta conjetura hay que decir que
Piglia había jugado antes con las posibilidades imaginativas de los diarios de
escritores. En su texto titulado “Notas sobre Macedonio en un diario”, fingió
publicar algunos fragmentos de su propio diario dedicados a Macedonio
Fernández. En esas páginas aparecía un extraño texto atribuido a Macedonio. En
realidad pertenece al escritor alemán Gottfried Benn. Teniendo en cuenta estos
antecedentes, no es improbable que Piglia haya decidido volcar sobre su diario
–y de modo retrospectivo– el fantasma de su novela sobre Tolstói.
Tuve oportunidad de conversar muchas veces con Ricardo
Piglia a lo largo de los años, pero sólo una vez le hice una entrevista
periodística. Acababa de publicar La ciudad ausente. Entonces me dijo: “La
gente lee literatura porque en la vida no hay borradores. Es el inconveniente
máximo que tiene la vida”.
Tal vez Piglia encontró lo más parecido que puede haber al
borrador de una vida: el diario personal, donde los hechos sí pueden alterarse.
Modificar un diario personal es casi como hacer un borrador de la vida, un
borrador retrospectivo que da la ilusión de que la propia vida puede corregirse
como si fuera una prueba de galeras.
Hay una obra que es la más monumental de todas las que se
imaginaron y no se completaron. No es una obra literaria, no fue escrita por un
argentino, fue impresa en el extranjero y tiene un título en francés:
Description Physique de la République Argentine. Su autor, Carlos Germán Burmeister,
director del museo de Ciencias Naturales, se propuso escribir un libro o una
suma de libros que representara a todo nuestro territorio. Ahí estarían los
vientos y las mariposas, las montañas y las flores, las estadísticas climáticas
y los animales extinguidos. Publicó cuatro tomos de su obra pero no la terminó.
Murió a consecuencia de la caída de una escalera, en el mismo museo. Quizás
sabía desde el principio que su obra quedaría incompleta, porque era la
descripción de un país incompleto, interrumpido; quizás quiso sumar, a su
colección escrita de cristales, reptiles y coleópteros, el leve legado de una
metáfora.
Todo libro lleva en sí algo irrealizable: porque siempre, en
el plan original, había algo más vasto y más rico. Luego viene el momento de
discutir con la realidad, de cumplir u olvidar las promesas. Las palabras,
atrapadas por la red de tinta, ni siquiera tienen derecho a ser su propio
sinónimo. Con cada palabra escrita se renuncia a la ambición original. Pero
también se renuncia, felizmente, a la secreta vaguedad de las cosas imposibles,
al injusto prestigio de lo irreal.
[El presente texto es un extracto del discurso de ingreso de
Pablo de Santis, el pasado 22 de junio, a la Academia Argentina de Letras].
Fuente : Revista Ñ
- Clarin
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