Por Miguel Briante.
En el año 1974, cerca
de abril, la editorial Emecé anunció que lanzaría al mercado las primeras Obras
completas de Jorge Luis Borges, un solo tomo que Manuel Mujica Lainez
calificaría, al tiempo, como una especie de “caja de zapatos verdes sobre la
que en todas las casas ponen una lámpara pero que nadie ha leído”. Yo trabaja,
por entonces, en la revista Panorama, de la editorial Abril. Una distracción
editorial no permitió que la entrevista con Borges que me habían pedido saliera
completa. Revisando papeles —para organizar esa selección de mis trabajos
periodísticos que alguna vez publicaré— aparecieron unas hojas donde, sacando
algunos baches, la charla aparece completa. El diálogo transcurrió en aquel
departamento de la calle Maipú donde Borges ya estaba esperando. Le dije que el
tema era, en principio, la aparición de sus Obras completas. Que yo quería preguntarle
si había modificado algo en su obra para ese libro que publicaba Emecé.
—Sí —dijo Borges—, he introducido muchos cambios. Y he
dejado caer algunos libros que decididamente me incomodan, me desagradan.
Ahora, desde luego, hay personas que creen que un escritor no tiene derecho
sobre su obra. Pero yo les diría: “¿En qué momento la obra deja de ser del
escritor?”. Si una persona introduce una corrección un día después, creo que se
admite, y si la introduce un año después, creo que también. Pero al cabo de
muchos años se pone en duda ese derecho. Ahora yo recuerdo lo que dijo Yeats,
ese gran poeta irlandés, cuando lo acusaron de haber modificado sus propias
composiciones. Él dijo: “Yo mismo me rehago”. Y creo que como yo seré juzgado
por ese libro, porque ese libro reúne cincuenta años de labor literaria, es que
prefiero que me conozcan como el que soy ahora. Y si encuentro versos flojos,
como he encontrado muchos, y si puedo mejorarlos, entonces: ¿por qué no voy a
hacerlo? Porque si no sería simular que me siguen gustando. De modo que he
suprimido composiciones enteras. Ahora, yo sé que todo el mundo va a decir que
estaban mejor antes. Pero eso, yo creo, porque hay composiciones mías que han
logrado cierta fama, que han logrado demasiada fama. Entonces la gente se ha
acostumbrado a leerlas de ese modo y no admite ninguna variación. Por ejemplo,
hay un poema mío que se llama, que se llamaba “Fundación mitológica de Buenos
Aires”. Luego, releyéndolo, me di cuenta hace ya varios años que la palabra
“mitológica” era absurda. Esa palabra sugería ideas de mármol y en cambio lo
que yo quería decir, y no dije por torpeza, disculpable negligencia, era
“mítico”. Entonces puse “Fundación mítica de Buenos Aires”; ahora hay personas
que me han dicho: “Mitológico es mejor”. Pero creo que es simplemente porque
están acostumbrados a esa forma. No porque esa forma sea mejor. Porque cuando
han tenido que discutir el asunto conmigo han convenido que “mítica” es la
palabra adecuada.
—Mítica ¿es más coloquial?
—No, no, no. Yo digo mitológica y eso ya sugiere
divinidades, dioses, una mitología, y no hay tal cosa. Hay simplemente una
fundación mítica en el sentido de una fundación imaginaria de Buenos Aires,
nada más. Y luego, hay otros casos en los cuales he introducido variaciones;
hay un poema mío que actualmente no me gusta pero que he conservado, y creo
complementado con otro, sobre el asesinato de Quiroga. Yo al final había
puesto: “Las ánimas en pena…”.
—“De hombres y caballos”.
—No, yo había puesto: “De fletes y cristianos”. Y pensé que
fletes y cristianos es menos criollo que hombres y caballos. Fletes y
cristianos es una aceptación del criollismo.
—Usted eso ya lo había modificado.
—Sí, sí, ya lo hice. Del mismo modo mi libro incluye una
serie de milongas que formaron en su tiempo un libro titulado Para las seis
cuerdas. Las seis cuerdas de la guitarra. Yo, en ese libro, evité, sin ningún
trabajo, el lunfardo, porque creo que el lunfardo es un dialecto artificial,
para saineteros y letristas del tango. No he observado a nadie que lo hable
realmente. O si se habla se habla como una broma, ¿no? Es decir: Las palabras
lunfardas se usan entre comillas. Entonces creo que el criollismo que esas
milongas tienen está en la entonación, que es donde debe estar, y no en el empleo
de ciertas voces donde uno ya ve al literato: el diccionario
lunfardo-castellano y castellano-lunfardo al lado, agregando palabras,
disfrazándose de compadrito. En cambio, como esas milongas se han escrito
solas, y se han escrito solas sin necesidad de palabras lunfardas, quedaron tal
cual. Pero creo que mi labor literaria, de cincuenta años, está bien
representada en este libro que ahora saca Emecé. Y que ese libro es un hecho
importante en mi labor literaria, y no diré en mi carrera literaria porque yo nunca
he pensado en la literatura como en una carrera. He pensado en la literatura,
bueno, desde luego, como un placer. Y en cuanto a la escritura, la redacción,
ha sido un placer y una necesidad también. Es decir: cuando yo he escrito,
nunca he pensado en éxito o fracaso; creo que esas dos palabras son totalmente
ajenas al arte. Bueno, Kipling, un escritor al que yo admiro tanto, pensaba que
el éxito y el fracaso son imposturas; que nadie fracasa tanto ni nadie triunfa
tanto como cree, que todo es relativo. Y sobre todo en materia literaria, yo
veo hombres famosos que se eclipsan, que desaparecen, cuyas obras se pierden de
vista y que luego vuelven.
—Hay una vieja tradición que dice que los escritores
célebres en su momento son los destinados a desaparecer y que los otros serán
redescubiertos.
—Bueno, a veces es así. Pero también un escritor puede ser
famoso para sus contemporáneos y ser famoso después. Un caso muy curioso es el
de Miguel de Cervantes, que para sus contemporáneos era simplemente lo que
llamamos un best-seller ahora. No lo tenían en cuenta literariamente; para
ellos El Quijote era un libro que se vendía mucho pero que no tenía valor
literario.
—¿Usted piensa que la imagen que va a dejar con estas Obras
Completas es la imagen que usted hubiera querido dejar?
—No. Yo hubiera querido hacer un libro menos abultado. Pero
como sé que los libros están ahí y que de cualquier modo, a los tantos años de
mi muerte, algún editor puede interesarse en ellos, prefiero pulirlos. Ahora,
en cuanto a las enmiendas que he introducido (que no son tantas, después de
todo) se refieren sobre todo al verso, y eso por razones tipográficas. Porque
si uno quiere modificar algo en un párrafo en prosa, eso ya significa modificar
todo el párrafo; en cambio un verso es una línea que puede modificarse
fácilmente. Si usted modifica algo en una página en prosa hay que modificar
toda la página y entonces uno corre el peligro de las erratas, en lugar de los
antiguos errores.
—Ahora, con Emecé, usted empezó hace años a publicar de
nuevo sus libros de poemas. Ahí usted ya introdujo modificaciones.
—Sí, porque algunos versos eran huecos, o retóricos, o a
veces afectadamente familiares. Pero creo que este libro de ahora me representa
bien.
—Pero, para estas Obras completas, ¿usted volvió a corregir?
—Sí, he vuelto a corregir.
—¿Cuál fue el método?
—El mejor método posible: releer. O mejor dicho, como no
puedo releer, porque estoy ciego, he hecho que me relean, y a veces me he
encontrado con versos que me han parecido singularmente torpes, con imágenes
feas, y luego, sobre todo en las primeras composiciones, he encontrado muchas
vaguedades. Palabras como “alma”, por ejemplo, o “corazón”. Y eso lo he
suprimido porque creo que pueden no ser eficaces; aunque, sin duda, hay
ocasiones en que pueden ser las palabras más eficaces, porque todo depende del contexto. Ahora,
desde luego, yo siento una gran gratitud por la editorial, que me hace este
regalo.
—Son sus cincuenta años en la literatura.
—Sí, cincuenta años, eh, de tarea literaria. Y qué raro, eh,
cuando yo pienso en esos cincuenta años de haraganería, de postergación, de
proyectos no ejecutados, de proyectos abandonados, de borradores perdidos, y
sin embargo así, a fuerza de haraganería, a fuerza de distraerme (pero esa
puede ser la tarea del poeta, o del escritor), a fuerza de todo eso he logrado
este libro que me parece bastante imponente. Tiene mil doscientas páginas. Mil
doscientas páginas que las he hecho, bueno, a través de los diversos azares de
la vida. Y sin embargo, yo he sido una persona más bien haragana, ¿no?
—Volviendo a lo que usted suprimió porque no tenía lugar en
su obra, ciertos lunfardismos…
—Bueno, no, no, en eso no incurrí nunca.
—Sí. Usted se desdice de “Hombre de la esquina rosada”.
—Es que el “Hombre de la esquina rosada”, creo, no es un mal
cuento si lo lee como lo que yo dije que era en el prólogo de Historia
universal de la infamia; es un cuento artificial, es un cuento escénico. Y fue
leído como si fuera un cuento realista. Cuando yo escribí ese cuento sabía que
los hechos no ocurrían así. Yo, por ejemplo, había visto desafíos,
provocaciones, y sabía que no eran así, bruscas y escénicas. Que eran más bien
graduales, que el tono era distinto. Pero yo estaba muy impresionado por los
cuentos de Chesterton y por los films de Joseph Von Sternberg. Se me ocurrió
escribir un cuento que fuera continuamente visual, teatral. Un cuento en el
cual cada cosa ocurriera de un modo visual y vívido. Entonces escribí ese
cuento y advertí eso en el prólogo del libro en que lo recogí. A la gente se le
ocurrió leer ese cuento como si fuera un cuento realista.
—Y ahí usted se convirtió en una especie de adalid de los
realistas.
—Cosa rara, sí. Es rara, porque ese cuento no está hecho
para ser realista. Y en otro libro mío, creo que en el Informe de Brodie, hay
un cuento que se llama “Historia de Rosendo Juárez”, en el cual yo…
—Desmiente la versión de “Hombre de la esquina rosada”.
—No, en el cual cuento la historia tal cual puedo ya soñarla
con sinceridad ahora, o imaginarla con sinceridad. Pero quienes lo han leído
han considerado ese cuento como una especie de palinodia. Nada de eso, creo que
es un buen cuento realista, orillero. Y el otro, creo que, bueno, no sé si es
bueno o es malo, pero en todo caso sé que es falso, hecho para ser falso, de la
misma manera en que una ópera está hecha para ser falsa, por ejemplo, y puede
ser buena. O la tragedia en verso; Macbeth está escrito en verso y es una de
las grandes tragedias del mundo, y está hecho para ser falso. Shakespeare diría
que la gente no habla en verso, y no habla usando las esplendidas metáforas que
él usaba. Como no estaba loco tenía que saber eso.
—Hay, quizá, dos tipos de lectores suyos, Borges. Por un
lado el que defiende la parte, digamos, típica, la parte orillera de sus
relatos, y los que eligen su costado llamado metafísico. Usted, ¿cómo querría
que lo leyeran? ¿Cuál sería el encuentro justo entre lo que usted quiere y el
lector?
—La lectura justa dependería del texto. Hay ciertos textos
míos, hay un texto en prosa que se llama “Sentencia de muerte”, que están
hechos para ser leídos de un modo metafísico, no sé si será demasiado ambiciosa
la palabra. Y hay otros, hay el libro de milongas, por ejemplo, Para las seis
cuerdas, “Milonga de Jacinto Chiclana”, y las otras, que están hechas para ser
leídas así como lo que son, nomás, como modestas páginas orilleras.
—Pero, ¿hay una monotonía esencial en su obra que hace que
se junten esos dos costados?
—Sí, posiblemente. Posiblemente yo me he pasado la vida
escribiendo tres o cuatro poemas y tres o cuatro cuentos. Pero felizmente no me
he dado cuenta de eso. A veces, después de haber escrito un cuento, he
comprobado que ese cuento era esencialmente otro, que ya había escrito. Pero
ese otro ocurría en un país distinto, en una época distinta, con personas
distintas. Pero el cuento era esencialmente el mismo. Y creo que eso les pasa a
todos los escritores, sobre todo a los escritores que son sinceros. Ahora,
naturalmente, si un escritor se dedica a imitar a A, B, C o D, entonces puede
producir una obra muy variada. En general, no sé si nos es dado contar muchos
cuentos, componer muchos poemas. Posiblemente llevamos uno, uno o dos, adentro,
y ésos sean los importantes. Ahora, uno se pasa la vida buscándolos y eso es
benéfico porque permite la continuación de la tarea literaria.
—Usted, en algún libro se disculpa ante el lector por “si
estas páginas consienten algún verso feliz”, y hasta ha hablado de su torpeza
como escritor.
—Sí, a veces, cuando escribo, pienso que no tengo ninguna
facilidad. Y luego recuerdo que, al fin de todo, he aprendido ciertas trampas y
que, además, como conozco bien mis límites, sé que no podré ser, en lo que yo
escriba, ni muy superior ni muy inferior a lo que ya escribí otras veces.
—¿En la reiteración de esas trampas está su estilo?
—Sí, seguramente. Pero es mejor que el escritor no sea
demasiado consciente de las trampas. Si no, dejaría de escribir. Porque, al fin
de todo, un estilo es una serie de artificios. Aunque también puede haber otra
cosa. Puede haber una entonación. Una voz. Y eso no sé si se logra por
artificios. Aunque seguramente se logra, puesto que estamos usando palabras.
—Quienes tratan de imitarlo, Borges, e incluso de
parodiarlo, eligen cinco o seis palabras claves que se repiten en sus textos:
laberinto, conjeturo, sospecho…
—…tigre. Sí. Puñal, espejos, dobles, etcétera. Yo, ahora,
cuando escribo algo que se parece demasiado a Borges, lo borro.
—¿A qué atribuye que, con el tiempo, usted ha venido a ser
el único escritor argentino al que se puede reconocer a primera vista, sin que
su nombre se señale en el texto?
—No, no creo eso.
—¿Usted diría que hay algún otro escritor? Al único que
reconocemos desde la primera línea, por la entonación, por el estilo, no por el
tema o los personajes, es a usted.
—Ah, ¿sí? Yo no sé si eso es un mérito o una forma de
pobreza. No sé, realmente. Y tampoco sé si es cierto eso. Pero pasa lo mismo
con Bioy Casares, sin duda, ¿no?
—En alguna medida.
—Bueno, y hablando de mi generación, con Mallea.
—Por el aburrimiento, quizá.
—Bueno, no estoy de acuerdo con usted. Seguro que lo que
pasa es que a usted no le gusta el género que cultiva Mallea. A usted no le
gusta la novela, la lenta novela psicológica. Pero me parece que toda
literatura exige, tiene ciertas convicciones, tiene ciertas leyes que uno debe
aceptar. Por ejemplo, bueno, vamos a poner un caso más sencillo; me parece que
si usted dice: “A mí no me importa quién mató a fulano, no me importa cómo
entró el asesino en la habitación”, usted está privándose del placer de toda la
literatura policial, ¿no? Como si usted dice que la gente no habla en verso, y
no admite drama en verso, se pierde el placer que pueden darle Corneille,
Shakespeare, tantos otros, ¿no?
—¿Y a usted le gusta la lenta novela psicológica?
—No, a mí la novela en general no me gusta. Me gustan los
cuentos.
—¿Le hubiera gustado escribir una novela?
—No. He leído muy pocas novelas. Siempre me han costado
esfuerzos. Salvo en el caso de Conrad, en el caso de Cervantes. Pero, en
general, yo no escribo novelas pero no leo novelas tampoco. Yo creo que en toda
novela es inevitable el ripio. Es decir que siempre hay partes, como
conjunciones, como ligaduras.
—¿Nunca comenzó a escribir una novela?
—No, nunca. Y no creo que lo haga, tampoco. Si no me gusta
leerlas, cómo me va a gustar escribirlas. Ahora, claro, el Kim de la India, de
Kipling, me parece una gran novela. No sé hasta dónde es una novela. Es decir:
cuando uno piensa en novela no se piensa en ese tipo de novelas.
—Como El Quijote; una serie de cuentos, de episodios,
enlazados por un personaje.
—Sí, El Quijote, o Las aventuras del padre Brown o Sherlock
Holmes. Diversos modos de ver un personaje.
—Pero Conrad, por ejemplo, es un escritor de novelas.
—Sí, pero a mí me gustan los cuentos de Conrad.
—Bueno, habíamos estado hablando de Mallea y yo le decía que
Mallea no es reconocible, salvo, quizá, si se lee alguna frase sobre las
barrancas de Plaza San Martín.
—Pero eso es circunstancial, ¿no?
—Mi intención era preguntarle, finalmente, ¿cómo llegó usted
a un tono tan reconocible y tan argentino?
—Bueno, eso sí; creo que es argentino. Quizá sin
proponérmelo, ¿no? Sobre todo porque cuando yo quería ser argentino no lo era.
Era tan profesionalmente argentino que resultaba extranjero. En cambio ahora no
trato de escribir como español pero tampoco como argentino, del mismo modo que
no trato de tener otra casa que la que tengo, porque ya la tengo. Me parece que
—terminó Borges— soy argentino y que eso es un hecho fatal.
* Publicada
originalmente en Revista Panorama, 1974. Dicha entrevista se reprodujo en
Página/12 en octubre de 1993.
Fuemte: Eterna Cadencia
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