Genoveva ‘Veva’ Falisca publicó un único volumen de cuentos
y, según contaba ella misma, encandiló a los dos escritores y amigos
JUAN BAS
Me he encontrado en la sección de Cultura de la edición
digital del diario ‘La Nación’ un suelto que informaba de la muerte de la
escritora y periodista Genoveva Falisca. Ha fallecido en Buenos Aires a los 83
años de edad. La sucinta noticia citaba su libro de cuentos de género
fantástico ‘El convertidor de deseos inconfesables’, de 1996, con el que
consiguió cierto éxito y fue el único que publicó. También había sido
columnista cultural en ese mismo diario y se ocupaba de las críticas de cine en
‘Clarín’.
Recordé la tarde de 1997 que conocí a Genoveva Falisca. Fue
en Madrid, en el bar inglés del hotel Palace, donde por aquel entonces
mezclaban un ‘dry martini’ aceptable y era un lugar apacible. Antes de ir al
Palace había dado una vuelta por los puestos de librerías de viejo de la Cuesta
de Moyano. Encontré un libro valioso que hacía años regalé y después me
arrepentí de aquel arranque de generosidad. Era ‘Crónicas de Bustos Domecq’, de
Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares, el segundo de los tres libros de
cuentos humorísticos que escribieron al alimón, fusionados en el autor ficticio
Honorio Bustos Domecq. Además, el pequeño volumen era el de la edición
argentina, la de Losada con la cubierta de la ilustración de John Tenniel para
‘Alicia en el país de las maravillas’ presidida por el gato de Cheshire. Aunque
la que encontré era la segunda reimpresión, la de 1968, y yo tuve la primera
edición de 1967, lo consideré un estupendo hallazgo, y comprado a buen precio.
Ya en el bar del Palace, sentado a una mesa con un ‘dry’ y
mi botín literario, me puse a hojear el libro con cariño y nostalgia de la
primera lectura. Enseguida releí el prólogo del inefable fantasmón ficticio
Gervasio Montenegro y comencé el primer cuento, ‘Homenaje a César Paladión’. Me
fijé en que la solitaria señora de la mesa de al lado, situada a mi izquierda,
miraba con atenta curiosidad la portada. Se dio cuenta de que me percataba de
su observación y me dijo con tono amable y un acento inequívoco: «Cuántos
buenos recuerdos de juventud me trae ese libro».
Nos pusimos a conversar, cada uno desde su mesa; quedaban lo
suficientemente cerca una de otra para hablar con comodidad. Era una dama guapa
y distinguida, muy elegante. Ahora sé por la noticia de ‘La Nación’ que en 1997
tenía 63 años; no los aparentaba y seguía siendo una mujer atractiva. Nos
presentamos. Tras decirme su nombre, Genoveva Falisca añadió: «Pero podés
llamarme Veva, todos lo hacen». Me contó que conoció a Borges y Bioy Casares
durante los primeros años 60. «Adolfo, después de comer (en Argentina, cenar)
con Borges y trabajar juntos en su casa, llevaba a su amigo en el auto a la
calle Maipú, donde vivía con doña Leonor, su madre (que era una señora estirada
e insoportable menos para su Georgie, comentó más tarde). Y solían entrar a
tomar un guindado en el café de mis padres, que se llamaba Fénix y estaba en la
misma cuadra». Ella trabajaba allí en aquel tiempo. Los dos escritores
simpatizaron con Veva, que se sentaba a su mesa cuando ya apenas quedaban
clientes, antes de cerrar. Hablaban de literatura con ella y les gustaba la
inteligencia y las ganas de conocimiento de su joven y guapa anfitriona. Veva
Falisca dejó entrever que tuvo algo más que una amistad con Bioy, al que
calificó de apuesto, seductor y dandi. Y que Borges estuvo un poco enamorado de
ella. «Pero seguro vos sabés, el maestro se enamoriscaba de todas las minas que
no fueran un adefesio», explicó con cambio de registro a lo coloquial. «Veía ya
muy mal. Pocos años después se casó con Elsa Astete, que por lo que se dijo
era, de otro modo, tan insufrible como la mamá, y supe por Adolfo que fue
infeliz con ella». Seguido me confesó, con falsa modestia, algo sorprendente
que en ese momento puse muy en duda.
En 1963, Borges y Bioy estaban en plena escritura del libro
que estaba sobre mi mesa. Según Veva, los dos amigos le contaban cada noche
avances y dudas y ella les dio las ideas para los argumentos de varios de los
cuentos, pero no especificó cuáles. Sí fue más concreta al asegurarme que en
‘Diario de la guerra del cerdo’, la novela que Bioy publicó en 1969, el tema
central de la persecución y exterminio de los jóvenes a los viejos fue
invención suya y un regalo al probable amante.
Nos despedimos. Veva Falisca iba a cenar con su marido, que
la había acompañado a Madrid para la presentación de la edición española (en la
Editorial Panceta) de su libro de género fantástico ‘El convertidor de deseos
inconfesables’. Al día siguiente lo compré. Tenía curiosidad por leer a aquella
pretendida musa que encandiló a ambos amigos. Los cuentos no eran buenos. El
volumen era largo, de índice numeroso. Leí algo menos de la mitad. Estaban
escritos con una mezcla de descuido y barroquismo gratuito, farragoso en
conjunto. La mayoría de cuentos prometían en su planteamiento más de lo que
daban, pero había algunos con ideas argumentales muy buenas, espléndidas,
propias de Borges y Bioy Casares.
Fuente. El Correo
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