José Miguel Oviedo
Al Borges ensayista le debemos por lo menos dos cosas: la
incorporación de un enorme repertorio de autores y obras que de otro modo
habrían permanecido ajenos a nuestra tradición literaria, y el arte de razonar,
alrededor de ellos, con argumentos que estimulan la libertad de nuestra
imaginación. Ésas son precisamente dos de las mayores cualidades a las que
puede aspirar un ensayista, cuya tarea es pensar y enseñar a pensar por cuenta
propia.
Lo curioso es
que, si uno revisa la producción ensayística de Borges, que comienza, muy poco
después de iniciarse como poeta, con el primer volumen de Inquisiciones (1925) que él excluiría
sistemáticamente de sus Obras completas, podrá comprobar que casi no hay libros
orgánicos o extensos en ella, y que está compuesta básicamente por textos muy breves, modestos
comentarios de lecturas, simples reseñas, prólogos y otras piezas ocasionales.
Es decir, casi todo sugiere la presencia de un ensayista que quería ser visto
sobre todo como un diligente lector, no como un ambicioso pensador. A Borges le
importaba poco aparecer como un escritor "original"; prefería ser
visto como alguien que reflexionaba con discreción, sólo guiado por el afán de
comunicar el mismo placer que había experimentado al recorrer ciertos textos.
Ésa era su justificación para apropiarse mediante
la lectura y la escritura obras ajenas y hacerlas suyas en
un grado que sólo ahora, gracias a las modernas
teorías sobre la función
del lector y la creación del sentido textual, podemos
entender en todos sus alcances. En su "Nota sobre (hacia) Bernard
Shaw", incluida en Otras inquisiciones (1952)1 que
puede considerarse su libro medular de ensayista, pese a que su contextura no
difiere mucho de los otros, Borges
afirma algo cuya radical novedad pocos advirtieron entonces:
La literatura no
es agotable, por la suficiente y simple razón de que un solo libro no lo es. El
libro no es un ente incomunicado: es una relación, es un eje de innumerables
relaciones. Una literatura difiere de otra, ulterior o anterior, menos por el
texto que por la manera de ser leída: si me fuera otorgado leer cualquier
página actual ésta, por ejemplo como la leerán el año dos mil, yo sabría como será la literatura el año dos mil.
(158)
Esta concepción abriría más tarde caminos inéditos para el
ejercicio literario entre nosotros; más concretamente: para el modo de pensar
ese ejercicio, lo que tiene consecuencias directas sobre la práctica y la
función del ensayo.
Esa idea permea
por igual los géneros que cultivó Borges, todos ellos caracterizados por su
brevedad; es bien conocida su paradójica relación con la novela, género del que
fue un constante lector (y hasta traductor), pero que se negó
"enérgicamente" (el adverbio es suyo) a cultivar. Es, en verdad,
impropio hablar de "géneros" en el caso de Borges, porque
continuamente escribió en los intersticios de ellos, creando ambigüedades y
reverberaciones textuales que parodian los límites establecidos por la retórica
entre esas categorías del discurso literario. Su obra puede verse como un
conjunto de círculos concéntricos que se comprimen o expanden a voluntad, y en
el que todo remite al centro que lo genera.
Borges es un
virtuoso en la práctica de la cita interna, el eco de otra voz alojada en la
suya, reiteración de ciertos símbolos y metáforas, reanimadas por leves
variantes; esas variantes circulan de un texto a otro, emigrando de un poema
para ir a parar a un cuento y reaparecer en un ensayo. En verdad, lo que hay es
una constante operación de trasvase que se organiza como un sistema de
extraordinaria coherencia y cuyo perfil todos reconocemos gracias a ciertas
marcas lingüísticas, poéticas e intelectuales.
El centro del
estatuto borgesiano está dado por la noción de invención, entendida ésta como
la capacidad de crear ideas nuevas aun a partir de las más conocidas. Borges
trabaja con arquetipos establecidos por la colaboración de muchos a través de
los siglos: una cadena de préstamos y transformaciones que nos permite ver una
vieja verdad desde otro ángulo, como si la hubiésemos formulado nosotros o al menos nos deja jugar con esa hipótesis.
Así, el lenguaje expositivo y analítico del ensayo incorpora los elementos de la ficción y los recursos de la metáfora
poética. Sin duda, Borges es un escritor
libresco, pero lo es de un modo también paródico: en la enorme biblioteca que
nos dispensa su obra, los libros que ha inventado para burlar a los eruditos
son elementos importantes, y no menos la presencia de su mayor ficción: ese
fantasmal "Borges" que se inventa a sí mismo como creador y lector de
todos esos libros.
Hay varios
indicios de que uno de sus secretos propósitos era borrar las fronteras que
separan el ensayo de la ficción. Por un lado, tenemos los cuentos que, como
"Examen de la obra de Herbert Quain", "Pierre Menard, autor del
Quijote" o "Tlön, Uqbar, Orbis Tertius", adoptan la forma de la
nota bibliográfica, la necrología literaria o la especulación científica, más
cercanas al campo ensayístico que al de la ficción. Se trata, en realidad, de
cuentos que carecen de una línea argumental y de dos elementos fundamentales
del lenguaje narrativo: la intriga y la evolución dramática de los personajes.
Sin embargo, los leemos como "cuentos" porque se presentan como
modelos del arte de imaginar y fantasear con las más extrañas y asombrosas
posibilidades concebidas por la mente humana.
Inversamente, no
pocos ensayos de Borges pueden ser leídos como relatos o alegorías cuya función
"narrativa" es la de iluminar cuestiones estéticas o metafísicas. Un
notable ejemplo de eso es "El acercamiento a Almotásim", que apareció
primero como una de "Dos notas" en el libro de ensayos Historia de la
eternidad (1936) y luego emigró a Ficciones (1944); es decir, el autor propuso
dos lecturas distintas del mismo texto, facilitadas por su indefinición
genérica.
Al plantear la
argumentación intelectual como un vehículo para estimular nuestra imaginación y
conducirla al reino de lo ficticio, Borges produjo un cambio cualitativo en el
lenguaje y el propósito habituales del ensayo. En Otras inquisiciones hay un
texto titulado "La flor de Coleridge" que trata uno de sus motivos
favoritos: el de la creación literaria como un conjunto limitado de imágenes y
formas que se despliegan en una serie infinita de distintas versiones, dentro
de la cual se confunden el original y la copia o, mejor aún, no existe ni uno
ni otra. En el mismo libro aparece otro texto sobre el autor inglés, cuyo
título hace explícito su asunto: "El sueño de Coleridge"; en él
vincula la actividad literaria a la onírica, lo que nos recuerda que el mundo
puede ser también ilusorio. Aunque sólo nos ocuparemos del primero, conviene
leerlos como textos a la vez paralelos y divergentes. Éste es un rasgo
significativo del arte ensayístico de Borges: el examen de cualquier tema es
continuo y circular, lo que justifica la presencia de notas y postdatas que
revisan lo ya examinado.
Sus razonamientos
suelen seguir un método paradójico cuyos pasos se adaptan a un esquema bastante
reconocible: el planteamiento de una teoría o cuestión de índole literaria, filosófica o
intelectual en principio problemática y difícil de
aceptar; el resumen de las varias y discrepantes interpretaciones que esa
cuestión ha tenido a lo largo del tiempo y los
posibles errores que las invalidan; el examen de las alternativas que el asunto
permite, incluyendo la suya; y la sospecha de que su nueva propuesta no está
necesariamente exenta de alguna secreta falacia, lo que nos obliga a repensar
todo otra vez.
Esto último es
fundamental, porque deja al lector en libertad para pensar o imaginar lo que
quiera, y confirma además la ironía y el escepticismo filosófico de Borges
respecto de las leyes que rigen el conocimiento humano y su búsqueda de la
verdad.
Varios de esos
pasos aparecen en "La flor de Coleridge". El ensayo comienza con una
cita de Paul Valéry que contiene una idea casi asombrosa: la de que la
verdadera historia de la literatura no debería hablar de autores y obras, sino
presentar "La Historia del Espíritu como productor o consumidor de
literatura" (17). Aunque su punto de partida es una idea ajena, Borges
inmediatamente la asimila a su sistema, agregando que la sorprendente teoría de
Valéry en verdad tampoco es original: un siglo antes, el Espíritu, a través de
"otro de sus infinitos amanuenses" cuyo nombre era Emerson, había
observado que existía tal unidad entre todos los libros del mundo que bien
podían haber sido redactados por un único "caballero omnisciente".
Borges invoca aun a otro "amanuense" anterior, Shelley, quien señaló
que todos los poemas son fragmentos de un solo poema infinito.
Sutilmente, el
autor convierte una idea en principio insólita en una especie de constante del
pensamiento humano, en parte de una tradición, lo que le permite jugar con otro
de sus temas favoritos: el carácter siempre misterioso y sorpresivo de las
fuentes literarias. Para realizar su "modesto propósito" (ibid.),
presenta tres distintos textos que, al inicio, parecen tener poca relación
entre sí. (En el pensamiento de Borges, los textos se conectan de modo insólito
o anómalo, negando la cronología y a veces la lógica.) El primero es de
Coleridge y contiene una posibilidad casi inconcebible: ¿qué pasaría si un
hombre soñara que ha estado en el Paraíso, en prueba de lo cual le dan una
flor, y descubriese, al despertar, que tiene esa misma flor en la mano?
De allí, el
ensayista extrae una primera conclusión: la de que, en literatura, "no hay
acto que no sea coronación de una infinita serie de causas y manantial de una
infinita serie de efectos" (18). En el fondo, la flor es una alegoría que
ha reaparecido en la literatura universal, muchas veces y bajo distintos
ropajes, sobre los contactos, fascinantes o aterradores, de nuestro mundo con
el más allá, que implica un viaje a lo desconocido y una contradicción de todas
las evidencias de la realidad normal. En nuestra literatura, quizá uno de los
ejemplos más conocidos sea el cuento "Lanchitas" (1878), de José
María Roa Bárcenas (1827-1908), en el que un cura que asiste a un moribundo,
deja olvidado su pañuelo en casa de éste y, cuando va a recogerlo, descubre que
el lugar no ha sido habitado por largos años; es decir, ha estado en el mundo
de los muertos y sólo tiene elpañuelo como prueba de que no ha soñado o no está
loco.
El segundo texto
que Borges invoca sobre el tema es The Time Machine (1894) de H.G. Wells, cuyo
protagonista realiza un imposible viaje en el tiempo, específicamente hacia el
reino del porvenir, del que trae una flor marchita. En este caso, la
imaginación literaria converge con las teorías científicas que plantean la
posibilidad concreta de realizar un viaje en una u otra dirección del tiempo.
En años recientes, este tema ha dejado de ser mera especulación propicia para
relatos de ciencia ficción o material para el cine de entretenimiento, para
convertirse en motivo de seria reflexión científica. Físicos como el famoso
Stephen W. Hawking han escrito obras que examinan esa posibilidad como parte de
los problemas esenciales de la física moderna.
La clave para
realizar ese viaje no parece estar en el uso de vistosas naves intergalácticas,
sino en aparatos como el acelerador de eones y en el supuesto de que el
universo es curvo. Sin embargo, pasar de la teoría a la práctica no es fácil, y
exige la solución de cuestiones y paradojas que no son muy distintas de la flor
de Coleridge o el pañuelo abandonado del cuento de Roa Bárcenas; por ejemplo,
lo que los científicos han llamado "la paradoja del abuelo": si un
viajero del tiempo encuentra a su abuelo y lo mata, su existencia como nieto es
lógicamente imposible. Todo esto, que Borges no podía haber previsto, demuestra
que el movimiento de las ideas no es lineal. Igual que el universo según los
nuevos físicos.
El tercer texto
es The Sense of the Past, una novela inconclusa y poco conocida del
"triste y laberíntico" (19) Henry James, cuyo héroe hace el viaje
inverso al de Wells: regresa al pasado, exactamente al siglo XVIII. El móvil de
ese retorno es un retrato que alguien ha pintado de él: pero en el siglo XVIII,
en el que, por cierto, no existía.
De todo esto,
Borges extrae una alarmante conclusión: "La causa es posterior al efecto;
el motivo del viaje es una de las consecuencias del viaje" (ibid.). Con
delicada ironía, el autor alivia el aparente escándalo de la teoría de que
"todos los autores son un autor" (19-20) declarando que está
respaldada por la visión clasicista para la cual "esa pluralidad importa
muy poco" (20), lo que remite otra vez a la idea de Valéry que sirvió como
impulso inicial de este ensayo.
La pieza se
cierra con una observación que, nuevamente, parece insostenible, pero que
Borges alcanzaría a demostrar de modo magistral: la de que quienes copian
"deliberadamente" a otro autor, lo hacen "impersonalmente"
porque "confunden a ese escritor con la literatura" (ibid.). Bien
sabemos que la puesta en práctica de esa teoría del plagio como suprema o
secreta creación es el relato "Pierre Menard, autor del Quijote". Y
así, el ensayo que termina siendo un brillante ejercicio de la imaginación se
confirma por un relato que asume esa forma menor de la crítica que es como dijimos al comienzo la
nota necrológica. La circularidad del arte
borgesiano pone en el centro de todo el razonamiento imaginativo la libertad
del lector para creer lo que quiera. ¿Acaso son
otras las virtudes propias del género ensayístico?
Fuente: Letras Libres
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