A setenta años de la muerte del escritor, su literatura “siempre nueva” reclama, más allá del mito creado por Jorge Luis Borges, otros modos de leer y ahondar en su obra
10 de febrero de 2022
Daniel Gigena
Circunspecto y humorístico, padre poco reconocido de la vanguardia argentina (y de cuatro hijos a los que dejó al cuidado de abuelos y tíos luego de la muerte de Elena de Obieta, su adorada esposa), “imitado hasta el apasionado y devoto plagio” por Jorge Luis Borges (según Borges) y escritor “por necesidad” a la luz de las velas en cuartos de pensiones, Macedonio Fernández (1874-1952) es una de las leyendas de la literatura argentina. Hoy se cumplen setenta años de su muerte. De acuerdo con su filosofía, misterio y realidad se elevan por encima de las contingencias. “El campo fenomenal que llamamos Mundo, Ser, Realidad, Experiencia, es uno solo y por tanto indenominable: el de ‘lo sentido’ le llamaremos todavía, ni externo ni interno, ni psíquico ni material”, postuló en su primer libro.
Si bien en vida publicó solo tres títulos -los escritos de No toda es vigilia la de los ojos abiertos, Papeles de recienvenido (Borges otra vez: “una especie de miscelánea de chistes metidos en otros chistes”) y, en Chile, Una novela que comienza-, sus obras completas reúnen en varios tomos teorías, novelas, cartas (incluida la correspondencia con el filósofo estadounidense William James, el hermano de Henry James), poemas y relatos. Entre sus más fervientes discípulos, además de Borges, figuran Oliverio Girondo, Héctor A. Murena, el español Ramón Gómez de la Serna y Leopoldo Marechal, Germán García, Ricardo Piglia (que lo sumó al elenco de la novela La ciudad ausente), César Fernández Moreno, Julio Cortázar, Héctor Libertella y Mario Ortiz. En 1995, el director Andrés Di Tella presentó el documental Macedonio Fernández, narrado por Piglia.
Aun luego de la publicación en 2002 de Macedonio Fernández. La biografía imposible, del escritor Álvaro Abós, circulan muchas quimeras sobre Macedonio Fernández. “El mito cristalizado por Jorge Luis Borges contiene, como lo verá el lector si me acompaña en la aventura, hechos erróneos -anticipa Abós en el prólogo-. Macedonio no fundó una comuna en el Paraguay; no fue un viejito extravagante sino un hombre que alcanzó alta edad con decoro; no olvidaba sus escritos en los armarios de las pensiones sino que preservó con cuidado su obra a pesar de su errancia; no había que arrancarle los manuscritos para publicarlos porque con estricta conciencia profesional cuidó de ellos; no era un genio oral sino un escritor de rica y anticipativa obra; no fue un viudo tenebroso sino alguien que amó y reconstruyó su vida...”. En un ensayo de 1977 sobre la ciencia ficción en el país, el escritor y crítico Elvio Gandolfo señalaba que durante mucho tiempo Macedonio fue un “recipiente de innumerables anécdotas que paradójicamente lo privan casi por completo de biografía real”.
El mito macedoniano eclipsó en parte la obra literaria y el primer mitólogo macedoniano fue Borges, cuyo padre fue amigo y compañero de estudios de Macedonio en la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires. “Escribir no era una tarea para Macedonio Fernández -sostuvo el autor de El Aleph-. Vivía para pensar. Macedonio no le daba el menor valor a su palabra escrita; al mudarse de alojamiento, solía olvidar sus manuscritos de índole literaria o metafísica, que se habían acumulado sobre la mesa y que llenaban los cajones y los armarios. Mucho se perdió así, acaso irrevocablemente”. Como buen discípulo a la hora de “desmarcarse” de su maestro, Borges agregaba que a Fernández la literatura le interesaba menos que el pensamiento y la publicación, menos que la literatura. “Consideraba que escribir y publicar eran tareas subalternas. Sus relatos tienen el sabor de lo espontáneo; también la frescura y el descuido del artículo periodístico”. Las ambiguas operaciones de lectura borgeanas han sido bien estudiadas.
“Durante mucho tiempo, se creyó que Macedonio Fernández era un personaje inventado por Borges -dice a LA NACION la profesora e investigadora Mónica Bueno-. Muchos pensaban que no podía ser aquel Doctor en Leyes y Jurisprudencia recibido en la Universidad de Buenos Aires a finales del siglo XIX que nunca había asistido a los banquetes anuales de egresados, por lo tanto sus compañeros pensaban que habría muerto. Ni personaje de Borges ni fantasma, vivió con intensidad hasta 1952. ¿Quién es Macedonio Fernández? Un hombre que decide vivir en pensiones, para quien escribir es el resultado de pensar y no la antesala de publicar, y que además se aleja, con un gesto a la vez arcaico y utópico, de la profesionalización del escritor, un hombre que puede desembarazarse del éxito o del prestigio propio o ajeno (pensemos en su actitud ante la llegada de Marinetti -declarado fascista- a la Argentina y las anécdotas varias que rozan siempre el humor, el desparpajo y la inteligencia); un hombre escondido detrás de una cortina que juega con su anunciada presencia, la foto con la guitarra y el poncho al hombro, los papelitos desperdigados en las mesas de café, un hombre que apuesta a la epifanía de la inexistencia”.
“Macedonio, detrás de un cigarrillo y en tren afable de semidiós acriollado, sabe inventar entre dos amargos un mundo y desinflarlo enseguidita”, declaró Borges. Para Bueno, esa afirmación pone en evidencia los atributos de Macedonio. “Un inventor irónico, un pensador de la paradoja -agrega la autora de Macedonio Fernández, un escritor de Fin de Siglo-. Si la literatura ha sido para Macedonio una zona de experimentación absoluta, la vida es un lugar de litigio donde el experimento se constituye como una manera de búsqueda de efectuación de lo humano. Sus teorías se desprenden de dos movimientos que valen tanto para la vida como para la literatura: la observación y la especulación. Reflexiona sobre el arte, los géneros literarios y la forma de la novela pero también sobre el humor, el Estado, la salud, el dolor, el valor y el esfuerzo, la metafísica, la ética. De ahí la actualidad de su literatura filosófica: reclama del lector toda vez una suerte de predisposición epifánica”.
En su primer libro, No toda es vigilia la de los ojos abiertos, publicado en los años veinte a instancias de sus amigos, aparecen sus teorías sobre la vida y la descripción de sus prácticas así como ficciones imposibles y absurdas. “La centralidad argumentativa está en la configuración del yo, sus presunciones y negaciones: ‘El yo hecho de estados de creación pasajeros’ define Macedonio”, agrega Bueno.
El profesor, escritor y crítico literario Roberto Ferro coordinó el volumen de la Historia crítica de la literatura argentina -colección dirigida en Emecé por el profesor y escritor Noé Jitrik- dedicado a Macedonio Fernández, que incluye textos de Bueno, Miguel Dalmaroni, Gonzalo Aguilar, Elena Vinelli, Ana Camblong, Horacio González (que analiza “El Zapallo que se hizo cosmos”, un “cuento perfecto”), Alicia Borinsky, Mario Goloboff y Diego Vecchio, entre muchos otros investigadores. El volumen sobrepasa las 600 páginas y construye una imagen caleidoscópica del autor de Museo de la Novela de la Eterna, la célebre novela hecha de prólogos.
“Macedonio Fernández despliega la escritura de su obra a lo largo de más de medio siglo, una obra de la que aún restan muchos inéditos por aparecer, como si la impronta de provisional cumpliera insistentemente su designio, una obra que encuentra su caracterización más reconocida en lo que evoca el nombre de pila del escritor que la ha producido -dice Ferro a LA NACION-. El gran legado de Macedonio, además de sus textos, son los modos en que ha sido leído, la compleja trama en que las variantes interpretativas en que ha sido instalado. El primer paso de esas voces críticas ha sido el reconocimiento de ese yacimiento, y asimismo de las operaciones de las que hay que dar cuenta para validar las elecciones sobre la magnitud de lo heredado, que es necesario exponer. Los legados no son uniformes y estáticos, sino heterogéneos y móviles. La exploración, entonces, está relacionada con el criterio a partir del cual se escoge el legado”.
Para Ferro, la obra de Macedonio sigue ligada a la caracterización que le otorga su nombre de pila. “Pero algo sustancial ha cambiado -advierte el autor de El lector apócrifo-. Mientras que inicialmente esa designación estaba conectada con la complicidad propia del intercambio personal, con el modo en que circulaba como figura en los ámbitos públicos, y acaso, especialmente, con la manera en que imprimía la impronta de su personalidad en la recepción de sus textos; en cambio, en la actualidad el significante Macedonio se fue progresivamente vaciando de ese sentido, desplazado por una consideración de su obra centrada en cuestiones vinculadas con procedimientos textuales; la modalidad de mención se ha conservado pero con otra significación”.
Hacia 1920, Macedonio Fernández se propuso lanzar su candidatura a Presidente de la nación. Dado que “el 95% de los votantes del país no tienen convicción ni compromiso” y que son menos las personas que se proponen ser presidentes que las que pretenden ser kiosqueros o farmacéuticos, razonaba, ser Presidente era un objetivo sencillo de lograr. (Uno de los protagonistas de Museo de la Novela de la Eterna, lanzada en forma póstuma en 1967, es “un señor de cierta edad, el Presidente, en un paraje de nuestro país, va reuniendo a todas las personas que en sus excursiones fuera de su casa se le hacen simpáticas, y quieren vivir con él”). En su plan para llegar al poder, Macedonio sembraría el caos con objetos como lapiceras con dos puntas que manchasen los bolsillos de las camisas, escaleras con escalones asimétricos y cucharas de papel para revolver el café. Luego, él se presentaría como el único candidato capaz de combatir el caos sembrado por esa parafernalia protosurrealista.
Su tercer hijo, el escritor y académico Adolfo de Obieta, cuidó a Macedonio desde 1947 hasta su muerte, un 10 de febrero de 1952. “Unos días antes el escritor le había dicho a su hijo: ‘Me voy a morir’, sin tragedia ni temor -cuenta Bueno-. Pasaron varios días y Macedonio seguía vivo. Perplejo, comentó: ‘Cuanto cuesta descarnarse’. Al día siguiente murió sin queja alguna, sin enfermedad evidente”.
“Me estoy declarando escritor para el lector salteado, pues mientras otros escritores tienen verdadero afán por ser leídos atentamente, yo en cambio escribo desatentamente, no por desinterés sino porque exploto la idiosincrasia que creo haber descubierto en la psique de oyente o leyente, que tiene el efecto de grabar más las melodías”, había anunciado en Papeles de recienvenido. Uno de los profetas de la literatura argentina del porvenir sigue cautivando a los lectores.
Fuente: La Nación
No hay comentarios:
Publicar un comentario