Ana María Barrenechea
¿Qué preguntas podrían hacerse para contestar las que
propone el título elegido? Cómo vio Borges a Cervantes es preguntarse muchas
cosas a la vez. Cómo ve Borges a los escritores concretos y al destino de ser escritor,
o a la persona que desea ser feliz. Ser escritor puede significar ser feliz
imaginando mundos posibles y creando obras que hagan felices a los otros con
sus invenciones, o entreteniendo sus propias frustraciones y desesperanzas.
Será preguntarse si Borges lee en otros su propio camino; si
lee en su imaginario lo que ellos anhelaban ser y no fueron o lo que alcanzaron
a escribir sin tener plena conciencia, o los nuevos objetos que inventaron con
las palabras de todos, las experiencias que vivieron o imaginaron con la
lectura de otros.
O quizá haya otras preguntas que Borges se hizo a sí mismo y
quiso que sus lectores se planteasen. ¿Puede elegir el hombre su destino?
¿Falló porque hizo lo que otros decidieron por él pero pudo no haber sido así,
o eso era imposible porque nadie elige, aunque él eligió hacer de esas
preguntas y esas respuestas uno de los repetidos «topoi» de su literatura?
Este infinito camino de senderos que se bifurcan parece
confluir siempre en su Yo aunque hable de «la nadería de la personalidad», o de
la infelicidad de no ser amado unida a su seguridad de que sería escritor desde
que era niño, aunque renueve sus manifestaciones de ser más lector que escritor
o concluya afirmando la utopía de la unidad de toda literatura (idea que
atribuye a Emerson y a Valéry) mientras corrige minuciosamente variando,
tachando, agregando hasta una coma, en sus Obras completas de Emecé, aun
después de quedar ciego, hasta su muerte.
Sin duda siempre manifestó que las opiniones de un autor no
son importantes (incluso las suyas) o que un escritor debe ser «esencialmente
inocente y espontáneo», y en una entrevista ha llegado a afirmar que suele
todavía comprar algún libro que no puede leer, que cita de memoria a los
autores que ama, que no conserva en su biblioteca ningún libro suyo, que de la
obra de Borges se salvan unos pocos cuentos o poemas memorables, y aunque
responde certeramente "«yo me he propuesto distraer y quizá
inquietar»" (frase en la que se define a la perfección) continúa: "«la
gente se va a cansar muy pronto de lo que yo he escrito.1»"
Estas aparentes contradicciones que pueden desconcertar
ocurren por la especial ambigüedad que caracteriza a la literatura borgeana y a
la voz de este escritor donde se intensifica al extremo la ambigüedad propia
del hecho estético, en cualquier lugar y época.
Antes de pasar a los textos en que Borges elige reflexionar
sobre Cervantes y su obra o construir con ambos sus propias fabulaciones,
adelanto que no comentaré «Pierre Menard, autor del Quijote» porque, aunque sea
una ficción fascinante e inagotable, se ha convertido en el más tratado y
discutido por los especialistas. Tampoco me detendré en sus ensayos, notas
críticas o comentarios, ni siquiera en «Magias parciales del Quijote» que debió
ejercer gran atracción sobre el mismo autor, pues le dio el honor de incluirlo
en Otras inquisiciones.
De las magias «parciales» pasaremos a las «totales», ésas en
las que Borges descubre lugares reveladores, los multiplica, los disemina, los
hace volverse sobre sí mismos, los profundiza y sobre todo los concentra. No
seguiré un orden cronológico, aunque podría ser interesante, en otro momento,
estudiar si su contexto vital influyó o no en su acercamiento al Quijote.
Me centraré en algunos poemas y prosas breves (no en todos
porque se repiten ciertos esquemas o «formas» como los llama Borges) y me
inclinaré por los que suman «álgebra y fuego». Son múltiples los tipos de
formas que aparecen: esquemas interpretativos propuestos por el narrador-autor
para descifrar un hecho enigmático, esquemas de la sucesión del relato, también
del sistema inclusivo o enfrentado o pluralizado de historias, de narradores,
de personajes.
Comenzaré por dos textos que, como el primer ensayo de Otras
inquisiciones, «La muralla y los libros», presentan un acontecimiento del que
dice: "«inexplicablemente me satisfizo y, a la vez, me inquietó. Indagar
las razones de esa emoción es el fin de esta nota»". Esquemas mentales
semejantes, unidos a razones y emociones mezcladas en ambos, me ha hecho elegir
«Un problema» (1957) y «El acto del libro» (1981)2. El título «Un problema»
anuncia y sintetiza la forma vacía que lo organiza y que se presenta como
propuesta previa de discusión interpretativa (en este caso ofrecida sobre un
hecho hipotético ficcional, variación de otra ficción famosa, que el autor
intuye como inquietante para los lectores y para sí mismo, como también digno
de ser meditado).
Un problema
Imaginemos que en Toledo se descubre un papel con un texto
arábigo y que los paleógrafos lo declaran de puño y letra de aquel Cide Hamete
Benengeli de quien Cervantes derivó el Don Quijote. En el texto leemos que el
héroe (que, como es fama, recorría los caminos de España, armado de espada y de
lanza, y desafiaba por cualquier motivo a cualquiera) descubre, al cabo de uno
de sus muchos combates, que ha dado muerte a un hombre. En este punto cesa el
fragmento; el problema es adivinar, o conjeturar, cómo reacciona Don Quijote.
Que yo sepa, hay tres contestaciones posibles. La primera es de índole negativa;
nada especial ocurre, porque en el mundo alucinatorio de Don Quijote la muerte
no es menos común que la magia y haber matado a un hombre no tiene por qué
perturbar a quien se bate, o cree batirse, con endriagos y encantadores. La
segunda es patética. Don Quijote no logró jamás olvidar que era una proyección
de Alonso Quijano, lector de historias fabulosas; ver la muerte, comprender que
un sueño lo ha llevado a la culpa de Caín, lo despierta de su consentida locura
acaso para siempre. La tercera es quizá la más verosímil. Muerto aquel hombre,
Don Quijote no puede admitir que el acto tremendo es obra de un delirio; la
realidad del efecto le hace presuponer una pareja realidad de la causa y Don
Quijote no saldrá nunca de su locura.
Queda otra conjetura, que es ajena al orbe español y aun al
orbe del Occidente y requiere un ámbito más antiguo, más complejo y más
fatigado. Don quijote -que ya no es Don Quijote sino un rey de los ciclos del
Indostán- intuye ante el cadáver del enemigo que matar y engendrar son actos
divinos o mágicos que notoriamente trascienden la condición humana. Sabe que el
muerto es ilusorio como lo son la espada sangrienta que le pesa en la mano y él
mismo y toda su vida pretérita y los vastos dioses y el universo.
El acontecimiento desencadenante comienza con la voz de un
narrador-autor-escritor que nos invita por una primera persona plural inclusiva
(«Imaginemos») a compartir esa ficción suya, no la creada por Cervantes para su
Don Quijote y su inventor Cide Hamete Benengeli. Dentro de la coherencia de la
fábula originaria se juzgaría un hecho impensable que Alonso Quijano el bueno,
aun perdido el juicio, matase a nadie, pues toda la historia del caballero loco
podía ser festiva, ridícula, burlona, discreta, ingeniosa, desconcertante,
llena «de pensamientos varios y nunca imaginados de otro alguno», conmovedora,
triste a veces, patética, pero no trágica en sus consecuencias3.
Borges, para fines que se verán y que son suyos, nos invita
a imaginar con él que don Quijote mató a un hombre, para justificar el esquema
final de su reacción: a, b, c, y sobre todo d. Pero antes ofrece en un párrafo
introductorio dos acontecimientos. El primero coincide con el capítulo IX de la
primera parte, en el encuentro de un texto de Cide Hamete Benengeli, con
algunos agregados para reforzar su autenticidad; pero se aparta en otras
conductas y podría decirse que lo invierte porque en vez de continuar un relato
interrumpido (como ocurre en el Quijote) introduce la variante de que ha matado
a un hombre.
Borges se aparta así de la conducta del personaje original,
pero emplea en cambio a continuación la forma narrativa del capítulo VIII, la
suspensión brusca del relato durante la pelea con el vizcaíno: "«En este
punto cesa el fragmento»". Lo hace para introducir la fórmula
interpretativa en abanico ("«el problema es adivinar o conjeturar, cómo
reacciona Don Quijote»"). Además siguiendo su conducta preferida en este
tipo de fórmula, gradúa las hipótesis desde las más previsibles hasta la última,
la que más le atrae en esa ocasión (puesto que las otras no son sino camino
para justificar su existencia).
En esta circunstancia elige la hipótesis que sería válida en
un ámbito que le atrae por lo menos por tres motivos: 1., ser ajena al orbe
español, en rechazo de la España juzgada por él como predominantemente
«realista», es decir no mágica, (aunque produjo a Cervantes y a su Don
Quijote); 2., ser ajena al orbe de Occidente, porque lo atrae ese Oriente que
aquí circunscribe con el ejemplo del Indostán y más precisamente con los
adjetivos "«más antiguo, más complejo y más fatigado»" que el Siglo
de Oro español, y 3., para terminar (a pesar de estar ante lo más concreto del
asesinato: la espada sangrienta y pesada del héroe en la mano) borrando al
otras veces cercano y amigo don Quijote porque lo ha transmutado en un lejano
rey de los ciclos de ese Indostán que ahora lo atrae por pasar de alguien a
nadie (1930) en círculos que han ido abriéndose hasta incluirlo e incluirnos a
todos en el entero universo como la espantosa esfera de Pascal (1951) en Otras
inquisiciones (OC, II, 117 y 16). Curiosa muestra de los distintos lugares que
adopta Borges y también de las diferentes miradas (no cronológicas sino
textuales), cuando se abre a preguntas múltiples y ofrece sus múltiples
perplejidades conformadas en fábulas a los lectores.
El otro texto que elegí como paralelo al anterior, «El acto
del libro» es también una prosa breve (aparecida en Clarín, 21 de marzo de
1981, recogida en La cifra el mismo año, y en OC, III, 294) y muestra su
infinita capacidad de reescribir no sólo un tema (Borges-Cervantes) sino
también de buscar otras variantes de las propias formas mentales (Borges).
El acto del libro
Entre los libros de la biblioteca había uno, escrito en
lengua arábiga, que un soldado adquirió por unas monedas en el Alcana de Toledo
y que los orientalistas ignoran, salvo en la versión castellana. Ese libro era
mágico y registraba de manera profética los hechos y palabras de un hombre
desde la edad de cincuenta años hasta el día de su muerte, que ocurriría en
1614.
Nadie dará con aquel libro, que pereció en la famosa
conflagración que ordenaron un cura y un barbero, amigo personal del soldado,
como se lee en el sexto capítulo.
El hombre tuvo el libro en las manos y no lo leyó nunca,
pero cumplió minuciosamente el destino que había soñado el árabe y seguirá
cumpliéndolo siempre, porque su aventura ya es parte de la larga memoria de los
pueblos. ¡Acaso es más extraña esta fantasía que la predestinación del Islam que
postula un Dios, o que el libre albedrío, que nos da la terrible potestad de
elegir el infierno?
Aquí es más extensa y compleja la narración inicial que dará
soporte a las conclusiones, y más condensada pero anamórfica (con respecto a su
propio canon) su interpretación final, mientras cambia el lugar del énfasis en
el título.
La narración es transparente alusión a lo contado en el
Quijote pero nunca se refiere por sus nombres propios al autor, al personaje
central y a la obra. Cervantes es siempre (como escritor y como personaje de
los capítulos IX y VI de la primera parte) un soldado/el soldado, Alonso
Quijano rebautizado don Quijote es siempre un hombre/el hombre, El ingenioso
hidalgo don Quijote de la Mancha (o su segunda parte El ingenioso caballero don
Quijote de la Mancha) son la «versión castellana» de un libro «escrito en
lengua arábiga» que se ha perdido, luego ese libro/el libro, y también está
marcado por rasgos mágicos (entre ellos, proféticos de algo que ocurrirá).
Autor, obra, personajes y libro sufren al mismo tiempo un proceso oscilante de
borramiento y pérdida de identidad, al que se agrega el misterio de que el
hombre (no el soldado) lo tiene entre los libros de su biblioteca, no lo lee y
sin embargo cumple lo que había soñado el árabe.
Pero como Borges sabe (y practica) es necesario producir
obras que sean extrañas y a la vez creíbles, para lo cual debe (según el
ejemplo de las sagas nórdicas y de Kipling) introducir algunos detalles
concretos. Aquí los elige en el mismo Quijote («el Alcana de Toledo» o la quema
de los libros «como se lee en el sexto capítulo»). Aunque también los produzca
por una mezcla fascinante de invención y utilización reelaborada de ese texto,
en una ficción de segundo grado: «desde la edad de cincuenta años hasta el día
de su muerte que ocurriría en 1614 (sic)»4.
Las sucesivas magias encarnadas se resumen en magia total
porque no sólo se cumplieron a través de esa mezcla de invenciones y
concretización que Borges practica (y que Cervantes practicó antes de otros modos)
sino porque a Borges le gusta pensar (como a Emerson y Valéry) que las obras
permanecen después que mueren aquellos que las inventaron porque su aventura
—la del hombre, la del árabe y la del soldado— "«ya es parte de la larga
memoria de los pueblos»."
La forma interpretativa final ocupa tres renglones escasos
en OC, III, 294:
¿Acaso es más extraña esta fantasía que la predestinación
del Islam que postula un Dios, o que el libre albedrío, que nos da la terrible
potestad de elegir el infierno?
No se presenta como el esquema canónico en abanico de «Un
problema», sino que es anamórfico con respecto a él. Muestra la comparación
entre un texto inventado a partir de una novela conocida, que coloca en pugna y
en el mismo plano con nociones teológicas expuestas por libros venerados. Su
estructura y su entonación falsamente interrogativa y el «acaso» inicial que no
es dubitativo (según suele serlo en Borges) sino desafiante quiere chocar con
vastos orbes de creencias. Un libro profano famoso y dos libros sagrados
venerados (el Corán y la Biblia) se igualan. El «escritor arábigo» facilita la
conexión con el Corán; todo (Cervantes, el Quijote, sus personajes y el orbe
español que también incluye al Islam) lo ligan a la Biblia. Los tres son
fantasías, los tres son extraños. Podría decirse que literalmente sólo es
«terrible» la Biblia, el libro que nos permite elegir nuestro destino, porque
entre los dos caminos que ofrece Borges sólo nombra el infierno. Sin embargo
tanto en el Corán (donde únicamente decide Dios) como en la Biblia en la que
decide el hombre (pero sabemos -incluso Borges- que Dios es, está, fuera del
tiempo y conoce el camino de cada hombre como una figura eterna y estática, sin
proceso) el hombre elige lo ya pre-visto por Dios. Así Borges borra la
personalidad, el individuo desaparece como autor para que viva la obra, una
fantasía extraña.
Las dos breves prosas comentadas tienen títulos reveladores:
el primero «Un problema» define la forma mental interpretativa en abanico y el
ejercicio mental de las inquisiciones. El segundo «El acto del libro» define la
forma en conflicto que borra al autor y universaliza al libro. Según José
Ferrater Mora, Diccionario de Filosofía: "«En la trascripción escolástica
del aristotelismo, lo puramente actual (actus purus) se iguala con Dios en
cuanto suma realidad (como el primer motor de Aristóteles lo que mueve sin ser
movido)»."
En esta prosa titulada «El acto del libro» parece narrarse
otra nueva refutación del tiempo: el que una fantasía imaginada por Borges sobre
una fantasía de Cervantes que dijo haber sido inventada por Cide Hamete
Benengeli, a fuerza de borramientos, alusiones y transformaciones, sea tan
extraña o más que los libros sagrados y sea capaz de no existir (no ser leída,
ser quemada) y quedar en la memoria de los pueblos, capaz de condenar a muerte
a su autor y seguir siendo reescrita por otro, capaz de actuar y ser actuada en
una vertiginosa confrontación entre el autor, la divinidad y un Yo que nada
sabe con seguridad, sólo que se sabe capaz de imaginar y de reescribir, y sin
duda que es mortal.
Cerraré este ciclo con el comentario de un poema que casi
nadie recuerda.5
Lectores
De aquel hidalgo de cetrina y seca
tez y
de heroico afán se conjetura
que, en
víspera perpetua de aventura,
no
salió nunca de su biblioteca.
La
crónica puntual que sus empeños
narra y
sus tragicómicos desplantes
fue
soñada por él, no por Cervantes,
y no es
más que una crónica de sueños.
Tal es
también mi suerte. Sé que hay algo
inmortal
y esencial que he sepultado
en esa
biblioteca del pasado
en que
leí la historia del hidalgo.
Las
lentas hojas vuelve un niño y grave
sueña
con vagas cosas que no sabe.
Varias rupturas la marcan. Pasa de contarse con una forma
verbal impersonal, una conjetura típicamente borgeana (porque todo: nuestra
memoria, nuestro conocimiento, nuestro pensamiento son frágiles e inseguros).
La primera ruptura es la doble negación "«No salió nunca»" donde
refuerza la anulación de lo consabido según Cervantes (porque se aparta de la
fuente que Borges resumió en los primeros tres versos, y también de la manera
preferida por él mismo, en donde repetidamente las dos negaciones suelen
anularse). Pero más conmueve por lo que secretamente anuncia al completar la
frase: "«de su biblioteca»."
La segunda ruptura ("«Fue soñada por él, no por
Cervantes»") es menos desestabilizante porque en otros textos Borges juega
con la idea de que Alonso Quijano escribió la historia de don Quijote. En
cambio, la tercera desata la ruptura total con el modelo y abre la secreta
semejanza con el autor que reescribe y al mismo tiempo trasforma la fábula:
"«Tal es también mi suerte»".
Lo que separa este poema de las otras creaciones cervantinas
breves es que su YO irrumpe con pretensión autobiográfica en la superficie
textual y no como simple alusión. Acepta que el destino conjeturado de este
Alonso Quijano es el mismo que imaginó para sí en otros momentos. Y lo es
doblemente si se piensa que Borges anheló ser el héroe de la carga de Junín reconocida
en su sangre y también en otros que habían batallado y ganado o perdido (como
su abuelo paterno o los guerreros de las epopeyas anglosajonas).
Sin embargo, ahora sustituye paradójicamente a Cervantes
(que fue héroe en Lepanto y soñó e inventó el Quijote) por un Alonso Quijano
sedentario, lector de libros de caballerías que se imagina emulándolas y
escribiéndolas; aunque en otros poemas haya recreado Borges un Cervantes
guerrero y escritor inmortal.
El Borges del verso noveno intuye además otra cosa:
"«Sé que hay algo / inmortal y esencial que he sepultado / en esa
biblioteca del pasado / en que leí la historia del hidalgo»". Es ahora en
1963 un hombre de sesenta y cuatro años, se siente viejo y repite lo que dijo
siendo más joven cuando recibió el Gran Premio de Honor de la SADE en 1945:
"«lo cierto es que me crié en un jardín, detrás de un largo muro y en una
biblioteca de ilimitados libros ingleses»" y que "«esencialmente,
nunca he salido de esa biblioteca y de ese jardín»" en Sur, año 14, n° 129,
julio 1945, pp.120-121.
Sin embargo sabemos que en esa biblioteca había ejemplares
del Quijote en español y en inglés. Existen polémicas declaraciones suyas
acerca de que primero lo conoció en inglés y luego se decepcionó cuando lo leyó
en español, aunque más tarde volvió a admirarlo en el original. Parece seguro,
a pesar de ello, que lo conoció en castellano en la biblioteca familiar en la
edición Garnier abreviada (es decir, con fragmentos suprimidos para que lo
leyeran más fácilmente los niños).
Es oportuno recordar que Borges juzgaba que leer y escribir
eran intercambiables, y hasta más civilizado y superior lo primero. Y en
«Borges y yo» (El hacedor, OC, II, 186) se reconoce menos en sus libros que en
los de otros y concluye: "«No sé cuál de los dos escribe estas
páginas»", con ambigüedad de escritura que juega a borrar la afirmación
misma de ser la escritura y de estar escribiendo.
El dístico final de «Lectores», por su naturaleza formal
propia del soneto isabelino (tres cuartetos y un pareado) contribuye a darle
mayor densidad, concentrando y realizando la ruptura última: "«Las lentas
hojas pasa un niño y grave / Sueña con vagas cosas que no sabe»".
El viejo Borges elige trocarse en el viejo niño. La imagen
que ofrece parece detenerse y al mismo tiempo moverse con «relantisseur», como
en el cine. La hipálage que tanto lo atraía entre las figuras retóricas
(recordemos las recordadas en el prólogo de El hacedor: las lámparas estudiosas
de Milton, el árido camello de Lugones, "«ibant obscuri sola sub nocte per
umbram»" de Virgilio), revive en «las lentas hojas». No tuvo como
Cervantes sus gloriosas heridas y su Lepanto. Su destino será pasar de un niño
lector a escritor ciego como Homero, soñador de sueños como Dante, encerrado en
una biblioteca como su Alonso Quijano, futuro y raro inventor de pesadillas
como «La biblioteca de Babel» o «La lotería en Babilonia». Tampoco sabe que se
le dará el don de lo poético «que al fin es de todos y de nadie» pero es bien
suyo y continuará siéndolo después de muerto. Aunque afirme que para él será
entonces inútil como la Ilíada y la Odisea para ese Homero del que nada sabemos
ni siquiera que existió, aunque Borges haya tenido el don de mostrárnoslo en el
momento en que estaba ciego como él y se le concedía la revelación de narrar
epopeyas de otros.6
«Un niño» (que pasa nuevamente del Yo, al indefinido, del
pasado al presente actual), "«sueña con vagas cosas que no sabe»,"
porque en ese no saber completamente reside lo poético, porque si se alcanzase
la revelación total se perdería el misterio que funda el hecho estético. En «La
muralla y los libros» (Otras inquisiciones, OC, II, 13) recordó en 1950:
"«Ya Pater, en 1877, afirmó que todas las artes aspiran a la condición de
la música, que no es otra cosa que forma. La música, los estados de felicidad,
la mitología, las caras trabajadas por el tiempo, ciertos crepúsculos y ciertos
lugares quieren decirnos algo, o algo dijeron que no hubiéramos debido perder,
o están por decir algo; esta inminencia de una revelación, que no se produce,
es, quizá, el hecho estético».7"
Instituto Dr. Amado Alonso. Universidad de Buenos Aires
Notas
1. Véase El Otro Borges. Entrevistas (1960-1986) reunidas
por Fernando Mateo, Buenos Aires, Equis Ediciones, 1997, especialmente la de
Juan José Saer, con Jorge Conti (comp.) pp. 28-30.
2. De aquí en adelante las fechas anotadas son las que
indica Nicolás Helft. Jorge Luis Borges: bibliografía completa, Buenos Aires,
1997, Fondo de Cultura Económica de Argentina, para la primera aparición en
distintos medios. A ellas se agrega a veces el tomo y página de Obras
Completas, Buenos Aires, Emecé (sigla OC). El interesado en otros detalles
puede consultar dicha bibliografía.
3. Cabría objetar que en el final del capítulo I, 9 don
Quijote amenaza con cortarle la cabeza al Vizcaíno si no se rinde y éste no
acierta a responder. Sin duda se sugiere que lo habría pasado mal si las
señoras no acuden a pedirle clemencia por su escudero, por lo cual no sigue
adelante y caballerescamente lo perdona. Todo ello no es más que una ingeniosa
variante de Cervantes sobre el modelo deformado de aventuras que según sus
leyes íntimas, no puede llegar a convertir al hidalgo en asesino.
4. Borges comete dos confusiones sin importancia en este
párrafo. Una insignificante (considerar la calle de Toledo como nombre grave y
no agudo: el Alcaná); otra, dar como fecha de la muerte de don Quijote el año
de 1614, quizá pensando que ése era el de la publicación de la segunda parte,
dedicada, aprobada y editada en 1615.
5. Recordemos que en Nueva refutación del tiempo (publicado
como folleto en 1947 con prólogo fechado en 1946 e incluido en Otras
inquisiciones en 1952) concluye: "«Negar la sucesión temporal, negar el
yo, negar el universo astronómico, son desesperaciones aparentes y consuelos
secretos. Nuestro destino (a diferencia del infierno de Swedenborg y del
infierno de la mitología tibetana) no es espantoso por irreal: es espantoso
porque es irreversible y de hierro. El tiempo es la sustancia de que estoy
hecho. El tiempo es un río que me arrebata, pero yo soy el río; es un tigre que
me destroza, pero yo soy el tigre; es un fuego que me consume, pero yo soy el
fuego. El mundo, desgraciadamente es real; yo, desgraciadamente, soy Borges».
OC", II, 149.
6. En la prosa «El hacedor», publicada en la revista La
biblioteca, 1958; luego en el libro El hacedor, 1960, y en OC, II, 1974 en
adelante.
7. Una definición semejante aunque más breve aparece al
terminar el cuento «El fin» (1953, en Ficciones, OC, I, p. 521), aplicada a la
visión que tenemos de la llanura al atardecer, compartida por un Recabarren
paralítico que contempla sub specie aeternitatis la lucha y la muerte de Martín
Fierro a manos del hermano del moreno en la segunda parte del poema (según otro
evangelio del Martín Fierro según Borges).
Fuente: Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes
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