viernes, 18 de mayo de 2012

Los escándalos de la razón en Jorge Luis Borges



Escándalos de la razón, seducciones de la paradoja

 Por María Rosa Lojo

Si la literatura es una forma del conocimiento, en la obra de Borges esta condición se da de manera peculiar y exacerbada. No sólo es reconocido como uno de los más grandes prosistas de la lengua. También, para el actual pensamiento de Occidente, la ficción borgeana constituye un verdadero “laboratorio”, un semillero de temas y problemas planteados de manera original y provocativa, que la filosofía retoma para sus propios desarrollos: en los textos de Deleuze, Guattari, Foucault, Baudrillard, Derrida, entre otros, Borges reaparece como pretexto e incitación permanente1; es el creativo precursor del “pensamiento débil” (Vattimo), el profeta de la “crisis de los grandes relatos” (Lyotard).

Cristina Bulacio demuestra en este libro por qué Borges, en las antípodas de todo “sistema”, pertenece no obstante a la filosofía en un sentido lato. No como un “constructor” sino –a la manera derrideana– como un demoledor de certezas, un socavador de prejuicios, un pensador situado en los límites de la mera racionalidad, que pone en evidencia, irreverente, sus aporías y paradojas; que avanza en los vertiginosos territorios de la negación, inestables y volátiles como la arena. Que exhibe, para nuestra inquietud mental y nuestro deleite estético, los “escándalos”, en suma, de esa razón insuficiente sobre cuyos escombros –y con ellos–, construye su espléndida literatura. Si “escándalo”, como nos recuerda la autora, se remite, etimológicamente, a skándalon: trampa u obstáculo donde alguien tropieza, los “escándalos” borgeanos son el muro imprevisible que nos detiene para enfrentarnos al asombro y la perplejidad. También son la trampa que se abre como una caja mágica donde quedamos encerrados, sometidos a leyes ignotas o indescifrables, ajenas a las regularidades que solemos atribuir a lo que llamamos “mundo real”.

 Así, el flujo del tiempo puede suspenderse al arbitrio de un Dios que ignora las reglas del pensamiento lógico, y viola las verdades de la razón, porque se halla por encima de ellas (como en los cuentos “La otra muerte” o “El milagro secreto”). El antiguo conflicto entre Dios concebido sobre todo como poder (judaísmo) y Dios concebido como sabiduría (filosofía griega) estalla en esos relatos sorprendentes que llevan hasta sus últimas consecuencias los principios y las disputas teológicas y metafísicas.

Dentro de la propia ciencia emergen también conceptos desconcertantes, como el de “infinito”: “el corruptor y el desatinador de todos los otros” (“Avatares de la tortuga”), incomprensible, irrepresentable, inimaginable. Aunque lo admita la matemática, la experiencia humana carece de base efectiva para sustentarlo. Sin embargo, los cuentos de Borges fuerzan los límites de esa humana experiencia y lo ponen en escena bajo formas inéditas. Así, la Biblioteca de Babel, “ilimitada y periódica”, o un prodigioso “Libro de Arena” que contiene una serie infinita de páginas entre sus dos tapas y por lo tanto podría incluir a la Biblioteca de Babel infinitas veces. O el Aleph, apenas un punto del espacio que abarca, empero, a todo el Universo en una impensable simultaneidad, y también a sí mismo (propiedad ésta de los números transfinitos de Cantor, cuya paradójica trasposición literaria se produce aquí). La idea del objeto finito que abraza lo infinito, resurge en la rueda de “La escritura del dios”, o en “El Zahir”, y  –entiende Bulacio– no es ajena en estas ficciones a la experiencia mística, por los sentimientos que provoca en el contemplador, más propios de “una revelación mística que de un descubrimiento matemático”.

Por otro lado, un cuento como “El jardín de los senderos que se bifurcan” (1941) anticipa una famosa tesis doctoral: la de Hugh Everett, III publicada en 1957, que se popularizó luego como La interpretación de los muchos mundos. Cada instante contendría, realmente pero in nuce, una multiplicidad de historias posibles, sólo una de las cuales sucederá en la línea temporal. Borges se anticiparía aquí a la idea de un mundo en “fluctuación” donde nada está rígidamente predeterminado. Para Prigogine, que cita a Borges (El fin de las certidumbres) ha cambiado la concepción misma de la racionalidad; ya no equivalen ciencia y certidumbre, probabilidad e ignorancia. La física cuántica concibe al Universo como un sistema inestable –jardín de múltiples senderos cuyas bifurcaciones no pueden predecirse de antemano–.

El concepto de identidad es uno de los que Borges ha trabajado (y saboteado) con mayor exhaustividad y sutileza. Por una parte, a través del juego con el leibniciano “principio de los indiscernibles”, por el cual no pueden existir dos cosas absolutamente iguales: de ocurrir así una de ellas sería superflua, y dejaría de existir. Sin declararlo, Borges apela a este principio en su parábola del Palacio, según la cual, cuando el poeta convocado a ese fin por el Emperador, logra dar cuenta del Palacio en todos sus aspectos, éste se desvanece en la nada. Colocando en un mismo plano ontológico la realidad del Palacio y la realidad del poema (cosa que trasgrede todas las normas de la lógica racionalista), Borges apunta a la peligrosidad extrema de la función utópica del arte: “encontrar la palabra del Universo”, si ésta realmente se materializara. Si el arte fuera perfecto cumplimiento, en vez de ser la “inminencia de una revelación que no se produce”, el Universo entero correría el riesgo de desaparecer. Por otro lado, si nos referimos a la identidad personal, no es un concepto menos problematizado e inestable: los dobles pueblan sus cuentos, lo mismo que los sueños y los despertares, sin que se pueda discernir cuál de estos estados corresponde, si tal cosa es posible, a una identidad “verdadera”. Lo cierto, como dice Bulacio, es que “La existencia individual no cuenta con fundamentos metafísicos que la garanticen, ni con la certeza de la unicidad de una sustancia (...) Tampoco la conjetura de la existencia de Dios otorga seguridad ni realidad a sus criaturas. (...) Si bien puede existir un Ser supremo, de él poco o nada se sabe, es un Dios desentendido de los avatares del mundo.  Nuestro ser pende de un hilo, pero ese hilo no tiene quien lo fije.” “Buscamos la identidad siguiendo sus pasos [los de Borges] en las imágenes de los sueños, en la contingencia y finitud del hombre, en la identidad, en la palabra yo, en la memoria, o en uno de los términos de una disociación. Finalmente, debemos aceptar que se nos escurre entre los dedos como un juego de imágenes en múltiples espejos –también un laberinto– siempre presentes, pero inalcanzables.”

Bulacio dedica la última parte de su trabajo precisamente a la exploración del “laberinto” borgeano en sus múltiples formas. El laberinto como símbolo (reiterada figura del imaginario colectivo), que tiene una de sus más bellas expresiones en el cuento “La casa de Asterión”, donde Borges resignifica memorablemente el antiguo mito. El laberinto como pensamiento, que en Borges se manifiesta sobre todo en tanto red o rizoma: es el deambular de la razón des-centrada que no logra arribar a una meta, a una conclusión (la “verdad” eternamente diferida). El laberinto como realidad vivida, en la que estamos sumergidos: el inextricable laberinto del tiempo, y la experiencia del espacio como “desierto” (“Los dos reyes y los dos laberintos”) donde el sujeto se dispersa y los objetos se diluyen en espejismos.

Se pregunta Cristina Bulacio si es lícito  –a menudo se lo ha hecho– calificar a este Borges que nos pone en el camino la piedra opaca de la razón, como un escéptico irredimible, o un pensador decididamente antimetafísico. Se responde la autora, con acierto, que oponerse a la metafísica dogmática y a la prédica de “verdades absolutas” no es oponerse a la metafísica. Borges, que acepta el “núcleo duro” de misterio de lo real, mantiene con él una relación “oblicua y clandestina, poética y profunda”.

Pensador de ruptura, voz en la intemperie y en la frontera que desacredita la soberbia de la razón, Borges no abjura del pensamiento metafísico: lo reconoce en su valor creativo y en su carácter lúdico. Sabe (como Nietzsche) que los sistemas filosóficos son respuestas a la angustia que nos provoca la inaccesibilidad última de lo real. Y son, también, por ello, como el arte, magníficas formas del juego y de la ilusión que se levantan, para neutralizarlos, para intentar trascenderlos, en los límites del conocimiento. Donde se cierra, como una trampa, el insoluble “escándalo de la razón”, comienzan las seducciones de la paradoja. En ese trance abismal, en esa cárcel hecha de vacío, Borges –desertor de las certidumbres– apela al poder incantatorio de la belleza, erige sus tramas ficcionales como último refugio de un pensar que se despliega –desobediente a escuelas, prejuicios y apriorismos– en un ámbito supremo de libertad.

Con la misma libertad se ha meditado y escrito este profundo estudio de Cristina Bulacio que refuta lugares comunes de la crítica y abre nuevas perspectivas con un estilo propio que une al rigor metodológico la diafanidad de pensamiento y la elegancia verbal. Sin duda la mayor cortesía (hoy, por cierto, infrecuente) del intelecto.


1 Cfr. Alfonso y Fernando de Toro (editores), Jorge Luis Borges: Pensamiento y saber en el siglo XX, Frankfurt-Madrid, Iberoamericana-Vervuert, 1999, para una exposición de estas fecundas relaciones.


Fuente : Editorial Victoria Ocampo

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