Por Alina Diaconú
Cuando salí del auditorio del Malba, llovía. Era como
prolongar la emoción que -creo- colmó a todos los espectadores en el estreno
del documental Jardín de sueños, que terminábamos de ver.
Se trata de una película singular, donde Alejandro Yael y
Javier Tanoira cuentan la historia de un sueño hecho realidad, en torno a un
laberinto ideado para homenajear a Jorge Luis Borges.
La reconstrucción de los hechos, desde la concepción hasta
la concreción, es minuciosa, buena la fotografía, buena la música.
Todo comienza con un primer sueño. En 1979, un hombre, en
Londres, sueña que Borges ha muerto y que una amiga de ambos aparece ante él y
le pide diseñar un laberinto en homenaje al escritor. El hombre es el inglés
Randoll Coate, la amiga en común es la escritora argentina Susana Bombal.
Randoll Coate no sólo se anticipa a la muerte de Borges,
sino que -oh, maravilla- ese señor era diseñador de laberintos y decide
entonces responder al ruego onírico de su amiga de la Argentina. Es así
como va a ir dibujando un laberinto lleno de símbolos. En él aparecen, vistos
desde arriba, el apellido de Borges, las iniciales de María Kodama, un reloj de
arena, el número 86, edad a la cual Borges levantó vuelo y año (1986) de su partida.
El proyecto fue donado a la Fundación Internacional Jorge Luis Borges por
Randoll Coate y llegó a manos de María a través de Camilo Aldao (h).
De ese modo, entre ella, él y Carlos Thays (paisajista)
comienzan a buscar en Buenos Aires el lugar y la manera de concretar ese sueño
-ya plasmado en el papel-. Lo que enfrentan es un laberinto de dificultades,
promesas y frustraciones de todo tipo. Hasta que la familia de Camilo Aldao (h)
cede una superficie de una hectárea en su estancia de San Rafael, Mendoza, una
finca que data de 1830, que había pertenecido a su tía, Susana Bombal y donde
Borges había pasado algunos veranos.
Pero para que el proyecto se materializara en un laberinto
de verdad, pasaron muchos años : en total, veinticinco. El film cuenta esa
aventura que se inicia con el sueño de Coate (quien también murió en el
interín) y sigue con la utopía de Camilo(h) que, a la manera de Gandhi, es un
idealista práctico que parece cumplir con la puesta en marcha de ese laberinto,
una última voluntad.
El documental sigue la historia paso a paso: la donación de
8000 plantas de arbustos boj, el trabajo de plantación y los sensatos consejos
del capataz de la finca, las visitas de María Kodama al lugar, los interesantes
testimonios de los familiares y colaboradores, el impresionante granizo que
cayó sobre el campo tras terminarse la tarea de plantación y otras varias
carreras de obstáculos superadas.
Recordé el documental que Herzog hiciera sobre la filmación
de Fitzcarraldo, donde sólo el tesón de un director de cine genial y empecinado
en mover por encima de una montaña un barco inamovible, lograba vencer todas
las adversidades imaginables e inimaginables: desde los problemas ocasionados
por la propia selva, hasta los conflictos surgidos entre los centenares de
indígenas contratados para esa odisea, o los ataques de desesperación del actor
Klaus Kinski.
Claro que en la obra de Mendoza, todo fue más benigno y el
entusiasmo de los soñadores mancomunados en un proyecto común, desinteresado,
bello y generoso, ese libro abierto al Universo diseñado por Coate en honor a
Borges, hicieron que todo se cristalizara y que aparecieran -como por milagro-
las soluciones para cada desafío.
Este extraño laberinto verde de San Rafael, Mendoza, va a
ser inaugurado en octubre de este año y ya hay dos réplicas con el mismo diseño
de Randoll Coate, uno en Venecia y otro entre nosotros, en el Tigre.
La cadena de obstáculos se convirtió en una cadena de sueños
cumplidos. Y cuando la película muestra el laberinto tomado desde lo alto, uno
piensa que son los propios ojos de Borges los que, desde arriba, ven con toda
nitidez y alegría ese laberinto que, para él, como símbolo, constituía una
metáfora de la vida misma. O, en su decir, el tiempo, ese otro laberinto.
Y fue así como, partiendo de una quimera, todo fue utópico,
hasta que dejó de serlo.
Fuente : La
Nacion
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