Luis Xavier López Farjeat
Éste es el siglo de la democracia, del debate político, el
consenso y la tolerancia. Muchos han pensado que política y literatura son
inseparables. Otros más, los menos entendidos en la literatura, piensan que
política y literatura son totalmente opuestos. La política versa sobre lo real:
las condiciones sociales, jurídicas, económicas de una nación. Los tiempos de
la democracia son los tiempos de la política y de una intensa actividad
participativa en aras al bien común y la estabilidad social. Líderes políticos,
críticos y economistas, comunicadores y más de un joven animoso que tarde o
temprano se afilia a la izquierda, a la derecha o al partido oficial; todos,
absolutamente todos, se insertan de alguna manera en el dinamismo cívico y la
sonada democracia participativa. Esto es lo más real en una nación: problemas
reales, debates reales, prácticas legislativas reales, economías muy reales.
¿Será?
La literatura es totalmente contraria a la política: ficciones,
personajes que sufren y ríen nada más en una página, debates ficticios,
legislaciones que jamás suceden y economías tan irreales como las nuestras.
Sostengo que hay un binomio política/literatura: hoy por hoy una es tan
ficticia como la otra. Las economías jamás serán reales y mucho menos los
debates engendrados por la democracia. Ir a la mesa del diálogo es viajar a la
eternidad. La Cámara
de Diputados o la
Asamblea Legislativa son un espectáculo que versa sobre nada,
un diálogo sin fin, una disputatio enviciada, dramática pero divertida.
Las relaciones entre política y literatura no dependen
únicamente de la notable ficción que las rige. Hay otra manera de entender esta
relación. Hay varios escritores que han usado sus trabajos literarios para
exaltar alguna creencia o simpatía política o, tal vez, alguna crítica y
discrepancia. Jorge Luis Borges, por ejemplo, era un conservador. El joven
recién iniciado en la literatura o el político obsesionado por impulsar la
rancia democracia, no dejarían de asombrarse ante el espíritu antidemocrático
del escritor argentino.
Este año se cumple el centenario natalicio de Jorge Luis
Borges. Como un homenaje que pudiera insertarse en el discurso demócrata
contemporáneo, quiero mostrar el confuso intercambio entre lo real y lo
ficticio en un breve cuento del «príncipe de las letras». Se trata de un
pequeño texto que aparece en El libro de arena y que se titula El Congreso.
Ahí, el lector se encontrará confundido y descubrirá la dimensión ficticia de
la democracia. Borges es un escritor impredecible, impresionante, maravilloso y
polémico. Una de sus tesis más escandalosas es ésta: la democracia es una
superstición.
¿UN CUENTO SOBRE POLÍTICA?
Uno de los fenómenos más comunes en la literatura borgeana
es el del narrador y sus condiciones. Hay una ambigüedad constante en torno a
la personalidad de quien narra los cuentos. Tal vez es Borges, quizá es otro
individuo con un nombre distinto que, en esencia, sigue siendo Borges o algún
tipo de escritor muy semejante a él. También son imprecisas las condiciones del
que narra, puesto que frecuentemente omite datos en la narración o confiesa no
recordar si el contenido del relato es real o ficticio.
En El Congreso, el narrador es un tal Alejandro Ferri,
profesor de inglés de setenta y tantos años, afiliado al partido conservador y
a un club de ajedrez, autor de un Breve examen del idioma analítico de John
Wilkins y habitante en Buenos Aires desde 1899. Mi texto no festeja
solamente los cien años de Borges, sino también, y sobre todo, la llegada de
Ferri a Buenos Aires. ¿Por qué pienso que Ferri es mucho más importante que
Borges? Sencillamente porque el respetable señor Alejandro Ferri era el último
portador de un secreto revelado en este cuento. Él es el guardián de un gran
acontecimiento que nadie puede compartir: el Congreso. Ferri es el último
congresal.
El 7 de febrero de 1904 los miembros del Congreso juraron no
revelar la historia del Congreso. Ferri, miembro del Congreso del Mundo y
periodista en el diario Última Hora ¾ escritor para el olvido, pero anhelando
escribir para el tiempo y la memoria¾ cuenta su ingreso como congresal. La
tarde en que recibe su primer sueldo invita a su amigo, el poeta José Fernández
Irala a comer. Éste se niega pretextando que no puede faltar al Congreso. El
Congreso no es un edificio, una vieja cúpula perdida en alguna avenida o un
recinto poco respetado ubicado en el centro de alguna ciudad; el Congreso no es
una reunión obsoleta para perder las horas y discutir de modo irreverente y
soez cualquier propuesta que persiga una mejora cívica. El Congreso es el
Congreso del Mundo.
Un sábado, a eso de las nueve o diez de la noche, Ferri
asiste al Congreso invitado, obviamente, por su amigo Irala. Ahí, casi sin
hablar, preside un grupillo de quince o veinte congresales, un hombre alto y
robusto con barba roja y canosa, un tal Alejandro Glencoe. Hay un muchacho de
cara larga, una mujer, un niño de diez años, un pastor protestante, dos
inequívocos judíos, un negro con pañuelo de seda. Ferri no habla, no entiende,
como tampoco nosotros. Transcurren dos meses para Ferri y un párrafo para el
lector. Entonces podemos enterarnos de que Glencoe es el presidente del
Congreso, un estanciero oriental, dueño de un establecimiento de campo que
linda con el Brasil. Su padre, oriundo de Aberdeen llevó consigo cien libros,
los únicos que Glencoe leyó durante toda su vida.
Alejandro Glencoe quiso ser diputado en el Congreso de
Uruguay, pero los jefes políticos le cerraron las puertas. Desde entonces su
idea fue fundar un Congreso de vastos alcances y, recordando a Carlyle y su
personaje Anacharsis Cloots, quien se declara «orador del género humano» en una
asamblea en París, decide seguir su ejemplo. Así nació el Congreso del Mundo,
representando a todos los hombres y a todas las naciones.
UN PROBLEMA FILOSOÓFICO
El Congreso del Mundo se reúne en la Confitería del Gas. En
una reunión, Twirl, una de las mentes más brillantes del grupo, observa que el
Congreso presupone un problema filosófico. Tal vez sea el mismo problema que la
democracia será incapaz de resolver. El Congreso del Mundo constituye una
asamblea que representará a todos y cada uno de los hombres que habitan este
planeta. Pero éste es un problema de índole filosófica: representar a todos los
hombres es tanto como fijar el número exacto de arquetipos platónicos, enigma
que ha dejado perplejos a todos los pensadores.
Existe un arquetipo que contiene todas las cualidades y
características de Jorge Luis Borges, hay un arquetipo que contiene las mías y
un arquetipo que contiene las de cada lector de este documento y las de cada
una de las personas que nos rodean. ¿Cuántas personas habitan el mundo? A cada
una de ellas corresponderá un arquetipo y cuando aparezca un nuevo individuo,
habrá un nuevo arquetipo. ¿Cómo detener la eterna generación de arquetipos y
realidades? Glencoe busca una alternativa cuando se promueve como el
representante oficial de aquellos que tengan sus propias cualidades:
hacendados, orientales, precursores, hombres de barba roja sentados en un sillón.
Quienes reúnan estas cualidades en estos fragmentos de temporalidad ya tienen
un representante: Alejandro Glencoe.
No sólo existirá un representante para las naciones, para
los sindicatos de maestros y obreros; no solamente habrá un presidente para la
cámara de diputados o un representante de los ingenieros. Existirá un
representante para cada ingeniero que esté sentado, que tenga bigote, que
juegue tenis o golf. Cada quien tendrá su arquetipo. Se trata de una
multiplicación siniestra. Nora Erjford, otra miembro del Congreso, puede
representar a todas las secretarias, a todas las noruegas y a todas las mujeres
hermosas. ¿Podrá bastar un ingeniero para representar a todos los ingenieros,
incluidos los de Nueva Zelanda? ¿No será más bien que cada ingeniero reclama un
arquetipo que pueda reunir cada una de sus cualidades? No sabemos a ciencia
cierta si se trata de un fenómeno de multiplicación o, más bien, de una
reducción a una unidad representativa.
Éste es el tipo de discusiones que se encuentran en el
Congreso del Mundo. Muy similares a las que hay en nuestros Congresos locales.
El Congreso de la Rectoría
en una universidad, ¿discute qué será lo mejor para cada alumno o para todos
los alumnos? El Congreso de una nación, ¿qué cosa discute: qué será lo mejor
para todos, para algunos o para uno solo? Cuando el Congreso del Mundo terminó
de discutir, Eguren promovió una visita a la calle Junín. Ahí hubo un incidente
con un hombre armado. Según Ferri, aquí empieza en verdad la historia; las
anteriores han sido solamente condiciones del azar o del destino.
LA
AMPLIACIÓN DE LA BIBLIOTECA
La historia empieza cuando Glencoe declara que el Congreso
no puede prescindir de una buena biblioteca de libros de consulta. Así, alguno
comenzó por conseguir los atlas de Justus Perthes, algunas enciclopedias, la Historia Naturalis
de Plinio y el Speculum, los enciclopedistas franceses, la Brittanica, Pierre
Larousse, etcétera. Luego, Glencoe invitó a Irala y a Ferri a La Calcedonia, una especie
de estancia para acampar en donde se encontraban los libros originales de
Carlyle. Ferri aprovechó para echar un vistazo a las páginas dedicadas al
«orador del género humano».
Una vez reanudadas las sesiones del Congreso, Twirl pide la
palabra. Explica en su discurso que la biblioteca del Congreso no puede
reducirse a libros de consulta y que deben reunirse las obras clásicas de todas
las naciones y lenguas. Para compilar libros Ferri es enviado a Inglaterra a
principios de 1902. Se instala cerca de la biblioteca del Museo Británico. Se
trataba de reunir libros pero también de encontrar un idioma entendible por
todos en el Congreso y, por supuesto, por todo el mundo. Tal vez el latín, el
inglés o incluso el esperanto. El asunto era claro: homologar el lenguaje. Pero
antes de concluir, Ferri se enamoró. ¡Cuántas veces dejamos las tareas
inconclusas porque una mujer se cruza en nuestro camino! La accidental historia
de amor que se cruza en la vida de Ferri es predecible: Beatriz, la enamorada,
no quiso amarrarse a nadie y prefirió vivir su vida.
Ferri llenó un informe sobre las actividades que llevó a
cabo en Londres ¾ omitiendo, claro, su aventura amorosa¾ y se presenta en casa
de Glencoe. Ahí están los congresales. Sucede algo extraño: los libros juntados
que se guardaban en el sótano se amontonan en el patio para ser quemados. Twirl
se queja: «el Congreso del mundo no puede prescindir de esos auxiliares
preciosos que he seleccionado con tanto amor». ¿El Congreso del mundo?,
pregunta Alejandro Glencoe. Y enseguida experimenta ese extraño placer que
ocasiona la destrucción: los libros arden. Itala comenta: «cada tantos siglos
hay que quemar la biblioteca de Alejandría».
Ferri no dice nada. Pero cuatro años más tarde comprende que
la empresa que había acometido el Congreso era la más vasta, abarcaba el mundo
entero. No era una simple reunión de charlatanes como suele suceder en la
política. El Congreso del Mundo comenzó con el primer instante del mundo y
proseguirá hasta que sea puro polvo. No hay un solo lugar en la tierra en donde
no esté el Congreso. En los libros quemados estaba el Congreso de los
caledonios que derrotaron las legiones de los Césares, el Congreso de Job en el
muladar y Cristo en la Cruz.
El Congreso es también un muchacho inútil que malgasta la
hacienda con rameras.
Ferri rompe el silencio. Anuncia que él traía un informe.
Pero don Alejandro repite «el Congreso eran mis toros y La Calcedonia». El
Congreso es todo. Todo también había terminado. Ferri concluye: nuestro plan
existió real y secretamente en nosotros y en el universo: «sin mayor esperanza,
he buscado a lo largo de los años el sabor de esa noche; alguna vez creí
recuperarla en la música, en el amor, en la incierta memoria, pero no ha
vuelto, salvo una sola madrugada, en un sueño. Cuando juramos no decir nada a
nadie ya era la madrugada del sábado».
Tal vez todo era un sueño. El sueño de la humanidad. Ferri
no volvió a ver a nadie más, salvo al poeta Irala con quien nunca comentó nada.
Quizá todo era una superstición, un mito, un sueño, algo que no había pasado.
Quizá si alguien hubiese mencionado algo de esta historia todos se hubiesen
preguntado qué buscaba el Congreso. Pero todo fue silencio. Glencoe murió en
1914; Irala el año anterior. Con Nierenstein, otro de los miembros, cuenta
Ferri que se cruzó en la calle de Lima, pero ambos fingieron no haberse visto.
¿Acaso fracasó el Congreso del Mundo? ¿Fracasó la
democracia? Todo, incluida la democracia, es una superstición. ¿Qué habrá
pasado en realidad? ¿Qué pasa en realidad? Sólo el lector puede continuar con esta
historia y, más aún, con la metáfora de esta historia. Cada quien tendrá que
descubrirla y, sobre todo, cada quien deberá descubrirse como un miembro más
del Congreso del Mundo.
Fuente : Istmo - Edicion 243
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