viernes, 16 de junio de 2017

El enigma irresuelto de Borges



Borges es el mayor escritor en español desde Cervantes (o desde Quevedo); su impacto, sin embargo, ha sido mucho más inmediato, y en un sentido preciso mucho más acusado". Uno de los textos del escritor español que componen Formas de ocultarse (Ediciones UDP), a modo de adelanto.

Por Javier Cercas.

Cuentan que en 1941, justo después de leer El jardín de senderos que se bifurcan –primera parte de lo que tres años más tarde sería Ficciones–, Alfonso Reyes declaró: “Por fin tenemos en Latinoamérica alguien comparable a Shakespeare y a Cervantes”. Llevaba razón: Borges es el mayor escritor en español desde Cervantes (o desde Quevedo); su impacto, sin embargo, ha sido mucho más inmediato, y en un sentido preciso mucho más acusado, al menos en nuestra lengua. Podría argumentarse, en efecto, que la literatura en español conoce hasta Borges dos grandes revoluciones: la primera protagonizada por Garcilaso de la Vega, que adaptó al castellano la música de Italia o de ciertos poetas de Italia (sobre todo Petrarca); y la segunda protagonizada por Rubén Darío, que adaptó al castellano la música del francés o de ciertos poetas simbolistas franceses (sobre todo Verlaine). Borges desencadena la tercera revolución, y lo hace en parte mediante un procedimiento análogo al de las dos anteriores: adaptando al castellano la música de ciertos prosistas ingleses laterales o al menos laterales para los ingleses (quizá sobre todo De Quincey, Stevenson, Chesterton y Kipling). El resultado es que, así como existe en la literatura de nuestra lengua un antes y un después de Garcilaso y de Rubén, porque fue imposible escribir en castellano después de ellos igual que antes de ellos, existe en nuestra literatura un antes y un después de Borges, porque, a menos que se quiera incurrir en la irrelevancia, es imposible escribir después de Borges como se escribía antes de Borges. Hay algo, sin embargo, que aleja a Borges de Garcilaso y Rubén y que vuelve acercarlo a Cervantes, y es que su influencia no ha quedado circunscrita al ámbito de nuestra lengua, sino que permea el de la entera literatura occidental; con una diferencia: Cervantes tardó siglo y medio en ser entendido con plenitud fuera del castellano –dentro de él apenas ha empezado a serlo hace un siglo–, mientras que la obra de muchos narradores fundamentales de nuestro tiempo no se entiende sin la obra de Borges. Por decirlo de una sola vez: si existe eso que suele llamarse posmodernidad –entendida como una reacción modernísima contra la modernidad–, Borges es su fundador.

“Tema del traidor y del héroe” no se publicó en la primera parte de Ficciones sino en la segunda, titulada “Artificios”, y es uno de los relatos más logrados de Borges, aparte de un relato característico del Borges más conocido e influyente (y, hechas las sumas y las restas, quizá el mejor). En apariencia no se trata de un relato sino de la síntesis de un relato: Borges no cuenta en él una historia; la resume, reduciéndola a su escueto argumento. El procedimiento equivale a una provocación: al emplearlo, 

Borges vindica implícitamente la trama, tan despreciada desde la segunda mitad del siglo XIX por la narrativa seria, que la consideraba un accesorio ornamental, un simple cebo sólo apto para atraer la curiosidad del lector plebeyo; no obstante, esa provocación le permite a Borges eludir las prolijidades del realismo, de las que abominaba por superfluas, y realizar el prodigio de contar en tres páginas una historia compleja e intrincada hasta el vértigo, que un novelista al uso contaría en trescientas (y que por fuerza malograría). Esta argucia funda en parte su obra narrativa. Hacia 1936, apenas un lustro antes de publicar Ficciones, Borges era un poeta y un ensayista que buscaba a tientas su camino de narrador ejercitándose “en falsear y tergiversar (...) ajenas historias”, como él mismo escribió mucho más tarde para justificar los experimentos schowbianos de Historia universal de la infamia, tratando de rebajarlos con una captatio benevolentiae típicamente borgiana; aquel año, sin embargo, halló lo que buscaba. Se tituló “El acercamiento a Almotásim” y, aunque lo publicó disfrazado de ensayo o de reseña en un libro de ensayos, se trataba en realidad de una ficción; no en vano era ficticia la novela a la vez policial y filosófica cuyo argumento resumía y comentaba: The Approach to Al-Mu’tasim, del abogado Mir Bahhadur Alí, de Bombay. Este fraude inédito le abre de golpe a Borges las puertas de su narrativa, donde la fantasía y la realidad, el relato y el ensayo, la crítica y la creación y lo policial y lo filosófico se fusionan con inextricable maestría.

Particularmente visible en “Tema del traidor y del héroe” resulta, según anuncia su doble apelación inicial a Chesterton y Leibniz, la mezcla de lo policial y lo filosófico, tan común después de Borges como insólita antes de él, pese a que en germen se hallara presente en el iniciador del género policial: Edgar Allan Poe. Como en “El acercamiento a Almotásim”, como en cualquier relato policial, todo en “Tema del traidor y del héroe” gira en torno a un enigma; sobre ese enigma (o más bien sobre la búsqueda de una solución a ese enigma) convergen temas, ideas, obsesiones y usos a los que Borges recurrirá una y otra vez en sus relatos, ensayos y poemas, y que infatigablemente reformulará en un continuo tejer y destejer que hace de él un escritor siempre idéntico a sí mismo y a la vez siempre distinto: el tema del doble, que recorre de punta a punta su obra como una obsesión nuclear y un principio estructural, y el del heroísmo (y su contraparte o su doble: la traición), inseparable de sus vindicaciones antimodernas, simultáneas y complementarias de la épica como género literario y del coraje como virtud suprema y exenta, emancipada de cualquier servidumbre política o histórica; las referencias cultas que proponen guiños o bromas o indicios del filólogo juguetón que siempre hubo en Borges, o las alusiones eruditas que persiguen injertar el relato en una determinada tradición literaria o filosófica, remitiendo a obras o autores en los que se ha inspirado y que a menudo contienen claves escondidas no quizá para la cabal comprensión del texto, pero sí al menos para la expansión de su significado; el uso repetido de intuiciones filosóficas de antigua y noble raigambre –la del tiempo cíclico o eterno retorno, vinculada a la de la transmigración de las almas– como piezas cardinales del mecanismo narrativo del relato. Y todo ello puesto al servicio de una visión del mundo pétreamente descreída, según la cual la realidad es una gran ficción colectiva y la historia una farsa tramada con el fin de ocultar la verdad y proteger o fomentar intereses espurios, protagonizada por patéticas marionetas ignorantes de su condición de marionetas.*

Pocos relatos ilustran el usus scribendi y el pensamiento borgianos con tanta elocuencia como “Tema del traidor y del héroe”. Borges narra en él la historia sintetizada y conjetural de Fergus Kilpatrick, romántico héroe frustrado de la frustrada independencia decimonónica irlandesa, muerto a principios de siglo justo antes de encabezar una rebelión contra los ingleses, pero sobre todo narra la historia paralela y subsidiaria de su bisnieto Ryan, que cien años después proyecta una biografía de su antepasado e indaga en las extrañas circunstancias de su muerte. Esa indagación, esa búsqueda, constituye el hilo conductor del relato, y de ahí su diseño de relato policial; o más bien de relato policial que se transmuta en relato antipolicial: porque, a diferencia de lo que ocurre en el relato policial clásico, en “Tema del traidor y del héroe” el enigma, o por lo menos el enigma culminante, no se resuelve. En este aspecto “Tema del traidor y del héroe” vuelve a conectar con “El acercamiento a Almotásim” (y, por ahí, con otros textos de Borges). Este relato inaugural refiere, como se recordará, la historia de un estudiante de Bombay que busca a un hombre llamado Almotásim; después de largos años e innumerables peripecias, el estudiante lo encuentra o cree encontrarlo en una casa, detrás de una cortina, pero el relato concluye justo cuando el estudiante descorre la cortina y avanza hacia Almotásim, de forma que la respuesta a la pregunta del relato (¿quién es Almotásim y por qué lo busca el estudiante?) acaba siendo que no hay respuesta; o si se prefiere: acaba siendo la propia búsqueda de una respuesta, la propia pregunta, el propio relato; es decir: acaba siendo una respuesta ambigua, equívoca, poliédrica y contradictoria, esencialmente irónica.

De forma muy semejante opera el “Tema del traidor y del héroe”, sólo que aquí la operación es, si cabe, más compleja o sofisticada. A diferencia de lo que ocurre en el relato policial clásico, también de lo que ocurre en “El acercamiento a Almotásim”, en “Tema del traidor y del héroe” no hay un enigma sino dos, uno que se resuelve y otro que no se resuelve, y el decisivo no es el que se resuelve sino el que no se resuelve; a diferencia de lo que ocurre en el relato policial clásico y en “El acercamiento a Almotásim”, en “Tema del traidor y del héroe” hay dos preguntas fundamentales, no una sola, y la segunda, que también es la más importante, no está al principio sino al final, aunque su efecto impregna de forma retrospectiva el relato entero. Éste responde no sin sombras pero con claridad suficiente a la primera pregunta: Kilpatrick, según descubre su bisnieto un siglo después de su muerte, no fue asesinado por sus enemigos ingleses sino por sus amigos irlandeses, por sus propios camaradas de conspiración, quienes en vísperas del levantamiento armado descubrieron que era un traidor y, antes de ajusticiarlo, le ayudaron a perpetuar su leyenda heroica y a redimir de algún modo su ignominia permitiéndole interpretar el papel de protagonista asesinado en la populosa representación dramática que su más antiguo lugarteniente, el escritor James Alexander Nolan, redactó y dirigió para enmascarar su ejecución convirtiéndola en carburante de la causa de la libertad de Irlanda. Pero, como digo, hay una segunda pregunta, todavía más relevante que la anterior, que queda sin respuesta: ¿por qué, una vez que ha descubierto la ingrata verdad sobre su bisabuelo, Ryan “resuelve silenciar su descubrimiento” y publicar un libro “dedicado a la gloria del héroe”? Es cierto que Ryan sospecha que Nolan ideó y dispuso su obra multitudinaria de tal modo que alguien, en un incierto futuro, pudiera desentrañar lo ocurrido, y que por tanto él, como Kilpatrick, está de algún modo representando un papel escrito por Nolan, un papel que incluye su respaldo determinante a una falsificación histórica; ahora bien: ¿por qué no se rebela contra ella? ¿Por qué Ryan no hace público su hallazgo asombroso y en cambio contribuye dócilmente a prolongar la patraña? Cabría proponer distintas respuestas a esa pregunta (Ryan lo hace para preservar el buen nombre de su estirpe, digamos, por pura lealtad a su antepasado, para no aniquilar su honor póstumo; o lo hace, digamos, por razones patrióticas: Ryan escribe en 1924, en una Irlanda devastada por tres años de guerra contra Inglaterra y otros dos de guerra civil, y se siente incapaz de destruir con la verdad una de las leyendas que sostiene el edificio recién erigido con sangre de la patria por fin emancipada); lo cierto, sin embargo, es que Borges no ofrece ninguna respuesta: también aquí la respuesta es la propia búsqueda de una respuesta, la propia pregunta, el propio relato; aquí también la respuesta es una respuesta ambigua, contradictoria, equívoca, poliédrica, esencialmente irónica: un punto ciego través del cual, sin embargo, el relato ve, una oscuridad a través de la cual ilumina, un silencio a través del cual se vuelve elocuente, porque gracias a él Borges dice cuanto tiene que decir en el texto sobre la condición paradójica y misteriosa de los hombres, del mundo y de la historia. No es en absoluto anecdótico notar que Borges añadió ese punto ciego a última hora, en un párrafo final que mejora el relato volviéndolo irreductiblemente borgiano: esa indeterminación decisiva delata el papel nuclear que Borges reserva en su literatura al lector, a cuyas manos entrega el significado último del texto (aunque su significado último sea precisamente su falta de un significado último, al menos de un último significado claro, nítido y taxativo); ese gesto de abandonarnos en el borde mismo de la respuesta definitiva nos coloca en el meollo de la concepción borgiana del hecho estético, entendido como la “inminencia de una revelación, que no se produce”, según escribe en “La muralla y los libros”; esa incertidumbre concluyente refleja su radical escepticismo no sólo respecto de los hombres y la historia, sino respecto de la propia verdad: no respecto de la existencia misma de la verdad, como suele decirse trivializando su pensamiento, sino de la posibilidad de encontrarla. Esa ignorancia es la sabiduría de Borges.



* Esta cosmovisión explica el interés de Borges por el tema de la conspiración, tan presente en “Tema del traidor y del héroe” como en otros grandes relatos, de “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius” a “El Congreso”, pasando por “La secta del Fénix”; su interés es singular. En 1864, en Apuntes del subsuelo, Dostoievski escribió: “Sobre la historia universal se puede decir cualquier cosa, todo cuanto se le ocurra a la imaginación más desvariada. Lo único que no puede decirse es que sea racional”. Es verdad, pero es una verdad insoportable, espantosa, así que los hombres hacemos cuanto podemos por ocultarla, dotando a la historia de una racionalidad inventada. Nada más fácil. Treinta y cuatro años antes de que Dostoievski denunciara la irracionalidad de la historia, Hegel observó al principio de sus Lecciones sobre la filosofía de la historia universal: “A quien mire el mundo de modo racional, el mundo le mirará de modo racional”. Llevada al extremo, esta voluntariosa racionalidad conduce a la paranoia: a pesar de las innumerables teorías de la conspiración suscitadas por el magnicidio de John Fitzgerald Kennedy, los historiadores más solventes concluyen que lo más probable es que Lee Harvey Oswald actuara por su cuenta y riesgo; los norteamericanos, sin embargo, no consiguen resignarse al absurdo de que un hombre solo –y encima un hombre tan absurdo e insignificante como Oswald– cambiara la historia de su país, así que, para que el mundo no deje de mirarlos de forma racional, urden teorías según las cuales detrás de Oswald estaban la mafia, la CIA, los castristas, los anticastristas, Lyndon B. Johnson, qué sé yo. Borges sabe que Dostoievski tiene razón, pero a veces parece dársela a Hegel; no es así: lo que hace es complacerse en jugar con la desvalida urgencia humana de dar sentido al sinsentido de la historia. El instrumento privilegiado de ese juego es la conspiración.

 El presente texto fue escrito para una muestra sobre Borges organizada por la Biblioteca Nacional de Buenos Aires. Pertenece a Formas de ocultarse, de Javier Cercas, con edición de Leila Guerriero, publicado por Ediciones Universidad Diego Portales. -Chile

Fuente : Eterna Cadencia

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