Borges es el mayor escritor en español desde Cervantes
(o desde Quevedo); su impacto, sin embargo, ha sido mucho más inmediato, y en
un sentido preciso mucho más acusado". Uno de los textos del escritor
español que componen Formas de ocultarse (Ediciones UDP), a modo de adelanto.
Por Javier Cercas.
Cuentan que en 1941, justo después de leer El jardín de
senderos que se bifurcan –primera parte de lo que tres años más tarde sería
Ficciones–, Alfonso Reyes declaró: “Por fin tenemos en Latinoamérica alguien
comparable a Shakespeare y a Cervantes”. Llevaba razón: Borges es el mayor
escritor en español desde Cervantes (o desde Quevedo); su impacto, sin embargo,
ha sido mucho más inmediato, y en un sentido preciso mucho más acusado, al
menos en nuestra lengua. Podría argumentarse, en efecto, que la literatura en
español conoce hasta Borges dos grandes revoluciones: la primera protagonizada
por Garcilaso de la Vega, que adaptó al castellano la música de Italia o de
ciertos poetas de Italia (sobre todo Petrarca); y la segunda protagonizada por
Rubén Darío, que adaptó al castellano la música del francés o de ciertos poetas
simbolistas franceses (sobre todo Verlaine). Borges desencadena la tercera
revolución, y lo hace en parte mediante un procedimiento análogo al de las dos
anteriores: adaptando al castellano la música de ciertos prosistas ingleses
laterales o al menos laterales para los ingleses (quizá sobre todo De Quincey,
Stevenson, Chesterton y Kipling). El resultado es que, así como existe en la
literatura de nuestra lengua un antes y un después de Garcilaso y de Rubén,
porque fue imposible escribir en castellano después de ellos igual que antes de
ellos, existe en nuestra literatura un antes y un después de Borges, porque, a
menos que se quiera incurrir en la irrelevancia, es imposible escribir después
de Borges como se escribía antes de Borges. Hay algo, sin embargo, que aleja a
Borges de Garcilaso y Rubén y que vuelve acercarlo a Cervantes, y es que su
influencia no ha quedado circunscrita al ámbito de nuestra lengua, sino que
permea el de la entera literatura occidental; con una diferencia: Cervantes
tardó siglo y medio en ser entendido con plenitud fuera del castellano –dentro
de él apenas ha empezado a serlo hace un siglo–, mientras que la obra de muchos
narradores fundamentales de nuestro tiempo no se entiende sin la obra de
Borges. Por decirlo de una sola vez: si existe eso que suele llamarse
posmodernidad –entendida como una reacción modernísima contra la modernidad–,
Borges es su fundador.
“Tema del traidor y del héroe” no se publicó en la primera
parte de Ficciones sino en la segunda, titulada “Artificios”, y es uno de los
relatos más logrados de Borges, aparte de un relato característico del Borges
más conocido e influyente (y, hechas las sumas y las restas, quizá el mejor).
En apariencia no se trata de un relato sino de la síntesis de un relato: Borges
no cuenta en él una historia; la resume, reduciéndola a su escueto argumento.
El procedimiento equivale a una provocación: al emplearlo,
Borges vindica
implícitamente la trama, tan despreciada desde la segunda mitad del siglo XIX
por la narrativa seria, que la consideraba un accesorio ornamental, un simple
cebo sólo apto para atraer la curiosidad del lector plebeyo; no obstante, esa
provocación le permite a Borges eludir las prolijidades del realismo, de las
que abominaba por superfluas, y realizar el prodigio de contar en tres páginas
una historia compleja e intrincada hasta el vértigo, que un novelista al uso
contaría en trescientas (y que por fuerza malograría). Esta argucia funda en
parte su obra narrativa. Hacia 1936, apenas un lustro antes de publicar
Ficciones, Borges era un poeta y un ensayista que buscaba a tientas su camino
de narrador ejercitándose “en falsear y tergiversar (...) ajenas historias”,
como él mismo escribió mucho más tarde para justificar los experimentos
schowbianos de Historia universal de la infamia, tratando de rebajarlos con una
captatio benevolentiae típicamente borgiana; aquel año, sin embargo, halló lo
que buscaba. Se tituló “El acercamiento a Almotásim” y, aunque lo publicó
disfrazado de ensayo o de reseña en un libro de ensayos, se trataba en realidad
de una ficción; no en vano era ficticia la novela a la vez policial y
filosófica cuyo argumento resumía y comentaba: The Approach to Al-Mu’tasim, del
abogado Mir Bahhadur Alí, de Bombay. Este fraude inédito le abre de golpe a
Borges las puertas de su narrativa, donde la fantasía y la realidad, el relato
y el ensayo, la crítica y la creación y lo policial y lo filosófico se fusionan
con inextricable maestría.
Particularmente visible en “Tema del traidor y del héroe”
resulta, según anuncia su doble apelación inicial a Chesterton y Leibniz, la
mezcla de lo policial y lo filosófico, tan común después de Borges como
insólita antes de él, pese a que en germen se hallara presente en el iniciador
del género policial: Edgar Allan Poe. Como en “El acercamiento a Almotásim”,
como en cualquier relato policial, todo en “Tema del traidor y del héroe” gira
en torno a un enigma; sobre ese enigma (o más bien sobre la búsqueda de una
solución a ese enigma) convergen temas, ideas, obsesiones y usos a los que
Borges recurrirá una y otra vez en sus relatos, ensayos y poemas, y que
infatigablemente reformulará en un continuo tejer y destejer que hace de él un
escritor siempre idéntico a sí mismo y a la vez siempre distinto: el tema del
doble, que recorre de punta a punta su obra como una obsesión nuclear y un
principio estructural, y el del heroísmo (y su contraparte o su doble: la
traición), inseparable de sus vindicaciones antimodernas, simultáneas y
complementarias de la épica como género literario y del coraje como virtud
suprema y exenta, emancipada de cualquier servidumbre política o histórica; las
referencias cultas que proponen guiños o bromas o indicios del filólogo
juguetón que siempre hubo en Borges, o las alusiones eruditas que persiguen
injertar el relato en una determinada tradición literaria o filosófica,
remitiendo a obras o autores en los que se ha inspirado y que a menudo
contienen claves escondidas no quizá para la cabal comprensión del texto, pero
sí al menos para la expansión de su significado; el uso repetido de intuiciones
filosóficas de antigua y noble raigambre –la del tiempo cíclico o eterno
retorno, vinculada a la de la transmigración de las almas– como piezas
cardinales del mecanismo narrativo del relato. Y todo ello puesto al servicio
de una visión del mundo pétreamente descreída, según la cual la realidad es una
gran ficción colectiva y la historia una farsa tramada con el fin de ocultar la
verdad y proteger o fomentar intereses espurios, protagonizada por patéticas
marionetas ignorantes de su condición de marionetas.*
Pocos relatos ilustran el usus scribendi y el pensamiento
borgianos con tanta elocuencia como “Tema del traidor y del héroe”. Borges
narra en él la historia sintetizada y conjetural de Fergus Kilpatrick,
romántico héroe frustrado de la frustrada independencia decimonónica irlandesa,
muerto a principios de siglo justo antes de encabezar una rebelión contra los
ingleses, pero sobre todo narra la historia paralela y subsidiaria de su
bisnieto Ryan, que cien años después proyecta una biografía de su antepasado e
indaga en las extrañas circunstancias de su muerte. Esa indagación, esa
búsqueda, constituye el hilo conductor del relato, y de ahí su diseño de relato
policial; o más bien de relato policial que se transmuta en relato
antipolicial: porque, a diferencia de lo que ocurre en el relato policial
clásico, en “Tema del traidor y del héroe” el enigma, o por lo menos el enigma
culminante, no se resuelve. En este aspecto “Tema del traidor y del héroe”
vuelve a conectar con “El acercamiento a Almotásim” (y, por ahí, con otros
textos de Borges). Este relato inaugural refiere, como se recordará, la historia
de un estudiante de Bombay que busca a un hombre llamado Almotásim; después de
largos años e innumerables peripecias, el estudiante lo encuentra o cree
encontrarlo en una casa, detrás de una cortina, pero el relato concluye justo
cuando el estudiante descorre la cortina y avanza hacia Almotásim, de forma que
la respuesta a la pregunta del relato (¿quién es Almotásim y por qué lo busca
el estudiante?) acaba siendo que no hay respuesta; o si se prefiere: acaba
siendo la propia búsqueda de una respuesta, la propia pregunta, el propio
relato; es decir: acaba siendo una respuesta ambigua, equívoca, poliédrica y
contradictoria, esencialmente irónica.
De forma muy semejante opera el “Tema del traidor y del
héroe”, sólo que aquí la operación es, si cabe, más compleja o sofisticada. A
diferencia de lo que ocurre en el relato policial clásico, también de lo que
ocurre en “El acercamiento a Almotásim”, en “Tema del traidor y del héroe” no
hay un enigma sino dos, uno que se resuelve y otro que no se resuelve, y el
decisivo no es el que se resuelve sino el que no se resuelve; a diferencia de
lo que ocurre en el relato policial clásico y en “El acercamiento a Almotásim”,
en “Tema del traidor y del héroe” hay dos preguntas fundamentales, no una sola,
y la segunda, que también es la más importante, no está al principio sino al
final, aunque su efecto impregna de forma retrospectiva el relato entero. Éste
responde no sin sombras pero con claridad suficiente a la primera pregunta:
Kilpatrick, según descubre su bisnieto un siglo después de su muerte, no fue
asesinado por sus enemigos ingleses sino por sus amigos irlandeses, por sus
propios camaradas de conspiración, quienes en vísperas del levantamiento armado
descubrieron que era un traidor y, antes de ajusticiarlo, le ayudaron a
perpetuar su leyenda heroica y a redimir de algún modo su ignominia
permitiéndole interpretar el papel de protagonista asesinado en la populosa
representación dramática que su más antiguo lugarteniente, el escritor James
Alexander Nolan, redactó y dirigió para enmascarar su ejecución convirtiéndola
en carburante de la causa de la libertad de Irlanda. Pero, como digo, hay una
segunda pregunta, todavía más relevante que la anterior, que queda sin
respuesta: ¿por qué, una vez que ha descubierto la ingrata verdad sobre su
bisabuelo, Ryan “resuelve silenciar su descubrimiento” y publicar un libro
“dedicado a la gloria del héroe”? Es cierto que Ryan sospecha que Nolan ideó y
dispuso su obra multitudinaria de tal modo que alguien, en un incierto futuro, pudiera
desentrañar lo ocurrido, y que por tanto él, como Kilpatrick, está de algún
modo representando un papel escrito por Nolan, un papel que incluye su respaldo
determinante a una falsificación histórica; ahora bien: ¿por qué no se rebela
contra ella? ¿Por qué Ryan no hace público su hallazgo asombroso y en cambio
contribuye dócilmente a prolongar la patraña? Cabría proponer distintas
respuestas a esa pregunta (Ryan lo hace para preservar el buen nombre de su
estirpe, digamos, por pura lealtad a su antepasado, para no aniquilar su honor
póstumo; o lo hace, digamos, por razones patrióticas: Ryan escribe en 1924, en
una Irlanda devastada por tres años de guerra contra Inglaterra y otros dos de
guerra civil, y se siente incapaz de destruir con la verdad una de las leyendas
que sostiene el edificio recién erigido con sangre de la patria por fin
emancipada); lo cierto, sin embargo, es que Borges no ofrece ninguna respuesta:
también aquí la respuesta es la propia búsqueda de una respuesta, la propia
pregunta, el propio relato; aquí también la respuesta es una respuesta ambigua,
contradictoria, equívoca, poliédrica, esencialmente irónica: un punto ciego
través del cual, sin embargo, el relato ve, una oscuridad a través de la cual
ilumina, un silencio a través del cual se vuelve elocuente, porque gracias a él
Borges dice cuanto tiene que decir en el texto sobre la condición paradójica y
misteriosa de los hombres, del mundo y de la historia. No es en absoluto
anecdótico notar que Borges añadió ese punto ciego a última hora, en un párrafo
final que mejora el relato volviéndolo irreductiblemente borgiano: esa
indeterminación decisiva delata el papel nuclear que Borges reserva en su
literatura al lector, a cuyas manos entrega el significado último del texto
(aunque su significado último sea precisamente su falta de un significado
último, al menos de un último significado claro, nítido y taxativo); ese gesto
de abandonarnos en el borde mismo de la respuesta definitiva nos coloca en el
meollo de la concepción borgiana del hecho estético, entendido como la
“inminencia de una revelación, que no se produce”, según escribe en “La muralla
y los libros”; esa incertidumbre concluyente refleja su radical escepticismo no
sólo respecto de los hombres y la historia, sino respecto de la propia verdad:
no respecto de la existencia misma de la verdad, como suele decirse
trivializando su pensamiento, sino de la posibilidad de encontrarla. Esa
ignorancia es la sabiduría de Borges.
* Esta cosmovisión explica el interés de Borges por el tema
de la conspiración, tan presente en “Tema del traidor y del héroe” como en
otros grandes relatos, de “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius” a “El Congreso”, pasando
por “La secta del Fénix”; su interés es singular. En 1864, en Apuntes del
subsuelo, Dostoievski escribió: “Sobre la historia universal se puede decir
cualquier cosa, todo cuanto se le ocurra a la imaginación más desvariada. Lo
único que no puede decirse es que sea racional”. Es verdad, pero es una verdad
insoportable, espantosa, así que los hombres hacemos cuanto podemos por
ocultarla, dotando a la historia de una racionalidad inventada. Nada más fácil.
Treinta y cuatro años antes de que Dostoievski denunciara la irracionalidad de
la historia, Hegel observó al principio de sus Lecciones sobre la filosofía de
la historia universal: “A quien mire el mundo de modo racional, el mundo le
mirará de modo racional”. Llevada al extremo, esta voluntariosa racionalidad
conduce a la paranoia: a pesar de las innumerables teorías de la conspiración
suscitadas por el magnicidio de John Fitzgerald Kennedy, los historiadores más
solventes concluyen que lo más probable es que Lee Harvey Oswald actuara por su
cuenta y riesgo; los norteamericanos, sin embargo, no consiguen resignarse al
absurdo de que un hombre solo –y encima un hombre tan absurdo e insignificante
como Oswald– cambiara la historia de su país, así que, para que el mundo no
deje de mirarlos de forma racional, urden teorías según las cuales detrás de
Oswald estaban la mafia, la CIA, los castristas, los anticastristas, Lyndon B.
Johnson, qué sé yo. Borges sabe que Dostoievski tiene razón, pero a veces
parece dársela a Hegel; no es así: lo que hace es complacerse en jugar con la
desvalida urgencia humana de dar sentido al sinsentido de la historia. El
instrumento privilegiado de ese juego es la conspiración.
El presente texto fue
escrito para una muestra sobre Borges organizada por la Biblioteca Nacional de
Buenos Aires. Pertenece a Formas de ocultarse, de Javier Cercas, con edición de
Leila Guerriero, publicado por Ediciones Universidad Diego Portales. -Chile
Fuente : Eterna Cadencia
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