por Christian Ferrer
Éramos tres anarquistas a la puerta de la casa de Jorge Luis
Borges, en la calle Maipú, año 1985. Conseguir la cita fue sencillo. Sólo
consistió en buscar el número de teléfono en la guía correspondiente. Estaba.
Luego fue cosa de hacer una llamada, ser atendido por una voz de mujer,
probablemente Fanny, la señora que siempre trabajó allí, y preguntar por él.
¿Motivo? Solicitarle una entrevista para conversar exclusivamente sobre
anarquismo. De inmediato Borges se puso al habla, algo sorprendido por los desusados
interlocutores, pero ningún problema, muy contento de recibirnos, el tema le
concernía, nos esperaba. Dos días después hicimos acto de presencia. Éramos
Josefina Quesada, Juan Perelman y yo mismo.
El tiempo que siguió al final de la dictadura militar fue
una buena época para las revistas. Los lectores se multiplicaban, sobraba
entusiasmo, la calle Corrientes era campo orégano. Las había periodísticas y
las había culturales, y ninguna revista obviaba manifestar las razones
políticas que las propulsaban, es decir que todas eran razonables y demócratas.
Había otras, más enfáticas, algunas de tradición izquierdista, y un porcentual
pequeño, muy pequeño, de publicaciones jacobinas, satíricas y
“contraculturales”. Una de tantas se llamaba Utopía.
Nada más ajeno a Borges que esta publicación anarquista, de
las que pasan ignotas por la vida. Sus editores provenían de experiencias
diversas y paralelas. Juan Perelman y Josefina Quesada habían sido integrantes
de la revista surrealista Signo Ascendente, que ya salía durante de dictadura.
Carlos Gioiosa, Juan Carlos Pujalte, Raúl Torres y yo mismo éramos anarquistas
“con carnet”, literalmente, pues cotizábamos en “Oficios Varios” de la FORA, la
vieja central sindical, y también estuvimos en los Grupos de Autogestión, cuyo
subgrupo “Fife y Autogestión” daba la nota en las paredes de la Capital Federal
mediante pintadas ingeniosas, faena que también cumplían otras cuadrillas
recónditas que firmaban como “El Bolo Alimenticio” y “Los Vergara”. Otros dos
miembros de la revista andaban sueltos, el sociólogo uruguayo Alfredo
Errandonea y el librero Carlos “Gallego” Torres, redactor de La Protesta a
comienzos de la década de 1960.
A Carlos “Cutral” Gioiosa y a mí el surrealismo nos
importaba mucho. El hermano de Carlos había participado de El Hemofílico, una
de esas revistas lanzadas y mordaces que sólo edita la gente irreductible. Dado
que se imprimió en época de militares, su director, que respondía al misterioso
seudónimo “Metzergenstein”, terminó en la cárcel de Villa Devoto. De
Metzergenstein se decía que era propietario de un chiringuito móvil de venta de
libros viejos, al cual apostaba por unos días en esquinas seleccionadas de la
Recoleta, a la espera de alguna viuda reciente u otro familiar directo que quisieran
desprenderse de la biblioteca del difunto a precio vil. Así fue que logró
agenciarse una primera edición del Marques de Sade.
Se nos ocurrió hacer entrevistas. Dejar registro de
experiencias de vida, intereses, influencias, simpatías libertarias. ¿Por qué
no comenzar por Borges, que de tiempo en tiempo venía haciendo referencias al
anarquismo? A veces decía de sí mismo que era un anarquista conservador, otras
veces un conservador anarquista, y otras aún, anarquista a secas. Se conocían
sus memorias de adolescencia, allá en Ginebra, Suiza, de cuando su padre
(“filósofo anarquista en la línea de Spencer”) lo había llevado a pasear por la
ciudad para mostrarle los cuarteles, las iglesias, las banderas y las
carnicerías (los anarquistas eran mayormente vegetarianos), y le dijo que se
fijara bien, porque en el futuro esas cosas iban a desaparecer y algún día él
iba a poder decir que las había visto. En ese mismo relato autobiográfico
Borges añadió este lamento: “Desgraciadamente, no se ha cumplido la profecía”.
Repetiría la anécdota durante su encuentro con los miembros de Utopía.
Para no abundar en citas pertinentes basta con recordar que,
ya de grande, había dicho a Joaquín Soler Serrano, el bien conocido periodista
de la televisión española: “Soy anarquista. Siempre he creído fervorosamente en
el anarquismo. Y en esto sigo las ideas de mi padre. Es decir, estoy en contra
de los gobiernos, más aún cuando son dictaduras. Y de los estados”. En el
prólogo a El informe de Brodie, su última ficción publicada, de 1970, incluyó
este pronóstico: “Con el tiempo nos mereceremos que no haya gobiernos”. Borges
era un “modesto anarquista” que creía en los individuos, no en el Estado.
Tampoco era individualista, al revés que los compatriotas, que todo se lo
reclaman al Estado sin disposición alguna de entregarle algo a cambio.
De quienes estuvimos con Borges, Josefina Quesada era
pintora y vivía en Belgrano y Piedras, a metros del lugar de reunión del grupo
editor. Había sido alumna de Juan Batlle Planas y era plenamente surrealista.
Rememoro ahora sus collages. Para hacerlos compraba revistas de moda o bien
catálogos de ropa en determinadas subastas de libros y publicaciones de otros
tiempos. Recortaba con tijerita los modelitos o las figuras de señoritas bien
vestidas y los disponía sobre fondos tenebrosos o encantados. En un rincón de
su casa –la imagen se me conserva perenne– tenía unas vitrinas con botellones y
probetas enormes de formas raras y caprichosas. Parecía un altar. Juan
Perelman, el otro miembro de la revista, era filósofo y había llegado unos años
atrás desde Bolivia. Un hombre culto. Muchas veces lo vi en compañía de un
marinero desembarcado, ya de edad, alguna vez trotskista y decantado luego por
ideas más libertarias.
Poco antes de la llamada telefónica, Carlos Gioiosa y yo
habíamos intentado aproximarnos al escritor. La ocasión la proporcionó un
encuentro de luminarias en el Teatro Coliseo. Borges estaba anunciado en la
convocatoria, además de Mario Vargas Llosa y Octavio Paz. Según recuerdo, en
esos días comenzó a editarse la versión argentina de la mexicana Vuelta,
revista de Octavio Paz que pretendía aventar el ideario liberal por Buenos
Aires, con resultados más bien módicos. A último momento Borges fue sustituido
por José “Pepe” Bianco. No obstante se hizo presente entre el público del
Coliseo, eminentemente gorila, demasiado para nosotros dos, que hicimos
abandono del acto. Tampoco era el lugar para abordar a Borges, que había
ingresado por el pasillo central junto a María Kodama, caminando de a pasitos.
Recurrimos entonces al servicio telefónico.
No teníamos plena conciencia de la importancia de Borges. Si
bien muchos la asumieron en su momento, ni de lejos fueron todos. Borges
todavía era, en la década de 1980, un autor “discutido”, especialmente entre
gente de izquierda y peronistas, prominentes en los ámbitos culturales y con
quienes tratábamos a diario. A nosotros, sin embargo, sus declaraciones nos
parecían menos los estertores de la antigua clase de literatos liberales y
mucho más los pronunciamientos de una personalidad autárquica, por más que
hubiera dado su venia al régimen vecino del general Pinochet no menos que al
autóctono. De hecho, cuando algunos del grupo nuestro abrieron librerías en San
Francisco Solano y en la calle Corrientes, les pusieron de nombre “El Aleph”.
La cuestión es que el emblema de escritor políticamente asimilable por entonces
era Ernesto Sábato, o bien Julio Cortázar. De allí en más la atribución no
tendrá mayor relevancia y su ponderación quedará a cargo de departamentos
universitarios específicos, los suplementos culturales de la semana, y las
cucardas que de vez en cuando concede el Estado Nacional.
Nos aparecimos acarreando un aparato de grabación tipo
mastodonte, incómodo de transportar. Después descubriríamos que el audio era
defectuoso. Se escuchaba mal, como de lejos. La entrevista nos pareció mala, o
insuficiente, o no se ajustaba a nuestras necesidades, y tampoco es que
venerábamos el prestigio de Borges por sí mismo, de modo que no procedimos a la
desgrabación, y el cassette fue pasando de mano en mano y al fin se perdió. Es
por eso que cuento estas cosas como si visitara un patio olvidado de mi
memoria. Sólo conservo algunos fogonazos.
La entrevista sucedió en el vestíbulo de su departamento, al
lado de una sala con bibliotecas. Los libros no parecían modernos u actuales.
Borges llegó caminando despacito, auxiliado por un secretario o ayudante o
familiar. No daba la impresión de estar bien de salud. Se sentó junto a su
acompañante en un sillón apto para dos personas. Lo primero que nos dijo fue un
chiste privado: “Yo pensaba que la única anarquista viva en Argentina era
Alicia Jurado”. Nos mencionó que alguna vez había disertado en una biblioteca
anarquista de Avellaneda. Cierto: ese lugar todavía existe. Como en la semana
previa había sucedido lo del Teatro Coliseo inquirimos su opinión sobre la obra
de Vargas Llosa. Riéndose, respondió que conocía uno de sus libros, Pantaleón y
las visitadoras, pero no lo había leído pues el título le pareció “infortunado”,
caso similar al de La seducción de la hija del portero, de Mario “Pacho”
O‘Donnell, por entonces secretario de Cultura de la Ciudad de Buenos Aires. Nos
dijo algo socarronamente que todo el mundo sabía que a los encargados de
edificios les fastidiaba sobremanera ser designados como porteros, “oficio de
abridores de puertas”.
Lentamente fuimos aproximándolo al tema que nos importaba.
Nos expresó su “extremo interés” por las ideas anarquistas aunque no por las
que suponían ejercicio de la violencia. Dijo que los estados eran creaciones
desventuradas, que necesariamente extinguían las libertades individuales. Su
preocupación por la suerte del individuo no era abstracta, producto de alguna
idea sobre la libertad que es lanzada al campo de batalla cultural. No. Nacido
con el siglo XX, Borges era contemporáneo del ascenso de los estados
totalitarios, y la gente fascista, comunista o meramente autoritaria le
suscitaba repulsión personal y no sólo genérica. Había visto mucho y sabía lo
que estaba pasando en China, en Cuba y en el orbe soviético. Además, como bien
se sabe, consideraba que los peronistas eran más ciegos aún que él mismo.
Pero por más que lo orientáramos hacia las ideas ácratas la
verdad es que Borges no parecía haber leído a los clásicos libertarios. De
todos modos sus opiniones eran firmemente contrarias al ejercicio de la
autoridad. Cuando ya nos parecía que nada especial diría sobre el tema,
repentinamente enunció una frase que nunca olvidé. Dijo que el Estado iba a
derrumbarse “cuando las personas dejaran de creer en él”. Era una verdad simple
y contundente. Aún más, nos dijo que una vez sucedido ello, sería necesario
colocar una placa al frente de cada uno de los antiguos edificios del gobierno.
Esa placa contendría dos palabras: “NO CREER”.
Luego de pasada una hora de tiempo se hizo evidente el
cansancio de Borges. Por momentos, largos momentos, hablaba él solamente, en
una suerte de desvarío sobre un salpicado de temas, como si mantuviera un
soliloquio consigo mismo o como si no hubiera nadie frente a él. Sobre el
final, y antes de que su escolta nos hiciera una seña, mencionamos a Rimbaud.
Hizo silencio, echó la cabeza hacia atrás, los ojos cerrados, dirigidos hacia
arriba, como evocando, y comenzó a desgranar, en francés, los versos de “El barco ebrio”. Lo escuchamos como a un
decidor de sonidos mágicos, próximo pero alejado, en intimidad con la gracia,
salvando para siempre ese día del año 1985.
(se agradece a Luis Diego Fernández: http://ldflounge.blogspot.com.ar/)
Fuente : Anarquiacoronada
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