El autor de El Aleph, que sentía fascinación por esta isla y
la visitó tres veces, dejó huellas indelebles en un puñado de habitantes de
Reykholt
Esteban Feune de Colombi
25 de febrero de 2018
REYKHOLT, ISLANDIA
Sigo al hombre de espaldas. Deforma la nieve en pasos hondos
que apuntala con bastón de bambú. ¿Si fuera Borges?, imagino al aplastar mis
botas en las huellas crepitantes que abren el camino. Seis grados bajo cero,
humos suben en plegaria desde el estanque de agua termal, un cielo enceguecedor
que intimida, mis anteojos una Pentax analógica en éxtasis. Lo terroríficamente
radiante de la luz en el invierno casi ártico, el vuelo gallináceo del sol que
nomás se pone de pie y ya repta, jactancioso en esa parábola.
No es Borges, claro que no. Sin embargo, me conmueve saber
que, en los 70, él recorrió estos lares y visitó la tumba de Snorri Sturluson,
el mítico poeta vikingo adorador de Thor y otros æsir como Odín, Baldr o Tyr,
divinidades paganas del panteón nórdico que desembarcaron de Asia y fueron
tomadas por dioses. Sombrerito tieso, mirada glacial, barba vieja, torso de
cuero y patas de corderoy enderezan, a decir verdad, la estampa litográfica de
Geir Waage, el cura luterano que preside desde 1978 la iglesia de Reykholt.
En este pueblito de cuarenta y pocos habitantes situado a
100 kilómetros de Reikiavik -palabra que significa bahía de vapores-, el hombre
también lleva las riendas de Snorrastofa, el sitio cultural dedicado a
Sturluson, el mejor de los grandes escaldos nórdicos, asimismo magnate,
abogado, historiador y caudillo político, y factiblemente el mortal más
conspicuo e influyente de toda la historia de Islandia, sacándoles varios
cuerpos de ventaja a Björk, Sigur Rós y Bobby Fischer.
Aparezco en el lugar a las dos de la tarde de un 9 de enero.
Auto de alquiler, cubiertas con clavos, aletargante la voz de Megas en la
radio, ruta escarchada y un paisaje que te hace sentir lejísimos del resto del
universo. A los lados del camino, por momentos fiordos tallados de témpanos,
por momentos estancias con ponys indígenas de crines Wellapon, por momentos
campos con pilas de alfalfa congelada. Tráfico ilusorio, como ilusorios son, en
esta telúrica isla de 340 mil corazones, géiseres, volcanes y auroras boreales,
las serpientes o los trenes, los crímenes o la puntualidad.
Sin que haya avisado de mi visita, parece que Geir y Dágny,
su mujer, me estaban acechando. Franqueo a empellones la pila de nieve que
asedia la puerta de entrada, debajo de la torre con forma de hongo alucinógeno,
y me veo de pronto en la tienda del museo sacudiéndome como un san bernardo.
Muy oronda, la señora me ofrece un razonable café -los escandinavos lideran la
ingesta cafetera planetaria, Noruega en la cúspide- y me cuenta con sonrisa
medieval que hace un tiempo anduvo María Kodama por acá, sopesando junto a una
tal Margaret la idea de construir un laberinto (borgeano, es claro, en la
estela del que el laberintólogo Randoll Coate diseñó en San Rafael, Mendoza).
Converso con Geir en un salón sin ventanas en el que descuellan incunables y
trajes de vikingos. Le pego los dedos a la taza y pispeo en un tris cierto
ímpetu evangelizador en su soliloquio, aunque para nada anodino: primero
seductor, después onda noticiero y promediando el final, refractario a mi
insistencia por platicar a la intemperie, ofuscada distancia y, al último, una
puntita de hartazgo. En el ínterin, el cura peló tres veces del bolsillo de su
tweed un cuerno de vaca, lo aporreó contra su codo izquierdo, lo destapó y
plantó una mancha de tabaco en el dorso apretado de la mano derecha, que su
nariz limpió de un saque sin emitir sonido. Cuarto golpe, cuerno vacío; una
hora de cónclave tal vez resumible, barriendo la hojarasca, en un párrafo, el
siguiente.
"Éramos una especie de república, de mancomunidad. Los
primeros colonos eran noruegos y anclaron en 874. En 930 se estableció el
Alþingi, un parlamento anual sin rey ni poder ejecutivo que aunaba democracia,
oligarquía y aristocracia. Eso no impedía que hubiese parias; como condena ante
ilegalidades debatidas al aire libre una vez al año, debían sobrevivir veinte
inviernos fuera de la ley hasta reinsertarse. Un solo guerrero proscrito,
Grettir Ásmundarson, estuvo a un tris de la hazaña. Fue asesinado a seis meses
de conseguirla y su gesta se narra en una saga memorable". Cada tanto Geir
atiende el celular, prehistórico y de ringtone nada-que-ver, y cada tanto Dágny
trae pasas de uva cubiertas de chocolate u otro café.
Volvemos a patear por las inmediaciones de Snorrastofa,
ahora entre cruces de plástico que titilan en el cementerio nevado, tradición
al parecer navideña. Las botas de Geir raspan de memoria el manto blanco y
revelan un túmulo diminuto sobre el que se lee, en mayúsculas, sturlungareitur.
Es la modesta tumba de Snorri, que fue decapitado por orden del rey noruego
Haakon IV en 1241.
Ahí mismo me entrego al gélido ritual de leer el soneto que
Borges le dedicó a ese primitivo hombre de letras -la metáfora es suya- en el
poemario El otro, el mismo: "Tú, que legaste una mitología / de hielo y
fuego a la filial memoria, / tú, que fijaste la violenta gloria / de tu estirpe
de acero y de osadía, / sentiste con asombro en una tarde / de espadas que tu
triste carne humana / temblaba. En esa tarde sin mañana / te fue dado saber que
eras cobarde. / En la noche de Islandia, la salobre / borrasca mueve el mar.
Está cercada / tu casa. Has bebido hasta las heces / el deshonor inolvidable.
Sobre / tu pálida cabeza cae la espada / como en tu libro cayó tantas
veces".
El frío me duerme la cara, los huesos, la voz. Aun así
llegamos a la pileta circular de piedra labrada y aguas calientes donde el
degollado se aflojaba con sus correligionarios, usanza tan vernácula. Entre
serbales, abedules y pinos avanzamos hasta el precioso, casi japonés estanque
nombrado en honor al inquebrantable luterano que tengo enfrente, y divisamos
después la maciza estatua de Snorri, enrarecida con estalactitas. "Todo
islandés que conozcas", comenta Geir en perfecto inglés, "desciende
de Sturluson; yo soy, por ejemplo, la vigesimocuarta generación". Dágny me
recomienda que haga una parada técnica, en mi travesía de vuelta, en un baño
termal que está junto a un invernadero donde plantan tomates, pepinos y
morrones, cosa que por supuesto hago, como hice noche de por medio en
Reikiavik. "Considerate suertudo de haber conocido el centro del
mundo", me despide místicamente el cura estirando lo máximo posible mi
partida.
INFINITAMENTE MÁS
LINDA
De adolescente, Borges se deslumbró
-"debidamente", según refirió en un libro de diálogos con Osvaldo
Ferrari- con la literatura nórdica gracias a su padre, que le regaló un
ejemplar de la legendaria saga Völsunga, en la versión inglesa de William
Morris, espíritu polirrubro que trajinó las tierras islandesas a caballo en
1871. Eso es, con precisión, un siglo antes de que lo hiciera, por primera vez
en su vida, el autor de Ficciones, quien departió en una de sus clases sobre
aquel arquitecto, decorador, textilero, traductor, poeta y activista: "Él
creía que la cultura de Alemania, de Holanda, de Austria, de los países
escandinavos, de Inglaterra y de la parte flamenca de Bélgica había llegado a
su culminación en Islandia, y que él, como británico, tenía el deber de
emprender una peregrinación a esa pequeña isla perdida, casi en los confines
del círculo ártico, que produjo tan admirable prosa y tan admirable
poesía". Prosa y poesía que, verbigracia, prefiguraron tanto a Rulfo como
a Tolkien, tanto a Verne como a Coetzee.
Por su parte, nuestro Jorge Francisco Isidoro Luis se trenzó
literariamente con las sagas -se dice que el término es afín a sagen (referir,
en alemán) y say (decir, en inglés)- en el capítulo Las kenningar de su
Historia de la eternidad, publicado por Viau y Zona en 1936 en Buenos Aires.
Allí desgranó su embrujo alegando: "Fueron el primer deliberado goce
verbal de una literatura instintiva". Todavía embelesado, décadas más
tarde se volcó con su tesón habitual al estudio del idioma islandés, al que
consideró el latín del norte ("tiene una belleza muy particular por su
sonoridad y porque todavía se puede formar palabras compuestas sin que resulten
artificiales o pedantes") y que, fruto de una moral endogámica y reacio a
intercambios, poco se ha modificado desde sus orígenes.
Un día de 1971 que el calendario cifra miércoles 14 de
abril, en el hotel Holt, Georgie le dictó a Norman Thomas di Giovanni, su
traductor anglosajón, estas líneas que figuran en el reverso de una postal con
dos fotos de la capital islandesa: "Querida madre: mucho más increíble que
Islandia es el hecho de que María Kodama haya arribado aquí, con noticias
tuyas. Reikiavik es menos monumental que la Municipalidad de Lomas e infinitamente
más linda, por extraño que parezca".
Infinitamente más linda, sin dudas. Lo ratifico porque estoy
a una cuadra de la municipalidad, en Iðnó, "el" centro cultural con
vista al lago donde se celebran desde funerales hasta conciertos de metal,
pasando por comilonas de inmigrantes. En el bar, bichando por la ventana a unas
chicas que juegan al fútbol sobre el Tjörnin helado, me cito con Guðbergur
Bergsson. Después de Halldór Laxness, ganador del Nobel en 1955, se trata del
escritor más conocido del país y traductor de Borges al islandés. Lo engancho a
través de Internet: una amiga googlea su nombre, que figura publicado en una
guía telefónica. Lo llamamos a su casa y en cinco minutos agendamos la
entrevista.
Platicamos en castellano, que aprendió a hablar en Barcelona
a fines de la década del 50, rodeado de carismáticos personajes como Carlos
Barral, Gabriel Ferrater, Carmen Balcells o Jaime Gil de Biedma. Tiene 85 años
aunque luce menos gracias, en parte, a su mirada, de un celeste sibilino que
será, a lo largo de la conversación, varios celestes: el celeste de su cruda
infancia trabajando en la industria pesquera; el celeste de su adolescencia
siendo empleado en la base militar que los estadounidenses establecieron en
Keflavík, cerca del actual aeropuerto, justo después de que los nazis
invadieran Dinamarca; el celeste de sus periplos a la España franquista y de
sus quijotescas (¡fueron dos!) versiones del Don Quijote; y el celeste del
instante, su pícara vejez traficando poemas de Pessoa a su lengua materna.
Lo primero que leyó de Borges fue Literaturas germánicas
medievales, coescrito con María Esther Vázquez y encontrado al azar en una librería
de viejo barcelonesa, cuando unos happy few lo leían en Europa más allá del
francés Roger Caillois. "¿Sabes por qué vino aquí?", anuncia
gallegamente para develar: "Él estaba dando unas conferencias en Harvard y
le dijo a un amigo mío que deseaba conocer Islandia. Ese amigo me escribió una
carta pidiéndome que lo reciba. Como yo estaba en Ámsterdam, contacté a mi
cuñada, pero ella era muy perezosa como para ocuparse de una celebridad, así
que declinó la propuesta y me sugirió que me comunicara con Matthías
Johannessen, editor del periódico Morgunblaðið, quien de algún modo se apoderó
de Borges, al que finalmente nunca conocí".
Bergsson me cuenta que él colaboró mucho para que el autor
de El oro de los tigres fuera premiado con el Formentor en 1961, compartido con
Samuel Beckett, porque lo otorgaba el Congreso Internacional de Editores,
institución que reunía a varios conocidos suyos. Esa recompensa implicó el
espaldarazo que el porteño necesitaba para ser promovido internacionalmente y
que sus textos se vertieran a decenas de idiomas, incluido el islandés. Él
entabló sus traducciones sacando unos poemas en el Morgunblaðið y luego la
colección de cuentos Suðrið, o sea El sur. Antes del adiós me interesa saber
cómo definiría el alma de sus coterráneos. Por el vidrio repartido, Guðbergur
enfoca el cielo, que fue mudando en este par de horas de soleado a nuboso y de
nuboso a nevado, y decreta: "Confusa. como el tiempo".
Precisamente, Suðrið es el libro que hojeo en este momento,
en el cuarto piso de la Biblioteca Nacional de Islandia, ubicada frente al
departamento en el que vivo. Es todo muy fácil. En la recepción me atiende
Erlendur Már Antonsson, un muchacho atildado y de grata predisposición. Quiero
investigar qué artículos sobre Borges se publicaron en la prensa local y el
bibliotecario navega ipso facto por las entrañas digitales del archivo, que es
100% público, y me manda los links que descubre a mi mail: todos en islandés y
muchos firmados por Matthías Johannessen, a quien también googleamos con mi
amiga y al que entrevistaré mañana. Indago a Erlendur al respecto de Suðrið y
me informa que atesoran dos ejemplares que prestaron 43 veces.
Devolver un poema
Matthías vive en el barrio y propone que nos juntemos en el
café de la biblioteca. Ahí está, pues, con suéter bordó y boina de fieltro
gris. Celestes, pequeños, comunes, sus ojos yacen envueltos en un velo acuoso
que los hace verse tristones. Afuera: tormenta de nieve y viento escandaloso.
Tiene 88 años y en sus dientes rebota un inquieto chicle. Trae consigo un libro
con una recopilación de sus mejores artículos y un manuscrito plagado de
estrofas que escribió tras conocer a Borges. Me estremece estar sentado frente
a una de las pocas personas, si no la única, que vio a Georgie las tres veces
que estuvo en la isla: si mis inquisiciones no fallan, 71, 76 y 82.
Dice que su memoria anda errática y que por eso confunde las
visitas de Borges volviéndolas una sola. Lo fue a buscar al aeropuerto. Nevaba.
Bajó del avión vestido con sobretodo y pelo revuelto, acompañado por Di
Giovanni y su mujer, que se sentaron en el asiento trasero de su auto. En el
imprescindible y titánico diario que Bioy Casares le dedicó a su íntimo secuaz
se registra este diálogo:
BORGES: Un viaje es una serie de incomodidades.
BIOY: Sí, pero son incomodidades que se transforman en
buenos recuerdos. No se puede pedir nada más que buenos recuerdos.
BORGES: Es cierto. Hay que pedir un buen pasado. Lo único a
que puede un hombre aspirar es a un buen pasado. No: quizá también se pueda
aspirar a un buen futuro. Lo que es imposible es un buen presente. El que pide
un buen presente no tiene noción de la realidad.
Cinco años después, en mayo del 76 y con Borges de copiloto,
el editor del Morgunblaðið avanza por las rutas primaverales del interior del
país, en aquella época salvajes. Ganan Þingvellir, cuna del Alþingi y donde se
proclamó, en el 1000, el cristianismo como religión oficial, echando por la
borda -al menos, en apariencia- el paganismo reinante no por fe, sino para
evitarse numerosos problemas.
En ese lugar histórico en el que, además, se declaró la
independencia islandesa en 1944, las placas tectónicas americana y eurásica se
lastiman en un cañón bellísimo que dio origen a la corteza terrestre de esta
patria vendedora de pescado y tejedora de pulóveres. Basta de fruslerías.
Borges le pide a su anfitrión que lo deje un rato solo porque necesita devolver
un poema a ese sitio sagrado. Matthías se aleja unos metros y contempla la
silueta del literato apretada entre crestas y fracturas naturales, recitando
misteriosamente en español. ¿Qué habrá elegido? Tengo una sospecha.
Asimismo recuerda que su invitado, devoto a elucubraciones
fonéticas, "curioso como un niño", cero pretencioso y honrado en 1979
con el Halcón de Plata de Islandia (que recibió en el Plaza), en otra instancia
del viaje le espeta: "Ahora tengo más suerte que vos". Él pregunta
por qué y Borges suelta, emocionado al borde del llanto: "Estoy viendo las
montañas tal cual las vio Egil Skallagrímsson, que era viejo y ciego como
yo". Egil era otro épico rapsoda repetidor medieval y la anécdota se
asemeja a un texto de Atlas escrito en el reikiavikense hotel Esja, el de su
segunda estadía, donde resalta: "Siempre en el centro de esa clara neblina
que ven los ojos de los ciegos, exploré el cuarto indefinido que me habían
destinado". Abraza una columna que adivina blanca y. "durante unos
segundos conocí esa curiosa felicidad que deparan al hombre las cosas que casi
son un arquetipo".
Una edición de Suðrið, también conocido como El sur
En una entrevista reciente, María Kodama contó, refiriéndose
a su vínculo con Jorge Luis (Lois en varios artículos del Morgunblaðið):
"Islandia fue el principio de una relación de amor muy especial entre él y
yo. Se manifiesta allí porque ir a ese país fue la materialización de una
historia que venía de antes". Intenté contactarla, pero no lo logré, de
tal modo que entra en escena el cuarto hombre que entrevisté con motivo de esta
feliz investigación: Jörmundur Ingi Hanse
Se me interpuso en el camino porque hace unos meses encontré
online una foto alucinante de Borges posando con un señor de barba jesuítica y
mirada incisiva. Le mandé la imagen a mi amiga islandesa y al toque me
respondió: "Es Sveinbjörn Beinteinsson, el tipo que reintrodujo el
paganismo en la isla el siglo pasado". No contenta con eso, siguió:
"Conozco a Jörmundur, su sucesor y discípulo, tiene un local de ropa usada
cerca de mi casa".
Jörmundur fue el segundo goði -alto sacerdote- y uno de los
fundadores de la organización politeísta nórdica Ásatrú en Islandia, la primera
en ser oficialmente reconocida por un Estado en el globo. Lo abordo en un
caótico subsuelo de Laugavegur, la calle principal de Reikiavik, cerca de la
bizarra Faloteca. Sitiado por percheros, cajones y estanterías, sus uñas sucias
agotan un pote de caviar tipo pasta de dientes y manipulan un lapicito que
completa un sudoku. Viste a la manera de un personaje de Dickens, un metro como
bufanda. Arrastra su british moroso, refinado y magnético en un diapasón de
caverna con el que -tardo en percibirlo- me va tejiendo. Que sí, que rememora
las peregrinaciones de Borges, al que no conoció ni leyó, que es muy probable
que Sveinbjörn lo haya casado con Kodama en su granja de Draghals, que estaba
interesado en los elfos.En la biografía que el hispanista Edwin Williamson
urdió alrededor de Borges, leo que este invitó a Kodama a viajar a Islandia en
1971, un año después de divorciarse de Elsa Astete, y ahí "se le
declaró". Entonces surgió Ulrica, el único cuento de amor del argentino,
que se publicó en El libro de arena en 1975 y exhibe como epígrafe unos versos
de la Völsunga que resisten la piedra de su lápida en Ginebra: "Él tomó su
espada, Gram, y colocó el metal desnudo entre los dos". Al año volvieron a
Islandia en plan íntimo -volaron en una avioneta "del tamaño de un
sulky", se lee en el Borges de Bioy-, pero fueron descubiertos en un bar
por unos poetas lugareños con quienes estiraron la velada.
Borges quería saber, relata Williamson, "si la antigua
cultura pagana de las sagas había sobrevivido en los tiempos modernos".
Entonces, durante la visita a una iglesia luterana, se enteró por el pastor de
que en la isla solo quedaba un sacerdote pagano que resultó ser un hombre
"alto, cincuentón, de brillantes ojos azules y larga barba blanca, que
vivía en el campo, solo, en una casa llena de gatos negros y estantes con
distintos huesos de animales". El hombre es Sveinbjörn, el de la foto,
"sostenía que había un renacimiento del interés por la religión antigua y
que muchas personas iban a verlo para casarse. Cuando Borges preguntó si él y
María podían ser unidos en matrimonio según el antiguo rito de Odín, el
sacerdote estuvo muy complacido en hacer ese favor". Ahora bien, el
biógrafo no profundiza en esa unión.
La intuición -vocablo que queda corto, pero sirve para
nombrar lo que queda corto- me obliga a despedirme de Jörmundur. Lo visito por
segunda vez y todo sigue igual; enhebra con sabiduría el tejido dialéctico en
los puntos suspensivos de hace dos semanas. Versado en rituales, le pido que me
sugiera uno antes de abandonar Islandia. Empotrado en esa sillita chueca como
sofista del inframundo, un caramelo se apaga en su boca mientras rumia, rumia,
rumia.
Dice que a Sveinbjörn se le hubiera ocurrido algo de
inmediato. Lo espero. Finjo interesarme en un capote. Lo espero. Finjo
interesarme en unos borceguíes. Lo espero. Recuerda, iluminado, una frase que
se usaba para despedir a los navegantes y para recibirlos victoriosos. Se pone
de pie, la pronuncia en voz alta como un capitán de navío: "Fardu heill og
sighaetta gott".
Fuente: Revista La Nación
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