Soy de un país áspero, desmemoriado, indiferente y
extendido, en el que las llanuras desnudan cada piedra, la señalan, la acusan,
delatan al viajero solitario, y los crepúsculos son insoportables porque se
prolongan hasta la extenuación amenazando con una eternidad sin sueño. Tal vez
por lo primero Borges se nos antoja siempre desmesurado en su intemperie (como
a los héroes, como a los espíritus de la visitación, nunca lo hemos visto de
tamaño natural); y quizá por lo segundo el mismo Borges transgrede a cada rato
el tiempo lineal para franquear la eternidad, esa «fatigada esperanza».
Es alguien que a fuerza de negar el destino comúnmente
anecdótico de cualquier hombre —aunque datos no faltan— parece lograr que lo
invada una sustancia neblinosa, un laborioso aire de vaguedad, pero tan
imponente que logra perdurar con mayor fuerza que una cara tajante o un
conjunto de contornos recortados, definidos. Nos quedamos mirando a ese Jorge
Luis Borges de una hora precisa de cualquier día fijo como si igual que su obra
estuviera hecho de infinitas superposiciones de tiempos y distancias. Sombras
de pudor, de ironía, de perplejidad, de duda, de sabiduría, de humor, de
inocencia, de placidez, de emoción contenida, agitan esa superficie de
imágenes, «ese caos de apariencias», ese «simulacro en que la naturaleza lo ha
encarcelado», como dice él mismo.
Ese hombre alto, esa especie de vacilante rapsoda casi
ciego, para quien la estatura parece constituir una evidencia fastidiosa y cada
movimiento una indecisa espera del azar, ha sido comparado con un barco en
zozobra, con alguien a punto de naufragar en el mundo físico.
Y así es. Porque si bien la llamada realidad inmediata —la
única que se nos ofrece sin buscarla— es prolija, organizada, aparentemente
accesible y bastante fija, bien mirada es dudosa, colmada de duplicidades, de
subterfugios, de enmascaramientos, de rupturas. Borges dice que hemos soñado el
mundo como algo resistente, visible, ubicuo en el espacio y firme en el tiempo,
pero que hemos consentido en su arquitectura tenues y eternos intersticios de
sinrazón para saber que es falso. «La sustancia más firme de la felicidad de
los hombres es una lámina interpuesta sobre ese abismo y que mantiene nuestro
mundo ilusorio. No se requiere un terremoto para romperla. Basta apoyar el
pie», agrega en Otras inquisiciones [+]. ¿Hemos consentido tales blancos, tales
fisuras, tal abismo ininterrumpido? ¿Y ante quién? ¿Y desde qué realidad o
irrealidad comenzamos a soñar o continuamos soñando? ¿Y esa débil lámina de la
que habla encubre también dificultosamente la precariedad del universo, la
limitación del yo, la inconsistencia del tiempo?
Y bien, allí está su obra como una refutación de toda esa
engañosa intolerable realidad, como un alerta contra sus tergiversaciones, como
una protesta contra sus regateos y también como una ampliación de sus alcances,
aunque no se proponga crear un orbe paralelo. Es otro suelo infatigable,
vertiginosamente significativo, el que nos ofrece. Un suelo de escritura donde
podemos tratar de descubrir las verdaderas reglas del trazado del mundo,
ordenar los mosaicos de las posibilidades en diferentes combinaciones, apostar
a una u otra conjetura, multiplicar lo improbable y deslizarnos por todos los
espejismos de la razón de manera ascendente y descendente, lateral, simultánea.
Sobre ese tablero vibrante y móvil, que gira y se desliza,
se producen sorprendentes proliferaciones, permutas y anulaciones de la
personalidad; sí, la personalidad, «esa superstición occidental», acota
desdeñosamente el creador. El yo, la nada y el otro son intercambiables. A
veces como si las dos caras de una moneda traspasaran el filo de la oposición y
se fusionaran hasta identificarse, hasta suplantarse: así la víctima y el
victimario, el traidor y el traicionado, los rivales encarnizados, los
antagonistas irreconciliables. Inclusive llega a decir en el prólogo de su Obra
Poética confirmando este juego de imprevisibles inversiones: «Nuestras nadas
poco difieren: es trivial y fortuita la circunstancia de que seas tú el lector
de estos ejercicios y yo su redactor», lo cual, a semejanza de otros
equivalentes postulados que nos descolocan, nos produce la vertiginosa
sensación de ser usurpadores, de ser erróneos, de ser ficticios. Otras veces,
como en «La forma de la espada», cuando asegura: «Lo que hace un hombre es como
si lo hicieran todos los hombres... Yo soy los oíros, cualquier hombre es todos
los hombres», amplía el margen de opciones llevándonos a participar en una
unidad metafísica o a caer, alternadamente, en el vacío total, como en «El
inmortal», cuando hace hablar a Homero: «Nadie es alguien, un solo hombre
inmortal es todos los hombres. Como Cornelio Agrippa, soy dios, soy héroe, soy
filósofo, soy demonio y soy mundo, lo cual es una fatigosa manera de decir que
no soy... Yo he sido Homero; en breve seré nadie, como Ulises; en breve seré
todos: estaré muerto». Oscilación, suspenso y caída que no presuponen una fe,
que aniquilan la individualidad en el anonimato y la borran definitivamente.
Tampoco el tiempo es aceptado como una entidad consistente,
lineal, continua, con una dirección precisa en su fluir, sino que se
interrumpe, admite intercalaciones de eternidad, cambios en el orden,
inversiones, recorridos cíclicos y circulares, combinaciones del pasado, el
presente y el porvenir, numerosas hipótesis acerca de su comportamiento y su
perduración. El pretérito es tan dúctil, tan modificable, como el futuro. «El
porvenir es inevitable, preciso, pero puede no acontecer. Dios acecha en los
intervalos», asegura en Otras inquisiciones [+]. (¿Cuál dios? ¿Ese que es una
creación de la literatura fantástica y que él desearía que lo fuera de la literatura
realista, .aunque tampoco cree en ésta porque la «realidad no es verbal»?)
Continuando, si bien «no hay hecho, por humilde que sea, que no implique la
historia universal», se trata de destruir la duración corriente y la
concatenación de causa a efecto. En Historia de la eternidad nos explica que
una oscuridad, «no la más ardua ni la menos hermosa, es la que nos impide
precisar la dirección del tiempo. Que fluye del pasado hacia el porvenir es la
creencia común, pero no es más ilógica la contraria... Ambas son igualmente
verosímiles e igualmente inverificables». Pero sobre todo existe el propósito
de destruir la idea del tiempo, ya sea recurriendo a la repetición de lo
cotidiano hasta anularlo en la prolongación de una sola jornada que se hace eterna,
o a la forma de concentrar años en un minuto o dilatar un momento en varios
años, o valiéndose de la identidad de sensaciones experimentadas por uno o
varios protagonistas en distintos momentos, tal como sucede en «Refutación del
tiempo», «El milagro secreto» y «Sentirse en muerte», respectivamente. Claro
que el autor sabe que estos juegos intelectuales son impotentes para anular el
tiempo y por lo tanto la muerte. Sus mismas declaraciones invalidan muchas de
sus teorías más osadas, devolviéndoles su valor de pretextos para el
pensamiento, de especulaciones mentales: «Negar la sucesión temporal, negar el
yo, negar el universo astronómico, son desesperaciones aparentes y consuelos
secretos. Nuestro destino no es espantoso por irreal; es espantoso porque es
irreversible y de hierro. El tiempo es la sustancia de que estoy hecho... El
mundo desgraciadamente, es real; yo, desgraciadamente, soy Borges» («Nueva
refutación del tiempo»). Después de este reconocimiento llega el coherente pero
patético enunciado con que abre las puertas de la duración en Otras
Inquisiciones: «La vida es demasiado pobre para no ser también inmortal».
¿Pobre, la vida? No lo es, ciertamente, la de quien puede
construir arquitecturas fantásticas en el ojo de una cerradura, detener en el
aire durante cincuenta años el hacha del verdugo, multiplicar alfabetos y
sueños que lo incluyen, contemplar un tigre hecho de muchos tigres y de
ejércitos de tigres que parecen revelar otros tigres, ser él y ser el otro,
desplegar los ocasos del sur con el vuelo de un pájaro, desandar el infinito en
el espejo, reconstruir años enteros con la memoria de las nubes, siempre frente
al papel, siempre ante «la inminencia de una revelación» que él cree
modestamente que no se produce.
Porque para Borges vivir es escribir. El sujeto sólo existe
como motivo del texto, puesto que el hombre no es sino relato, vigilancia de la
trama, búsqueda de la exactitud. «En cuanto el relato deja de ser necesario
puede morir. Es el narrador quien lo mata, puesto que ya no cumple una
función».
¿Y quién es el narrador de nuestra vida, sino el mismo que
nos sueña, el mismo que nos hace trazar un laberinto con nuestros propios
pasos?
Quien soñaba con Borges despertó y Borges completó el
laberinto que dibujó paso tras paso; lo cerró en Ginebra, cerca, muy cerca del
comienzo. Alguien puso un punto final en su largo, prodigioso relato, en esa
singular aventura verbal que acercaba mágicamente dos puntos muy dispares, o
encontraba el atajo más breve y sorprendente para llegar al lugar elegido, o
descubriría las claves sintácticas más eficaces para entrar en cualquier
territorio o se demoraba rítmica y minuciosamente en la palabra de poder para
salir de cualquier encrucijada, porque él extendía las fronteras de nuestra
heredad, fijaba nuestro linaje en el idioma.
No voy a contar la otra trayectoria, la de sus
circunstancias. No voy a contar los pormenores de una biografía. Borges creía
en la igualdad esencial de los destinos humanos, y por eso nos dijo: «Si los
destinos de Edgar Allan Poe, de los vikingos, de Judas Iscariote y de mi
lector, secretamente son el mismo destino —el único posible—, la historia
universal es la de un solo hombre».
Tal vez se refiriera a nacer, a amar, a padecer, a ignorar y
a morir. No a circunstancias, triunfos, frustraciones ni glorias.
Pero yo le digo a usted, Jorge Luis Borges, ahora en su
incierta eternidad, en su nadie, en su todo, que vista desde nuestro despojado
país esa historia universal de un solo hombre, de la que usted nos habla, tiene
una gran fisura, un tajo que la atraviesa de lado a lado.
durante el Congreso Mundial de Poetas celebrado en esa
ciudad,
en julio de 1986.
Homenaje a Jorge Luis Borges
Cuadernos Hispanoamericanos 505/507
Esta publicación dirigida por Pedro Laín Entralgo, Luis
Rosales y José Antonio Maravall
Madrid, Julio-Septiembre 1992
Fuente: Borges Todo el Año
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