Era un niño tímido, muy reservado. Adoraba a su hermana
Norah y los dos juntos imaginaban un número infinito de juegos extraordinarios.
Nunca se peleaban y siempre estaban juntos, aún antes de que Georgie encontrara
amigos en el colegio de Suiza.
Su primer trabajo impreso fue la traducción de una novela
corta de Oscar Wilde, El príncipe feliz, que hizo en Buenos Aires cuando tenía
nueve años. Álvaro Melián Lafinur encontró “perfecto” ese trabajo y lo publicó
en el diario El País. El segundo texto
fue una carta que escribió a uno de sus amigos, abogado en Ginebra; éste la publicó en un diario de esa ciudad en
el original francés.
Dio su primera conferencia a los 23 o 24 años; se trataba de
“El idioma de los argentinos”. No la leyó, pretextando su mala vista. Rojas
Silveyra tuvo que reemplazarlo, Georgie estuvo a punto de no concurrir por
miedo, pero a último momento aceptó encantado para darme el gusto, como me lo
dijo luego.
Muy temprano supe que iba a ser escritor. A los seis años
había compuesto un cuentito en castellano antiguo, titulado El río fatal;
tendría cuatro o cinco páginas. Cuando era muy niño tenía un lenguaje
extraordinario. Quizá escuchaba mal. Desfiguraba por completo las palabras.
Sentía pasión por los animales, sobre todo por las bestias
feroces. Cuando íbamos al Jardín Zoológico era difícil sacarlo de allí. Y yo,
muy pequeña, sentía miedo por él, que era grande y fuerte. Temía que se enojara
y me golpeara. Sin embargo, era muy bueno. Cuando no quería obedecer le quitaba
sus libros; santo remedio.
La lectura fue de inmediato su gran pasión. Pero a él le
gustaba mucho salir, a la calle o al jardín; en el jardín había una gran
palmera de la cual muchas veces Georgie se acordó en sus versos llamándola
“pequeño convento de los pájaros”. Bajo esta palmera, junto con su hermana
inventaba juegos, sueños, proyectos, y creaban personajes con los que jugaban;
era su isla.
Al principio, a Georgie no le gustaban las visitas de los
amigos de mi marido; luego se habituó a ellas. Y más tarde, por ejemplo, cuando
venía Evaristo Carriego, le gustaba quedarse abajo con las personas grandes
para escuchar al poeta recitar sus propios versos o bien El misionero de
Almafuerte. Entonces se quedaba ahí con los ojos enormes.
Al regresar de nuestro primer viaje a Europa se hizo de
grandes amigos. Así, le resultó muy penoso cuando tuvimos que partir de nuevo a
Londres, donde mi marido debía tratarse los ojos. Georgie estaba enamorado de
una muchacha que había conocido en casa de unos amigos y a quien dedicó algunos
versos de Fervor de Buenos Aires. Hubo un tiempo en que no le gustaban en
absoluto los niños. Pero cuando su hermana Norah los tuvo, los quiso
apasionadamente.
Yo le leo todo a Georgie desde los siete años. Y cuando
escribe, me dicta. Hay algunas cosas que no me las ha leído, como el poema Los
dones, tan triste, donde habla de sus ojos. Pero yo lo leí cuando estuvo
impreso. “¿Cómo lo hiciste?”, le pregunté, y él me contestó: ‘Sí, se lo dicté a
alguien en la biblioteca porque pensé que te causaría pena’”. En efecto,
disimula todo lo relacionado con su mala vista, lo disimula mucho. Siempre está
de buen humor, pero yo sé bien que en el fondo hay otra cosa…
Tengo que contarle cómo conoció a Victoria Ocampo. Fue luego
de esa famosa conferencia sobre “El idioma de los argentinos” que La Prensa
publicó al día siguiente; esa misma noche, Victoria le escribió una carta:
“Usted supo decir lo que yo siempre he pensado de la lengua española y que no
he podido decir. Lo quiero hablar”. Quedó espantado: él, un jovencito: “¿Qué
voy a poder decirle a Victoria? ¡A Victoria Ocampo!”. Lo tranquilicé: “Pero
ella te dice ahí de qué vas a hablarle”. La carta llegó el sábado y ella lo
invitaba a Georgie a almorzar al día siguiente. Fue. Y, naturalmente, hablaron
mucho. Luego Victoria vino a casa. Georgie siempre tuvo por ella al mismo
tiempo que un gran afecto, mucho respeto. Georgie también es gran amigo de
Silvina Ocampo y de su marido Adolfo Bioy Casares, a quien conoció antes de
casarse.
Cuando era chico, dibujaba animales, boca abajo. Siempre
comenzaba al revés, por las patas. Dibujaba sobre todo tigres, que eran sus
animales favoritos. Luego de los tigres y de otros animales salvajes pasó a los
animales prehistóricos de los que leía, durante dos años lo que era posible leer.
Más tarde se apasionó por las cosas egipcias y entonces leyó todo lo que pudo
hasta el momento en que se abalanzó sobre la literatura china; tiene una gran
cantidad de libros sobre ese tema. En suma, le gusta todo lo que es misterioso.
Así fue como escribió muchas conferencias sobre la Cábala; aun los israelitas
le han preguntado cómo sabía tantas cosas sobre la Cábala. Después de eso vino
la época de Dante, sobre el cual escribió mucho; creo que con ello se podría
hacer un libro. Profundizó el tema enormemente
y afirma que La Divina Comedia es la obra más extraordinaria de la
literatura. ¡Se la tuve que leer en italiano!
Cuando estaba en el colegio, Georgie se aplicaba a sus
deberes y a sus lecciones. Pero las matemáticas le costaron. En cambio le gustaba
la historia y, naturalmente, la literatura, así como la gramática y la
filosofía. Solía leer con avidez los libros de esta última disciplina, y
hablaba sobre ellos con su padre, dado que mi marido, aunque era abogado,
seguía un curso sobre psicología inglesa en el Instituto de Lenguas Vivas.
Comenzaron a hablar de filosofía cuando Georgie tenía diez años. Mi marido, que
murió en 1938, estaba muy orgulloso de su hijo; también él había escrito poemas
y la primera traducción española en verso del Rubayat de Omar Khayam. Trasladó
a su hijo todo su interés por este dominio.
Goergie tuvo dos accidentes graves, uno de ellos cuando era
niño. Se cayó del primer coche de un tranvía y las ruedas del segundo le
pasaron a solo algunos centímetros de la cabeza; le cortaron algo de pelo, a
los anteojos no le pasaron nada, pero se había golpeado la nariz. Tuvo otro
accidente horrible, luego de lo cual comenzó a escribir cuentos fantásticos;
creo que algo entonces cambió en su cerebro. En todo caso, estuvo cierto tiempo
entre la vida y la muerte.
Eran vísperas de Navidad, y Georgie había ido a buscar a una
invitada que debía venir a cenar. ¡Y Georgie no llegaba! Yo estaba loca, hasta
el momento en que nos telefonearon de la Asistencia Pública. Mi marido y yo
partimos inmediatamente. Ocurrió que, al no andar el ascensor, él había subido
por la escalera muy rápido y no había visto una ventana abierta cuyo vidrio se
le incrustó en la cabeza. Todavía se le ven las cicatrices. Como la herida no
fue bien desinfectada, se agravó y al día siguiente tenía 40 grados de fiebre.
La fiebre continuó y hubo finalmente que operarlo, en plena noche. Estuvo entre
la vida y la muerte, durante dos semanas, con 40 y 42 grados de fiebre; al
final de la primera me dijo: “Léeme una página”. Había delirado, veía entrar
animales y monstruos por la puerta.
Le leí una página y entonces me dijo:
–Ya está.
–¿Cómo ya está?
–Sí, ya sé que no me voy a volver loco. Comprendí todo
perfectamente.
Cuando volvió a casa se puso a escribir un cuento
fantástico, el primero. Era en 1938, tenía 39 años. El libro que yo le había
leído en la clínica era las Crónicas marcianas de Bradbury (que él prologó más
tarde). Y luego, solo, escribió cuentos fantásticos que me dan un poco de miedo
porque no los comprendo muy bien. Un día le dije: ¿Por qué no escribes las
mismas cosas de antes?” Me contestó:
“Dejá, dejá”. Y tenía razón.
Leonor Acevedo de Borges
Buenos Aires, 1964
Fuente: Diario La Opinión Cultural, domingo 15 de septiembre
de 1974, pág. 3.
Fuente: El Historiador
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