domingo, 3 de junio de 2018

Los superpoderes de Frankenstein





 Juan Manuel Gómez

Hoy se cumplen dos siglos de la publicación de Frankenstein, la novela con la que una joven llamada Mary Shelley revolucionó la historia de la literatura. Desde entonces, su criatura ha dado vida a una estirpe que ha proliferado en las más distintas formas y formatos, cuestionando la relación del hombre con la naturaleza y la ciencia pero, sobre todo, reflexionando sobre las consecuencias morales de nuestros actos. El siguiente ensayo navega por los derroteros que llevaron a la novelista a componer esta obra imprescindible, y ahonda en las claves de su lectura.

El siglo XIX comienza y termina con novelas que transgreden la frontera que separa la vida de la muerte: en un libro de 1818 escrito por Mary Shelley, el capitán Robert Walton encuentra a un hombre que ha abandonado su barco para seguir a su enemigo en trineo rumbo al Polo Norte; se trata del científico Víctor Frankenstein, que persigue hasta el límite de su deteriorada fuerza humana a una poderosa criatura a la que ha dado vida por medio del hasta entonces incipiente control de la energía eléctrica. Y en 1897 Bram Stoker describe la manera en que la goleta Demetrio arriba lentamente al puerto de Yorkshire sin tripulantes; tan solo transporta un ataúd en el que viaja Drácula, caballero sofisticado cuya maldición es la vida eterna a cambio de alimentarse de sangre humana. Interesante manera de concentrar en un siglo los terrores de la civilización ocultos en las sombras que proyecta su refinamiento supremo.

La ciencia abrió las puertas de otros universos con los que habíamos convivido los seres humanos sin darnos cuenta. En las páginas de Frankenstein, Mary Shelley esboza ese momento histórico, tan rico en materia de avances científicos, en la fascinación entusiasta del joven Víctor por su profesor Waldman: “Decía que los antiguos maestros [se refiere a Paracelso, Cornelio Agripa y Alberto Magno] prometieron imposibles, y sus realizaciones fueron nulas. Los maestros de hoy, en cambio, prometen muy poco. Saben que los metales no pueden transformarse y que el elíxir de la vida es una quimera. Pero estos sabios, cuyas manos parecen hechas para ensuciarse con el trabajo y cuyos ojos no dejan de mirar incansablemente por el microscopio o el crisol, han conseguido ejecutar milagros. Han entrado en el territorio sagrado de la Naturaleza y nos han enseñado cómo funciona en sus zonas más ocultas. Han ascendido a las alturas, han descubierto la circulación de la sangre y la composición del aire que respiramos. Han alcanzado, en fin, un poder nuevo, casi ilimitado, puesto que pueden dirigir a su antojo el poder del rayo, imitar los terremotos e, incluso, burlarse del mundo invisible con sus propias sombras.”

La ciencia del incipiente siglo XIX hace posible un sacrilegio: penetrar en el territorio de lo sagrado, de lo divino, de la muerte. Ante la revelación de herramientas reales que permitían acceder a universos nunca antes explorados, al ambicioso muchacho que había estudiado a los alquimistas se le ocurre “explorar las potencias desconocidas y descubrir al mundo los más profundos misterios de la creación”. Su aspiración, en realidad, es convertirse él mismo en Dios y crear vida. “¿De dónde —se preguntaba Frankenstein con frecuencia— puede proceder el principio de la vida?”. Y para encontrar la respuesta, se sumerge, y “ensucia sus manos”, en los territorios de la muerte: “Me dedicaba ahora, pues, al estudio de las causas de esta descomposición, viéndome, por ello, obligado a pasar días enteros en criptas y osarios. […] Vi como la bella figura del hombre se descomponía, convirtiéndose en restos despreciables; vi sustituir el rosado color de las mejillas, llenas de vida, por la palidez de la muerte y cómo, en fin, el gusano inmundo horadaba las maravillas del ojo y del cerebro. Me detuve a examinar y analizar con todo detalle las causas de los ejemplos aportados por el paso de la vida a la muerte y de la muerte a la vida, hasta que de aquella profunda oscuridad surgió la luz que me iluminó, una luz tan brillante y poderosa, y a la vez tan sencilla, que causó en mí el desconcierto lógico de saberme el descubridor único de un secreto tan ávidamente perseguido por tantos hombres de genio”.

Una de las primeras desgracias que le trae a Víctor Frankenstein  esa “luz brillante y poderosa” emanada de la muerte es la degradación física y la alteración de sus emociones: cae en una crisis nerviosa que se extiende por seis meses. Lo que lo aniquila, sin embargo, y lo hace perseguir hasta el fin, aun a costa de su vida, al hombre artificial que ha creado, es la culpa.

A Víctor Frankenstein lo atormenta haber trastocado las leyes de la Naturaleza al grado de “otorgar” vida a la materia inerte, y haber creado, piensa, un poderoso monstruo que odia y encuentra placer en matar sin piedad a seres humanos. Se equivoca, sin embargo, el creador, porque en realidad no conoce a su criatura, la cual es capaz de albergar mucha más humanidad que cualquier ser humano.

El odio está en Víctor Frankenstein; en la criatura lo que hay es una terrible y absoluta soledad. Si el “engendro”, como lo llama su creador, ha matado a varios miembros de la familia Frankenstein, ha sido por revancha, porque desde que nació se ha encontrado distinto a todo cuanto hay a su alrededor, y habiendo nacido inmaculado y puro, lo que aprendió del mundo fue a huir y esconderse, ya que su aspecto “distinto” y sus dos metros y medio de altura causaron el horror y la reacción violenta de cuantos lo vieron.

El primero de ellos fue su propio creador, el mismo que lo había formado, parte por parte, en un transe histérico y megalomaniaco. Cuando lo contempla terminado, se horroriza y refugia en un rincón del laboratorio: “La mezcla de tanta belleza aislada, con sus ojos acuosos casi del mismo color blanco sucio de sus cuencas, formaba una composición aún más horripilante, incrementada por su arrugada faz y negros labios finos y rectos”. Luego la criatura se le acerca y pretende expresar algo: “De improviso, y a la luz amarillenta de la luna que penetraba a través de las persianas, vi a mi lado al engendro, al miserable ser a quien había dado vida. Sostenía levantadas las cortinas de mi cama, y sus ojos, si es que tal nombre puede darse a lo que me miraba, estaban clavados en mí. Abriéronse sus mandíbulas y emitió algunos sonidos inarticulados, mientras una mueca horrible alteraba sus ya espantosas facciones. Es posible que hablase, pero yo no le escuché. Había extendido la mano, sin duda para tocarme, pero yo conseguí escapar”. Cuando Víctor Frankenstein vuelve a ver al engendro, han pasado seis largos años en los que la criatura ha recibido duras enseñanzas de un mundo que no lo acepta.

¿Cuál es la responsabilidad que asume Víctor Frankenstein ante su creación, a la que ha dado vida? Darle ahora muerte. Desaparecer esa abominación de la faz de la Tierra.

Me he preguntado a qué se refiere el subtítulo del libro. Quién vendría a ser ese “moderno Prometeo”. Recordemos que Prometeo roba el fuego de los dioses para darlo a los hombres, que le simpatizan, y por ello es sentenciado a permanecer encadenado a una roca en la que cada día un ave le devorará el hígado, el cual volverá a crecer por la noche. Después de ensayar una y otra respuesta he llegado a la conclusión de que el Prometeo moderno es la ciencia misma, porque Víctor Frankenstein no tiene ninguna simpatía por el hombre al que ha dado vida, y su tormento no es sino el odio que siente. La ciencia, en cambio, es capaz de dar conocimiento a los hombres, y es atormentada diariamente por ellos, que la manipulan como sus dioses, aunque en su afán dan un paso adelante y dos para atrás, y como aves rapaces devoran a diario lo que la repetición del método científico vuelve a constatar.

El gran error moral de Víctor Frankenstein no es la creación de un ser nuevo y autónomo, sino su abandono. “Soy tu Adán”, le dice la criatura, pero también “soy el ángel caído”; “me has privado de la felicidad; devuélvemela y volveré a ser virtuoso”. Se trata de una criatura condenada, como dice la “Balada del viejo marinero” de Samuel Taylor Coleridge, contemporáneo de Mary Shelley, que se cita en el libro, a “avanzar en el camino solitario impelido por el temor y el miedo […] sin volver jamás la cabeza, porque sabes que un horrible enemigo muy cerca de ti te persigue”.

En la vieja leyenda judía del Gólem lo que da vida al barro inerte es una palabra sagrada que se le escribe en la frente a un muñeco, pero que lo vuelve un esclavo. Jorge Luis Borges lo ha descrito en un poema memorable del que solo rescato ahora estos versos: “El rabí le explicaba el universo/ ‘esto es mi pie; esto el tuyo, esto la soga’,/ y logró, al cabo de años, que el perverso/ barriera bien o mal la sinagoga”. La corporación Tyrell en la película Blade Runner (1982) crea replicantes para que sean esclavos de los humanos. Víctor Frankenstein busca la gloria personal y no se responsabiliza en ningún sentido de su creación; la abandona. La premisa moral que da origen a estos seres puede ser cuestionada desde la religión o la filosofía, pero son ellos mismos quienes se rebelan a su destino, y en el caso de los replicantes de Blade Runner y la criatura de Frankenstein, dan lecciones de humanidad a sus creadores.

Quiero citar aquí a manera de ejemplo un instante de la película Blade Runner que, en palabras de Rutger Hauer, el actor que interpretó al replicante Roy Betty, “treinta años después sigue existiendo con la misma intensidad”. Es el momento previo a que se lleve a cabo el famoso diálogo entre el blade runner Rick Deckard (Harrison Ford) y Roy: “He visto cosas que tú, gente, no podrías creer. Naves de ataque en llamas en la cuesta de Orión. Vi C-beams parpadeando en la oscuridad de la puerta de Tannhäuser. Todos estos momentos se perderán en el tiempo como lágrimas en la lluvia. Es hora de morir”. Un momento antes, Deckard está tratando de no caer al vacío. Se sostiene de una viga, pero claramente cede terreno a cada momento, y llueve a cántaros. Roy le salta enfrente y sonriendo socarronamente le dice: “Toda una experiencia vivir con miedo, ¿no es así? Pues eso es ser un esclavo”.

Esa es la verdadera razón de la rebelión de Roy. Quiere “vivir más”, como le pide a su creador, Eldon Tyrell, pero, sobre todo, quiere ser libre. Lo mismo que la criatura de Frankenstein: simplemente desea que quien lo creó haga otro como él para no estar solo en un mundo hostil. De hecho, aunque ha tenido oportunidad de hacerlo, no es capaz de provocar la muerte de Víctor Frankenstein, porque sin él no le quedaría absolutamente nadie.

Estas premisas humanas provienen del exterior del hombre, de algo “malévolo” creado por la ciencia. 75 años después de Frankenstein Émile Zola se preguntará: “¿La ciencia ha prometido la felicidad? No lo creo. Ha prometido la verdad y la cuestión es saber si con la verdad se conseguirá algún día la felicidad”.

El éxito del libro escrito por Mary Shelley tardó décadas en llegar. Lo que comenzó a tener resonancia prácticamente de inmediato fueron sus adaptaciones teatrales. En 2011 el cineasta británico Danny Boyle realizó una para el National Theatre de Londres que se proyectó en el Auditorio Nacional de México. Ahí vi nacer a la criatura de una placenta gigante alimentada por rayos eléctricos y cientos de focos encendidos. Se retorcía en el suelo como un ser adolorido y desamparado.

“La primera versión del libro —apunta Richard Holmes en su estupendo ensayo “Out of Control” del New York Review of Books, 21 de diciembre de 2017— fue escrita a gran velocidad en dos libretas ginebrinas, mayormente durante el invierno de 1816-17, pero no publicadas sino hasta 2008 en una meticulosa edición del académico experto en Shelley: Charles E. Robinson. El estilo es vivo y directo. Probablemente comenzó como un cuento, con las famosas líneas: ‘Fue en una lúgubre noche de noviembre que admiré a mi hombre completo’./ La segunda, que comienza y termina con la historia de la expedición al Ártico de Rober Walton, fue cuidadosamente revisada por Mary, editada levemente por Percy y publicada en 1918. El estilo es rico e incluye digresiones; aquí sigue habiendo controversia académica con respecto al efecto general de las aportaciones de Percy (alrededor de 5 mil palabras). Una reedición de esta versión de 1818, con algunos cambios menores, apareció en 1923 en dos volúmenes, a instancia del padre de Mary, William Godwin, y fue la primera firmada con su nombre [Mary W. Shelley]”./ La tercera versión, de 1931, fue radicalmente revisada solo por Mary, y es mucho más oscura en el tono. El idealismo del joven Frankenstein se torna en una figura siniestra y torturada.”

“Es sorprendente —exclama Holmes— que el libro haya llegado siquiera a escribirse”. Cuando Mary entregó a la imprenta el borrador de 72 mil palabras, que le había llevado un poco menos de un año de trabajo, tenía 20 años y ocho meses de embarazo. Se habían suicidado su media hermana Fanny Imlay y Harriet, la esposa que Persy B. Shelley había abandonado por ella. Lo que a mí me parece sorprendente, sin embargo, es que Mary Shelley (hija de la que es quizá la primer feminista radical de la historia, Mary Wollstonecraft, y el filósofo anarquista William Godwin) se haya sobrepuesto a todas las circunstancias que estaban en su contra y su intuición haya creado una reflexión moral tan adelantada a su época, tan informada en materia de avances científicos, y que su gran talento literario la haya plasmado en un libro tan bien estructurado que corrigió a profundidad en varios momentos de su difícil y atareada vida.

Esa noche, fría, tormentosa y célebre, de junio de 1816 en que se llevó a cabo la “competencia de relatos de fantasmas” entre los Shelleys y Lord Byron en la villa Diodati del lago Geneva, también estaba presente un médico experto en sonambulismo que era secretario y patiño de Lord Byron. Su nombre era William Polidori. Murió a los 25 años, en 1821, un año antes que Percy B. Shelley. Es el autor de “El vampiro”, obra en la que se venga de los sarcasmos y burlas de Lord Byron de una manera elegante. Lo usa como modelo para crear a Lord Ruthven, el protagonista de su cuento, y el primer vampiro seductor, distinguido y elegante de la literatura. Por una confusión editorial, la primera vez que se publicó “El vampiro”, apareció en la revista New Monthly firmado por Lord Byron, con lo cual el destino ejercía su derecho al humor negro. El misterioso caballero acaudalado e irresistible que encarna Lord Ruthven tiene ya la fisonomía del vampiro sofisticado de Bram Stoker, el mismo que vino a cerrar este siglo de desafíos a la jurisdicción divina del origen de la vida y el fin de la muerte.

Fuente: Nexos  -  1 de enero de 2018

No hay comentarios:

Publicar un comentario