Juan Manuel Gómez
Hoy se cumplen dos siglos de la publicación de Frankenstein,
la novela con la que una joven llamada Mary Shelley revolucionó la historia de
la literatura. Desde entonces, su criatura ha dado vida a una estirpe que ha proliferado
en las más distintas formas y formatos, cuestionando la relación del hombre con
la naturaleza y la ciencia pero, sobre todo, reflexionando sobre las
consecuencias morales de nuestros actos. El siguiente ensayo navega por los
derroteros que llevaron a la novelista a componer esta obra imprescindible, y
ahonda en las claves de su lectura.
El siglo XIX comienza y termina con novelas que transgreden
la frontera que separa la vida de la muerte: en un libro de 1818 escrito por
Mary Shelley, el capitán Robert Walton encuentra a un hombre que ha abandonado
su barco para seguir a su enemigo en trineo rumbo al Polo Norte; se trata del
científico Víctor Frankenstein, que persigue hasta el límite de su deteriorada
fuerza humana a una poderosa criatura a la que ha dado vida por medio del hasta
entonces incipiente control de la energía eléctrica. Y en 1897 Bram Stoker
describe la manera en que la goleta Demetrio arriba lentamente al puerto de
Yorkshire sin tripulantes; tan solo transporta un ataúd en el que viaja
Drácula, caballero sofisticado cuya maldición es la vida eterna a cambio de
alimentarse de sangre humana. Interesante manera de concentrar en un siglo los
terrores de la civilización ocultos en las sombras que proyecta su refinamiento
supremo.
La ciencia abrió las puertas de otros universos con los que
habíamos convivido los seres humanos sin darnos cuenta. En las páginas de
Frankenstein, Mary Shelley esboza ese momento histórico, tan rico en materia de
avances científicos, en la fascinación entusiasta del joven Víctor por su
profesor Waldman: “Decía que los antiguos maestros [se refiere a Paracelso,
Cornelio Agripa y Alberto Magno] prometieron imposibles, y sus realizaciones
fueron nulas. Los maestros de hoy, en cambio, prometen muy poco. Saben que los
metales no pueden transformarse y que el elíxir de la vida es una quimera. Pero
estos sabios, cuyas manos parecen hechas para ensuciarse con el trabajo y cuyos
ojos no dejan de mirar incansablemente por el microscopio o el crisol, han
conseguido ejecutar milagros. Han entrado en el territorio sagrado de la
Naturaleza y nos han enseñado cómo funciona en sus zonas más ocultas. Han
ascendido a las alturas, han descubierto la circulación de la sangre y la
composición del aire que respiramos. Han alcanzado, en fin, un poder nuevo,
casi ilimitado, puesto que pueden dirigir a su antojo el poder del rayo, imitar
los terremotos e, incluso, burlarse del mundo invisible con sus propias
sombras.”
La ciencia del incipiente siglo XIX hace posible un
sacrilegio: penetrar en el territorio de lo sagrado, de lo divino, de la
muerte. Ante la revelación de herramientas reales que permitían acceder a
universos nunca antes explorados, al ambicioso muchacho que había estudiado a
los alquimistas se le ocurre “explorar las potencias desconocidas y descubrir
al mundo los más profundos misterios de la creación”. Su aspiración, en
realidad, es convertirse él mismo en Dios y crear vida. “¿De dónde —se
preguntaba Frankenstein con frecuencia— puede proceder el principio de la vida?”.
Y para encontrar la respuesta, se sumerge, y “ensucia sus manos”, en los
territorios de la muerte: “Me dedicaba ahora, pues, al estudio de las causas de
esta descomposición, viéndome, por ello, obligado a pasar días enteros en
criptas y osarios. […] Vi como la bella figura del hombre se descomponía,
convirtiéndose en restos despreciables; vi sustituir el rosado color de las
mejillas, llenas de vida, por la palidez de la muerte y cómo, en fin, el gusano
inmundo horadaba las maravillas del ojo y del cerebro. Me detuve a examinar y
analizar con todo detalle las causas de los ejemplos aportados por el paso de
la vida a la muerte y de la muerte a la vida, hasta que de aquella profunda
oscuridad surgió la luz que me iluminó, una luz tan brillante y poderosa, y a
la vez tan sencilla, que causó en mí el desconcierto lógico de saberme el
descubridor único de un secreto tan ávidamente perseguido por tantos hombres de
genio”.
Una de las primeras desgracias que le trae a Víctor
Frankenstein esa “luz brillante y poderosa”
emanada de la muerte es la degradación física y la alteración de sus emociones:
cae en una crisis nerviosa que se extiende por seis meses. Lo que lo aniquila,
sin embargo, y lo hace perseguir hasta el fin, aun a costa de su vida, al
hombre artificial que ha creado, es la culpa.
A Víctor Frankenstein lo atormenta haber trastocado las
leyes de la Naturaleza al grado de “otorgar” vida a la materia inerte, y haber
creado, piensa, un poderoso monstruo que odia y encuentra placer en matar sin
piedad a seres humanos. Se equivoca, sin embargo, el creador, porque en
realidad no conoce a su criatura, la cual es capaz de albergar mucha más
humanidad que cualquier ser humano.
El odio está en Víctor Frankenstein; en la criatura lo que
hay es una terrible y absoluta soledad. Si el “engendro”, como lo llama su
creador, ha matado a varios miembros de la familia Frankenstein, ha sido por
revancha, porque desde que nació se ha encontrado distinto a todo cuanto hay a
su alrededor, y habiendo nacido inmaculado y puro, lo que aprendió del mundo
fue a huir y esconderse, ya que su aspecto “distinto” y sus dos metros y medio
de altura causaron el horror y la reacción violenta de cuantos lo vieron.
El primero de ellos fue su propio creador, el mismo que lo
había formado, parte por parte, en un transe histérico y megalomaniaco. Cuando
lo contempla terminado, se horroriza y refugia en un rincón del laboratorio:
“La mezcla de tanta belleza aislada, con sus ojos acuosos casi del mismo color
blanco sucio de sus cuencas, formaba una composición aún más horripilante,
incrementada por su arrugada faz y negros labios finos y rectos”. Luego la
criatura se le acerca y pretende expresar algo: “De improviso, y a la luz
amarillenta de la luna que penetraba a través de las persianas, vi a mi lado al
engendro, al miserable ser a quien había dado vida. Sostenía levantadas las
cortinas de mi cama, y sus ojos, si es que tal nombre puede darse a lo que me
miraba, estaban clavados en mí. Abriéronse sus mandíbulas y emitió algunos
sonidos inarticulados, mientras una mueca horrible alteraba sus ya espantosas
facciones. Es posible que hablase, pero yo no le escuché. Había extendido la
mano, sin duda para tocarme, pero yo conseguí escapar”. Cuando Víctor
Frankenstein vuelve a ver al engendro, han pasado seis largos años en los que
la criatura ha recibido duras enseñanzas de un mundo que no lo acepta.
¿Cuál es la responsabilidad que asume Víctor Frankenstein
ante su creación, a la que ha dado vida? Darle ahora muerte. Desaparecer esa
abominación de la faz de la Tierra.
Me he preguntado a qué se refiere el subtítulo del libro.
Quién vendría a ser ese “moderno Prometeo”. Recordemos que Prometeo roba el
fuego de los dioses para darlo a los hombres, que le simpatizan, y por ello es
sentenciado a permanecer encadenado a una roca en la que cada día un ave le
devorará el hígado, el cual volverá a crecer por la noche. Después de ensayar
una y otra respuesta he llegado a la conclusión de que el Prometeo moderno es
la ciencia misma, porque Víctor Frankenstein no tiene ninguna simpatía por el
hombre al que ha dado vida, y su tormento no es sino el odio que siente. La
ciencia, en cambio, es capaz de dar conocimiento a los hombres, y es
atormentada diariamente por ellos, que la manipulan como sus dioses, aunque en
su afán dan un paso adelante y dos para atrás, y como aves rapaces devoran a
diario lo que la repetición del método científico vuelve a constatar.
El gran error moral de Víctor Frankenstein no es la creación
de un ser nuevo y autónomo, sino su abandono. “Soy tu Adán”, le dice la
criatura, pero también “soy el ángel caído”; “me has privado de la felicidad;
devuélvemela y volveré a ser virtuoso”. Se trata de una criatura condenada,
como dice la “Balada del viejo marinero” de Samuel Taylor Coleridge, contemporáneo
de Mary Shelley, que se cita en el libro, a “avanzar en el camino solitario
impelido por el temor y el miedo […] sin volver jamás la cabeza, porque sabes
que un horrible enemigo muy cerca de ti te persigue”.
En la vieja leyenda judía del Gólem lo que da vida al barro
inerte es una palabra sagrada que se le escribe en la frente a un muñeco, pero
que lo vuelve un esclavo.
Jorge Luis Borges lo ha descrito en un poema memorable del que solo rescato
ahora estos versos: “El rabí le explicaba el universo/ ‘esto es mi pie; esto el
tuyo, esto la soga’,/ y logró, al cabo de años, que el perverso/ barriera bien
o mal la sinagoga”. La corporación Tyrell en la película Blade Runner
(1982) crea replicantes para que sean esclavos de los humanos. Víctor
Frankenstein busca la gloria personal y no se responsabiliza en ningún sentido
de su creación; la abandona. La premisa moral que da origen a estos seres puede
ser cuestionada desde la religión o la filosofía, pero son ellos mismos quienes
se rebelan a su destino, y en el caso de los replicantes de Blade Runner y la
criatura de Frankenstein, dan lecciones de humanidad a sus creadores.
Quiero citar aquí a manera de ejemplo un instante de la
película Blade Runner que, en palabras de Rutger Hauer, el actor que interpretó
al replicante Roy Betty, “treinta años después sigue existiendo con la misma
intensidad”. Es el momento previo a que se lleve a cabo el famoso diálogo entre
el blade runner Rick Deckard (Harrison Ford) y Roy: “He visto cosas que tú,
gente, no podrías creer. Naves de ataque en llamas en la cuesta de Orión. Vi
C-beams parpadeando en la oscuridad de la puerta de Tannhäuser. Todos estos
momentos se perderán en el tiempo como lágrimas en la lluvia. Es hora de
morir”. Un momento antes, Deckard está tratando de no caer al vacío. Se
sostiene de una viga, pero claramente cede terreno a cada momento, y llueve a
cántaros. Roy le salta enfrente y sonriendo socarronamente le dice: “Toda una
experiencia vivir con miedo, ¿no es así? Pues eso es ser un esclavo”.
Esa es la verdadera razón de la rebelión de Roy. Quiere
“vivir más”, como le pide a su creador, Eldon Tyrell, pero, sobre todo, quiere
ser libre. Lo mismo que la criatura de Frankenstein: simplemente desea que
quien lo creó haga otro como él para no estar solo en un mundo hostil. De
hecho, aunque ha tenido oportunidad de hacerlo, no es capaz de provocar la
muerte de Víctor Frankenstein, porque sin él no le quedaría absolutamente
nadie.
Estas premisas humanas provienen del exterior del hombre, de
algo “malévolo” creado por la ciencia. 75 años después de Frankenstein Émile
Zola se preguntará: “¿La ciencia ha prometido la felicidad? No lo creo. Ha
prometido la verdad y la cuestión es saber si con la verdad se conseguirá algún
día la felicidad”.
El éxito del libro escrito por Mary Shelley tardó décadas en
llegar. Lo que comenzó a tener resonancia prácticamente de inmediato fueron sus
adaptaciones teatrales. En 2011 el cineasta británico Danny Boyle realizó una
para el National Theatre de Londres que se proyectó en el Auditorio Nacional de
México. Ahí vi nacer a la criatura de una placenta gigante alimentada por rayos
eléctricos y cientos de focos encendidos. Se retorcía en el suelo como un ser
adolorido y desamparado.
“La primera versión del libro —apunta Richard Holmes en su
estupendo ensayo “Out of Control” del New York Review of Books, 21 de diciembre
de 2017— fue escrita a gran velocidad en dos libretas ginebrinas, mayormente
durante el invierno de 1816-17, pero no publicadas sino hasta 2008 en una
meticulosa edición del académico experto en Shelley: Charles E. Robinson. El
estilo es vivo y directo. Probablemente comenzó como un cuento, con las famosas
líneas: ‘Fue en una lúgubre noche de noviembre que admiré a mi hombre
completo’./ La segunda, que comienza y termina con la historia de la expedición
al Ártico de Rober Walton, fue cuidadosamente revisada por Mary, editada
levemente por Percy y publicada en 1918. El estilo es rico e incluye
digresiones; aquí sigue habiendo controversia académica con respecto al efecto
general de las aportaciones de Percy (alrededor de 5 mil palabras). Una
reedición de esta versión de 1818, con algunos cambios menores, apareció en
1923 en dos volúmenes, a instancia del padre de Mary, William Godwin, y fue la
primera firmada con su nombre [Mary W. Shelley]”./ La tercera versión, de 1931,
fue radicalmente revisada solo por Mary, y es mucho más oscura en el tono. El
idealismo del joven Frankenstein se torna en una figura siniestra y torturada.”
“Es sorprendente —exclama Holmes— que el libro haya llegado
siquiera a escribirse”. Cuando Mary entregó a la imprenta el borrador de 72 mil
palabras, que le había llevado un poco menos de un año de trabajo, tenía 20
años y ocho meses de embarazo. Se habían suicidado su media hermana Fanny Imlay
y Harriet, la esposa que Persy B. Shelley había abandonado por ella. Lo que a
mí me parece sorprendente, sin embargo, es que Mary Shelley (hija de la que es
quizá la primer feminista radical de la historia, Mary Wollstonecraft, y el
filósofo anarquista William Godwin) se haya sobrepuesto a todas las
circunstancias que estaban en su contra y su intuición haya creado una
reflexión moral tan adelantada a su época, tan informada en materia de avances
científicos, y que su gran talento literario la haya plasmado en un libro tan
bien estructurado que corrigió a profundidad en varios momentos de su difícil y
atareada vida.
Esa noche, fría, tormentosa y célebre, de junio de 1816 en
que se llevó a cabo la “competencia de relatos de fantasmas” entre los Shelleys
y Lord Byron en la villa Diodati del lago Geneva, también estaba presente un
médico experto en sonambulismo que era secretario y patiño de Lord Byron. Su
nombre era William Polidori. Murió a los 25 años, en 1821, un año antes que
Percy B. Shelley. Es el autor de “El vampiro”, obra en la que se venga de los
sarcasmos y burlas de Lord Byron de una manera elegante. Lo usa como modelo
para crear a Lord Ruthven, el protagonista de su cuento, y el primer vampiro
seductor, distinguido y elegante de la literatura. Por una confusión editorial,
la primera vez que se publicó “El vampiro”, apareció en la revista New Monthly
firmado por Lord Byron, con lo cual el destino ejercía su derecho al humor
negro. El misterioso caballero acaudalado e irresistible que encarna Lord
Ruthven tiene ya la fisonomía del vampiro sofisticado de Bram Stoker, el mismo
que vino a cerrar este siglo de desafíos a la jurisdicción divina del origen de
la vida y el fin de la muerte.
Fuente: Nexos - 1 de enero de 2018
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