Mario Minervino /
mminervino@lanueva.com
Albert Einstein, uno
de los científicos más importantes que ha caminado este mundo, trabajaba de
manera metódica y rutinaria en una oficina de patentes de Berna mientras
delineaba su teoría de la Relatividad, llamada a modificar, desde Newton y para
siempre, la manera de entender el universo, el espacio y el tiempo.
Ezequiel Martínez Estrada, poeta y ensayista fallecido en
Bahía Blanca en 1964, escribió su ensayo Radiografía de la Pampa mientras era
empleado del Correo Argentino. Esa situación le valió ser criticado por los que
nunca faltan, mencionando que cobraba un sueldo público mientras se dedicaba a
escribir su libro en horario de trabajo.
Jorge Luis Borges, sobre quien versa esta nota, también supo
del trabajo de horario corrido, repetitivo y burocrático. En ese espacio de
rutina y quietud fue puliendo su escritura, buscando hacerlo "con todas
las palabras mirando al mismo lado", usando una idea de Stevenson.
En esa labor llevaba años cuando en 1946 un médico, Emilio
Pío Siri, intendente de Buenos Aires entre 1946 y 1949, aseguran que sugirió
quitarlo de ese trabajo y designarlo inspector del mercado de aves y huevos de
Buenos Aires. La designación, jamás verificada ni escrita ni concretada,
pretendió servir como reprimenda al escritor por haber firmado algunas
solicitadas contrarias a la postura del gobierno nacional de Juan Domingo
Perón.
Borges, anoticiado de esa supuesta intención, se fue esa
misma tarde de la biblioteca para nunca más volver. Nunca recibió una
notificación de su nuevo nombramiento, ni su despido, ni un llamado. Sólo
existió una crónica de pocos caracteres de un diario de la época, dando cuenta
de una supuesta idea de destinarlo al mencionado mercado. “Me confirmaron que
era un castigo por haber firmado aquellas declaraciones”, comentó días después
el escritor, en una cena de desagravio realizada por sus amigos por esa
designación que nunca existió.
Victoria Ocampo, amiga, Contó tiempo después que frente al
empleado que lo anotició de su posible suerte, Borges manifestó su asombro por
haber sido elegido inspector, “habiendo tantos empleados capaces de hacer mejor
ese trabajo”.
Luego de asumir que la sanción la merecía, por “andarme
haciendo el democrático”, comprendió que trababan de molestarlo. “Me fui
entonces a casa. Tenía un libro de Elouard y otro de Vercors. Me puse a leer y
me olvidé del mundo”, contó. La deuda Borges se refirió varias veces en su vida
al incidente de esa modesta biblioteca “de los arrabales del sur”.
También mencionó las ventajas que recibió de aquel empleo:
“tengo una deuda de gratitud porque, cómo en todas las reparticiones públicas,
había muchos empleados y muy poco trabajo”. En esas horas libres estaba cuando
descubrió "el sótano, la azotea y algún desván” del edificio, donde pudo
leer sin interrupción La caída del Imperio Romano de Gibbon, las obras de León
Bloy y Paul Claudel.
En esos años también completó Ficciones, considerado uno de
los mejores cien libros de todos los tiempos, emparentando así Borges su nombre
con los de Dostoievsky, Faulkner, Eliot, Joyce, Tolstoi, Homero, Poe, Whitman,
Camus y Dante.
Aquella biblioteca le
sirvió, según menciona en su cuento La Biblioteca de Babel, para vivir momentos
gratos. "Una vez debí ser parte de la compra de libros ingleses. Al
hojearlos recobré con asombro una tarde de mi niñez: la tarde que leí, en otro
arrabal, el Vathek de Beckford".
Borges nunca recibió un comunicado oficial de su traslado
como inspector de aves; o de aves y conejos; de pollos; de pollos, gallinas y
conejos para el mercado de Concentración Municipal de aves, huevos y afines,
entre algunas de las formas en que se menciona ese cargo jamás desempeñado.
Apenas renunció a su puesto, incorporó una ocupación hasta entonces ajena: dar charlas
y conferencias sobre temas diversos y ejercer la docencia.
“Si no me hubiesen echado me hubiera jubilado como
bibliotecario sin haber conocido una de las felicidades: la cátedra”, comentó.
Con esa labor, dijo, “me fuí defendiendo económicamente”. En 1955, nueve años
después de abandonar esa biblioteca "casi secreta" de Boedo, subió
los escalones de otra biblioteca, la Nacional, nombrado director por el
gobierno de la Revolución Libertadora. Cuando recibió la propuesta laboral no
estaba seguro de aceptar. Lo consultó con su amiga Victoria Ocampo. "No
sea idiota", le dijo la escritora al enterarse de sus reservas de servir
para el cargo.
Fue el cuarto director ciego que desempeñó ese puesto.
Entraba cada día, dijo, en un paraíso. Fue director durante 18 años. Escribí
muchísimo, inclusive esa maravilla que es poema de los dones: "Nadie
rebaje a lágrima o reproche/ esta declaración de la maestría/ de Dios, que con
magnífica ironía/ me dio a la vez los libros y la noche.
Gallinas, huevos, conejos y mercados jamás supieron de su
inhabilidad.
Fuente: La Nueva.com
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