"Circula desde siempre una suerte de leyenda en el
mundillo de los lectores y es que a Borges no le entrás literariamente de motu
proprio. Alguien te lo tiene que "presentar"".
Por Wendel Gietz
Viernes 21 de Junio de 2019
–Tomá. Leé. Esto a vos te va a gustar.
Así tenía que venir un amigo y decirte hace treinta años con
Jorge Luis Borges. Ahora es un grande entre los grandes y lo leen hasta los
taxistas de Nueva York, y me consta.
Circula desde siempre una suerte de leyenda en el mundillo
de los lectores y es que a Borges no le entrás literariamente de motu propio.
Alguien te lo tiene que “presentar”, como cuando éramos jóvenes y te gustaba
esa mina a la que ni loco te le animabas solo. Necesitabas de alguien que te
haga la pata, el gancho. Y con Borges sucede o sucedió en una época algo así.
Mi debut borgiano fue allá por el 86. Ese mismo año se moría
en Ginebra y yo, con veinte recién cumplidos, me sumergía en las páginas de El
Hacedor, publicado en 1960. Es acaso su mejor libro –junto con Ficciones–, con
un prólogo memorable dedicado a un Lugones ya muerto, en un hipotético diálogo
entre ambos en su mítico despacho de la Biblioteca Nacional. Y digo el mejor,
porque él mismo así lo declaró en más de una oportunidad, y porque en ese texto
están esbozados los grandes temas del universo borgiano: el valor y el coraje
-atributos que declara le fueron negados y de allí las repetidas referencias a
sus antepasados militares-, los sueños, el carácter ilusorio de la realidad, el
mundo como un complejo laberinto de causas y efectos, y el tiempo con sus dos
caras recurrentes: memoria y olvido.
También despliega en él sus géneros predilectos, como el
poema, el relato y el ensayo, aunque no siempre con límites bien definidos,
fiel a su estilo.
Y así como yo llegué a él de la mano de un amigo, a
“Georgie” varios factores no lo ayudaron para hacerlo seductor ante el gran
público argentino, sobre todo entre los jóvenes de mi época. En primer lugar
vivió una larga vida (siempre fue un “viejo”, y los viejos no seducen), segundo
porque escribió mucho y “difícil”, y, por último, también fueron tallando los
prejuicios políticos (a nosotros, no a él). Aprensiones a los que somos tan
afectos los argentinos para mezclar peras con manzanas. Que fue un “gorila”,
que tomó posiciones políticas equivocadas –un mito más dice que esto fue lo que
le costó el Nobel–, cuando toda lectura joven tenía, si o si, que estar
comprometida con la problemática social y política del momento. O bien que se
ocupaba de temas demasiado extranjerizantes, ajenos a nuestra identidad y al
“ser nacional”, proclamaban violentos desde la otra punta de la rosca.
El pico del rechazo a Borges llegó al postular
provocadoramente en los setenta que el libro “clásico” de los argentinos
debiera ser el Facundo y no el Martín Fierro; y se intensificó en el 82 cuando
en plena locura colectiva de Malvinas disparó –socarrón como siempre– que esa
guerra absurda le parecía “una disputa de dos pelados por un peine”. Y
reconozco que por ese comentario formé parte de la legión de argentinos que se
acordó ampliamente de su madre, la abnegada Leonor Acevedo.
Pero ahora, a la sedante distancia de tres décadas de leerlo
ininterrumpidamente, veo que en su momento me pudieron otras cosas de él. A
medida que me emocionaba con la extrema sensibilidad del Poema de los Dones,
descubría otros autores a través suyo, porque otro de sus méritos fue el de
elevar la nota bibliográfica casi a género literario, me maravillaba con cuentos
como La intrusa, Hombre de la esquina rosada o El Aleph. Y también descubría su
costado romántico, un poco patético, en “1964”, o en los versos de “El
Amenazado”, que finaliza con esa impresionante declaración universal de amor
que derrite a cualquiera: “Estar contigo o no estar contigo es la medida de mi
tiempo”, y que reduce los mejores versos de Neruda o Benedetti a piropos de
verdulería.
En fin, yo no soy un gran escritor, ni mucho menos crítico
literario. Ellos sí que sufren o han sufrido su terrible sombra; el enorme peso
inhibitorio de su obra monumental, porque ¡cómo escribir después de Borges?, se
han preguntado muchos escritores argentinos contemporáneos y posteriores a él.
El poeta Héctor Yánover, que también se sentó en el despacho de Director de la
Biblioteca Nacional, lo describió como “un monstruo que ha preñado a millones”.
Incluso una destacada escritora y ensayista de mucha vigencia actual fue más
allá y llegó a proclamar que para “sacarse de encima a Borges” y poder seguir
escribiendo decentemente había que matarlo (literariamente, claro). Cometer una
suerte de parricidio de uno de los mayores estetas de las letras en lengua
española desde Miguel de Cervantes a esta parte.
En cambio desde el llano, a lo sumo uno puede presumir
libremente de ser un lector inquieto que disfruta a Borges cuando quiere, sin
prejuicios ni temores reverenciales. Y a más de treinta años de su muerte y
simultáneamente de mi descubrimiento, lo siento un fiel compañero de largas
noches de insomnio, como ese amigo que me lo presentó alguna vez en forma de
libro. Hoy percibo a un Borges que, con gran generosidad, me hace partícipe de
su inteligencia. Y eso para mí ya es mucho.
Fuente: Diario UNO
- Entre Ríos
No hay comentarios:
Publicar un comentario