Héctor Álvarez Castillo. (Imagen: Editorial Huso)
Arturo Tuya
Pocas veces en la literatura actual podemos encontrar los
diálogos entre un discípulo y un genio. Mucho se esto descubrirá el lector en
Camino a Babel. Conversaciones con Jorge Luis Borges (Huso Editorial, 2019),
una obra clave para volver a encontrarse con la palabra de uno de los más
grandes escritores de todos los tiempos, cuando el mundo celebra 120 años de su
nacimiento. Nuevatribuna conversa con el autor de este documento, el escritor
argentino Héctor Álvarez Castillo.
Arturo Tuya | ¿Usted llegó a Babel cuando descubrió a
Borges?
Héctor Álvarez Castillo | Me atrae la metáfora de Babel, es
un símbolo que nos remonta al misterio de los orígenes y en Borges es algo
esencial. El lenguaje, las lenguas, nos hablan de nosotros, de nuestra historia;
allí tenemos el verbo como creador y también al logos griego. Hölderlin declara
que el lenguaje es la casa del ser y eso lo recoge sabiamente Heidegger. Desde
allí, la carga de significado a cada vocablo se la daremos nosotros. Cada
palabra que usemos -más como escritores- hace a un lado la neutralidad, somos
activos hacedores. Ezra Pound -quien también marcó mi formación a los veinte
años- entendía con acierto la dialéctica entre palabra y significado.
Borges, más allá de las menciones que realiza a lo largo de
su obra, por ejemplo, en el cuento “La biblioteca de Babel” -que buen favor le
ha hecho a Umberto Eco- siempre hizo pública su fascinación hacia las
bibliotecas y, por supuesto, lo que estas simbolizan. Aún leemos los versos de
“El poema de los dones” como una revelación: “yo, que me figuraba el Paraíso/
bajo la especie de una biblioteca.” Y si realizamos una exégesis borgeana, al
menos superficial, no debemos obviar la mención a la colección que dirigió para
el editor Franco María Ricci, que recibe el nombre de la citada narración. Y en
esa fascinación, y en esa babel, conviven más de un aspecto.
¿Qué es Babel? Un
misterio, ante todo, un misterio que nos atrae y que sospechamos que nos
conecta con el lenguaje, ese don que nos hace humanos
Yendo a mi libro, debía darle un nombre; desde fines de los
noventa y comienzos de este siglo pretendía publicarlo, por delante estaba la
tarea de organizar fragmentos, apuntes, de pulir la escritura. Y eso no era
sencillo. Contenía en el armado final dos conversaciones con Borges, un
anecdotario de mis encuentros, de los que no existe otro registro que mi
memoria, y a ese material se le añadía un ensayo -muy personal, por cierto- en
el que me permitía hablar de autores y temas diversos. ¿Cómo llamar a esa obra?
No recuerdo la forma en que surgió en mi cabeza el nombre, pero más allá de
cualquier explicación considero que fue acertado. Borges, el saber, los libros,
la literatura, ¿qué otra cosa es eso sino un camino y un camino, justamente, a
Babel? Y, ¿qué es Babel? Un misterio, ante todo, un misterio que nos atrae y
que sospechamos que nos conecta con el lenguaje, ese don que nos hace humanos.
No he llegado a Babel, solo que a veces me siento más cerca, otras más lejos.
Babel nos convoca, nos atrae, de alguna manera es un Oriente o la proximidad a
él.
¿Qué aprende un iniciado al leer su libro?
Si debo rescatar algo, o lo primero que rescato, es que hay
que animarse y hasta atreverse a tener contacto, a conversar, debemos
acercarnos a los seres -en este ejemplo Borges- que consideramos esenciales con
respecto a lo que amamos o nos interesa. Si nuestro acercamiento es genuino, se
puede obrar el milagro. Las conversaciones y lo que refiero en Camino a Babel
son una fiel muestra de esto.
Entiendo que con “iniciado” se refiere a un lector de alguna
manera formado y que ha transitado la obra de Borges. Si pienso en ese lector,
considero que en los diálogos va a encontrarse con un Borges casi de entrecasa,
que va de un tema al otro, pero el diálogo no va a perder la frescura que tiene
una conversación en la que no se debe revalidar ningún saber ni exhibir
erudición. Ese Borges nos hablará de Jesús al tiempo que de Nietzsche o de
Mallarmé, sin que medien más que algunos minutos entre una mención u otra. Y,
con esa naturalidad, se pondrá, generosamente, a corregir un poema de mi
autoría, en un gesto del que no tengo conocimiento que haya testimonio
semejante. El iniciado también encontrará una colección de 64 puntos -como
escaques tiene el tablero de ajedrez- en el que hablo un poco a gusto y
piacere, como decimos en Buenos Aires, de lo que me interesa, relacionando
distintas preocupaciones estéticas y hasta sociales, sin otra guía que el
pensar. Lo que sobresale en ese corpus inicial es la figura de Borges, que irradia
una centralidad que organiza tal secuencia de puntos.
Borges se instala
en las vanguardias que atraviesan Europa y desde ese intercambio de corrientes
estéticas y movimientos de ruptura va diseñando ese estilo que a nosotros nos
ha llevado, finalmente, o quizá fatalmente, a dedicarnos a él
¿Qué sería lo más rompedor que ofrece hoy la obra de Borges?
El fenómeno Borges no es casual, ha sido producto de muchos
factores, de los que aquí no voy a dar cuenta por espacio y otros motivos.
Tengo hace algunos años un libro en preparación, Borges en su casa, basado en
las ocho conferencias que dicté en Casa Borges, Adrogué, donde funciona el
único museo dedicado al autor de El Aleph. Esa es una de las pocas casas en la
que vivió y la única que se mantiene en pie. Allí hablo con mayor profundidad y
rigor del Borges publicista de su propia obra, de la conciencia que este
escritor tuvo tempranamente de la necesidad -en términos actuales- de
posicionarse y actuar de acuerdo a un Marketing sui generis. Él se instala en
las vanguardias que atraviesan Europa -recordemos que los años de su
adolescencia y primera juventud transcurren, mayormente, entre Suiza y España-,
y desde ese intercambio de corrientes estéticas y movimientos de ruptura va
diseñando ese estilo que a nosotros nos ha llevado, finalmente, o quizá
fatalmente, a dedicarnos a él. Desde esa actitud hay ruptura y hasta picardía
para ir creando su lugar -hablo de crear antes de hallar, porque Borges creó
ese espacio nuevo en nuestra lengua que él era el destinado a ocupar-. Ningún
otro podía con originalidad expresarse y combinar ese juego de tradiciones,
sumado el plus de la creación, sino él. Borges tuvo la astucia, no sólo el
talento y la capacidad, para concebir esa idea, casi en sentido platónico, que él
y sólo él podía representar.
En su libro habla de dos encuentros con el genio argentino,
¿nos podría describir cada uno?
Esta pregunta me retrotrae a los dos diálogos desgrabados
-mis encuentros con Borges no se limitan a esas dos ocasiones- y considero que
no soy idóneo para hablar sobre ellos, una vez que esos diálogos están en la
obra y de alguna manera hablan mejor de lo que yo estoy capacitado. Casi
debería improvisar y soy bastante malo en ese aspecto. Pero sí puedo intentar
-como lo he realizado otras veces- dirigir la atención a lo que considero
esencial, el espíritu de esos encuentros y, de alguna manera, lo que me ha
quedado a mí. Tengo la impresión de que este genio literario -que ya atravesaba
los últimos años de su existencia- se sentía bien a mi lado. Hoy hablaríamos de
empatía, quizá, y no me atrevo a definirlo más allá de esa apreciación. Puedo
arriesgar que lo dejé de visitar porque los jóvenes no entienden que el tiempo
de los ancianos es otro, que el tiempo que hay por delante es más delgado que
el hilo de la encajera de Vermeer, y consideran que siempre resta tiempo por
delante. La última oportunidad en que estuvimos juntos, luego de almorzar,
regresamos a su departamento, en la calle Maipú. Veníamos conversando desde el
hotel Dorá y en el ascensor -eran seis pisos- hablamos de Mark Twain. Fingió no
recordar la muerte de los hijos del estadounidense. Ese dato lo había dejado
indicado, por ejemplo, en su obra en colaboración Introducción a la literatura
norteamericana cuando escribe “(…) la muerte de la mujer y de los hijos, el
renombre, la soledad secreta y el pesimismo.” Recuerdo que me dijo que no lo
sabía. A Borges le gustaban esos juegos. Luego ingresamos al departamento, nos
abrió Fanny y nos permitió esos últimos minutos juntos. Se sentó en una silla,
planeamos una visita, que jamás ocurrió, para la semana venidera. Quería que le
leyera a algunos poetas italianos que yo había ido mencionando, Ungaretti entre
ellos. No volví a llamarlo, no volví a verlo. Lo dejé en esa tarde -ya eran
pasadas las 15:00 horas- sentado en su cama. Dormía en un pequeño dormitorio.
Estábamos en penumbras. Ese era Borges, así vivía Borges. Sin dar paso a la
emoción, entiendo que nos llevábamos bien. Lamento no haber regresado.
Para Jorge Luis Borges hasta la historia era parte de la
ficción. Sin embargo, hoy en día la literatura padece de una severa crisis de
realismo. Casi todo lo que se escribe pretende basarse en la realidad. ¿Cómo
asume usted está visión contraria a lo que fue la literatura para Borges?
No quedar
encerrado en un pensamiento ortodoxo le dio a nuestro autor esa libertad que se
ha transformado en uno de sus legados
Aun asumiendo el error, me animo a la afirmación de que
Borges coincidiría con el siguiente juicio, inspirado en sus ideas y
enseñanzas. Sí nosotros creemos que podemos dar cuenta de la realidad a través
de una obra pretendidamente -y pretenciosamente- realista, estamos, desde el
inicio, dejando afuera de la realidad más que de lo que de esa realidad
trasmitimos. Y acá pienso en las mitologías, en la literatura fantástica y
también en lo que él sabía ver no sólo en la teología sino también en la filosofía.
No quedar encerrado en un pensamiento ortodoxo le dio a nuestro autor esa
libertad que se ha transformado en uno de sus legados.
Un escritor no debe estar pendiente de una visión de lo que
superficialmente denominamos realidad -tomemos la facción que de ella elijamos-
porque esa realidad, por menor o mayor que sea, siempre nos excede, se nos hace
agua en las manos. Su realidad debe ser su imaginación, la potencia de su
pensamiento, la vitalidad de sus ideas. No debe esforzarse para dar una instantánea
del mundo que lo rodea o del que le interesa, eso ya está en él y saldrá a la
vida, a través de sus textos, aunque él no lo quiera. Así como el sol, la
realidad no se puede tapar con una mano, pero, por cierto, hay tantas
realidades como seres vivos. Y el arte, los artistas, no somos una excepción a
esto. El verismo no deja de ser un límite y los límites están para ser
superados.
A un lector que después de este libro quiera acercarse a la
obra de Héctor Álvarez Castillo, ¿qué le diría?
Se sabe que desde
el siglo XX el género fantástico, en lo que hace al cuento, es el género
privilegiado de los autores rioplatenses, y yo no podía ser una excepción al
momento de narrar historias breves
Es interesante esa propuesta. ¿Qué leer primero, cómo seguir
de alguna manera el itinerario de mi obra? (Esto lo pienso con el supuesto de
que se ha leído Camino a Babel, en la edición definitiva que acaba de lanzar
Editorial Huso.) Considero que lo mejor es acercase a mi obra poética, esa obra
que en libro comencé a divulgar en el año 1985 gracias a un pequeño volumen,
Amatista, 1981-1985. En él está incluido, justamente, el poema “Panta rei”,
corregido junto a Borges en su departamento, acontecimiento que se relata en
Camino... Desde ese libro se puede trazar un sendero poético hasta La palabra
es deseo, y otros poemas, obra que ganó el Primer Premio de la Fundación
“Victoria Ocampo”. También aconsejaría Ceos y la noche, antología que reúne
doce ficciones que pertenecen al género fantástico y que armé con verdadero afecto.
Se sabe que desde el siglo XX el género fantástico, en lo que hace al cuento,
es el género privilegiado de los autores rioplatenses, y yo no podía ser una
excepción al momento de narrar historias breves. Carlos Abraham ha declarado,
en el prólogo que preparó para esa colección, juicios generosos -espero que
acertados- que hablan con mayor sabiduría de la que yo pueda exhibir sobre mis
propios textos. Vale citar estas líneas: “Pese a su variedad, están recorridos
por una isotopía: la observación oblicua de su referente, la contemplación
sesgada y facetada de los sucesos que historian. Ello, a la manera de un espejo
deforme, genera un efecto de extrañamiento que recuerda a Kafka o a las
“Instrucciones para subir una escalera” de Cortázar, en el cual un simple hecho
cotidiano es expuesto de un modo novedoso y distanciado, generando nuevos
sentidos y borrando el anquilosamiento de nuestra percepción. Lo cual, según
algunas corrientes estéticas, es el objetivo último del arte.” Me cuesta pensar
qué tan cierta es esta apreciación. En más de una ocasión he reconocido mi
pésima memoria para recordar mis poemas, algunos versos, siquiera, o los
argumentos y los nombres de los personajes de mis ficciones. En esa línea, las
palabras de Abraham, además de sorprenderme, me abisman. Pero no niego que
reafirman mi valoración sobre esa colecta fantástica en la que he puesto lo
mejor que tenía como narrador.
Ceos y la noche, entiendo, es la mejor muestra de mi actual
narrativa.
Fuente: Nueva Tribuna
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